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100 Clásicos de la Literatura

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Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su compensación.



Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.



Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer, se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia llevaba ya cinco semanas muerta.



«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando -se dijo a sí mismo-. Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila. Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.



Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia, de largos cabellos de color castaño claro.



-¿Qué tipo de ladrón eres tú? -le preguntó cogiendo al joven por el cuello.



El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con gran ansiedad y horror:



-¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!



Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver a verla de nuevo.



-No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro, aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!



-¿Cómo?



-Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera vez-dijo el joven señalando hacia el árbol-. Me subí ahí para verla. La vi. Hablé con ella. Y me he subido al árbol muchas veces para verla y escucharla. Yo era un muchacho, escondido entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio esto.



Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta de luto.



-Su vida fue una vida de lamentaciones -siguió diciendo el joven-. Me dio esto como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo para ti. De haber tenido más edad, o de haberla visto antes, la habría salvado de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela de araña la primera vez que me subí al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!



Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y llantos: débilmente al principio, y luego más apasionados.



-¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la trajiste de nuevo aquí. Aquí, en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en la puerta. Por tres veces estuve en el árbol mientras te encerrabas con ella, matándola lentamente. Desde el árbol la vi yacer muerta sobre la cama. Desde el árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu culpa. Cómo lo hiciste sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que entregues tu vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No puedo conocer la piedad hacia ti. Ase no, ¡la amaba!



El joven, que había perdido el sombrero alba del árbol, tenía la cabeza pelada. Se dirigió hacia puerta. Para llegar hasta ella tenía que pasar junto asesino. Cabían, entre uno y otro, dos carruajes los antiguos, y el horror del joven, que se expresa abiertamente en todos los rasgos de su rostro y toe los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil soportar, le hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni mano ni pie des que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle con la mirada. Cuando vio la m de color castaño claro ante él, vio también una curva rojiza que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio también desde el principio dónde había caído, y digo había caído y no caería, pues percibió claramente que todo había sucedido antes de c él lo hiciera. Le abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho cayó boca arriba.



Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol En cuanto salió la luz de la mañana, se dedicó a mover todo el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los matorrales y las hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no ha allí nada sospechoso; y por ello nada sospechara



Pero en un momento había desbaratado sus precauciones destruyendo el triunfo del p que durante tanto tiempo había preparado y c con tanto éxito había llevado a cabo. Se había desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su vida; pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a vivir para siempre con una cuerda alrededor del cuello.



Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza y el horror, que no podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para evitar que pudieran descubrir el cadáver, se vio obligado a vivir en ella. Contrató como criados a dos viejos, un hombre y una mujer; y habitó en la casa, temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor dificultad fue el jardín. ¿Debía mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a su antiguo estado de abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría menos la atención?



Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él mismo, en las horas libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara; pero nunca le dejaba a éste que trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado junto al árbol, para poder sentarse allí y ver que estaba a salvo.



Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su mente percibía peligros siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las ramas superiores estaban adoptando al crecer la forma de un hombre joven... que tomaban exactamente la forma de aquel joven, sentado en una horquilla que se movía con el viento. Cuando caían las hojas, pensaba que al caer del árbol formaban letras sugerentes, o que tendían a amontonarse, sobre la tumba, formando un montículo típico de cementerio. Durante el invierno, cuando el árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el fantasma del golpe que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la primavera, cuando la savia ascendía por tronco, se preguntaba si con ella no subían partículas secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el anterior la figura del joven formada por hojas y agitándose al viento.



Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se dedicaba a negocios secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los negocios clandestinos que producían grandes beneficios. En diez años había multiplicado tantas veces su dinero que los comerciantes y transportistas que tenían tratos ce él no mentían en absoluto cuando decían que había incrementado su fortuna doce veces.



Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente. Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.



La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta. Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.



Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sobre una parte del viejo muro rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.



Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar... ¡que el diablo les confunda!



Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una barra.



Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó enseguida con picos y palas y se levantó.

 



Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L, encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos dijo:



-El cráneo está fracturado.



-Mira aquí los huesos -añadió otro.



-Y aquí la ropa -replicó otro más.



Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:



-¡Un hocejo oxidado!



Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s propia incapacidad!



Hubo dudas con respecto a cuál de los dos asesinatos debería juzgársele primero; pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos estaban a quitarle la vida.



Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de Lancaster de cara al muro hace ya cien años.



Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora vio ante él a dos ancianos!



Dos.



Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.



-¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? -preguntaron los dos ancianos.



A las seis.



-¡Y había seis ancianos en las escaleras!



Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del singular:



-Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida, arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»



» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana. Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un hocejo clavado sesgadamente en su cabello.



» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche hasta el alba su única palabra: «¡vive!»



» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso. Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce rostros frente al muro!



» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.



» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las escaleras, y regresó riendo.



» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta colocándolos en la mesa situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. Su compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.



» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o cualquier otra. Le contestó con estas palabra;



» -No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.



» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.



» -Es muy fácil, Dick -le replicó-. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado. ¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí, o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos. Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado » -No tenía la vanidad de suponer que fuera de tanta importancia esta noche -respondió el otro. » -De tanta que, por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la noche a solas -replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.



» -¡Despierta, Dick! -exclamó el jefe alegremente-. Las horas pequeñas son las peores.



» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.



» -¡Dick! -le presionó el jefe-. ¡Manténte despierto!



» -No puedo -murmuró el otro confusamente-. No sé qué extraña influencia me está afectando. No puedo.



» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que enviarle a dormir.



» -Levántate y camina, Dick -gritó el jefe-. ¡Inténtalo!



» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.



» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor



Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente las escaleras con él.



-¿Qué sucede, Francis? -preguntó el señor Idle-. Mi dormitorio no está aquí abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No quiero que me transporten. Déjame en el suelo.



El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos enloquecidos.



-¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio sexo para rescatar le o perecer en el intento? -preguntó el señor Idle con un tono bastante petulante.



-¡El anciano! -clamó el señor Goodchild aturdido-. ¡Y los dos ancianos!



-La única anciana a la que pienso que te refieres -empezó a responder desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con la ayuda de su ancha balaustrada.



-Te aseguro, Tom -empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado-, que desde que te quedaste dormido...



-¡Ésa sí que es buena! -exclamó Thomas ldle-. ¡Si ni he cerrado un ojo!



Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild, por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta), había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo... y lo era, y ahora está ya escrito.





La visita del señor Testador





El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos

 



El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.



Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía.



El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada,



El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.



-Le ruego que me perdone, pero ¿