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100 Clásicos de la Literatura

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«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.

Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno:

-¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!

Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:

-Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.

Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.

Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurre pero bien audible:

-No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!

En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.

O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín: pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:

-¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:

-¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!

Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared.

O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.

«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?»

Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:

-¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó el caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

-¿Tu primo Harry, John?

-Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.

Pero nadie había visto a nadie; y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.

O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha -contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente.

Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven; que ese tutor sería el segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:

-¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?

La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:

-Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.

-Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?

 

-Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.

-Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.

Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.

La novia del ahorcado

Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy misterioso a la caída de la noche.

Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero, pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante, pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: -¿Quién demonios son esos ancianos?

Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas, pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.

Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:

-Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.

Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas; escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas cruzadas.

Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj. Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y preguntó:

-¿Qué hora es?

-La una-contestó Goodchild.

Y como si hubiese ordenado algo a uno de los, ancianos, y la orden fuera ejecutada con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se quedó en pie con la mano en la puerta.

-¡Tom, por fin, uno de los seis! -exclamó el señor Goodchild con un susurro de sorpresa-. ¿En qué puedo servirle, señor?

-¿En qué puedo servirle, señor? -repitió el anciano.

-Yo no llamé.

-La campana lo hizo -replicó el anciano.

Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la campana de la iglesia.

-Creo que tuve el placer de verle ayer-comentó Goodchild.

-No puedo estar seguro de ello -fue la respuesta del ceñudo anciano.

-Creo que me vio, ¿no le parece?

-¿Le vi? -preguntó el anciano-. Claro que le vi. Pero veo a muchos que nunca me ven a mí.

Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el exterior, entre su cabello gris.

La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:

-Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.

-No -repuso el extraño anciano-. No hay nadie allí.

El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.

-¿Que no hay nadie allí? -dijo Goodchild.

-No hay nadie en su tumba, se lo aseguro -contestó el anciano.

Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.

-Mi amigo, el señor Idle -dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera persona en la conversación.

-Estoy al servicio del señor Idle -dijo el anciano sin mirarle.

-Si vive usted aquí desde hace tiempo -empezó a decir Francis Goodchild.

-Así es.

-Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?

-Así lo creo -contestó el anciano.

-¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?

-Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo -repuso el otro-. Cuando estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por el aire y tú caes por un precipicio.

Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la noche era calurosa, en lugar de fría.

-Una potente descripción, señor -comentó.

-Una sensación potente -le corrigió el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).

-Debo decírselo -afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.

-¿Qué? -preguntó Francis Goodchild.

-Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!

El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo el gesto.

-Usted sabe que ella era una novia -dijo el anciano.

-Sé que todavía envían tarta nupcial -comentó el señor Goodchild titubeando-. Esta atmósfera me resulta oprimente.

Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula, incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del padre.

La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida, cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una compensación en dinero.

Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera, o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.

¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el infierno se la llevase! Ni un solo penique.

La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído sordo de la muerta y susurró:

-Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me compensarías con dinero.

Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y ojos grandes, que después se convertiría en la novia.

Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.

-Mi digna dama -le dijo-: tiene ante usted una mente que ha de ser formada, ¿me ayudará a formarla?

Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había obtenido.

La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron se endureció con el tiempo. Se convirtió en parte de sí misma. Inseparable de sí misma hasta el punto d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.

 

Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada. Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban, luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores, entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba como su único recurso.

Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de tres semanas.

Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche y dijo:

-¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!

-¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? -respondió él. -¡Ay, señor! ¡Tráteme amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré cualquier cosa que usted quiera!

Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: « le suplico que me perdone». «Perdóneme».

No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.

-¡Estúpida, sube las escaleras! -exclamó él.

Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee». Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus ojos grandes le miraban con un terror vago.

-¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado.

-Haré todo lo que quiera. Le suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! -le dijo con su monótona cantinela, tal como acostumbraba.

-Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.

-Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.

-Entonces no tiembles ni vaciles.

-Haré todo lo posible para evitarlo... ¡si usted me perdona!

Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la mano.

Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera. Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza. Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.

La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le dijo:

-¡Y ahora, muere! He terminado contigo.

Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.

-No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!

Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!» Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:

-¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión, apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer, él la había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente ceñuda.

Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una ruina pálida deformada por los cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní doblada e irresuelta.

-¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que puedo vivir!

-¡Muere!

-¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?

-¡Muere!

Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.