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100 Clásicos de la Literatura

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Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivas, fanfarronas, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de Grogzwig.

Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sienta diariamente ante la misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.

Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwi ter, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von Koéldwethout se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.

-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!

Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.

-Me refiero a la dama de Grogzwig -repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.

-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.

-La hermosa hija del barón Von Swillenhausen -añadió KoMwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.

Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.

¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial!

Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, la: posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero madrugador llevó o la mañana siguiente la petición de Von Kodldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un guiño de alegría.

Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koéldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.

Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Kodldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbraron, y el cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.

Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse.

-Querido mío -dijo la baronesa.

-Mi amor -le respondió el barón.

-Esos hombres toscos y ruidosos...

-¿Cuáles, señora? -preguntó el barón sorprendido.

Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.

-Son mi grupo de caza, señora -le informó el barón.

-Licéncialos, amor-murmuró la baronesa.

-¡Licenciarlos! -gritó el barón con asombro.

-Para complacerme, amor -contestó la baronesa.

-Para complacer al diablo, señora -respondió el barón.

Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.

¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.

No me corresponde a mí decir mediante qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koéldwethout adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.

Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.

El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.

-No veo qué se puede hacer -dijo el barón-. Creo que me suicidaré.

Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».

-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.

El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.

-Si hubiera sido soltero -dijo el barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.

 

Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.

-Deja la lámpara-ordenó el barón.

-¿Alguna otra cosa, mi señor? -preguntó la criada. -Soledad -contestó el barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.

Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo -dijo el barón.

El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se desinfló.

Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.

No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas greñas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el fuego.

-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención.

-¡Hola! -replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué pasa?

-¿Que qué pasa? -contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?

-Por la puerta -contestó la figura.

-¿Quién es? -preguntó el barón.

-Un hombre -contestó la figura.

-No le creo -dijo el barón.

-Pues no lo crea-contestó la figura.

-Eso es lo que haré -replicó el barón.

La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo:

-Ya veo que nadie le puede persuadir. ¡No soy un hombre!

-Entonces ¿qué es? -preguntó el barón.

-Un genio -contestó la figura.

-Pues no se parece mucho a ninguno -contestó burlonamente el barón.

-Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.

Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.

-¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.

-No del todo. Primero he de terminar esta pipa.

-Entonces aligere -exclamó la figura.

-Parece tener prisa-contestó el barón.

-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.

-¿Bebe? -preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.

-Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración -replicó secamente la figura.

-¿Nunca con moderación?

-Jamás -contestó la figura con un estremecimiento-. Eso produce alegría.

El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que había, estado contemplando.

-No -contestó la figura en tono evasivo-. Pero estoy siempre presente.

-Para contemplar imparcialmente, supongo -dijo el barón.

-Exactamente -contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.

-¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.

(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacia mucho tiempo.)

-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le reconvino la figura, que parecía muy asustada.

-¿Y por qué no? -preguntó el barón.

-Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.

Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.

-Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.

-¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la aparición con petulancia.

No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.

-Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello -dijo Von Koéldwethout.

-Salvo las arcas vacías -gritó el genio.

-Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo -añadió el barón.

-Las esposas regañonas -le reconvino el genio.

-¡Ah! Se las puede hacer callar-contestó el barón.

-Trece hijos -gritó el genio.

-Seguramente no todos saldrán malos -replicó el barón.

Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.

-Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso -protestó el barón.

-Bueno, me alegra oír eso -respondió el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este mundo terrible!

-No sé -dijo el barón jugueteando con el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no cree que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener alga mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se incorporó-: nunca había pensado en esto.

-¡Concluya! -gritó la figura castañeteando los dientes.

-¡Fuera! -le contestó el barón-. Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.

Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la habitación resonó.

La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y desapareció.

Von Koéldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.

Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II

Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.

Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.

Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.

Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.

No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás le sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta, seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.

 

Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va acercando más y más perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.

Mientras todo aquello sucedía en mi interior no podía soportar que el niño me viera mientras yo le miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y le observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo le miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nueve Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto viento se agitara mínimamente, había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en d, forma con mi navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por, que tendría que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegado No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos al viento y cantando, qu Dios se apiade de mí, cantando una alegre balad cuyas palabras apenas podía cecear.

Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarle, cuando mi sombra en la corriente y me di la vuelta.

El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.

Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.

No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los qu, se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando sepa té los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando le coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que me observaban en mi trabajo.

Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.

Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.

Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos.

Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.