Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

-Ah, ¿la tumba, eh? -preguntó el duende-. ¿Y quién cava tumbas en un momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello?

-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -volvieron a contestar las misteriosas voces.

-Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -dijo el duende sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas... y era una lengua de lo más sorprendente-. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -repitió el duende.

-Por favor, señor-replicó el enterrador sobrecogido por el horror-. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no creo esos caballeros me hayan visto nunca, señor.

-Oh, claro que te han visto -contestó el duende-. Conocemos al hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía estar alegre y él no. Le conocemos, le conocemos.

En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó e pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla.

-Me... me... temo que debo abandonarle, señor -dijo el enterrador haciendo un esfuerzo por ponerse en movimiento.

-¡Abandonarnos! -exclamó el duende-. Gabri Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja, ja!

Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una iluminación brillan tras las ventanas de la iglesia, como si el edificio dentro hubiera sido iluminado; desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos enteros duendes, la contrapartida misma del primero, aparecieron en el cementerio y comenzaron a jugar al salto de la rana con las tumbas, sin detenerse un instante tomar aliento y «saltando» las más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa destreza. El primer duende era un saltarín de lo más notable. Ninguno de los demás se le aproximaba siquiera; incluso en su estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar de observar que mientras que sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de tamaño común el primero abordaba las capillas familiares con las barandillas de hierro y todo, con la misma facilidad que si se tratara de postes callejeros.

Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el órgano comenzó a sonar más y más veloz y los duendes a saltar más y más rápido: enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el suelo y botando sobre las tumbas como pelotas de fútbol. El cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la rapidez del movimiento que estaba contemplando y las piernas se le tambaleaban mientras los espíritus volaban delante de sus ojos, hasta que el duende rey, lanzándose repentinamente hacia él, le puso una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.

Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había perdido por causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que parecía ser una amplia caverna rodeada por todas partes por multitud de duendes feos y ceñudos. En el centro de la caverna, sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y junto a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de movimiento.

-Hace frío esta noche -dijo el rey de los duendes-. Mucho frío. ¡Traed un vaso de algo caliente! Al escuchar esa orden, media docena de solícitos duendes de sonrisa perpetua en el rostro, que Gabriél Grub imaginó serían cortesanos, desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una copa de fuego líquido que presentaron al rey. -¡Ah! -gritó el duende, cuyas mejillas y garganta se habían vuelto transparentes, mientras se tragaba la llama-. ¡Verdaderamente esto calienta a cualquiera! Traedle una copa de lo mismo al señor Grub.

En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba acostumbrado a tomar nada caliente por la noche; uno de los duendes le sujetó mientras el otro derramaba por su garganta el líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando él se puso a toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en abundancia de sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.

-Y ahora -dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina ahusada del sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador, ocasionándole con ello el dolor más exquisito-... y ahora mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas imágenes de nuestro gran almacén.

Al decir aquello el duende, una nube espesa que oscurecía el extremo más remoto de la caverna desapareció gradualmente revelando, aparentemente a gran distancia, un aposento pequeño y escasamente amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud de niños pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la bata de su madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en cuando la madre se levantaba y apartaba la cortina de li ventana, como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre la mesa estaba dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón. Se oyó que llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se amontonaron a su alrededor, aplaudiendo de alegría, cuando entró el padre. Estaba mojado y fatigado se sacudió la nieve de las ropas mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a toda prisa con ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba delante del fuego y de su comida, los niños se le subieron en las rodillas y la madre se sentó a su lado y todos parecían felices y contentos.

Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El escenario se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en donde yacía moribundo el niño más joven y hermoso: el color sonrosado había huido de sus mejillas y la luz había desaparecido de sus ojos; y mientras el sepulturero le miró con un interés que nunca antes había conocido o sentido, el niño murió. Sus jóvenes hermanos y hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la diminuta mano, tan fría y pesada; pero retrocedieron ante el contacto y miraron con temor su rostro infantil; pues aunque estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera estar durmiendo descansado y en paz, vieron que estaba muerto y supieron que era un ángel que les miraba desde arriba, bendiciéndoles desde un cielo brillante y feliz.

De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el tema. Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el número de los que les rodeaban había disminuido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se hallaban asentados en cada rostro, brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el fuego y contaban y escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados. Lenta y pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien había compartido todas sus preocupaciones y problemas le siguió a un lugar de descanso. Los pocos que todavía les sobrevivían se arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus lágrimas la hierba verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta: tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones desesperadas, pues sabían que un día volverían a encontrarlos; y de nuevo se mezclaron con el mundo ajetreado y recuperaron su alegría y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo ocultó de la vista del sepulturero.

-¿Qué piensas de eso?-preguntó el duende volviendo su rostro grande hacia Gabriel Grub. Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y pareció algo avergonzado cuando el duende volvió hacia él sus ojos ardientes.

-¡Tú, miserable! -exclamó el duende con un tono de gran desprecio-. ¡Tú!

Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus palabras, levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras sostenerla un momento por encima de la cabeza del sepulturero, para asegurar su puntería, le administró a Gabriel Grub una buena y sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los duendes que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y le patearon sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e invariable entre los cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al que ha pateado k realeza y abrazan a quien la realeza abraza.

-¡Enseñadle algo más! -dijo el rey de los duendes. Ante esas palabras desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje rico y hermoso; hasta el día de hoy hay otro semejante a menos de un kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol brillaba desde el cielo claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles parecían más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia. El agua corría con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento ligero que murmuraba entre sus hojas; los pájaros cantaban sobre las ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su bienvenida a la mañana. Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano; la más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban animadas de vida. La hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba bajo los pálidos rayos del sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y gozaban de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado con la escena; y todo era brillo y esplendor.

-¡Tú, miserable! -exclamó el rey de los duendes con un tono más despreciativo todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los duendes levantó una pierna y de nuevo la dejó caer sobre los hombros del enterrador; y otra vez los duendes que asistían a la reunión imitaron el ejemplo de su jefe.

 

Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a Gabriel Grub, quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes aplicaciones de los pies de los duendes, pero, aún así, miraba con un interés que nada podía disminuir. Vio a hombres que trabajaban con duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo, pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes e. rostro dulce de la naturaleza era una fuente incesante de alegría y gozo. Vio a aquellos que habían sido delicadamente alimentados y tiernamente criados alegres ante las privaciones y superiores ante el sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el contento y la paz. Vio que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas las criaturas de Dios, eran a menudo capaces de superar li pena, la adversidad y la tristeza; y vio que era as porque en su corazón llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción. Pero sobre todo vio que hombres como él mismo, que refunfuñaban por el gozo y la alegría de los demás, eran las peores hierbas en la hermosa superficie de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo contra el mal, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo mu3 decente y respetable. Nada más acababa de formarse cuando la nube que ocultó el último cuadro pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle al reposo. Uno a uno los duendes fueron desapareciendo de su vista; y cuando el último de ellos se hubo ido, quedé dormido.

Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de cestería vacío a su lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior, tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las patadas de los duendes no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes habían jugado al salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y volvió el rostro hacia la ciudad.

Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera, buscándose el pan en otra parte.

Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de cestería. Hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, al principio, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los duendes; y no faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento, un trozo de buen tamaño perteneciente a h veleta de la iglesia que accidentalmente había sido coceado por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.

Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la reaparición, no esperada del propio Gabriel Grub, unos diez años más tarde como un anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y también a alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal si confianza en otro tiempo, dejaron de predominar se apartaron de esa historia, tratando de parecer li más sabios que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que s suponía que él había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que había visto el mundo y s había hecho más sabio. Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.

La historia del tío del viajante

Mi tío, caballeros, dijo el viajante, era uno de los tipos más alegres, agradables y listos que haya existido nunca. Me gustaría que lo hubieran conocido, caballeros. Aunque pensándolo bien, no desearía que lo hubieran conocido, pues en ese caso todos estarían ya, siguiendo el curso ordinario de la naturaleza, si no muertos, en todo caso tan cerca de la desaparición como para haberse quedado en casa abandonando la compañía, lo que me habría privado del inestimable placer de dirigirme a ustedes en este momento. Caballeros, desearía que sus padres y madres hubieran conocido a mi tío. Se habrían encariñado notablemente con él, especialmente su: respetables madres; sé que habría sido así. Si entre las numerosas virtudes que adornaban su carácter tuviéramos que dar predominio a dos de ellas, diría, que eran su ponche mixto y sus canciones de sobremesa. Excúsenme si me extiendo en estos recuerdo: melancólicos sobre el fallecido, no se ve a un hombre como mi tío todos los días de la semana.

Siempre he considerado como algo importante del carácter de mi tío, caballeros, el hecho de que fuera compañero y amigo íntimo de Tom Smart, de la importante empresa de Bilson y Slum, Cateator Street, City. Mi tío vendía para Tiggin y Welps, pero durante mucho tiempo estuvo muy cerca del mismo recorrido que Tom, y la primera noche que se conocieron mi tío se encaprichó por Tom y éste por mi tío. No había pasado media hora desde que se habían conocido cuando se habían apostado ya un sombrero nuevo a ver quién de los dos hacía el mejor litro de ponche y se lo bebía con mayor rapidez. Se consideró que mi tío ganó en la elaboración del ponche, pero que Tom Smart le venció al beberlo en la mitad de tiempo. Pidieron otro litro entre los dos para beber cada uno a la salud del otro, y desde ese momento se convirtieron en los amigos más fieles. En estas cosas hay un destino caballeros, y no podemos evitarlo.

En cuanto al aspecto personal, mi tío era algo más bajo de la media; era también algo más rollizo que los hombres ordinarios, y quizá su rostro tuviera un tono más rojizo. "Tenía la cara más alegre que han visto nunca, caballeros: parecido en algo a Punch el títere, pero con la barbilla y la nariz más hermosas; sus ojos estaban siempre chispeando y centelleando por el buen humor; y en su semblante había perpetuamente una sonrisa, y no una de esas sonrisas rígidas sin significado, sino una auténtica, alegre, cordial y amable. En una ocasión salió lanzado del calesín y se golpeó la cabeza contra una piedra señalizadora. Y allí quedó aturdido, y con tantos cortes en la cara por la gravilla que se había acumulado allí que, utilizando una fuerte expresión de mi propio tío, si su madre hubiera vuelto a visitar la tierra no le habría reconocido. La verdad, caballeros, es que cuando me pongo a pensar en el asunto estoy absolutamente seguro d, que no lo habría hecho, pues murió cuando mi tía tenía dos años y siete meses de edad, y considera muy probable que, incluso aunque no hubiera habido gravilla, sus botas altas habrían asombrado no poco a la buena señora, por no hablar de su cara jovial y rojiza. Pero el caso es que allí se quedó tumba do, y he oído decir a mi tío, muchas veces, que e hombre que lo recogió dijo que sonreía tan alegre mente como si se hubiera dejado caer por una fiesta y que después de que le sangraran, las primeras débiles y vacilantes muestras de recuperación fueron que salió de un salto de la cama, soltó una risotada, besó la joven que sostenía el recipiente y pidió un trozo d cordero y una castaña adobada. Siempre le gustaron mucho las castañas adobadas, caballeros. Decía siempre que había descubierto que, sin el vinagre, tenían gusto a cerveza.

El gran viaje de mi tío se hallaba en el período otoñal, dedicado a cobrar deudas y recibir pedidos en el norte: iba desde Londres hasta Edimburgo, d Edimburgo a Glasgow, de Glasgow volvía a Edimburgo y desde allí a Londres por gusto. Queda entendido que su segunda visita a Edimburgo la hacía por su propio placer. Solía regresar durante una semana sólo para ver a sus viejos amigos; y desayunando con éste, almorzando con aquél, comiendo con un tercero y cenando con otro solía pasarse una bonita semana entera. No sé si alguno de ustedes, caballeros, ha compartido alguna vez un desayuno escocés hospitalario, sustancioso y verdadero, y ha salido luego a tomar un ligero almuerzo consistente en un barrilito de ostras, más o menos una docena de cervezas embotelladas y una o dos jarras de whisky para terminar. Si alguna vez lo ha hecho, estará de acuerdo conmigo en que se necesita una cabeza bastante fuerte para después salir a comer y a cenar.

¡Pero benditos sean sus corazones y sus cejas que aquello no era nada para mi tío! Estaba tan habituado que aquello no era más que un simple juego de niños. Le he oído contar que cualquier día podía encontrarse con gentes de Dundee y volver luego a casa sin tambalearse; y eso, caballeros, que los habitantes de Dundee tienen una cabeza tan fuerte como su ponche, y probablemente no podrá encontrarse otro más fuerte entre los dos polos. He oído decir que un hombre de Glasgow y otro de Dundee bebieron uno frente al otro durante quince horas seguidas. Pudo saberse que ambos se sintieron sofocados en el mismo momento, pero con esa ligera excepción, caballeros, no se sentían peor por ello.

Una noche, a las veinticuatro horas de haber decidido embarcar para Londres, mi tío se detuvo en la casa de un antiguo amigo suyo, un tal alguacil Mac con cuatro sílabas detrás que vivía en la vieja ciudad de Edimburgo. Estaban allí la esposa del alguacil, las tres hijas del alguacil y el hijo ya mayor del alguacil, y tres o cuatro amigos escoceses robustos, de cejas pobladas y hombres prudentes que el alguacil había reunido para honrar a mi tío y ayudarle a alegrarse. Fue una cena gloriosa. Tomaron salmón ahumado, bacalao finlandés, cabeza de cordero y un «haggis» -un famoso plato escocés, caballeros, que mi tío solía decir que cuando lo veía en la mesa se le asemejaba mucho a un estómago de Cupido-, y aparte otras muchas cosas cuyos nombres he olvidado, pero que no obstante eran cosas muy buenas. Las muchachitas eran hermosas y agradables; la esposa del alguacil era una de las mejores personas que hayan vivido nunca, y mi tío estaba de un humor excelente. La consecuencia de ello fue que las jóvenes damas rieron entre dientes y sofocaron risitas, y que la dama mayor se rió estruendosamente, y el alguacil y los otros tipos rugieron hasta que se les puso el rostro colorado y aquello empezaba a resultar peligroso. No puedo recordar exactamente cuántos vasos de ponche de whisky se bebió cada uno después de la cena, pero lo que sí sé es que hacia la una de la mañana el hijo mayor del alguacil perdió el sentido cuando iba a iniciar el primer verso de una poesía popular, y como desde hacía una hora era el único otro hombre al que podía vérsele por encima de la mesa de caoba, a mi tío se le ocurrió que casi había llegado el momento de pensar en, irse, puesto que habían comenzado a beber a las siete de la tarde, para poder regresar a casa a una hora decente. Pero pensando que no sería muy cortés irse en ese momento, se levantó de la silla, mezcló otro vaso, lo alzó a su propia salud, dirigiéndose a sí mismo un discurso limpio y lleno de cumplidos, y se le bebió con gran entusiasmo. Como todavía nadie despertaba, mi tío se sirvió un poco más, pero esta vez sin agua, no fuera que el ponche le sentara mal, y llevándose violentamente las manos al sombrero, se lanzó a la calle.

 

Cuando mi tío cerró la puerta del alguacil hacía una noche ventosa, y sujetándose firmemente el sombrero sobre la cabeza, para impedir que el viento se lo llevara, se metió las manos en los bolsillos, miró hacia arriba y analizó brevemente el estado del tiempo. Las nubes pasaban por encima de la luna a la máxima velocidad: en algunos momentos la oscurecían totalmente, en otros permitían que brillara en todo su esplendor y arrojara su luz sobre todos los objetos de alrededor; después volvían a colocarse sobre ella, con mayor velocidad aún, y lo envolvían todo en la oscuridad.

-Realmente esto no va-dijo mi tío dirigiéndose al tiempo, como si se sintiera personalmente ofendido-. Esto no es en absoluto el tipo ideal de clima para mi viaje. No lo haré, a ningún precio -dijo mi tío en tono impresionante.

Y tras repetir aquello varias veces, recuperó el equilibrio con cierta dificultad -pues estaba bastante mareado por haber mirado hacia el cielo tanto tiempo- y comenzó a caminar alegremente.

La casa del alguacil estaba en Canongate, y mi tío se dirigía hacia el otro extremo de Leith Walk, un recorrido de algo más de dos kilómetros. A ambos lados de él, como lanzadas contra el cielo oscuro, había unas casas altas, esparcidas y delgadas, con las fachadas manchadas por el tiempo, y unas ventanas que parecían haber compartido el destino de los ojos de los mortales y haberse oscurecido y hundido con la edad. Las casas tenían seis, siete y ocho pisos de altura; se apilaba un piso sobre el otro como los que hacen los niños con cartas de juego, lanzando sus sombras oscuras sobre la calle desaliñadamente pavimentada y volviendo más oscura la oscuridad de la noche. Había algunas lámparas de aceite, muy lejos unas de otras, pero sólo servían para indicar la entrada sucia a algún estrecho callejón o para señalar dónde una escalera comunicaba, mediante revueltas empinadas e intrincadas, con las casas de arriba. Mirando todas aquellas cosas con la actitud de un hombre que las ha visto a menudo antes, por lo que no podía considerarlas ahora dignas de fijar en ellas la atención, mi tío subió por mitad de la calle con un pulgar metido en cada uno de los bolsillos del chaleco permitiéndose de vez en cuando variadas estrofas cantadas con tan buen espíritu y voluntad que las gentes honestas y tranquilas se sobresaltaban y despertaban de su primer sueño y se quedaban temblando en la cama hasta que el sonido desaparecía en la distancia; una vez convencidas de que se trataba sólo de algún borracho inútil que trataba de encontrar el camino de regreso a su casa, volvían a taparse para estar calientes y se dormían otra vez.

Describo en -particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir (y con buenas razones para ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta historia, a menos que entiendan claramente desde el principio que no estaba dando en absoluto un paseo maravilloso o romántico.

Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, tomando para sí la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor, luego un verso de uno etílico, y silbando melodiosamente cuando se había cansado de ambos, hasta que llegó a North Bridge, que pone en contacto las ciudades antigua y nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar los extraños e irregulares grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta altura que parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill por el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y pintoresca ciudad dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla de Holyrood, guardada día y noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e insolente, como un genio ceñudo, sobre la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado. Digo, caballeros, que mi tío se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole un cumplido al clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo, empezó a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con gran dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien que quisiera disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a disputársela, y así siguió adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como un apacible ser.

Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado bastante grande que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a su alojamiento. Ahora bien, sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un cercado perteneciente a algún carretero que tenía contratada con Correos la compra de los coches-correo desgastados por el tiempo; y a mi tío, que le encantaron los coches de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la cabeza e salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en un estado de gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más entusiasta y simpática; por eso, al darse cuenta de que no podía tener una buena visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas, se sentó tranquilamente sobre un eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con mucha gravedad.

Debía de haber una docena de ellos, o quizá más -mi tío no estuvo nunca seguro sobre este punto, dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los números, no le gustaba confesar lo-, pero allí estaban, todos amontonados en la condición más desolada que quepa imaginar. La, puertas habían sido arrancadas de los goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún clavo oxidado mantenía, aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo que habían desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba entre las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en los techos, caía gota a gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los esqueletos en decadencia de los coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora de la noche, parecían fríos y lúgubres.

Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y bulliciosas que años antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban cambiados y silenciosos; pensó en todas aquellas personas á las que uno de aquellos locos y desmoronados vehículos había llevado, noche tras noche, durante muchos años y con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia ansiosamente esperada, el giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de enfermedad y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el niño que tambaleándose se había acercado a la puerta a la llamada del cartero... cómo habían esperado todos la llegada del viejo coche. ¡Y dónde estarían todos ahora!