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100 Clásicos de la Literatura

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Al mismo tiempo, los tres marineros, que por suerte se habían separado del grupo, volvieron al ruido de las armas, y viendo que su capitán, de prisionero se había convertido en vencedor, se sometieron a su autoridad, aceptando permanecer amarrados como los demás.

Una vez que Viernes, ayudado por el contramaestre, llevó la chalupa a lugar seguro, quitándole las velas y los remos, conduje al capitán con sus dos compañeros al castillo, donde los agasajé con una gran variedad de refrescos.

Capítulo XIV

La estrategia del "gobernador"

Con el capitán estuvimos de acuerdo en que lo que nos correspondía de inmediato era tratar de recuperar el barco, por más que me confesó ignorar los medios para conseguirlo.

—Todavía quedan a bordo veintiséis hombres —me dijo—, los que, sabiendo que merecen la horca por sus fechorías, se defenderán obstinadamente. ¿Cómo atacarlos, pues, con un número muy inferior al de ellos?

Encontré muy justas sus reflexiones y comprendí que sólo podríamos tenderles algún lazo para evitar que desembarcasen y nos matasen a todos. Estaba seguro de que los tripulantes no tardarían en lanzar al agua otra chalupa para ver lo que les había sucedido a sus compañeros, temiendo que vinieran en un número muy grande para poder resistirlos.

Como primera medida resolvimos echar a pique la chalupa que teníamos, para que no pudieran llevársela, procediendo de inmediato a quitar todo cuanto en ella había. Entre otras cosas retiramos un pan de azúcar de unas seis libras, hallazgo que me agradó mucho, pues ya casi había olvidado su sabor. Luego practicamos un gran boquete en el fondo de la chalupa y, no contentos con eso, la arrastramos entre todos lo más lejos posible de la orilla, a fin de que la marea no pudiera hacerla flotar.

Cuando nos encontrábamos dedicados a dicha tarea, escuchamos un cañonazo y que al mismo tiempo llamaban a bordo la barca; pero, como es de suponer y por más que repitieron los cañonazos, la chalupa no obedeció al llamado...

En ese mismo momento pudimos ver, con ayuda del catalejo, que lanzaban al agua la otra chalupa, la que a fuerza de remos se dirigía hacia la playa. Cuando estuvieron más cerca, distinguimos que los marineros eran diez y que estaban armados, y al poco rato el capitán logró individualizarlos. Entonces me dijo que veía entre ellos a tres buenos muchachos a quienes los habrían inducido a amotinarse, pero que el segundo contramaestre que gobernaba la chalupa y el resto de los tripulantes eran los más bandidos y había que temer que nos vencieran.

Le contesté sonriendo que la única dificultad que encontraba consistía en esos tres o cuatro hombres honrados que venían en el grupo y cuya muerte habría que evitar.

—Porque —añadí— le aseguro que seremos dueños de la vida y muerte de todos cuantos desembarquen.

Dichas palabras, pronunciadas con voz firme, le dieron valor al capitán y empezamos a prepararnos para recibirlos. En primer lugar, dispuse que Viernes y uno de los hombres condujeran a los dos prisioneros más peligrosos a mi gruta, en donde era imposible que fueran descubiertos; esto, no sin antes prevenirles que a la menor tentativa de fuga serían liquidados.

Otros dos fueron amarrados, pues eran algo sospechosos, pero los tres restantes quedaron bajo mis órdenes, por recomendación del capitán, previo juramento de fidelidad. En esta forma, nuestras fuerzas estaban compuestas de siete hombres bien armados, no dudando yo de que nos hallábamos en condiciones de vencer al enemigo.

No bien saltaron a la playa, lo primero que hicieron fue correr hacia la otra chalupa, notando nosotros la sorpresa que les causó verla perforada y desprovista de todo su aparejo.

Después de proferir en coro dos o tres gritos, formaron en círculo e hicieron una descarga general que retumbó en el bosque.

Al no descubrir la menor señal de vida de sus compañeros, tomaron la resolución de volver a bordo para informar que la primera chalupa se había ido a pique, según luego nos dijeron, y que de seguro todos habían muerto. Pero no bien hubieron dejado la orilla, cuando les vimos regresar otra vez, porque aparentemente habían deliberado sobre algún nuevo plan para encontrar a sus compañeros.

Quedaron tres en la chalupa y los otros siete bajaron a tierra, lo que no dejó de parecerme un grave inconveniente para nosotros, mucho más cuando vi que la embarcación se alejaba para anclar a poca distancia de allí.

Los que habían bajado a la playa se encaminaron hacia lo alto de la colina, desde donde podían divisar gran parte de la isla, empezando nuevamente a gritar con todas sus fuerzas, después de lo cual se sentaron para cambiar nuevas impresiones. El capitán pensó que tal vez harían una segunda descarga con sus armas, proponiéndome que cayéramos de inmediato sobre ellos, obligándoles así a rendirse, idea que me pareció estupenda. Pero dicha esperanza se desvaneció, pues después de esperar largo tiempo el resultado de sus deliberaciones, se levantaron para encaminarse lentamente hacia el mar. En ese mismo momento se me ocurrió una estratagema para hacerles volver sobre sus pasos, la que me dio muy buen resultado.

Ordené a Viernes y al contramaestre que cruzasen la pequeña bahía hacia el sitio donde había salvado a mi esclavo, recomendándoles que desde la cumbre de alguna colina gritasen con todas sus fuerzas hasta tener la seguridad de haber sido oídos por los amotinados; que en cuanto éstos les hubieran respondido, profirieran nuevos gritos, manteniéndose siempre escondidos y regresando en círculo, gritando desde las peñas a fin de atraerlos hacia lo profundo de los bosques, y que luego volvieran hacia donde estábamos nosotros.

Cuando nuestros enemigos penetraron en la chalupa, se oyó el primer grito de la gente que destacamos, lo que los hizo saltar nuevamente a tierra y encaminarse corriendo hacia el oeste, lugar de donde habían salido las voces. Luego fueron detenidos por la bahía, que no pudieron cruzar, lo que los obligó a mandar por la chalupa, como yo tenía previsto. En ésta pasaron al otro lado de la bahía, dejándola luego al cuidado de sólo dos hombres, quienes la sujetaron al tronco de un árbol.

Como eso era lo que yo esperaba, con el resto de mi gente di un gran rodeo para llegar al otro lado de la bahía, sorprendiendo a los de la chalupa. Uno de los hombres se había quedado dentro, mientras el otro se hallaba tendido en la arena, medio dormido. Al ruido de nuestros pasos se despertó sobresaltado, pero el capitán se abalanzó sobre él, dándole un golpe con la culata de su escopeta, mientras le gritaba al que se había quedado en la chalupa que se entregara o sería muerto.

Éste, viéndose rodeado por cinco hombres, con su compañero sin vida, y siendo además de aquellos de quienes me había hablado bien el capitán, no sólo se rindió fácilmente, sino que se unió a nosotros para servirnos con gran fidelidad.

Entretanto, el contramaestre y Viernes habían ejecutado muy bien los planes, y estaban bastante rendidos cuando regresaron. Los marineros no volvieron a la chalupa sino horas después que aquéllos, oyéndoles decir que estaban medio muertos de cansancio, noticia que nos complació mucho. El asombro que se apoderó de ellos al no encontrar a los guardias que dejaron en la chalupa es indescriptible. De nuevo empezaron a vocear, llamando a sus dos compañeros por sus nombres, y a lamentarse a gritos, diciendo encontrarse en una isla encantada.

Aunque mis hombres tenían ganas de echárseles encima todos juntos, decidí esperar para cogerlos sin exponer la vida de ninguno, limitándome a ordenar que estrechásemos más el cerco a fin de que no se nos escapasen. Indiqué a Viernes y al capitán que se arrastraran hasta ponerse lo más cerca posible de ellos, pero sin dejarse descubrir.

Llevaban poco tiempo en acecho, cuando aquel segundo contramaestre, que era el jefe de los amotinados, se encaminó hacia aquel lado con dos de sus compañeros, recibiendo una descarga que lo mató en el acto e hirió mortalmente en el vientre a uno de aquéllos. El tercero salió corriendo desalado.

Al estruendo producido por las armas, avancé con todas mis tropas, que estaban compuestas de ocho hombres: yo era el generalísimo, Viernes mi lugarteniente, teniendo como soldados al capitán con sus dos compañeros y a los tres prisioneros juramentados a quienes yo había entregado fusiles.

Como la noche era oscura y el enemigo no podía conocer nuestro número, ordené al tripulante que habíamos hecho prisionero en la chalupa y que ya era de los nuestros que los llamara por sus nombres para ofrecerles capitulación, estratagema que me dio muy buen resultado.

—¡Eh, Thomas Smith! ¡Thomas Smith! —empezó a gritar muy fuerte.

—¿Eres tú, Johnson? ¿Eres tú...? —respondió el aludido, pues le había reconocido la voz.

—¡Sí, sí! ¡Deponed las armas en nombre de Dios! Si no lo hacéis os matarán a todos en el acto.

—¿Ante quién hemos de rendirnos? ¿En dónde estáis? —preguntó Smith.

—Aquí —respondió Johnson—. Está el capitán con cincuenta hombres y ya llevan dos horas en vuestra busca. Ha muerto el segundo contramaestre y William Frie está agonizando. Me han hecho prisionero, y si no os rendís, estáis perdidos. ¡Os lo aseguro!

—¿Nos darán cuartel si deponemos las armas? —volvió a preguntar.

—No lo sé, voy a preguntárselo al capitán —repuso Johnson.

—¿Reconocéis mi voz?... —habló el capitán—. Pues bien, si deponéis las armas os salvaréis todos, excepto uno: William Atkins.

—Capitán, por amor de Dios —exclamó ahora éste—, perdóneme la vida. ¿Qué he hecho yo que no hayan hecho los otros?

Aunque el tal Atkins no decía la verdad, el capitán estaba dispuesto a extremar su indulgencia, diciéndole entonces que él nada podía prometer, que debía rendirse y luego apelar a la bondad del gobernador de la isla, título con el que me designaba...

 

Al cabo todos se sometieron, y envié a Johnson con dos más para que los amarrasen, después de lo cual mi gran ejército, que se suponía de cincuenta hombres, avanzó para apoderarse de ellos y de la embarcación. Sólo yo permanecí alejado del lugar de los acontecimientos, por "razones de Estado"...

Cuando el capitán les habló, echándoles en cara su traición, todos parecían muy arrepentidos y volvieron a pedir clemencia por sus culpas. Entonces les dijo que no eran prisioneros suyos, sino del gobernador de la isla.

—Pensabais —continuó diciendo— relegarme a un desierto; pero Dios ha querido que este lugar se halle gobernado por un inglés. Aunque el gobernador es dueño de mandaros ahorcar a todos, en vista de que habéis depuesto las armas podrá conformarse con enviaros a Inglaterra, donde seréis juzgados, excepto Atkins, a quien tengo encargo de decir de su parte que se prepare a morir, pues ha de ser colgado al amanecer.

El efecto que produjeron dichas palabras entre los amotinados fue instantáneo. Atkins se postró de rodillas para implorarle al capitán que intercediera por él ante el gobernador, mientras los demás le suplicaban que evitara de todos modos su envío a Inglaterra, sabedores de la suerte que allá les esperaba.

Entonces, como había pensado que se aproximaba el día de mi liberación, imaginé que sería fácil convencer a aquellos hombres para que dedicaran todos sus esfuerzos a recuperar el buque. A tal fin me alejé aun más de ellos, con el objetivo de que no viesen al personaje que tenían por gobernador, ordenando luego que viniera el capitán. Uno de mis soldados, que se encontraba cerca, gritó:

—Capitán, el gobernador os necesita.

—Decid a Su Excelencia que voy al instante —respondió el capitán.

Cayeron en el engaño más completo, no dudando ni por un momento de que el gobernador se encontraba apostado en las inmediaciones con su ejército de cincuenta hombres.

Cuando llegó el capitán, le comuniqué mis planes para apoderarnos del buque, el que los aprobó y resolvió ejecutar al día siguiente. A fin de asegurar su realización, le ordené que con sus dos compañeros condujeran a Atkins y a otros dos de los más peligrosos de la banda hasta la gruta que nos estaba sirviendo de cárcel. Igualmente, envié al resto a la casa de campo, que se encontraba rodeada de una fuerte empalizada, y como iban amarrados y su suerte dependía de su comportamiento, estaba yo seguro de que no tratarían de escapar.

Al día siguiente les mandé al capitán para que tratara de penetrar en sus sentimientos y ver si era prudente emplearlos en la realización del proyecto. No sólo les habló de sus malos actos, sino también de la triste suerte a que éstos los habían llevado, repitiéndoles que aunque el gobernador los había perdonado, no escaparían de la horca si los hacía conducir a Inglaterra.

—Pese a ello —añadió—, si prometéis fielmente ayudarme en una empresa tan justa como la de recuperar mi buque, el gobernador se comprometerá a obtener vuestro perdón.

El efecto que produjeron tales palabras entre los culpables no pudo ser más favorable. Inmediatamente cayeron de rodillas ante el capitán, jurándole que se comprometían a ser fieles con él y que estaban dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre.

—Entonces, comunicaré vuestras promesas al gobernador y procuraré que les sea favorable —dijo el capitán.

Cuando me trajo la respuesta de los tripulantes, añadió que no le cabía la menor duda de su sinceridad. No obstante, y a fin de estar todo lo seguro posible, le indiqué que volviera nuevamente para decirles que aceptaba en elegir a cinco de ellos para emplearlos en su empresa, pero que el gobernador retendría como rehenes a los otros dos, junto con los demás prisioneros que tenía en su fortaleza, los que serían ahorcados a la orilla del mar si sus compañeros faltaban a su juramento.

En todo esto había un aire de severidad que demostraba que el gobernador era hombre de recio temple. Los cinco elegidos aceptaron entusiasmados la proposición, mientras que los rehenes y el capitán los exhortaban a cumplir con su obligación.

El total de las fuerzas con que a la sazón contábamos eran doce hombres, ya que Viernes y yo no podíamos abandonar la isla, en la que quedaban siete prisioneros, a los que deberíamos controlar y proveer de alimentos.

Con respecto a los cinco rehenes que estaban encerrados en la gruta, estimé prudente mantenerlos separados, pero Viernes tenía instrucciones de llevarles de comer dos veces al día. A los otros dos los destiné a llevar provisiones a un determinado lugar y donde Viernes había de recogerlas.

La primera vez que me vieron estos últimos iba acompañado por el capitán, quien les dijo que yo era el vigilante que había designado el gobernador. En esta forma pude representar ante ellos otro personaje, y siempre les hablaba del castillo, del gobernador y de la guardia con gran ostentación.

Sólo faltaba al capitán, para ponerse en marcha, equipar las dos chalupas. Instaló en una de ellas a su pasajero como capitán, con cuatro hombres más; embarcando él en la segunda con el contramaestre y otros cinco tripulantes, todos bien armados.

Era ya la medianoche cuando descubrió el barco, y en cuanto lo vio al alcance de la voz, ordenó a Johnson que gritara, indicando a la tripulación que allí llevaba la primera chalupa con los marineros a quienes había sido muy difícil encontrar en la isla.

Johnson desempeñó muy bien su papel, pues entretuvo a los amotinados con sus discursos hasta que llegó la chalupa al barco. Entonces, el capitán y el contramaestre, que fueron los primeros en subir a cubierta, empezaron a derribar a culatazos al segundo oficial y al carpintero, y, decididamente apoyados por los demás, se apropiaron de todo cuanto encontraron sobre cubierta.

Ya estaban cerrando las escotillas, para evitar que los de abajo fueran auxiliados por sus compañeros, cuando los hombres de la otra chalupa subieron por la parte de proa, limpiando todo el castillo de la misma y apoderándose de la escotilla que daba al camarote del cocinero, en donde tomaron prisioneros a tres de los amotinados.

Una vez que el capitán se vio dueño de toda la cubierta, ordenó al contramaestre que con tres hombres forzara la cámara en que se hallaba encerrado el nuevo comandante. Éste, a la voz de alarma, se había levantado, y ayudado por algunos marineros y un grumete, había tomado armas de fuego. Cuando el contramaestre logró abrir la puerta, valiéndose de una palanca, hicieron fuego contra él y sus hombres, hiriendo levemente a dos y rompiéndole el brazo, pese a lo cual le disparó con su pistola al nuevo comandante, entrándole la bala por la boca y saliendo por detrás de la oreja. Sus compañeros, viéndole muerto, se rindieron en el acto, con lo cual el capitán recuperó su buque sin verse obligado a derramar más sangre.

Capítulo XV

El regreso a casa, y con fortuna

En cuanto la empresa llegó a su afortunado término, y, tal como habíamos acordado, el capitán me hizo saber el éxito disparando siete cañonazos. Fácilmente se imaginará la alegría con que los oí, y la emoción con que los fui contando desde la playa.

Tan pronto como estuve seguro de la feliz noticia, me acosté, pues la víspera me había rendido mucho y necesitaba descanso. Me dormí profundamente en el acto, despertándome al poco rato otro cañonazo disparado desde el barco. Apenas me hube incorporado, oí que me llamaban por mi título de "gobernador", reconociendo la voz del capitán que me hablaba desde lo alto de la roca. Subí a ella y me recibió con un abrazo muy afectuoso, para luego, tendiendó la mano hacia el barco, decirme:

—Querido amigo y libertador: ahí tenéis vuestro buque; os pertenece, como también os pertenecemos nosotros y todo cuanto poseemos.

Dirigiendo la vista al mar, vi que había fondeado a un cuarto de milla de la costa, pues en cuanto hubo realizado su empresa, el capitán había izado velas, aprovechando el tiempo favorable, y conducido el barco hasta la embocadura de la pequeña bahía.

Entonces ya consideré segura mi liberación, puesto que disponía de los medios para conseguirla. Un buen buque aguardaba mi llegada para conducirme a donde se me antojara. Tal fue la alegría que esto me ocasionó, que permanecí largo rato sin poder pronunciar palabra, y hasta me habría desmayado si el capitán no me hubiera sostenido en sus brazos.

Viéndome flaquear, me hizo beber un vaso de un licor cordial que había traído para mí, después de lo cual me senté en la tierra y me recobré poco a poco.

El capitán no estaba menos feliz que yo, aunque no creo que tan impresionado. A fin de tranquilizarme completamente, me habló de cosas gratas, como la protección divina y la patria que nos esperaba. Todo terminó en un mar de lágrimas que derramé de puro sentimiento.

A mi vez le abracé como a mi libertador, dándole infinitas gracias, pues él había sido el agente enviado por Dios para arrancarme de mi cautiverio.

Después de dichas manifestaciones de afecto recíproco, me dijo el capitán que había traído para mí algunos refrescos, de los que puede proveer un buque que acababa de ser arrasado por los amotinados. De inmediato llamó a los hombres de la chalupa para que trajesen los obsequios destinados al gobernador, y por cierto que se mostró espléndido, tanto conmigo como con mis "vasallos".

Entre los presentes había una licorera llena de botellas de aguas cordiales y media docena de botellas de vino de Madera, dos libras de buen tabaco, dos grandes trozos de carne de vaca y seis de cerdo, un saco de guisantes y alrededor de cien libras de galletas. Además, había añadido, dándome la mayor alegría, seis camisas nuevas y otras tantas corbatas, un par de zapatos y otro de medias, dos pares de guantes, un sombrero y un traje de su propio guardarropa, apenas usado.

En buenas cuentas, me obsequió todo lo necesario para vestirme de pies a cabeza, y podéis figuraros la incomodidad que me produjo la primera vez aquella ropa, después de haber estado desprovisto de ella durante tantos años.

Una vez que hice llevar todos aquellos regalos a mi morada, empecé a deliberar con el capitán acerca del destino que les daríamos a los prisioneros. El problema era serio, sobre todo en lo referente a los dos cabecillas del motín, cuya perversidad conocíamoós de sobra. El capitán estaba convencido de que no seríamos capaces de reducirlos, y sólo consentía hacerse cargo de ellos para llevarlos con grilletes en los pies a Inglaterra o a alguna colonia inglesa donde poder entregarlos a la justicia.

Como yo sabía que el capitán no tomaría esa resolución sino muy a su pesar, pues era un hombre demasiado humano, le manifesté que yo conocía un medio para inducir a los bribones a pedirle, como una gracia especial, autorización para permanecer en la isla, cosa a la que accedió con el mejor agrado.

Entonces envié a la gruta a Viernes con los dos rehenes, que había puesto ya en libertad por haber cumplido sus compañeros lo prometido, a fin de que trasladasen a los cinco marineros amarrados hasta la casa de campo, donde los cuidarían esperando mi llegada.

Poco después fui allí, vestido con mi nueva ropa y acompañado por el capitán, llamándome ya todos por el título de gobernador. Inmediatamente hice comparecer ante mi presencia a los prisioneros, diciéndoles que estaba enterado de sus fechorías y de la conspiración contra el capitán, así como de los actos de pillaje que en el barco habían realizado en común.

Igualmente les expresé que el buque acababa de ser rescatado bajo mi control y que poco después verían colgado del palo mayor a su cabecilla, en castigo por su traición. Luego les dije que deseaba conocer las razones poderosas que podrían alegar para no ser castigados como piratas cogidos in fraganti que eran.

A mis palabras respondió uno de los desventurados diciendo que nada tenía que alegar a su favor, excepto que el capitán, cuando los tomó prisioneros, les había prometido perdonarles la vida, y que pedían esa gracia.

Le repliqué que no sabía qué gracia podía concederles, puesto que iba a embarcarme para Inglaterra, abandonando la isla, y que el capitán, lo único que podía hacer era llevarles amarrados para entregarlos en manos de la justicia como a piratas y sediciosos, lo que los conduciría inevitablemente al cadalso.

La única solución que encontraba favorable para ellos era que permanecieran en la isla que yo iba a abandonar con toda mi gente, consiguiendo así el ser perdonados y contentándose con la suerte que pudieran allí correr.

 

Acogieron mi ofrecimiento con gratitud y me expresaron que preferían permanecer en la isla antes que ser llevados a Inglaterra como piratas; pero el capitán, simulando contrariedad, dijo que no estaba de acuerdo con ello. Me fingí enfadado y le manifesté que no eran prisioneros suyos sino míos; que si les había ofrecido perdón, no faltaría a mi palabra, y que si no estaba de acuerdo, yo los dejaría en libertad, como los había encontrado, para que él corriera tras ellos y los atrapara, siempre que pudiera.

Después de haber ordenado que les quitaran las ligaduras, les di todas las informaciones relativas al lugar, les indiqué la manera de hacer pan, de sembrar la tierra y de preparar las pasas. En fin, les enteré de todos los detalles indispensables para que vivieran cómodamente, anunciándoles también la llegada del padre de Viernes y de los dieciséis españoles para quienes dejé una carta, haciéndoles prometer que vivirían con ellos en buenas relaciones.

Al día siguiente, y de acuerdo con mis instrucciones, fue enviada a tierra la chalupa con provisiones que el capitán había ofrecido a los desterrados, nombre que les dimos, y a las cuales añadí mis armas y municiones.

Al abandonar la isla llevé conmigo, como recuerdo, un gorro de piel de cabra, el quitasol y el loro. También cargué todo el dinero que ya he mencionado y que se hallaba tan herrumbroso que era difícil reconocerlo.

En esa forma dejé mis dominios, acompañado por mi fiel Viernes, el dieciocho de diciembre de 1686, después de haber vivido en ellos veintiocho años, dos meses y diecinueve días, según mis cálculos. Es de hacer notar que el día en que abandoné aquella desgraciada vida se cumplía otro aniversario de aquél en que escapé del cautiverio de los moros en Salé.

El viaje de regreso fue feliz, llegando a Inglaterra el once de junio de 1687. Ello, después de haber permanecido treinta y cinco años ausente de mi país.

Al llegar a mi ciudad natal, me encontré tan extraño como si jamás hubiera estado allí. Aún vivía la buena señora a quien había entregado mi pequeño tesoro, pero había sufrido enormemente y enviudado por segunda vez. Le aseguré que no la molestaría en lo más mínimo, consolándola mucho respecto de la inquietud que tenía sobre lo que me adeudaba.

Luego viajé a la provincia de York, pero mis padres ya habían muerto, de suerte que sólo me quedaban dos hermanas y un hijo de uno de mis hermanos. Como hacía bastante tiempo que me consideraban muerto, me olvidaron en la repartición de la herencia, de modo que sólo me quedaba mi pequeño tesoro traído de la isla.

Pero recibí luego una inesperada recompensa: el capitán a quien había salvado con su barco, había dado a los empresarios un informe muy favorable sobre mi persona. Me hicieron llamar, honrándome con lisonjeros cumplidos y con un obsequio de doscientas libras esterlinas.

Posteriormente resolví ir a Lisboa para averiguar sobre mis plantaciones en el Brasil, las que habían prosperado en forma extraordinaria, gracias al cuidado puesto por mis antiguos socios. Las rentas de mis sembradíos habían sido depositadas en un banco, las que me fueron devueltas. Al mismo tiempo liquidé mis tierras en forma tan ventajosa, que hice una fortuna como no la había soñado nunca.