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100 Clásicos de la Literatura

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Después de haber caminado un buen rato, y cuando me encontraba en un lugar desconocido para mí, descubrí que no era tan raro hallar en la isla huellas humanas, y que si la Providencia no me hubiera arrojado por la parte donde no llegaban los salvajes, habría sabido que las canoas arribaban a mi isla. También habría sabido que, después de algún combate, los vencedores llevaban a sus prisioneros a mis playas, para descuartizarlos y comérselos, como auténticos antropófagos que eran.

Me informé de todo esto porque en la costa suroeste presencié un espectáculo que me llenó de horror. La tierra por aquella parte se encontraba tristemente sembrada de cráneos y huesos humanos. Además había restos de una fogata y unos huecos en la tierra, dispuestos en forma de círculo, en donde seguramente se instalaban los salvajes para celebrar su macabro festín.

No pude por menos de apartar la vista de semejantes huellas brutales, y me habría desmayado si mi propia naturaleza no me hubiese defendido con un violento vómito. Cuando pude recuperarme, no toleré la presencia de semejante lugar y me encaminé hacia mi morada. Alzando los ojos al cielo, con el corazón dolorido y los ojos inundados de lágrimas, di gracias a Dios por haberme hecho nacer en un país extraño a tales calamidades.

Llegué a mi casa más tranquilo que antes, seguro de que aquellos brutales salvajes no arribarían nunca a la isla con la intención de sacar de ella algún botín, por no tener necesidad para hacerlo o por haberse convencido de no encontrar en ella cosa alguna que les pudiera interesar.

De todos modos, el terror que me produjo el hallazgo me sumió en una melancolía que me mantuvo dos años encerrado en mis dominios, esto es, en mi castillo, en la alquería de verano y en el nuevo cercado del bosque. Pero el tiempo y la seguridad de que no sería descubierto me hicieron recobrar finalmente mi manera ordinaria de vivir.

Vigilaba sí más que antes y ya no disparaba la escopeta por temor de ser oído. Si alguna vez cogía alguna cabra montés, lo hacía valiéndome de trampas. Sin embargo, jamás salía sin el mosquete y un par de pistolas al cinto, así como armado con uno de los enormes cuchillos que tenía.

Desde entonces, mi imaginación tomó nuevos rumbos, pues no hacía sino soñar con el medio de destruir a aquellos monstruos y si fuese posible salvar a sus víctimas. La infinidad de proyectos que me forjé para tal fin sería suficiente para llenar un volumen mayor que el presente. Pero con ello nada adelantaba, pues encontrándome solo muy poco podía frente a una veintena o treintena de salvajes armados de azagayas y flechas tan efectivas como mis propias armas.

Después de haber planeado colocar una mina bajo el lugar donde hacían su fogota, preparada a base de algunas libras de pólvora, desistí de ello en vista de que no estaba convencido del buen efecto que tal explosión podría producir entre los caníbales. Desistí, pues, de ello, resolviendo más bien buscar un lugar adecuado donde poder emboscarme y atacarlos sorpresivamente.

A tal fin bajé varias veces al lugar del festín, con el cual empezaba a familiarizarme, sobre todo en los momentos en que mi espíritu se poblaba de sentimientos de venganza y exterminio. Después de algunos días encontré un lugar apropiado, en una de las laderas de la colina, desde el cual podría verlos desembarcar para luego bajar a lo más espeso del bosque y apostarme detrás de un árbol corpulento y hueco. Desde allí me resultaría fácil observar todos sus movimientos y descargar mis armas sobre ellos, de modo que tras el primer disparo dejara fuera de combate a tres o cuatro por lo menos.

Resuelto a realizar mi proyecto, alisté la escopeta y los mosquetes. Cargué cada uno de éstos con cuatro o cinco balas de pistola, y la escopeta con perdigones gruesos. También puse cuatro balas en cada pistola, alistándome así para una segunda y una tercera descarga. Durante más de un mes subí a la colina todas las mañanas, oteando el horizonte con el catalejo, pero no conseguí hacer el menor descubrimiento.

Por último, el cansancio de acariciar durante tanto tiempo la misma esperanza me hizo reflexionar cuerdamente sobre el acto que pensaba realizar. "¿Qué derecho —me decía— tengo yo para constituirme en juez y verdugo de esos salvajes? ¿Con qué autoridad voy a vengar la sangre que derraman? Si esos hombres nunca me han causado daño alguno directamente, no se justifica que yo los ataque."

Reflexionando de tal guisa, a lo que se agregaba el peligro que correría en caso de que algún salvaje escapara de mis manos y fuera con la noticia a su país, desistí de dichos propósitos homicidas, resolviendo mantenerme prudentemente aparte para que no sospecharan que la isla se encontraba habitada.

En ese estado de ánimo viví todo un año, y ni siquiera regresé a la colina para ver si habían desembarcado, temeroso de que cualquier circunstancia renovase mis propósitos hostiles. Sólo salía de la caverna para cumplir mis obligaciones ordinarias, como ser para ordeñar las cabras y alimentar el pequeño rebaño que había trasladado al nuevo cercado.

Ya no me atrevía a clavar un clavo por temor de producir ruido y hasta sentía menos deseos de disparar con la escopeta. Cuando encendía fuego, lo hacía siempre con gran inquietud y temiendo que el humo, visible a gran distancia, pudiera descubrirme. Por dicho motivo trasladé las cosas que requerían el empleo del fuego a la residencia del bosque, donde por puro azar llegué a encontrar una cueva natural.

La boca de dicha caverna se hallaba detrás de una roca, donde yo estaba cortando una ramas de árboles para transformarlas en carbón. Entre las malezas descubrí dicha abertura, y la curiosidad me impulsó a penetrar en ella, lo que conseguí con algunos esfuerzos. Por dentro era lo suficiente alta como para que cupiera yo de pie, pero he de confesar que salí de ella más de prisa de lo que había entrado, pues en el fondo de aquel antro tenebroso descubrí dos enormes ojos brillantes como ascuas.

Después de que me hube recobrado del susto, tomé un tizón encendido y volví a penetrar en el antro, pero mi espanto fue aun mayor que la primera vez, pues oí un prolongado suspiro, acompañado de palabras entrecortadas y de otro suspiro aun más macabro. Empecé a temblar todo entero, un sudor frío cubrió mi cuerpo, y estoy seguro de que si hubiese llevado un sombrero, éste habría caído al erizárseme los pelos. Pese a ello, continué avanzando intrépidamente, para encontrar tendido en tierra un macho cabrío enorme, muriéndose de viejo.

Ya tranquilizado del todo, observé la caverna con suma atención, viendo que era estrecha e irregular y que su existencia se debía exclusivamente a la obra de la naturaleza. Al fondo divisé una segunda abertura, pero tan baja que sólo podría entrar a gatas, razón por la que aplacé el hacerlo hasta el día siguiente y provisto de una antorcha.

Efectivamente, así lo hice, regresando con seis bujías que fabriqué de sebo de cabra y arrastrándome por aquel boquete unos diez metros. Allí se ensanchaba éste y me encontré bajo una bóveda de unos veinte pies de altura, en la que la luz de las bujías se reflejaba en mil puntos brillantes. El espectáculo era espléndido y no podía saber qué era lo que provocaba aquel brillo. Pensaba que fueran diamantes u otras piedras, o quizá oro. Esta última suposición me parecía la más aceptable.

Una vez que comprobé que la gruta era seca y que no se percibía ninguna emanación de gases ni huellas de reptiles venenosos, resolví trasladar a ella todas las cosas cuya conservación me preocupaba más. Dicho propósito me dio la oportunidad de abrir el barril de pólvora que se había mojado, viendo con alegría que el agua sólo había penetrado unas tres o cuatro pulgadas, formando la pólvora mojada una especie de costra que protegió el resto. Obtuve unas sesenta libras de buena pólvora, la que llevé a la gruta con todos los perdigones que aún quedaban y dejando en el castillo sólo los indispensables para defenderme en caso de ser atacado.

El macho cabrío murió al día siguiente de haberlo encontrado, y me pareció más conveniente enterrarlo allí que arrastrar su pesado cadáver hacia afuera. Veintitrés años llevaba ya en la isla, y estaba tan acostumbrado que, a no ser por el miedo a los salvajes, me hubiera gustado pasar en dicha gruta el resto de mis días. Pero el Cielo había dispuesto las cosas de otro modo y recuerdo, a quienes me lean, lo siguiente: que ¡cuántas veces en nuestra vida resulta que el mal que evitamos con el mayor empeño se transforma en la puerta de nuestra liberación!

Capítulo XI

Un naufragio, el festín de los caníbales y "Viernes"

Cierta mañana de diciembre salí de mi morada muy de madrugada, sorprendiéndome distinguir una luz en la orilla del mar, aproximadamente a media legua de distancia. El miedo de ser descubierto me hizo volver de prisa a la gruta, en la que aún no me sentía seguro por cuanto el grano estaba a medio segar, cosa que si descubrían los salvajes me comprometería terriblemente.

Una vez que hube subido, retiré la escala y me apresté a la defensa, cargando todas mis armas y resuelto a batirme hasta el final. Después de esperar durante dos horas a los salvajes, resolví avizorar desde lo alto de la roca, para lo cual trepé a ella valiéndome de las dos escalas y provisto del catalejo. Desde allí pude observar que había nueve salvajes, sentados en círculo alrededor de una hoguera, y al parecer dispuestos a servirse alguno de sus truculentos banquetes.

Los caníbales traían consigo dos canoas que habían dejado en la playa, y como era la hora del flujo, parecía que esperaban el reflujo para regresar, cosa que me alivió enormemente. Al parecer se encontraban todos desnudos y se entretenían ejecutando unas danzas exóticas y por de más bruscas.

 

En cuanto la marea empezó a descender, los salvajes saltaron sobre sus canoas y pronto se alejaron de la costa. Tomando mis armas, me encaminé hacia la playa y nuevamente pude ver las huellas de su horrible festín. Tal fue mi indignación, que resolví lanzarme sobre el primer grupo que encontrara, cualquiera que fuera su número.

Sin embargo, tuve que esperar muchos meses hasta volver a encontrarlos, pues las visitas que hacían a la isla eran poco frecuentes. Durante todo ese tiempo me asaltaron sí los más vivos temores sobre mi seguridad y los pensamientos homicidas volvieron a atormentarme. Continuamente formaba planes de ataque para ponerlos en ejecución en la primera oportunidad, lo que me quitaba muchas horas del día que pude haberlas destinado a mejor fin.

Promediaba mayo, según marcaba el poste que me servía de calendario, cuando se desencadenó una violenta tempestad en el mar, acompañada de truenos y relámpagos. La noche siguiente no fue menos espantosa, y mientras me encontraba leyendo y meditando con la Biblia, me sorprendió un ruido semejante al de un cañonazo.

Tal impresión era muy distinta de todas cuantas había sufrido en la isla. Me levanté precipitadamente y en un instante estuve encaramado en la roca, valiéndome de las dos escalas. Al momento una luz viva me anunció un segundo cañonazo, el que escuché medio minuto después y cuya detonación parecía proceder del lugar hacia donde había sido arrastrado en mi canoa por la corriente. Entonces encendí una fogata en lo alto de la colina, la que sin duda fue distinguida, pues oí un tercer cañonazo, seguido de otros varios que provenían de la misma dirección.

Durante toda la noche mantuve el fuego, y cuando el horizonte se hubo aclarado al amanecer, divisé hacia el este y a gran distancia un objeto extraño. Como el objeto permanecía en el mismo lugar, pensé que se trataba de un barco anclado, encaminándome entonces hacia la parte meridional de la isla para satisfacer mi curiosidad.

Una vez que llegué al lugar en que en otro tiempo me habían llevado las corrientes, trepé a la más elevada de todas las rocas, y como el tiempo estaba despejado, distinguí con gran pena el casco de un barco que se había estrellado contra unas rocas ocultas que formaban la contramarea que en dicha oportunidad me había salvado de una muerte segura.

El deseo que tenía de que se hubiese salvado por lo menos uno de aquellos hombres, para que me sirviese de compañero, es inexpresable. Jamás suspiré tanto por ello ni sentí tan vivamente la desgracia de verme privado de toda compañía. A cada momento me repetía: "¡Dios quiera que se haya salvado siquiera uno solo!" Y al pronunciar tales palabras se unían mis manos con gran fuerza y mis dientes se apretaban nerviosamente.

Hasta el último día de mi permanencia en la isla ignoré si se había salvado alguno de aquel naufragio. A los pocos días de la catástrofe descubrí en la playa el cuerpo de un grumete ahogado. En los bolsillos sólo tenía unas monedas de plata y una pipa, mucho más preciosa para mí que cualquier tesoro. Las escasas ropas que llevaba puestas no me permitieron adivinar la nacionalidad a que pertenecía.

Entretanto el mar se había calmado y me entraron deseos de visitar el buque, no tanto por las cosas útiles que en él pudiera encontrar, sino por la esperanza de que alguna criatura viva pudiera ser salvada. A tal fin tomé una buena ración de pan, arroz, quesos, una docena de bollos, un cesto con pasas, una botella de licor y dos jarras, una con leche de cabra y otra con agua fresca. Puse todas estas provisiones en la canoa, asi como el quitasol y mis armas, y, luego que me hube encomendado a Dios, bogué hacia la punta nordeste de la isla, apegado siempre a la costa.

Una vez que hube llegado al extremo de la isla, saqué la canoa de un pequeño recodo y trepé a una colina elevada para observar el rumbo de las corrientes que en otro tiempo estuvieron a punto de perderme. Desde allí pude ver claramente que así como la corriente del reflujo salía de la parte meridional de la isla, la del flujo entraba por la parte norte, pudiendo por lo tanto conducirme de regreso.

Con dichas observaciones resolví partir hacia el barco encallado, al día siguiente, y así lo hice después de pasar la noche en mi pequeña canoa. Al cabo de dos horas de navegar a favor de la corriente, llegué al barco y presencié un espectáculo muy triste. Éste se encontraba como clavado entre dos peñascos, con la popa y parte del cuerpo destrozadas por las aguas. Como la proa había chocado con gran violencia contra las peñas, el palo mayor y el de mesana se habían roto, aunque el bauprés permanecía en pie.

Cuando me encontraba cerca del barco, apareció un perro sobre cubierta, que empezó a proferir aullidos en cuanto me vio. Lo llamé y saltó al mar, ayudándole a subir a la canoa. Le di un pedazo de pan que devoró con gran avidez, y luego le di de beber agua fresca. Fuera del perro, no había otro ser viviente en el barco.

Dos hombres abrazados se habían ahogado en la cámara de proa, donde seguramente el agua entró con gran violencia y no les dio tiempo para escapar. Encontré algunos barriles que parecían estar llenos de aguardiente o de vino, pero eran tan grandes que no pude moverlos. También descubrí varios cofres, de los que metí dos en la barca, sin siquiera abrirlos. Por lo que en ellos después encontré, supuse que el buque debía llevar rica carga, y a juzgar por la ruta que seguía, era probable que fuera con dirección a La Habana y luego a España.

Además encontré un barril que podía contener unas veinte pintas y lo trasladé con gran trabajo a mi canoa. En uno de los camarotes vi un cuerno de pólvora que contenía unas cuatro libras, del que me apropié. Así también tomé una pala, unas tenazas y algunos útiles de cocina. Al ver venir la marea que debía volverme a la isla, me embarqué con toda esa carga y el perro que había salvado. Esa misma tarde llegué a la costa, aunque sumamente rendido por la expedición.

Al día siguiente resolví trasladar aquellas cosas a la nueva caverna que había descubierto, aunque primero resolví examinarlas. El barril contenía ron, aunque de inferior calidad que el brasileño. En los cofres encontré muchos objetos de escaso valor, algunas camisas, corbatas y media docena de buenos pañuelos. En el fondo de uno de ellos había tres grandes sacos de monedas de plata, además de un paquete que contenía algunas joyas y seis doblones, el que pesaría poco más de una libra.

Pese a que el dinero no me servía gran cosa, lo llevé también a la gruta, donde tenía el que había salvado de nuestro propio barco. Sólo lamenté no haber podido penetrar al fondo del buque destrozado, pues de seguro que hubiera encontrado suficientes cosas como para cargar nuevamente la canoa.

Una vez que puse en lugar seguro todas mis adquisiciones, dejé la barca en su rada ordinaria y regresé a mi refugio. Seguí viviendo como de costumbre durante dos años, regularmente feliz, aunque siempre imaginando mil proyectos para salir de la isla. Una noche me agitaron con tanta fuerza tales pensamientos, que mi sangre parecía hervir como si tuviera fiebre. Por último, rendido por la fatiga de mis nervios, me dormí profundamente.

Esa noche soñé que, al salir una mañana de mi refugio, veía en la costa dos canoas de las que saltaron once caníbales que llevaban a un prisionero para sacrificarlo. El infeliz, en el momento en que lo iban a matar, echó a correr hacia mí con el propósito de esconderse en el bosquecillo que cubría mi trinchera. Cuando estuvo fuera del alcance de sus perseguidores, me descubrió, a lo que yo, mirándole risueñamente, le ayudé a trepar por mi escala para luego llevármelo a mi morada y servirme de él como de un esclavo.

A la mañana siguiente sentí una gran pena porque el sueño no hubiera sido realidad, y muchas veces lo consideré como un auténtico bien que lo hubiese perdido. Esto me hizo comprender que el único medio para salir de la isla era coger algún salvaje, y mejor aún si lo libraba de la desgracia, a fin de que estuviera agradecido conmigo. Con tal intención todas las mañanas iba a uno u otro extremo de la isla, pero nada descubrí en dieciocho meses consecutivos.

La oportunidad tan ansiada pareció presentarse al fin.

Una rnadrugada distinguí en la costa cinco canoas. Los salvajes ya habían desembarcado y se hallaban aparentemente fuera del alcance de mi vista. Luego de escuchar con atención por si percibía algún ruido, dejé las dos escopetas al pie de la escala y me trepé a la roca, colocándome de modo que no sobresaliera mi cabeza. Ayudado por el catalejo pude ver que los salvajes eran por lo menos treinta, y que danzaban frenéticamente alrededor de una hoguera que habían encendido para preparar su festín.

Después de un momento, les vi sacar de una chalupa a dos desgraciados para descuartizarlos. Uno de ellos cayó en tierra; derribado por un mazazo y muerto al parecer. Inmediatamente se arrojaron sobre él algunos de los caníbales, abriéndole el cuerpo y despedazándolo en un santiamén, para luego repartirse los trozos de su carne. El otro desgraciado, que se hallaba a su lado en espera de que le llegara el turno, alentado por alguna esperanza de salvarse, echó a correr, con una rapidez extraordinaria, en dirección al sitio en que yo me encontraba.

Declaro que me asusté muchísimo al verlo tomar dicho camino, sobre todo porque pensé que lo perseguiría todo el grupo. Pero pronto hube de tranquilizarme al ver que sólo tres hombres lo seguían, y que les había ganado tanto terreno que sin duda alguna llegaría a escapar si lograba sostener aquella carrera durante media hora.

Entre el fugitivo y mi castillo había una pequeña bahía, y aunque la marea estaba muy alta, se tiró al agua y la cruzó en no más de treinta brazadas. Después continuó corriendo con igual celeridad que antes.

Sus perseguidores eran sin duda inferiores, pues sólo dos de ellos la cruzaron, empleando el doble del tiempo que el fugitivo, mientras que el otro se detuvo en la orilla por no saber nadar, para luego regresar hacia el lugar del festín. Súbitamente pensé entonces que ésa era la ocasión propicia para conseguir un compañero, y que el Cielo me asignaba la misión de salvar la vida de aquel infeliz. Convencido de ello, bajé rápidamente de la roca para tomar las escopetas y me encaminé al mar.

El camino era corto y pronto me interpuse entre los perseguidores y el fugitivo, dándole a entender mediante gritos y señas que se detuviera, aunque creo que en un comienzo me tenía tanto miedo como a aquellos de quienes escapaba.

Una vez que estuve cerca de los caníbales, me arrojé súbitamente sobre el primero, derribándolo de un culatazo, pues preferí valerme de dicho medio antes que disparar, por temor de llamar la atención de los demás. El otro se paró en seco como espantado, pero al abalanzarme hacia él vi que ajustaba una flecha en el arco que llevaba, lo que me obligó a despacharlo del primer disparo.

El atemorizado fugitivo, por más que vio a sus perseguidores fuera de combate, se encontraba tan aterrado por el fuego y la detonación, que se quedó como clavado en el suelo, reflejando en su semblante mayores deseos de escapar que de aproximarse a mí.

Nuevamente volví a hacerle señas para que se acercase, pero sólo dio unos pasos y se detuvo, como si tuviera miedo de volver a caer prisionero. Hube de llamarlo por una tercera vez, valiéndome de las señas más amistosas posibles, hasta que se resolvió a aproximarse, arrodillándose a cada diez o doce pasos, para demostrarme su reconocimiento. Entretanto yo trataba de sonreírle de la manera más cariñosa, hasta que llegó a mi lado, postrándose de rodillas y besando repetidas veces el suelo. Luego me tomó un pie y se lo colocó sobre la cabeza, sin duda para darme a entender que me juraba fidelidad de esclavo.

Cuando lo levanté y acaricié para darle ánimos, descubrí que el salvaje al que había derribado de un culatazo no estaba muerto, sino sólo aturdido. Entonces mi esclavo pronunció unas palabras que no pude entender, pero por las señas que hacía me di cuenta de que deseaba que le prestara el sable.

Apenas lo hubo tomado, se precipitó sobre su enemigo y de un solo golpe le cortó la cabeza, tan diestramente como lo hubiera hecho el más hábil verdugo alemán. Realizada dicha operación volvió a mí, celebrando el triunfo con saltos y carcajadas, mientras ponía a mis pies el sable y la cabeza del salvaje decapitado.

Luego resolví irme, ordenándole que me siguiera y dándole a entender mi temor de que los salvajes nos dieran caza. Pero mi esclavo me hizo señas de que iba a enterrar a los que habíamos matado, por miedo de que nos descubriesen, cosa que le permití y realizó en un momento.

 

Tomadas dichas precauciones, me lo llevé a la gruta del bosque, donde le di pan, un racimo de pasas y agua fresca, pues estaba extenuado por la dura tarea que había realizado. Después le di a entender que se fuera a descansar, enseñándole un montón de paja de arroz y una manta para cubrirse.

Mi nuevo compañero era un mozo bien formado, de unos veinticinco años. Sin ser grueso, sus miembros eran fuertes y ágiles, y su rostro viril no presentaba ningún aspecto de ferocidad. Al contrario, sus facciones revelaban esa dulzura peculiar de los europeos, sobre todo cuando sonreía. Sus cabellos eran largos y negros, la frente despejada y los ojos brillantes. En fin, tenía la cara redonda y de un color aceitunado, boca pequeña, nariz bien formada y dientes perfectamente alineados y muy blancos.

Al cabo de una media hora se despertó y vino a buscarme, encontrándome en el cercado ordeñando las cabras. Se postró a mis pies y volvió a repetir la ceremonia por la que me juraba fidelidad, demostrando verdadero agradecimiento. A mi vez le di a entender que me encontraba muy contento con él.

Al poco rato empecé a hablarle y le enseñé que se llamaría Viernes, nombre que elegí por el día en que lo había conseguido. Asimismo, lo acostumbré a llamarme "amo" y a decir "sí" o "no" oportunamente. Luego bebí leche con pan remojado, pasándole después la vasija. Bebió igualmente y me dio a entender por señas que la encontraba buena.

Al día siguiente le hice comprender que me siguiera, pues le daría vestidos, cosa que pareció alegrarle. Cuando pasamos junto al lugar en que había enterrado a los salvajes, me dio a entender que deseaba desenterrarlos y comérselos. Simulé encolerizarme y le expresé el horror que ello me causaba, haciendo como si fuera a vomitar y ordenándole que se apartara de los cadáveres.

Luego lo llevé a lo alto de la colina para ver si se habían marchado los enemigos de la costa, cosa que comprobé con ayuda del catalejo. De todos modos, y para mayor seguridad, me encaminé al lugar del festín, en compañía de mi esclavo y llevando nuestras respectivas armas. Al llegar allí, presencié un espectáculo horrible e impresionante: todo el campo estaba sembrado de huesos y carne humana semidevorada; por el suelo vi tres cráneos y otros miembros dispersos. Viernes me explicó por señas que habían llevado a cuatro cautivos, resultado de una batalla librada entre ellos y la tribu a la que él pertenecía, y que por ambas partes se habían hecho muchos prisioneros que sufrieron la misma suerte.

Le ordené que recogiera aquellos despojos y que los redujera a cenizas en una hoguera.

Así lo hizo, pero advertí que deseaba con avidez aquella carne, pues seguía siendo un auténtico antropófago. Sin embargo, le demostré tanta repugnancia que no se atrevió a manifestarlo por temor de que lo matara. Luego regresamos al castillo, donde empecé a arreglar los vestidos para Viernes.

Al día siguiente me preocupé de darle un alojamiento cómodo y que al mismo tiempo no significara un peligro para mí en caso de que proyectara algún atentado contra mi vida. Para tal fin construí una choza entre las dos trincheras y tomé la precaución de llevarme a mi lado todas sus armas por las noches. Afortunadamente, tales precauciones resultaron innecesarias, pues nunca se ha visto un servidor más fiel y amante de su amo como Viernes.

En poco tiempo pude enseñarle a hablar mi lengua, pues encontré en él al mejor alumno del mundo. Se alegraba tanto cuando me entendía o cuando podía darse a entender, que me trasmitía su alegría y me hacía sentir un vivo placer en nuestras conversaciones. Desde entonces mi vida fue mucho más agradable, y de no haber temido por la presencia de los caníbales, me hubiera gustado terminar mi existencia en la isla al lado de Viernes.

Capítulo XII

La gente empieza a llegar

Uno de mis principales propósitos con respecto a la educación de Viernes se encaminó a desviarle sus inclinaciones caníbales y hacerlo gustar de mis viandas. Con tal fin, un día lo llevé al bosque, donde pensaba sacrificar uno de mis cabritos, pero en el trayecto encontré una cabra acompañada de dos crías que descansaban a la sombra de un árbol.

Le hice señas a Viernes para que se quedara quieto, y al mismo tiempo le disparé a uno de los cabritos, que cayó muerto. El espanto se reflejó en el rostro del pobre salvaje, que empezó a temblar como una hoja, mientras se abría la chaqueta para ver si él también estaba herido. Sin duda creyó que quería deshacerme de él, pues se puso de rodillas ante mí y pronunció muchas palabras que yo no entendí, a no ser que me suplicaba que no le matase.

Para tranquilizarlo lo tomé de la mano, señalándole el cabrito muerto para que fuera a recogerlo. Sin embargo, tardó mucho en volver en sí y, de habérselo permitido, de seguro que se habría puesto a adorar la escopeta y a mí. Durante varios días no se atrevió a tocarla, pero le hablaba en voz baja, y, según supe después, lo hacía para suplicarle que no le quitara la vida.

Esa misma tarde preparé con el cabrito un buen estofado, pasándole a Viernes una porción del mismo. Lo comió en cuanto vio que yo también lo hacía, dándome a entender por señas que lo encontraba bueno. Asimismo me dio a entender que la sal era mala, escupiendo unos granos que se llevó a la boca. Me costó bastante tiempo poder acostumbrarlo a comer las cosas condimentadas.

Al día siguiente le regalé unos trozos de la misma carne, pero asada sobre ascuas, tal como la había visto hacer en Inglaterra. Por sus gestos me dio a entender que la encontraba muy buena y que no volvería a comer carne humana.

Como tenía ya dos bocas que alimentar, resolví ampliar mis plantaciones, para lo que escogí un campo más extenso, cercándolo con la ayuda de Viernes. En estas labores demostró mucha habilidad y diligencia, ayudándome también a batir el trigo, limpiarlo y aventarlo.

Creo que aquél fue el año más agradable que pasé en la isla. Viernes ya conocía los nombres de casi todas las cosas y empezaba a hablar pasablemente el inglés. Mi criado me agradaba no sólo por su conversación, sino porque tenía un carácter excelente y me demostraba gran cariño y reconocimiento.

En cierta ocasión me entró la curiosidad de saber si Viernes echaba de menos a su país, motivo por el que empecé preguntándole si los de su pueblo no triunfaban alguna vez en los combates.

—Sí —me respondió—, nosotros combatir siempre lo mejor.

—Si ustedes combaten mejor, entonces, ¿cómo te hicieron prisionero?

—Ellos ser muchos más. Ellos coger uno, dos, tres y yo. Nosotros derrotar a ellos en otro sitio donde yo no estar. Allí nosotros coger muchos, mil.

—Dime, Viernes, ¿qué hace tu país con los prisioneros; se los come también?

—Sí; mi país también comérselos, y comérselos del todo.

—¿Los trae alguna vez aquí?

—Sí; aquí y a otros muchos lugares.

—¿Has venido aquí con tus hermanos?

—Sí, yo venir aquí —señalando con la mano hacia el noroeste de la isla.

Días después, cuando recorrimos juntos dicha parte de la isla, reconoció el lugar y me contó que en una oportunidad había ayudado a comer a veinte hombres, dos mujeres y un niño. Las cantidades las indicaba colocando piedras en la arena.

En tal oportunidad pude saber muchas cosas que me interesaban, como ser la relativa facilidad de llegar al continente y otras no menos interesantes, referentes a la vida de los pueblos de la costa. Así también me dijo que poco más adentro del mar había todas las mañanas el mismo viento y la misma corriente, los que por las tardes iban en dirección opuesta. Esto me hizo comprender que dicho fenómeno era producido por el río Orinoco, en cuya embocadura estaba situada mi isla, y que la tierra que vi al oeste y al noroeste era la gran isla de la Trinidad.