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100 Clásicos de la Literatura

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Durante una semana permanecí sin apenas salir de mi morada, saboreando las delicias del reposo y mientras me reponía de tan largo viaje. Entretanto me preocupaban seriamente dos cosas: la necesidad urgente de construir una jaula para el loro, y la de ir por el cabrito que había quedado encerrado en mi segunda residencia. Me encaminé hacia allí y, una vez que le hube dado de comer, lo amarré con una cuerda para traérmelo fácilmente. El hambre lo había dominado y amansado al extremo de que me seguía como un perro. Después, a fuerza de cuidados y de acariciarlo todos los días y darle de comer, se volvió tan dócil como el mejor de los animales domésticos.

El treinta de septiembre, con las primeras lluvias de otoño, cumplí el segundo aniversario de mi destierro, teniendo tan pocas esperanzas de salir de él como el día en que desembarqué. Fue celebrado este segundo aniversario con la misma solemnidad y devoción que el año anterior, habiéndome pasado el día dando gracias a Dios por los beneficios que me brindaba a manos llenas. Ayuné y oré con la mayor devoción y humildad.

Aunque no deseo fatigar al lector con una relación minuciosa de mis actividades durante este otro año, como la hecha sobre los dos anteriores, deseo señalar que muy rara vez permanecía inactivo, pues el tiempo lo tenía distribuido en tantas partes como funciones debía realizar. Así, en primer lugar, me ocupaba regularmente del servicio de Dios y de la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras; en segundo lugar, las excursiones que hacía para procurarme alimentos con la caza, las que no duraban menos de tres horas cuando hacía buen tiempo; y, en tercer lugar, las ocupaciones para preparar y cocinar lo que había cazado o para conservarlo entre mis provisiones.

En esta forma me quedaba muy poco tiempo disponible para dedicarlo al trabajo, a lo que hay que añadir lo penoso y difícil que me resultaba por la carencia de herramientas especiales. Citaré como prueba de ello los cuarenta y dos días que me demoré en construir una tabla que precisaba para determinado uso, cuando disponiendo de un serrucho la hubiera logrado en un solo día.

Indicaré cómo me las arreglaba en tales casos. Primero iba al bosque a fin de elegir un árbol corpulento, pues la tabla había de ser ancha. Luego demoraba tres días en derribar el árbol por la base y dos más para quitarle las ramas, procediendo luego a rebanarlo hasta que sólo tuviera tres pulgadas de espesor. En esta forma demoraba una enormidad y, además de significar un ejercicio demasiado rudo para mi cuerpo, no obtenía sino una sola tabla de cada árbol. He dado este ejemplo con el único fin de que se comprenda por qué motivo me atrasaba a veces tanto tiempo en cosas tan pequeñas, y el esfuerzo que me costó rodearme de las relativas comodidades de que pude disfrutar.

Llegado el mes de noviembre, esperaba ansioso la cosecha del trigo y el arroz que había sembrado. Aunque el terreno que había preparado era pequeño, pues, como se recordará, la semilla de que dispuse para la segunda siembra sólo alcanzaba a medio picotín de cada especie, aguardaba una buena cosecha porque la estación había sido bastante húmeda. Pero de pronto descubrí que corría el peligro de perderlo todo, pues enemigos de varias clases trataban de arrebatarme mi sembradío. Los primeros fueron las cabras y después aquellos animales semejantes a liebres, los que atraídos por el sabor del trigo en hierba lo trozaban hasta muy cerca de la raíz, impidiendo así que creciera.

Para librarme de los intrusos no encontré otra solución que rodear las plantaciones de un seto, trabajo en el que me demoré lo menos que pude, puesto que era urgente terminarlo. Felizmente, la tierra labrada era de poca extensión, y, por consiguiente, después de algunos esfuerzos, vi terminado el cercado. A más de ello, me dediqué a dar caza a los merodeadores, habiendo matado a algunos de ellos. Por las noches dejaba amarrado el perro a la entrada del cercado, desde donde ladraba a los animales que se aproximaban. En esta forma los peligrosos enemigos se vieron obligados a retirarse, y el trigo no tardó en crecer y echar espigas.

Pero cuando éstas empezaron a madurar aparecieron otros enemigos no menos temibles que los primeros y que amenazaron con la ruina total del cultivo. Un día que me aproximé al seto para ver cómo seguía el trigo, vi el paraje rodeado de una multitud de pájaros de las más diversas clases que parecían esperar que yo me retirara para merodear tranquilamente. Les hice una descarga con la escopeta, levantándose de pronto una densa nube de pájaros desconocidos para mí y que se encontraban escondidos entre el trigo.

El espectáculo me fue sumamente triste, pues significaba nada menos que la pérdida total de mi cosecha, y, lo que es peor, que no hallaba la manera de evitar la pérdida prevista. Pese a ello, resolví no escatimar esfuerzos para salvar lo que aún se pudiera, estando dispuesto a permanecer de centinela noche y día si ello era preciso.

Lo primero que hice fue aproximarme para observar los daños. Si bien los pájaros habían causado destrozos de consideración, éstos no eran tan serios como yo temía. Las espigas inmaduras habían refrenado su voracidad, y si lograba salvar lo que quedaba en buen estado, me aseguraba una cosecha abundante y buena.

Después de cargar nuevamente la escopeta, me retiré un poco, pudiendo divisar a los ladrones escondidos en el follaje de los árboles, como si sólo esperaran mi partida para irrumpir de nuevo en el trigal. Mis sospechas se vieron confirmadas al momento, pues una vez que empecé a alejarme y tan luego hube desaparecido, bajaron uno tras otro al sembradío.

La indignación no me permitió esperar que se reunieran en mayor número, y aproximándome todo lo que pude al cercado, hice un segundo disparo con bastante suerte, pues quedaron muertos tres de dichos pájaros. Procedí con ellos tal como lo hacen en Inglaterra con los grandes ladrones, condenándolos a permanecer en el patíbulo después de la ejecución para infundir miedo a los demás. El efecto obtenido por dicho sistema no pudo ser más eficaz, pues no sólo no volvieron al trigal, sino que abandonaron totalmente dicho sector de la isla. Hacia fines de diciembre todos los granos estaban maduros y procedí entonces a hacer la recolección.

Todavía antes de empezar dicha tarea me vi en la necesidad de construirme una hoz, pues era indispensable para segar el trigo. Con gran maña pude arreglármelas, sirviéndome de los sables y cuchillos que había sacado del barco.

Una vez terminada la recolección, calculé que el medio picotín de trigo me había producido aproximadamente dos celemines y medio. Esto me animó mucho, pues era una prueba clara de que la Divina Providencia no permitiría que me faltara jamás pan. Sin embargo, las dificultades no terminaron ahí, pues no tenía en qué moler ni cómo cocer dicho pan, una vez que consiguiera amasarlo. Como a esto se agregaba el deseo que tenía de reunir una buena y segura provisión de granos, para así asegurarme tan indispensable alimento en el futuro, resolví no mermar aquella cosecha y destinarla íntegra a la siembra en la estación próxima.

Algo sorprendente, y creo que en ello muchas personas no reflexionan, son los preparativos que se requieren, los esfuerzos múltiples y las distintas formas de trabajo que se necesita desplegar para producir lo que se llama un pedazo de pan o un mendrugo.

Como se recordará, yo no disponía de arado alguno para abrir la tierra ni azada para cavarla, pero subsané esto fabricándome una pala de madera, la que me resultaba difícil manejar, además de que en el trabajo se notaba su imperfección.

Soporté, sin embargo, las dificultades que ello importaba y el escaso éxito obtenido, para muy luego confrontar un segundo inconveniente. Una vez sembrado el trigo, necesité un rastrillo, pero como tampoco lo tenía, me vi obligado a arrastrar por sobre el terreno una enorme rama, con la cual, más que rastrillar, arañaba la tierra.

Cuando las espigas maduraron, hube también de necesitar muchas cosas para segarlas, aventarlas, ahecharlas y guardarlas a fin de defenderlas de los animales. Después me hicieron falta un molino para moler los granos, un cedazo para cerner la harina, levadura para hacerla fermentar, un horno para cocer el pan.

El trabajo que me esperaba era intenso, pero yo no desesperaba por ello, pues, en la forma en que había dividido el tiempo, disponía de una parte del día para esa clase de actividades. Además, como había resuelto no destinar ninguna porción de trigo para elaborar pan, hasta que tuviera una mayor provisión de aquél, me quedaban seis meses para procurarme todos los útiles y artefactos apropiados para sacar el mejor provecho posible de los granos de que disponía.

Como contaba con semilla suficiente para sembrar más de media fanega, me dediqué a preparar una extensión mayor de tierra, eligiendo las mejores y más próximas a mi casa que pude encontrar. Pero como no podía iniciar dicho trabajo sin disponer de un azadón, empecé, pues, por construirlo, habiendo tardado más de una semana hasta verlo terminado.

Pese a que la herramienta resultó bastante tosca, me valí sólo de ella para sembrar las dos parcelas, las que luego rodeé de un buen seto. Éste lo construí con ramas de la misma especie que las que rodeaban mis dos residencias, pues sabía que pronto crecerían para antes de un año formar un seto vivo. Dicha obra me llevó tres meses ocupado, pues como parte de aquel tiempo correspondía a la estación lluviosa, tuve que quedarme encerrado durante varios días.

Mientras duró mi confinamiento en la caverna, me dediqué a realizar provechosos trabajos que luego detallaré; pero, al mismo tiempo, no dejaba de entretenerme hablándole al loro, hasta que a su vez aprendió a hacerlo, pronunciando su nombre y su apodo, que eran "Lorito monín", primeras palabras que escuché en la isla por otra voz que no fuese la mía.

 

Hacía mucho tiempo que deseaba fabricarme algunas vasijas de barro, pues las precisaba mucho, además de que conocía el modo de hacerlas. Y como el calor del sol en aquella región era muy intenso, pensaba que era suficiente descubrir la arcilla apropiada para modelar un cacharro, que luego secado bajo la acción del calor resultara lo bastante consistente como para poder guardar en él determinados productos secos.

Por tal motivo, y ante la perspectiva de tener una abundante provisión de trigo, harina y arroz, que era preciso conservar en debida forma, resolví modelar algunas vasijas, lo más grandes que fuera posible, para que en ellas pudieran caber dichos productos.

El lector seguramente se burlaría de mí si le relatara las muchas y extravagantes maneras de que me valí en mis primeros ensayos de alfarería. Algunas vasijas se cayeron a pedazos porque la arcilla no era lo bastante compacta como para sostener su propio peso; otras se agrietaron por haberlas expuesto demasiado a la violenta acción del sol; y, por último, algunas se rompieron al querer trasladarlas de lugar antes de que estuvieran lo bastante secas.

En esta forma, y después de haberme dado tanto trabajo en preparar la arcilla y modelar los cacharros, sólo conseguí dos vasijas muy toscas y feas, a las que no me atrevería a llamar jarras, y que me costaron cerca de dos meses de empeño.

De todos modos, como dichas vasijas se cocieron muy bien, quedando bastante duras y firmes, las levanté con gran cuidado y las coloqué dentro de dos cestos que para el efecto había construido con ramitas a fin de que no se rompieran. El espacio hueco que quedó entre la vasija y el cesto lo rellené con paja de arroz, asegurándome así que siempre permanecerían secas y que en ellas podría guardar primero el trigo y el arroz y más tarde tal vez la misma harina.

Si bien la fabricación de vasijas grandes no me había dado buen resultado, éste lo conseguí en la de cacharros pequeños, llegando a fabricar una gran variedad de tachos, pucheros, cántaros y fuentes. Pese a que el sol les daba una gran dureza, no conseguía que ninguno de éstos se prestara para el fin que yo me había propuesto, cual era el de conseguir una olla de barro en la que pudiera cocer mis alimentos. Después de algún tiempo, y como yo disponía de un magnífico fuego en el que preparaba mis viandas, encontré en el hogar un pedazo de uno de los cacharros de barro, perfectamente cocido y de un color muy encarnado. Esto me sorprendió y agradó sobremanera, pues inmediatamente pensé en que así como se había cocido dicho pedazo de cacharro, bien se podría cocer estando entero.

Desde ese momento empecé a meditar sobre la manera de arreglármelas para disponer del fuego en que pudiera cocer las ollas, ya que no conocía la clase de hornos que emplean los alfareros para tal fin. De todos modos, coloqué tres grandes cántaros, en los cuales puse tres cacharros, formando una pila, con un montón de cenizas por debajo. Alrededor prendí fuego de leña seca, cuyas llamas envolvieron las vasijas por todas partes, poniéndose al poco tiempo muy rojas y sin ninguna grieta.

Las dejé a dicha temperatura unas cinco o seis horas para luego ir disminuyendo la hoguera hasta que los cacharros empezaron a perder su color rojizo, cuidándome de permanecer a su lado toda la noche para vigilar que el fuego no se apagase bruscamente. Al amanecer me encontré con tres buenos cántaros e igual número de cacharros, perfectamente cocidos, y uno de los cuales estaba barnizado por la fundición de la grava que le había mezclado a la arcilla.

De más está decir que después de dicha prueba nunca me faltaron vasijas de barro. La alegría que sentí al verme dueño de cacharros que resistirían la acción del fuego fue inmensa, y apenas tuve paciencia para esperar a que éstos se enfriaran antes de usarlos. En uno de ellos puse un trozo de cabrito que me produjo una sopa excelente, pese a que me faltaban muchos ingredientes para que saliera todo lo buena que yo hubiera deseado.

Después de los cacharros, la cosa que mayormente deseaba tener era una piedra adecuada para moler el trigo, pues siendo el molino una máquina demasiado complicada, ni siquiera intenté construirla. Durante largos días anduve buscando una piedra lo bastante grande y de diámetro suficiente como para poder ahuecarla y convertirla en mortero.

No pude sí conseguirla en toda la isla, pues las piedras que encontraba eran poco compactas y no hubieran podido resistir los golpes dados con una mano de mortero pesada, sin que el trigo se mezclara con la grava. En esta forma, y después de perder mucho tiempo en buscar una piedra adecuada, desistí de ello, resolviendo más bien construirme un mortero de madera. Para esto elegí un tronco grueso de madera muy resistente, lo redondeé con el hacha y luego lo ahuequé aplicándole fuego, siguiendo el sistema que emplean los salvajes en la fabricación de sus piraguas. Después labré una pesada mano de mortero de una madera muy dura que llaman palo de hierro.

Vencida dicha dificultad, luego se me presentó la de fabricar un cedazo para cerner la harina, sin lo cual era imposible llegar a obtener pan. La cosa era difícil porque me faltaba un buen cañamazo o alguna otra tela poco tupida por la que pudiera pasar la harina. Después de mucho pensar, recordé que entre las ropas de los marineros había algunas corbatas de algodón, las que aproveché para construir tres pequeños cedazos, bastante aptos para el uso a que los había destinado.

Llegó finalmente la tarea concreta de la elaboración del pan, relativa a preparar la masa y luego a cocerla en un horno. Desde luego que desistí de procurarme levadura o algo semejante, pues no tenía la menor idea de cómo prepararla.

Con respecto al horno, después de mucho pensar, ideé un invento que consistía en lo siguiente: hice algunos recipientes de barro de más o menos dos pies de diámetro por unas nueve pulgadas de profundidad, los que cocí perfectamente. Una vez que los tuve listos, hice fuego en mi horno, el que estaba revestido con ladrillos, esperando que la leña se convirtiera en carbón y calentara perfectamente a aquél. Luego retiraba los carbones y cenizas con gran cuidado, limpiando el horno y colocando en él la masa, para después cubrirla con dichos recipientes a cuyo alrededor acumulaba los carbones y cenizas para concentrar así todo el calor. En esta forma cocía los panes como en el mejor horno, elaborando también bollos de arroz y pastelillos que cocía de igual manera.

Como la cantidad de los granos aumentaba, tuve necesidad de agrandar la troje para almacenarlos, pues la semilla me había producido tanto en la última cosecha, que ascendió a veinte celemines de trigo y casi otro tanto de arroz. En esta forma pude comer pan a discreción y sin temor de que el trigo se me agotara.

Calculando mi consumo anual, aprecié éste en cuarenta celemines de trigo, y así resolví sembrar cada año la misma cantidad, a fin de que no me faltara y tampoco tuviera excedentes.

Capítulo VIII

Reflexiones sobre el uso y el goce

Mientras me dedicaba a mis ocupaciones agrícolas no se apartaba de mi imaginación el descubrimiento que había realizado de las tierras situadas al frente de la isla. Y siempre que lo hacía no podía dejar de experimentar un secreto deseo de ir hacia ellas, pues me había convencido de que el país donde me hallaba se encontraba deshabitado, mientras que aquellas tierras pertenecían al continente y que, una vez en él, podría seguir avanzando hasta conseguir mi liberación.

Mientras razonaba de aquel modo, no tomaba en consideración los peligros de una empresa tan arriesgada, sobre todo si tenía la desgracia de caer en manos de los salvajes, sin duda alguna tan feroces y crueles como los leopardos y leones del África. Sabía, en efecto, que los caribes eran antropófagos, y a juzgar por la latitud en que me encontraba no debía estar lejos de esa región.

En dicha ocasión eché de menos a mi buen Xuri y el gran barco en que habíamos navegado tantas millas a lo largo de las costas de africanas. Pero, como con lamentarme no adelantaba nada en los proyectos que acariciaba, resolví en primer término visitar la chalupa de nuestro buque, la que después del naufragio, como ya he dicho, se había aproximado bastante a la playa.

La encontré poco más o menos en el mismo lugar donde la vi la vez primera, arrimada a un promontorio de arena, al que la habían arrastrado la fuerza de las aguas y los vientos, dejándola completamente en seco. Si hubiera tenido ayuda, habría podido botarla al mar y fácilmente servirme de ella para hacer la travesía hasta el Brasil; pero, sin tenerla, ponerla sobre su quilla y moverla me resultaba tan difícil como mover la misma isla.

Resuelto sí a no escatimar esfuerzos, me fui a los bosques y corté palancas y rodillos que luego llevé al lugar donde estaba la chalupa, convencido de que, si lograba desprenderla del promontorio, podría sin dificultad reparar sus averías y servirme maravillosamente de ella. Pero todo el empeño que en ello puse resultó infructuoso, y después de bregar más de tres semanas, empecé a cavar debajo de la chalupa para volcarla. Pese a ello, me fue imposible ponerla derecha ni tampoco poder deslizarme debajo de su quilla, motivo por el que tuve que desistir del proyecto. No obstante, y aunque el fracaso me había desmoralizado y agotado físicamente, seguía mi imaginación trazando planes para aventurarme en el mar y llegar hasta el continente.

Entonces comencé a pensar en la posibilidad de construirme con un tronco de árbol una piragua, semejante a las que usan los salvajes en aquellas regiones, idea que me pareció fácil de ejecutar. El entusiasmo me hizo pasar por alto los inconvenientes que se presentaban, como ser la falta de ayuda para arrastrarla hasta el mar una vez terminada. Obsesionado por el proyecto, cometí la insensatez de empezar a construirla sin haber solucionado previamente tales dificultades, terminando siempre mis dudas con esta extravagante respuesta: "Vamos —me decía—, construyámosla, que siempre encontraré un medio para botarla al agua cuando esté terminada".

Aunque dicha lógica era completamente contraria al buen sentido, venció mi obstinación y me puse a trabajar. Comencé cortando un enorme cedro, que dudo que el Líbano suministrara otro igual a Salomón cuando construyó el templo de Jerusalén. El árbol tenía en su base un diámetro de cinco pies y diez pulgadas, midiendo unos veintidós pies de largo.

Tardé más de veinte días en derribarlo con el hacha y quince en quitarle las ramas de la misma manera, para después dedicarme a darle forma y a cepillarlo durante un mes. Luego vino la tarea de ahuecarlo por dentro, en la que demoré cerca de tres meses, pues en vez del fuego me serví sólo de un martillo y un formón. El resultado de mi trabajo me llenó de satisfacción, pues me vi en posesión de una hermosa canoa en la cual podían caber perfectamente veintiséis hombres y, por lo tanto, más que suficiente para contenerme con todo mi equipaje.

La alegría que sentí fue, pues, inmensa, siendo en verdad la canoa más grande y hermosa que jamás vi construida de una sola pieza. Pero ya podéis imaginar el trabajo que me costó verla terminada y la cantidad y violencia de los golpes que tuve que dar...

Tan sólo me restaba botarla al mar y, de haberlo conseguido, seguramente que me habría embarcado en el viaje más temerario, casi sin probabilidad alguna de alcanzar la meta.

Todos los intentos que realicé para lanzar la canoa al mar fracasaron, pese a que no se encontraba a más de doscientas toesas del agua. El primer obstáculo que se me presentó fue un promontorio que se alzaba entre el lugar donde estaba la canoa y la bahía. Pero, resuelto a vencer todos los obstáculos empuñé la pala y después de trabajar con el mayor vigor conseguí allanar completamente el terreno. Esto, sin embargo, no me sirvió de nada, pues luego vi que me resultaba tan imposible mover la canoa como antes la chalupa encallada.

Resolví entonces valerme de otros medios, proyectando construir un canal para que el mar llegase hasta la canoa, ya que no podía llevar yo ésta hasta aquél. Emprendí dicha obra sin pérdida de tiempo, pero calculando la profundidad y anchura del canal, como también el sistema de trabajo de que me valdría, comprendí que no lo podría concluir antes de diez o doce años de intensos esfuerzos. Esto me hizo desistir también de dicho proyecto, aunque lamentando mucho no haber podido ejecutarlo.

En esta forma tuve que reconocer con la mayor contrariedad el fracaso que había sufrido, haciéndome comprender al mismo tiempo lo insensato que es empezar una obra sin calcular previamente si los obstáculos podrán ser superados.

 

Entretanto vi llegar el fin del cuarto año de mi permanencia en la isla celebrando el aniversario con el mismo fervor que lo había hecho los años anteriores. Pensaba que tenía a mi haber el verme libre de los peligrosos vicios del siglo, gracias a la barrera infranqueable que me lo aseguraba.

Poseyendo todas las cosas que podía necesitar, nada codiciaba mi espíritu. Era el señor indiscutido de la isla, al extremo de poder darme el título de emperador o rey de dichos dominios, en caso de que así se me antojare. Nadie me discutía el mando, puesto que no tenía rival o competidor. Si me hubiera servido de algo, habría construido enormes silos para el trigo; pero sólo dejaba crecer lo que consumía.

Podía tener todas las tortugas que quisiera, pero me bastaba con tomar alguna de vez en cuando para proveer abundantemente a mis necesidades. Disponía de la madera suficiente para construir una flota completa y después cargarla con vinos y pasas de mis vendimias; pero ¿de qué me hubiera servido el exceso? Si hubiese cazado más de lo que podía consumir, habría tenido que abandonar el resto a los gusanos. Si hubiese sembrado mayor cantidad de trigo que el indispensable para mi alimentación, se habría estropeado. Si hubiera talado un mayor número de árboles que los necesarios para hacer leña, se habrían podrido...

En fin, y dicho brevemente, la naturaleza de las cosas y la misma experiencia me convencieron, después de hondas reflexiones, de que en este mundo las cosas sólo pueden ser consideradas buenas con arreglo al uso que de ellas hagamos, y que no gozamos de las mismas sino en la medida en que las empleamos.

Ya me he referido a una suma, en oro y plata, que se elevaba aproximadamente a treinta y seis libras esterlinas. Pero, por desgracia, ¡cuán inútil era para mí esa fortuna y qué poco me llamaba la atención! Hasta la arena de la playa encontraba que tenía más valor.

Algunas veces pensaba que daría gustoso ese dinero por una pipa para fumar, por tabaco o por un pequeño molino. Pero aun eso es mucho: lo habría dado por algunas semillas de zanahoria, que en Inglaterra valen tres peniques, o a cambio de un puñado de guisantes o de habas o una botella de tinta. Porque en las circunstancias en que me encontraba, las monedas sólo servían para permanecer encerradas en un cajón. Y por más que el cajón hubiera estado repleto de diamantes, habría sido igual cosa, y no tendría para mí el menor valor por no poder prestarme servicio alguno.

Hacia aquella época llevaba una vida más feliz que en un comienzo, y algunas veces, cuando me sentaba a comer, agradecía humildemente a la Providencia por haberme concedido una mesa en aquella soledad. Aprendí a atender más al lado bueno que al malo de mi situación, y a considerar aquello de que yo gozaba más que aquello de que carecía. Esto lo he querido dejar bien señalado aquí, para que se grabe en la memoria de cierta gente que, descontenta siempre, carece de la sensibilidad para gozar de los bienes de que Dios la ha colrnado, porque sólo ambiciona aquellos que no le han sido concedidos. Y de la falta de agradecimiento por lo que poseemos emanan todas las penas por lo que no tenemos.

Frecuentemente se me ocurría también otra reflexión, relativa a comparar mi situación presente con la que yo había esperado al principio, y cuyas consecuencias habría sufrido si Dios, con su Divina Providencia, no hubiera dispuesto que el buque fuese llevado tan cerca de la costa, para que yo pudiera sacar de él cuantas cosas útiles quisiera. Me pasaba días enteros representándome de la manera más viva lo que habría sido de mí si no hubiese podido sacar nada del barco.

No habría podido conseguir cosa alguna para mi alimento, salvo algunos peces y tortugas, pero como tardé bastante tiempo en descubrir estas últimas, lo más probable es que hubiera muerto antes de lograrlo. Si valiéndome de algún nuevo arte hubiera cazado una cabra, no habría tenido cómo desollarla, de modo que tal vez me hubiese visto obligado a emplear las uñas y los dientes, tal como las fieras salvajes.

Si bien es cierto que por un lado me veía privado de todo contacto con los hombres, también lo es que nada tenía que temer de ellos, ni de los tigres ni de las serpientes, ni de ningún animal feroz.

En suma, si por una parte mi vida se hallaba llena de tristezas, hay que reconocer que, por otra, encontraba manifestaciones muy claras de la misericordia divina. Cuando me venían dichos pensamientos, me consolaba enormemente de todas mis penas y preocupaciones.

Como desde hacía ya bastante tiempo que no me quedaba sino poca tinta, hube de tratar de conservarla añadiéndole agua de vez en cuando, hasta que al cabo se volvió tan débil que apenas dejaba rastro en el papel. En esta forma me vi obligado a suspender mi Diario, confiando los acontecimientos a la memoria.

Luego confronté el problema de mis vestidos, puesto que empezaban a desgarrárseme. La ropa blanca se me había acabado hacía ya mucho tiempo, y sólo tenía unas camisas de tela rayada que había encontrado en los baúles de los marineros y que cuidaba mucho pues el calor era tal que no me permitía soportar más vestido que una camisa.

Pese a la intensidad de los calores, nunca pude resolverme a andar desnudo, aunque era el único habitante de la isla. No lo quería y ni siquiera podía tolerar semejante idea. Además el calor del sol resultaba más insoportable estando desnudo que llevando encima alguna ropa liviana. En ocasiones, el calor llegó a producirme ampollas en la piel; pero cuando tenía puesta una camisa, el aire entraba por debajo, agitándola y produciendo un viento fresco. Así también jamás pude exponerme al sol sin cubrirme la cabeza, pues alguna vez que lo intenté sentí al momento fuerte dolor al cerebro, el que desapareció cuando me cubrí.

Todas estas experiencias me indujeron a emplear los harapos que tenía en la mejor forma y de acuerdo con el estado en que se hallaban. Como las chaquetas estaban estropeadas, empecé por arreglarme una especie de bata con los gabanes y algunas otras prendas de que disponía. En esta forma ejercí también el oficio de sastre, o de remendón si se prefiere, pues mi trabajo era desastroso y sólo después de muchos ensayos conseguí arreglar dos chaquetas nuevas, pantalones y calzoncillos.

Como había guardado los cueros de todos los animales muertos por mí, curtiéndolos o desecándolos bajo la acción del sol, se habían puesto tan duros que cuando quise emplearlos no me sirvieron de gran cosa. Sin embargo, de algunos de ellos empecé por hacerme una gran gorra, volviéndoles el pelo hacia fuera para protegerme mejor de la lluvia. Después me confeccioné un traje entero, es decir, chaqueta y pantalones anchos, ya que los precisaba más contra el calor que contra el frío.

Terminadas tales labores, dediqué mucho tiempo a construirme un quitasol. Había visto fabricar uno en el Brasil, en donde los usan mucho contra los calores excesivos, pero me costó bastante trabajo y tardé no poco tiempo en hacer algo que fuese capaz de preservarme de los rayos del sol y de la lluvia. Después de haber fabricado tres o cuatro paraguas, ninguno de los cuales me satisfizo, llegué por fin a construir uno que respondía a mis necesidades y lo cubrí de piel. En esta forma me protegía de la lluvia como si hubiera estado en un alero, y caminaba bajo los más ardientes calores como antes no lo había podido hacer.