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100 Clásicos de la Literatura

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Me disponía a acostarme, pero sentía gran desasosiego y preferí quedarme sentado en la silla. Estaba pensando, no sin inquietud, en que la fiebre podría repetirse, cuando de pronto recordé que los brasileños no tomaban otra clase de remedio que tabaco para toda clase de enfermedades. Y sabiendo que en una de las arcas conservaba un rollo de hojas, casi todas maduras, me dirigí a buscarlas

Como guiado por el Cielo me encaminé hacia el arca que contenía la curación de mi cuerpo y de mi espíritu. En ella encontré en primer lugar el tabaco, tomando luego una de las Biblias que había salvado del barco y que hasta entonces no había abierto una sola vez.

Como no conocía la forma de emplear el tabaco, lo probé de diversas maneras a fin de lograr buen resultado. Primero me puse un pedazo de hoja en la boca y la mastiqué, pero como era demasiado fuerte y no estaba acostumbrado a su uso, me aturdió muchísimo. Después empapé algunas hojas en ron para dejarlo macerar durante dos horas y beber una dosis al tiempo de acostarme. Finalmente tosté las hojas entre brasas, absorbiendo el humo todo el tiempo que pude y hasta que estuve a punto de asfixiarme.

Mientras se maceraban las hojas, abrí la Biblia y empece a leer. Pero las exhalaciones del tabaco me habían embotado la mente y no pude hacerlo. De todos modos, al fijar la mirada en el libro abierto me encontré con las siguientes palabras:

"Invócame el día de tu aflicción y yo te libertaré y tú me glorificarás."

Dichas palabras me impresionaron enormemente, tal vez por acomodarse al estado espiritual en que me encontraba, motivo por el que después, y con bastante frecuencia, las hice tema de mis meditaciones.

Como precaución dejé encendida la lamparilla y fui a acostarme, no sin antes haberme arrodillado e implorado a Dios para que cumpliera su promesa de libertarme si le invocaba el día de mi aflicción. Después de terminado el rezo, imperfecto si se quiere, bebí la poción que había preparado, aunque era tan fuerte que me costó mucho poder ingerirla. La pócima se me subió a la cabeza, y como las inhalaciones que antes había hecho con el humo me habían producido gran pesadez, me dormí tan profundamente que cuando desperté eran alrededor de las tres de la tarde. Algo más: hasta ahora no he podido saber si sólo dormí ese tiempo, o si recién desperté al día subsiguiente, pues de otro modo no comprendo cómo pudo faltarme un día en mi calendario, cosa que comprobé algunos años más tarde.

Cuando desperté al día siguiente, presumiblemente el veintinueve de junio, me encontré muy aliviado, sintiéndome animoso y alegre. Al levantarme, tenía más fuerzas que antes de haberme acostado y me volvió el apetito. La fiebre había desaparecido por completo y la mejoría era franca.

El treinta de junio salí de caza, pero sin alejarme mucho. Con mi escopeta maté dos aves marinas, muy semejantes a los patos silvestres, y las llevé a mi tienda. Sin embargo, no intenté comerlas, contentándome con algunos huevos de tortuga, que eran muy sanos. Antes de acostarme repetí la medicina, que suponía yo me había curado, aunque lo hice con moderación: no mastiqué el tabaco ni inhalé el humo. Al siguiente día no me encontraba, sin embargo, tan bien como esperaba y tuve algunos escalofríos.

El dos de julio volví a tomar la medicina de las tres maneras. Tal como me había sucedido la primera vez, se me subió a la cabeza y dormí muchas horas.

El día tres desapareció la fiebre de manera definitiva, aunque tardé varias semanas en recuperar totalmente las fuerzas.

Entretanto meditaba seriamente sobre el sentido de estas palabras: "Yo te libertaré", reflexiones que penetraban en mi corazón. Puesto de rodillas, di gracias a Dios por mi mejoría.

El cuatro de julio por la mañana tomé la Biblia y empece a leer el Nuevo Testamento. Mañana y noche me dedicaba a ello, sin señalar cierto número de pasajes, sino de acuerdo con el estado de ánimo en que me encontraba. A poco de haberme acostumbrado a dichos ejercicios espirituales, sentí en mi corazón un profundo pesar por mis pasados pecados, volviendo la impresión del horrible sueño que me traía a la memoria las conmovedoras palabras: "Al ver tantas señales, no te has arrepentido".

Un día pedía yo a Dios ese arrepentimiento, cuando, por un acto de su providencia, hizo que al abrir las Sagradas Escrituras diera con este pasaje: "Él es príncipe y salvador, y ha sido creado para dar arrepentimiento y remisión." No bien hube terminado la lectura del versículo, alcé los brazos al cielo en un transporte de alegría infinita, para exclamar con el corazón:

—Jesús, hijo de David, tú que fuiste creado para dar el arrepentimiento, dádmelo a mí.

Desde aquel día el pasaje "Invócame y yo te libertaré" se llenó de un sentido que antes no lo tuvo para mí. Porque cuando pensaba en la liberación, ya no lo hacía apuntando a una liberación física, vale decir a la liberación del cautiverio que significaba la isla, por amplia que fuese, sino que aprendí a interpretar su sentido bajo una nueva luz. Repasando con espanto mi vida pecaminosa, pedí a Dios que liberara mi alma del enorme peso bajo el cual agonizaba. Respecto a mi vida solitaria, ya no me preocupó en lo más mínimo. Ni siquiera pedí a Dios que me arrancara de ella. El mal de mis pecados era el único que me atormentaba, haciéndome padecer.

Pese a que mi situación continuaba siendo la misma de antes, materialmente hablando, sin embargo, se había enriquecido una enormidad, tornándose más soportable y grata. Las regulares lecturas de la Biblia y el acostumbramiento a los rezos me aproximaban a Dios. Todo esto hizo nacer en mi espíritu esperanzas y consuelos que hasta entonces me eran desconocidos. Y como de otro lado volvían a mí la salud y las fuerzas que había perdido, pude de nuevo ordenar mi manera de vivir en forma completamente satisfactoria.

Capítulo VI

Agricultor y artesano obligado

Del cuatro al catorce de julio mi ocupación principal consistió en salir con la escopeta a dar breves paseos. Éstos los realizaba cortos debido a que sólo ahora me estaba recuperando de la enfermedad. El estado de debilidad y agotamiento en que quedé era extremo, y tal vez se debía en parte al medicamento que usé. No creo que antes hubiera curado ninguna fiebre, y el experimento realizado en mí no me autoriza a recomendarlo a nadie, puesto que si por un lado acabó con la fiebre, por el otro contribuyó a debilitarme. Durante algún tiempo padecí, además, fuertes convulsiones en el cuerpo y trastornos nerviosos.

Los continuos paseos me sirvieron para aprender que no hay nada más pernicioso para la salud que salir de excursión durante la estación lluviosa, mucho más si la lluvia va acompañada de tempestades. Esto sucedía principalmente en la temporada seca, cuando las lluvias caían con tormentas, motivo por el que las consideré siempre más peligrosas que las de septiembre u octubre.

Cerca de diez meses llevaba en la isla y ya se había apartado de mi imaginación el pensamiento de salir algún día de ella. Estaba convencido firmemente de que nadie había puesto los pies en esos lugares. Como en mi opinión mi casa se hallaba completamente segura por las fortificaciones que le había hecho, pensé realizar una exploración más minuciosa de la isla a fin de descubrir cualquier riqueza que hubiera permanecido oculta ante mis ojos.

El quince de julio empecé el reconocimiento de la isla. Primeramente fui a la pequeña bahía de que ya he hablado y a la que había arribado con mis balsas. Recorrí la ribera del río por espacio de unas dos millas, viendo que la marea no subía hacia allí y que sólo había un riachuelo de agua muy dulce y excelente. Pero, como estábamos en verano, o sea en la estación seca, la corriente que formaba era muy escasa.

En sus orillas se extendían dilatadas y verdes praderas que, al alejarse del cauce del río, se elevaban imperceptiblemente. En aquellos lugares en que parecía que las aguas no habían llegado nunca, descubrí gran cantidad de plantas de tabaco. Había otras muchas desconocidas para mí, ignorando por cierto su utilidad. Me dediqué a buscar mandioca, raíz que los americanos usan como pan en todas aquellas latitudes, pero no pude encontrarla. La caña silvestre crecía por todas partes, así como hermosas plantas de áloe, pero no conocía su aplicación.

En dicha oportunidad me conformé con el descubrimiento, regresando luego a casa mientras reflexionaba sobre los medios de que podría valerme para enterarme de las propiedades de las plantas y frutos que encontrara en lo sucesivo. Sin embargo, no pude tomar ninguna determinación al respecto. Pese a haber estado largo tiempo en el Brasil, no me había preocupado en observar las plantas propias del lugar, y los escasos conocimientos que tenía sobre las mismas no me servían de gran ayuda debido al estado en que me encontraba.

El dieciséis de julio, o sea al día siguiente, emprendí nuevamente el mismo camino, internándome más que la víspera.

En esta forma llegué al convencimiento de que el arroyuelo y las praderas no iban más lejos y que la campiña empezaba a ponerse boscosa. Encontré gran variedad de frutas, sobre todo melones que cubrían el suelo y uvas cuyos racimos dorados colgaban de las parras ya listos para ser vendimiados. Este último descubrimiento me llenó de alegría.

A la vista de aquellas frutas tuve que controlar mi apetito, acordándome de haber visto morir en Berbería a algunos ingleses, también esclavos como yo, por haber enfermado de disentería debido a comer uvas en exceso. Para ello tuve la precaución de seguir el procedimiento empleado en España en la elaboración de las llamadas pasas, consistente en cortar los racimos y exponerlos a la acción del sol para que se sequen. En esta forma conseguí una buena provisión que guardé para el otoño, obteniendo así un alimento tan exquisito como saludable.

 

Permanecí allí el día entero, y cuando cayó la tarde no juzgué prudente regresar a la choza, motivo por el que resolví dormir fuera de casa, cosa que hacía por primera vez desde mi arribo a la isla. Cuando llegó la noche escogí un albergue semejante al primero que había tenido en mis dominios: un frondoso árbol, en el que cómodamente instalado me dormí en forma profunda. Al amanecer proseguí la exploración, rumbo al norte, recorriendo aproximadamente cuatro millas.

Al cabo de la jornada encontré un valle que parecía inclinarse hacia el oeste, el mismo que estaba regado por un arroyuelo de agua fresca que salía de una montaña poco elevada. Toda la región era tan templada, verde y florida, que parecía un jardín artificial en el que reinaba una permanente primavera.

Me interné un poco en el valle para luego detenerme a contemplarlo tranquilamente. Al punto cesaron mis graves preocupaciones para dar paso a la admiración y el arrobamiento, mezclados con el extraño placer de saber que todo eso era mío, y que tenía un derecho soberano de posesión, no sólo en el presente, sino que de tener herederos podría trasmitírselos tal como en Inglaterra se trasmiten los feudos.

Entretanto, pude observar que había una gran cantidad de naranjos y limoneros, así como algunos árboles de cacao, aunque con escasos frutos. Pese a ello, los limones verdes que pude tomar resultaron no sólo exquisitos, sino muy agradables, pues más adelante mezclé su jugo con agua, obteniendo así una estupenda bebida.

Como vi que el trabajo que me esperaba era pesado, ya que me proponía reunir una buena cantidad de frutas para llevarlas a mi morada a fin de disponer de ellas durante la estación lluviosa, formé tres montones: dos de uva y uno de limones. Y, cargando con parte de la fruta, me encaminé hacia la caverna, resuelto a regresar muy pronto para llevarme lo que quedaba.

Demoré tres días en volver hasta la caverna, pero ya antes de llegar las uvas se habían aplastado en tal forma por su madurez y su peso, que en verdad no valían casi nada. Los limones llegaron en perfecto estado, pero había muy pocos.

El diecinueve de julio, o sea al día siguiente, regresé con dos pequeños sacos a fin de recoger mi cosecha, pero grande fue mi sorpresa al ver que las uvas estaban desparramadas y destrozadas totalmente y que muchas habían sido roídas. De ello deduje que en los alrededores habría animales dañinos capaces de ocasionar tales calamidades.

Inmediatamente procedí a recoger los racimos que se habían salvado de ser estropeados, pero no sabía qué partido tomar, pues por un lado no los podía llevar a la caverna, ya que en el viaje se aplastarían, y, por el otro, tampoco los podía dejar apilados como lo había hecho la víspera. Entonces elegí un tercer camino que me dio muy buen resultado: tomé todos los racimos que pude y los colgué en las ramas de los árboles para que se secasen al sol. En cuanto a los limones, cargué una buena cantidad de ellos en los sacos para llevarlos a la caverna.

De regreso de la excursión pude admirar en toda su amplitud la belleza y benignidad del vallecito, así como las ventajas y seguridades que podía dar como refugio contra las tempestades y los vientos del este, ya que estaba resguardado por altos bosques y colinas. De ello deduje que había elegido el peor lugar para establecer mi morada y empecé a forjarme proyectos para trasladar mi cabaña a aquel paraje fértil y grato.

Mucho tiempo llevé pensando en dicho proyecto, pero, cuando consideré las cosas con mayor detenimiento, comprendí que por estar mi morada próxima al mar, podría dar lugar a acontecimientos ventajosos para mí, y ya que el destino me había llevado a donde yo me encontraba, también podría enviarme compañeros de desgracia. Aunque esto era poco probable, no dejaba de ser una esperanza razonable, la misma que desaparecería por completo si me trasladaba al centro de la isla para encerrarme entre bosques y colinas.

Pese a haber tomado tan juiciosa resolución, me había subyugado en tal forma el paisaje que pasé en el valle casi todo lo que aún quedaba de julio, y satisfice en parte mi deseo levantando allí una pequeña cabaña rodeada de una empalizada de regulares dimensiones. Algunas veces dormí hasta tres noches seguidas en dicha segunda fortaleza, pasando por sobre la empalizada con una escala, tal como lo hiciese en la primera. Desde entonces me placía pensar que era un hombre que tiene dos residencias: una en la costa, para cuidar de su comercio y del arribo de los barcos, y otra de recreo en la campiña, para realizar la recolección de los frutos y la vendimia. Los trabajos que realicé en este último albergue me mantuvieron ocupado hasta el primero de agosto.

No bien hube acabado de construir mis fortificaciones y empezaba a gozar de las comodidades que me había proporcionado, cuando las lluvias vinieron a desalojarme, viéndome obligado a trasladarme a mi primera residencia, en la que hube de permanecer largo tiempo. Pese a que la nueva vivienda la había construido con una pieza de vela y la había asegurado muy bien, no se encontraba al pie de una roca que la defendiera contra los temporales ni tampoco tenía una caverna donde poder protegerme en caso de que las lluvias arreciaran.

Continuando con mi Diario, señalaré que el tres de agosto encontré las uvas que había colgado de las ramas, perfectamente deshidratadas y secas por la acción del sol, esto es, convertidas en pasas. Entonces procedí a descolgarlas, precaución que resultó muy necesaria, pues de no haber sido así las torrenciales lluvias que luego se desencadenaron las habrían estropeado, haciéndome perder en tal forma mis provisiones preferidas de invierno, ya que disponía de algo más de doscientos racimos.

Hube de necesitar de bastante tiempo y paciencia para descolgarlas, transportarlas a la caverna y guardarlas en ella. No bien hube terminado de hacerlo, cuando empezaron las fuertes lluvias que duraron desde el catorce de agosto hasta mediados de octubre. En un comienzo fueron muy violentas y me obligaron a permanecer encerrado en la caverna. No obstante, como empezaron a escasear mis provisiones, salí un par de veces con la escopeta, habiendo cazado un cabrito y encontrado una gran tortuga. Ordené mis comidas del siguiente modo: a la hora del desayuno tomaba un racimo de uvas, para el almuerzo un pedazo de cabrito o de tortuga asado, pues desgraciadamente no tenía ninguna vasija para guisar, conformándome con dos o tres huevos de tortuga a la hora de la cena.

A fin de distraerme, haciendo al mismo tiempo algo útil en aquella especie de prisión en que la lluvia me tenía sumido, destinaba aproximadamente tres horas diarias en agrandar la caverna, minando hacia uno de los costados de la roca. En esta forma logré perforarla de lado a lado, teniendo así una salida libre detrás de mis fortificaciones. Esto no dejó luego de preocuparme, pues ya no me encontraba resguardado como antes, sino que quedaba expuesto a la agresión de cualquiera que quisiera hacerlo. Sin embargo, debo declarar que tal suposición era muy difícil de justificar, pues hasta entonces la bestia más peligrosa que había encontrado en la isla era un enorme macho cabrío.

El treinta de septiembre sumé las estrías marcadas en el poste y pude ver que llevaba trescientos sesenta y cinco días en tierra. En tal forma celebraba el primer aniversario de mi fatal desembarco, resolviendo por ello hacer de él un día de ayuno y dedicarlo a los ejercicios espirituales. Prosternado en tierra alabé a Dios, pidiéndole misericordia con la mayor humildad. Durante doce horas no probé bocado y recién a la caída de la noche me serví algo de galletas y un racimo de uvas. Luego me acosté, llevando en mi pecho la misma devoción que había tenido durante todo el día.

Como ya llevaba un año viviendo en la isla, conocía el curso de las estaciones y no me dejaba sorprender por las temporadas lluviosas ni por las épocas secas. Sin embargo, para lograr tales experiencias tuve que sufrir varios fracasos, uno de los cuales explicaré ahora.

Como ya dije antes, conservaba en mi poder un poco de trigo y de arroz que había crecido junto a mi vivienda de manera casual. El trigo sería unas veinte espigas y el arroz unas treinta en total, pareciéndome que la época era propicia para la siembra por haber cesado las lluvias mientras que el sol empezaba a calentar.

A tal fin preparé una parcela, valiéndome de una pala de madera, hecho lo cual la dividí en dos secciones y procedí a sembrar la semilla. Entretanto pensé que sería más prudente no arriesgar la totalidad de la simiente en vista de que no sabía cuál era la estación más favorable para la siembra, motivo por el que sólo expuse unas dos terceras partes del grano, guardando como reserva un puñado de cada especie.

Más tarde hube de felicitarme por haber adoptado tan sabias precauciones, pues de todo cuanto sembré no germinó un solo grano, debido a que los meses que sobrevinieron correspondían a la estación seca, y por lo tanto la tierra no recibió la menor humedad. Sólo cuando volvieron las lluvias germinaron algunas semillas y empezaron a brotar raquíticos tallos que se fueron extenuando.

En vista del fracaso, y atribuyéndolo únicamente a la sequía, procedí a buscar un nuevo campo para realizar un segundo ensayo. Con tal objeto preparé otra parcela próxima a mi residencia de verano, sembrando en ella casi la totalidad de los granos, pero dejando una pequeña cantidad por si aquélla corría la misma suerte que la primera. Los meses de marzo y abril, con sus frecuentes lluvias, humedecieron el terreno y obtuve así una hermosa cosecha. No obstante ello, resultó escasa por haber sembrado muy poco, pues sólo recogí dos picotines, uno de trigo y otro de arroz.

Con tales experimentos me volví bastante diestro en la agricultura, sabiendo aprovechar el momento oportuno para la siembra, que descubrí podía ser realizada dos veces al año, con sus consiguientes cosechas. Entretanto crecía el trigo, hice una observación que luego supe aprovechar muy bien. Una vez que las lluvias pasaron y empezó el tiempo a mejorar, fui a dar un paseo por mi residencia de verano, encontrando que después de algunos meses de ausencia el seto doble que había construido se encontraba en muy buen estado. Pero no sólo eso: las estacas que había cortado de las ramas de algunos árboles de la vecindad habían crecido y producido a su vez otras nuevas, tal como acontece con los sauces después de podados totalmente. No sabía yo qué clase de árboles eran aquellos que me habían proporcionado las estacas. Lo cierto es que mi cercado, a pesar de tener unos cuarenta metros dé diámetro, al cabo de tres años ofrecía un aspecto magnífico, pues el seto lo cubrió completamente, formando una muralla tan espesa que se podía habitar bajo ella durante toda la épóca seca.

Esto me indujo a construir un seto semejante, en forma de semicírculo, para encerrar la muralla de mi primera morada. Para tal fin corté un número suficiente de estacas de la misma especie, plantándolas en doble fila a una distancia aproximada de quince metros de la antigua empalizada. Crecieron de prisa para luego convertirse en árboles, sirviendo en un comienzo de techo a mi vivienda y más tarde de muralla de defensa, como relataré en su oportunidad.

Entonces me di cuenta de que se podían dividir las estaciones, no en verano e invierno como se acostumbra en Europa, sino en temporadas lluviosas y secas que se alternaban dos veces al año.

Ya he explicado cómo había comprobado a mis expensas lo malsanas que me resultaban las estaciones húmedas, por cuya razón tomaba siempre la precaución de abastecerme de las provisiones necesarias a fin de no verme obligado a salir de casa durante los días lluviosos. Pero no vaya a pensarse que durante ese tiempo permanecía inactivo en la caverna. Por el contrario, como aún me faltaba una infinidad de cosas indispensables para mi mayor comodidad, trabajaba permanentemente a fin de construírmelas en la mejor forma. Así resolví fabricarme una canasta que me era indispensable para muchas labores, pero varias veces fracasé por cuanto las varillas que elegía se quebraban con gran facilidad. Yo conocía muy bien la manera de fabricarlas, pues de niño visitaba frecuentemente el negocio de un cestero que vivía cerca de mi casa, al que al cabo de algún tiempo le serví de ayudante. En esta forma, lo único que me faltaba era encontrar el material adecuado, y estaba pensando en ello cuando se me ocurrió que bien podrían servirme para tal fin las ramitas del árbol del que cortaba las estacas, pues eran casi tan flexibles como la misma mimbrera inglesa.

 

Resuelto a hacer la prueba, al día siguiente me encaminé hacia mi residencia campestre, provisto de un hacha, con la que fácilmente corté una gran cantidad de ramas, pues el árbol que las producía era muy común en la región. Una vez que las hube secado tendiéndolas en la muralla, las transporté ya listas a la caverna para esperar la estación lluviosa. Llegada ésta, me entretuve largamente construyendo una gran variedad de cestas apropiadas para los más diversos usos.

A partir de entonces, nunca me faltaron tales útiles, los mismos que iba renovando a medida que se estropeaban. Me dediqué sobre todo a fabricar algunas muy fuertes y profundas para guardar en ellas el trigo y el arroz, en vez de depositarlos en sacos, cuando la cosecha fuera abundante.

Después de vencida dicha dificultad, me empeñé en aguzar mi imaginación para ver si lograba subsanar la imperiosa necesidad que tenía de dos útiles. En primer lugar carecía de vasijas y envases de toda clase, ya que sólo poseía dos barrilitos en los que aún quedaba bastante ron, y algunas botellas de diversos tamaños que contenían aguardiente y otras bebidas espirituosas. Para cocer mis alimentos no disponía ni siquiera de un cacharro, pues la olla que había salvado del barco no se prestaba para preparar sopa ni para cocer un trozo de carne debido a su gran tamaño. El segundo objeto que ambicionaba tener era una pipa para fumar, aunque esto me pareció aun más difícil de lograr. Sin embargo, después encontré un buen medio para subsanarlo.

Hallábame ocupado unas veces en los trabajos de cestería y otras en levantar la segunda fila de estacas, cuando el verano anunció que llegaba a su fin. Entretanto otro asunto vino a distraer parte del precioso tiempo de que disponía.

Capítulo VII

La inagotable inventiva

Ya he expresado que tenía grandes deseos de recorrer la isla y he relatado cómo me interné hasta el nacimiento del arroyo para de allí llegar al paraje donde levanté mi segunda morada. Como desde allí se distinguían claramente el otro extremo de la isla y la costa del mar, quise llegar hasta dicho lugar, para lo cual tomé la escopeta con una buena dotación de pólvora y municiones, un hacha y dos o tres racimos de pasas que deposité en el morral, haciéndome además acompañar por el perro.

Después de recorrer todo el valle a que ya me he referido, divisé el mar hacia el oeste y, como el tiempo estaba despejado, vi claramente la tierra. No podía asegurar si era un continente o si sólo se trataba de una isla, pero sí que la tierra era bastante elevada y se extendía del oeste al sudoeste a una distancia aproxirnada de unas quince millas.

Lo único que podía saber en cuanto a la situación de aquel lugar era que se encontraba en América, y, de acuerdo a mis cálculos, cerca de las colonias españolas. De otro lado, era muy probable que se encontrara poblado de salvajes, los que, si me hubiera aproximado, sin duda alguna que me habrían hecho padecer una suerte aún peor que la que estaba corriendo en la isla, motivo por el que resolví acatar los designios de la Providencia.

Además, reflexionando en el asunto, me decía que si aquella costa formaba parte de las posesiones españolas, necesariamente llegaría a descubrir algún barco de los que las transitan, y, en caso de no descubrirlo, querría decir que la costa era la que separa el Brasil de Nueva Granada, la misma que con toda seguridad estaría habitada por caníbales.

Aquella parte de la isla era más bella que todo el resto de la misma: los valles eran verdes; los bosques, altos y espesos, y las praderas, hermosas y llenas de flores. Había gran número de loros, lo que me hizo pensar en apoderarme de alguno para domesticarlo y enseñarle a hablar. No sin grandes esfuerzos logré por fin derribar uno de un palo, al que luego lo llevé a casa. Tardé bastante en enseñarle a hablar, pero pronto lo hizo muy bien, llamándome por mi nombre de una manera enteramente familiar.

El viaje resultó muy placentero, pues encontré hacia la parte baja muchos animales, tomando a unos por liebres y a otros por zorros, siendo de todos modos muy diferentes a cuantos antes había visto en la isla. Cacé algunos, pero no intenté siquiera probarlos. Hacerlo hubiera sido una gran imprudencia, mucho más disponiendo de abundantes alimentos y de muy buena calidad. Entre éstos tenía cabras, tortugas y palomas. Si añado las uvas, se reconocerá que bien podía desafiar a todos los mercados de Londres a que provean una mesa tan ricamente como lo estaba la mía, sobre todo en relación al número de convidados.

Cuando hube llegado a la costa, aumentó mi admiración por dicha región de la isla, confirmando mi opinión de haberme tocado la peor parte. La playa estaba llena de tortugas, mientras que la costa que yo habitaba sólo me había proporcionado tres de ellas en el transcurso de un año y medio. Abundaban las aves de las más variadas especies, algunas de las cuales me eran conocidas y en su mayoría buenas para comer.

Fácil me hubiera sido matar todas las que deseara, pero como no quería malgastar la pólvora ni las municiones, preferí cazar una cabra, siempre que se me pusiera a tiro, por tener carne abundante. Pese a que había muchas en aquella parte de la costa, resultaba muy difícil aproximarse a ellas, ya que siendo el terreno llano podían verme mejor que cuando yo me trepaba en las rocas, según había comprobado.

Pero, por atractivos que me parecieran aquellos parajes, yo no sentía el menor deseo de trasladarme a ellos, pues estaba tan acostumbrado a mi antigua vivienda y me sentía tan seguro en ella, que mis descubrimientos no dejaban de darme la impresión de lejanía y de encontrarme en país extranjero.

Finalmente emprendí el regreso, pero tomando un camino distinto del que había seguido a la ida, esperando así poder contemplar toda la isla y creyendo encontrar sin mayores dificultades mi antigua morada. Pero me equivoqué en tales propósitos, pues así que me hube internado dos o tres millas en la región, me encontré con un valle rodeado de colinas tan pobladas de árboles, que no tenía modo para adivinar mi camino, a no ser por la posición del sol.

Durante tres o cuatro días hizo un tiempo nubloso, lo que me impidió ver el sol, motivo por el cual me vi obligado a volver a la orilla del mar y emprender el camino de regreso que ya había recorrido. En esa forma volví a la caverna, soportando un calor excesivo, así como el peso de la escopeta, el hacha y el saco de provisiones, lo que no me permitió hacer jornadas largas.

Durante el regreso mi perro se apoderó de un cabrito, dándome el tiempo suficiente para librar al animal de los voraces dientes del can y conservarlo vivo. Como ya antes dije que era mi deseo poder formar un rebaño de cabras a fin de asegurar mi subsistencia por si algún día se me agotaban las municiones, resolví intentar llevármelo a casa. Para este fin confeccioné una especie de collar y, amarrándole una cuerda, logré que el animalito me siguiera hasta la cabaña de verano. Allí lo encerré tras la empalizada para proseguir el viaje de regreso, pues tenía prisa en llegar a mi domicilio después de una ausencia de un mes.

La satisfacción que tuve a la vista de mi antigua morada fue muy grande, y sólo entonces pude descansar de las fatigas de tan prolongada excursión. Tendido en la hamaca me imaginaba ser amo en un dominio en el que nada faltaba. Todo cuanto había en mi contorno me encantaba, resolviendo no volver a alejarme por tan largo tiempo, mientras el destino me retuviera en la isla.