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100 Clásicos de la Literatura

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Un día resolvió salir en la chalupa a pescar y divertirse con tres moros de familias distinguidas, para lo que había ordenado provisiones especiales que fueron embarcadas la víspera. A mí me encargó que tuviera listas las tres escopetas con pólvora y municiones, pues también quería recrearse con la caza de algunas aves.

A la mañana siguiente me encontraba yo en la chalupa con todas las cosas arregladas para recibir dignamente a sus huéspedes, cuando vi venir a mi patrón completamente solo, pues sus invitados habían diferido la partida a causa de sus ocupaciones. Sin embargo, me dijo que saliese a pescar con la chalupa, acompañado, como de costumbre, por el hombre y el joven aludidos, pues esa noche tenía que cenar con sus amigos y precisaba provisiones.

Inmediatamente renació en mí el deseo de libertarme de la esclavitud y, pensando que en pocos momentos más tendría a mi disposición un pequeño barco, empecé a prepararme, ya no para la pesca, sino para recuperar mi libertad, aunque ignorante del rumbo que debería luego seguir. A tal fin hice llevar a la chalupa cuantos alimentos y herramientas podrían serme útiles, tendiéndole finalmente al moro un lazo en el cual cayó.

—Muley —le dije—, nosotros tenemos las escopetas de nuestro amo; ¿no podríamos traer pólvora y municiones para cazar por nuestra cuenta algunas aves marinas?

—Sí —respondió—, voy a buscarlas.

Una vez que Muley regresó y estuvimos provistos de todo lo necesario, salimos del puerto sin que los guardias del castillo hicieran caso alguno de nosotros, puesto que nos conocían. El viento soplaba del norte, lo que era contrario a mis deseos, ya que con el del sur hubiera alcanzado las costas españolas o, por lo menos, entrado en la bahía de Cádiz. Pero, resuelto como yo estaba a libertarme de aquella indigna servidumbre, todo lo demás me traía sin cuidado.

Largo rato estuvimos pescando sin resultado alguno, por que, cuando sentía que algún pez picaba, no tiraba del anzuelo por temor de que lo viese el moro. Finalmente, le dije:

—Aquí no conseguimos nada y, como nuestro amo desea estar bien servido, es preciso que nos alejemos más.

Como Muley no tenía ninguna malicia, estuvo de acuerdo y, dirigiéndose a proa, largó las velas. Yo, desde el timón, conduje la chalupa cerca de una milla más allá, después de lo cual arrié las velas para simular que pescaba. Luego, dejando el timón al muchacho, me aproximé al moro, que seguía en la proa, y, fingiendo agacharme para recoger alguna cosa que se hallara detrás de él, lo levanté de ambas piernas arrojándolo al mar. No tardó el moro en volver a la superficie, pues nadaba muy bien; me llamó y suplicó para que le dejase subir a bordo, prometiéndome que me seguiría hasta el fin del mundo. Nadaba con tanto vigor y el viento soplaba tan débilmente, que muy pronto iba a alcanzarnos. Entonces tomé una de las escopetas y, apuntándole, le dije:

—Mirad, amigo: no es mi intención causaros daño alguno, siempre que permanezcáis sereno. Sabéis nadar lo bastante para llegar a tierra y, como el mar está tranquilo, aprovechaos de su calma para regresar y separarnos así como buenos amigos. Pero en caso de que intentéis subir a bordo, os abriré la cabeza de un tiro, pues estoy resuelto a recobrar mi libertad.

A estas palabras nada respondió, sino que dio la vuelta empezando a nadar hacia tierra. Siendo un nadador magnífico, estoy seguro de que llegó sin novedad a la costa.

Después que Muley se hubo alejado, me volví al joven esclavo moro, llamado Xuri, y le dije:

—Xuri, si prometes serme fiel, te trataré en la mejor forma; pero tendrás que jurarlo por Mahoma. En caso contrario te arrojaré también al mar.

El muchacho me dirigió una sonrisa y me habló en forma tan inocente, que desvaneció toda desconfianza. Juróme fidelidad y seguirme a donde yo quisiera.

Cuando el moro desapareció de mi vista y empezó a oscurecer, cambié el rumbo de la embarcación hacia el sudoeste, cuidando de no apartarme demasiado de tierra. Como tenía viento favorable, recorrí tanto que al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando divisé tierra de lejos, calculé hallarme a ciento cincuenta millas al sur de Salé, muy distante ya de los dominios del emperador de Marruecos.

Durante cinco días seguí navegando a favor de aquel viento, sin divisar ningún barco de Salé. Al cabo de dicho tiempo cambió el viento y, temiendo que si venía algún barco en mi persecución no dejaría de darme caza, me aventuré a aproximarme a la costa y anclar en la embocadura de un río desconocido. Al anochecer entramos en la pequeña bahía, pues tenía el propósito de ir a nado a recorrer aquellos parajes en cuanto fuera noche cerrada para procurarnos agua fresca. Pero, en cuanto hubo oscurecido, oímos unos ruidos tan horribles, producidos seguramente por fieras desconocidas por nosotros, que el pobre muchacho me suplicó vivamente que no desembarcara hasta que fuera de día. A sus ruegos le dije:

—Bien, Xuri; ahora no desembarcaré; pero de día corremos el riesgo de que nos vean hombres tan peligrosos como las mismas fieras.

—En ese caso —me contestó riendo—, les pegaremos un tiro para que huyan.

Me complació verlo tan animado y, para fortalecerlo más, le di una copita de licor. Echamos el ancla con la intención de dormir, pero no había manera de hacerlo. Durante algunas horas vimos cómo se lanzaban al agua unos animales gigantescos, revolcándose y profiriendo alaridos horrísonos. No es posible dar una idea exacta de los espantosos rugidos y gritos que se elevaban desde la orilla. Esto me hizo ver que habíamos hecho muy bien en ser prudentes y no aventurarnos de noche por aquellos lugares.

De todos modos nos veíamos obligados a desembarcar en algún sitio para abastecernos de agua dulce. Xuri me expresó que si lo dejaba ir a tierra con un jarro, él descubriría el lugar donde había agua y me la traería. Cuando le pregunté por qué quería ir él en vez de que lo hiciera yo, me respondió con el mayor cariño:

—Porque si hay salvajes, me comerán a mí y vos os podréis salvar.

—Iremos los dos, querido Xuri —le respondí—; y si encontramos salvajes, los mataremos y así ninguno de los dos les servirá de presa.

Una vez que aproximamos la chalupa a tierra, saltamos ambos sin llevar otra cosa que nuestras armas y dos jarras. El muchacho descubrió un lugar algo más bajo que se internaba una milla en tierra. Se precipitó hacia dicho sitio, pero poco rato después lo vi volver corriendo. Inmediatamente supuse que se había encontrado con algún salvaje o fiera peligrosa que lo perseguía y salí rápidamente a su encuentro. Cuando estuve bastante cerca de él vi que algo colgaba de su hombro: era un animal que había cazado, muy semejante a una liebre, aunque de otro color y con las patas más largas.

Una vez que nos regalamos con la pieza y llenamos nuestras jarras, nos dispusimos a emprender de nuevo nuestra ruta. Como yo no llevaba ninguno de los instrumentos indispensables para la navegación, no sabía exactamente en qué lugar me encontraba. De todos modos, pude juzgar que esa región estaba entre las tierras del emperador de Marruecos y la Nigricia. Alguna vez creí distinguir de día el Pico de Teide de la isla de Tenerife, habiendo intentado adentrarme en el mar para llegar a ella. Pero tanto los vientos en contrario como la misma mar, demasiado gruesa para mi frágil chalupa, me obligaron a retroceder hacia la costa.

Un día, ya de madrugada, fuimos a fondear a un pequeño cabo, esperando que la marea que subía nos llevase más adelante. Xuri, que tenía la vista más aguda que yo, me dijo en voz baja que nos alejásemos de la orilla.

—¿No veis —añadió— aquel terrible monstruo que duerme tendido al pie de la colina?

Dirigí la mirada hacia el lugar que me señalaba, descubriendo en efecto un monstruoso animal: era un enorme león, echado sobre el declive de una altura.

—Xuri —le dije entonces—, anda a tierra y mátalo.

El muchacho pareció asustarse muchísimo, pues me contestó:

—¿Matarlo yo? ¡Si me tragaría de un bocado!

De inmediato cargué las tres escopetas y, apuntándole detenidamente a la fiera, traté de hacer blanco en su cabeza. Pero, como se hallaba acostada de modo que con una pata se cubría el hocico, las balas le hirieron alrededor de la rodilla rompiéndole el hueso. Se incorporó rugiente, pero, sintiendo la pata rota, volvió a echarse. Nuevamente se levantó y empezó a rugir de un modo aún más horrible. Yo, algo sorprendido de no haberle dado en la cabeza, cogí la segunda escopeta y le disparé un segundo tiro, mientras la fiera iniciaba la huida. Esta vez tuve más suerte, ya que le di en el blanco propuesto, cayendo la fiera mortalmente herida. Esto animó a Xuri de tal modo que, una vez que le concedí el permiso que me había pedido, se lanzó al agua con una escopeta en un brazo y nadando con el otro hasta ganar la orilla. Se abalanzó sobre la fiera, rematándola con un tercer disparo hecho a boca de jarro en la oreja.

Luego pensé que la piel de aquel león nos podría ser de alguna utilidad y resolví despellejarlo. En dicha labor Xuri fue mi maestro, pues yo no sabía cómo empezar. Esto nos llevó todo el día. Después tendimos la piel en el camarote, la que al cabo de dos días estuvo seca y la hice servir de colchón.

Continuamos navegando siempre hacia el sur por espacio de diez días más, y pude observar que la costa estaba habitada. Eran negros y no llevaban vestidos. Como le manifestara a Xuri mis deseos de desembarcar, me advirtió prudentemente de los peligros que correríamos, haciéndome desistir. Con todo, bogué cerca de la costa para poderles hablar, mientras que ellos corrían a lo largo de la playa. Entonces pude observar que no llevaban armas, excepto uno de ellos que portaba un pequeño bastón. Xuri me explicó que se trataba de una lanza que los negros sabían arrojar muy lejos y con gran destreza, en vista de lo cual me detuve a una respetuosa distancia y les pedí por señas que nos dieran algo de comer.

 

A su vez ellos me dieron a entender que irían a buscar provisiones, mientras nosotros arriábamos la vela. Dos de ellos corrieron tierra adentro para volver antes de media hora, trayendo dos trozos de carne seca y granos, que, aunque no sabíamos de qué especie eran, los aceptamos. Solamente faltaba saber con qué precauciones podríamos tomar aquellas provisiones, pues yo no tenía deseos de ir a tierra y los salvajes, por su parte, nos temían.

Entonces adoptaron un medio tan conveniente para ellos como para nosotros: dejaron en la orilla lo que tenían que darnos y luego se retiraron hacia el interior; mientras tanto, nosotros fuimos por las provisiones y las trajimos a la chalupa, dejándoles a cambio una botella de licor, que luego ellos retiraron. Igual procedimiento seguimos para que nos renovaran el agua de nuestras jarras.

Con aquellas provisiones icé nuevamente la vela y proseguimos navegando hacia el sur durante once días, sin aproximarnos a la costa. Entonces pude observar que el continente entraba bastante en el mar y tuve que dar un largo rodeo para contornearlo. Desde allí vi claramente otras tierras en el lado opuesto, cayendo en la cuenta de que por un lado tenía el Cabo Verde y por el otro las islas del mismo nombre. Estaba yo indeciso sobre hacia cuál de ambos extremos debía hacer rumbo, ya que si el viento arreciaba bien podía impedirme llegar a cualquiera de ellos.

Capítulo III

Desde las costas del Brasil a una isla desierta

Preocupado con tales dudas, entré en el camarote para tomar asiento, dejando a Xuri el control del timón. Pero, al poco rato, lo oí exclamar, visiblemente emocionado:

—¡Amo mío! ¡Veo venir un barco de vela!

El muchacho estaba fuera de sí, pues suponía que era un navío que su amo había lanzado en nuestra persecución. Yo estaba seguro de que nada podíamos temer al respecto, debido a la enorme distancia a que nos encontrábamos del lugar del cautiverio. Cuando salí del camarote, no sólo vi el barco, sino que reconocí que era portugués, y por el rumbo que llevaba, que no se aproximaría a la costa.

A fuerza de remos y vela traté de avanzar para ponerme al habla con el capitán, pero luego comprendí la inutilidad del empeño. Entonces icé una pequeña bandera que había en la chalupa en señal de socorro e hice un disparo de escopeta. Los del buque no habían oído la detonación, aunque sí habían visto el humo, como luego me dijeron. Arriaron sus velas y al cabo de tres horas estábamos reunidos.

Me preguntaron quién era yo, en portugués, español y francés, idiomas que desconocía. Finalmente, un marinero escocés me dirigió la palabra. Le expliqué que era de nacionalidad inglesa y que me había evadido de la esclavitud de los moros de Salé. Entonces el capitán me invitó a subir a bordo, recibiéndome a mí y a mis pertenencias de la manera más amistosa.

Resulta difícil expresar la alegría que sentí al verme salvado de una situación tan desesperante. Ofrecí al capitán todo cuanto poseía, para demostrarle mi gratitud, pero éste tuvo la generosidad de declinar mi ofrecimiento, diciéndome que todo cuanto era mío me sería devuelto al llegar al Brasil.

—Al salvaros —agregó— sólo he hecho lo que quisiera hiciesen conmigo en circunstancias semejantes. ¡Y quién sabe si algún día no me veré reducido a la misma condición que vos!

Si aquel hombre se mostró generoso en los ofrecimientos, no fue menos escrupuloso para cumplirlos, prohibiendo a todos los tripulantes que tocasen los objetos de mi propiedad y dándome un recibo detallado de mis cosas que tomó como depósito. Con respecto a la chalupa me propuso comprármela para uso de su embarcación, preguntándome lo que pedía por ella. Le contesté que, en vista de su generosidad, yo no podía valorarla, dejándole que él fijara el precio. Éste fue luego fijado en ochenta monedas de oro, cada una de las cuales valía aproximadamente una libra esterlina, extendiéndome un pagaré que debería ser cobrado en el Brasil. Asimismo, me ofreció otras sesenta monedas de oro por Xuri, pero me resultaba difícil vender la libertad de aquel fiel muchacho que me había ayudado a recuperar la mía. Así se lo manifesté al capitán, lo que encontró muy razonable, pero como transacción me ofreció firmar un documento por el cual se comprometía a dejar en libertad a Xuri después de diez años. Bajo dicha condición entregué al joven esclavo, tanto más a gusto cuanto que el mismo Xuri accedió al ofrecimiento.

Después de veintidós días de una feliz navegación, llegamos a la bahía de Todos los Santos, en el Brasil. Nunca podré elogiar bastante el desinterés y generosidad del capitán. No solamente no quiso cobrarme nada por el pasaje, sino que además me dio cuarenta ducados por la piel del león. Me compró todo cuanto quise venderle, como dos escopetas, una caja de botellas y la cera que me quedaba. En total reuní doscientas monedas de oro, suma con la que desembarqué en el Brasil.

El capitán me puso luego en contacto con un hombre muy honrado, en cuya casa viví durante algún tiempo. Allí aprendí a cultivar la caña y a fabricar azúcar. Viendo la prosperidad en que vivían los plantadores, resolví hacer lo mismo, siempre que me dieran permiso para establecerme, proponiéndome al mismo tiempo retirar de Londres los fondos que allí tenía. Todo se realizó de acuerdo con mis deseos y al poco tiempo me instalé en los terrenos que había adquirido a un precio conveniente.

Tenía yo de vecino a un portugués, hijo de padres ingleses, llamado Wells y cuyos negocios marchaban más o menos a la altura de los míos. Por espacio de dos años sólo cultivábamos lo necesario para vivir, ya que no disponíamos del dinero suficiente para ampliar nuestras plantaciones. Después de ese tiempo, empezamos sí a prosperar, aumentando notablemente la productividad de nuestras tierras. Al tercer año plantamos tabaco, teniendo además extensos terrenos preparados para sembrar caña de azúcar. Entonces sentí la gran falta que me hacía Xuri y lamenté el haberme desprendido de él.

Entretanto, el capitán que me había salvado continuaba siendo para mí, un gran amigo y se disponía a emprender otro viaje a Lisboa. Un día que le conté sobre los fondos que había dejado en Londres, me dio este buen consejo:

—Si queréis entregarme una carta para la persona que os guarda en Londres vuestro dinero, con instrucciones de remitirlo a Lisboa, después de convertido en mercancías convenientes para este país, me comprometo a traéroslas a mi vuelta. Pero como todos los negocios están sujetos a riesgos, os aconsejo que sólo pidáis cien libras esterlinas, a fin de que la mitad de vuestro capital quede como reserva por si tenéis la desgracia de perderlas.

Todo lo hice de acuerdo a sus consejos y pronto le entregué una carta para la señora de Londres que tenía en su poder mi pequeña fortuna. Las cien libras esterlinas fueron convertidas en mercaderías en Inglaterra y remitidas a nombre del capitán a Lisboa, quien con toda felicidad llegó al Brasil.

Mi alegría fue inmensa cuando arribó dicho cargamento y creía ya tener hecha mi fortuna. El capitán no quiso para sí las veinticinco libras esterlinas que la viuda le había regalado, empleándolas más bien en contratarme un criado por un plazo de seis años.

Las mercancías eran de fabricación inglesa, tales como paños, tejidos y otras muy solicitadas en el país, razón por la que logré venderlas a muy buen precio, cuadruplicando el valor invertido. Como resultado pude mejorar mis trabajos mucho más que mi vecino, pues empecé comprándome un esclavo negro y alquilando los servicios de un criado europeo, además del que me había traído el capitán de Lisboa.

Al año siguiente tuve gran éxito en mis plantaciones; coseché cincuenta fardos de tabaco, cada uno de los cuales pesaba más de cien libras y que serían despachados a Londres, además del que ya había vendido para proveer a mis necesidades. Llevaba ya cerca de cuatro años en el Brasil y había entablado amistad con otros dueños de plantaciones que, como yo, confrontaban también la falta de esclavos negros. Frecuentemente en nuestras conversaciones les relataba sobre los viajes que había realizado a lo largo de la costa de Guinea y de la facilidad de efectuar la trata de esclavos a trueque de quincallería. No se cansaban de escucharme cuando les hablaba sobre dichos temas, pues el gobierno se había reservado el monopolio en la trata de negros, los que escaseaban mucho y además eran muy caros en el país.

Un día vinieron a verme tres plantadores para proponerme un negocio que exigía el mayor secreto. Se trataba de algo muy tentador para mí económicamente y que, además, me arrancaría de esa vida monótona que desde mi arribo al Brasil estaba llevando: un viaje a Guinea. Me dijeron que se proponían aparejar un barco para enviarlo en busca de esclavos negros, los mismos que en forma secreta serían desembarcados y repartidos luego entre sus propias plantaciones. Me ofrecían que yo viajara como comisionista y que en el reparto de los esclavos llevaría una parte igual a la de los demás, dispensándome de contribuir con la cuota para los fondos de la empresa.

No me fue posible rechazar dicho ofrecimiento, como tampoco antes había podido contener mis deseos de aventura. Sólo les exigí que se hicieran cargo de mis plantaciones durante mi ausencia, cosa que aceptaron, obligándose a ello por contrato. Y, finalizados los preparativos para el viaje, me hice a la mar, para mi desventura, el primero de septiembre de 1659, aniversario del día fatal en que ocho años atrás me había hecho a la mar en Hull.

Nuestra embarcación desplazaba aproximadamente ciento veinte toneladas y tenía una dotación total de catorce hombres. Sólo llevábamos la quincallería apropiada para nuestro comercio, consistente en baratijas de toda clase. El barco iba equipado además con seis cañones.

En cuanto zarpamos nos dirigimos con rumbo al norte, con un tiempo magnífico que nos acompañó a lo largo de toda la costa. Una vez que hubimos llegado a la altura del cabo de San Agustín, nos adentramos en el mar y pronto perdimos de vista la tierra. Tomamos rumbo al nordeste, de modo que atravesamos el ecuador después de doce días de navegación. Calculábamos encontrarnos a los siete grados y veintidós minutos de latitud septentrional, cuando se desencadenó una violenta tempestad que nos hizo perder por completo la orientación, obligándonos a navegar a la deriva por espacio de doce días. Una vez que hubo terminado la tempestad, el contramaestre calculó que nos hallábamos próximos a los once grados de latitud septentrional, o sea, que el barco había derivado hacia las Guayanas.

Juntos examinamos el mapa marítimo de América, deduciendo que no había tierras más próximas a nosotros que el archipiélago de las Caribes, razón por la que hicimos vela hacia las Barbadas. Cambiamos, pues, de rumbo, dirigiéndonos hacia el nornoroeste con la intención de llegar a alguna de las islas de los ingleses donde pudiéramos recibir socorro. Pero, encontrándonos en los doce grados de longitud y dieciocho de latitud norte, una segunda tempestad nos acometió, tan impetuosa como la primera, la que nos arrastró hacia el oeste, alejándonos de todo lugar frecuentado por gente civilizada, de modo que, si lográbamos salvar la vida del furor de las olas, pocas esperanzas nos quedaban de escapar de la voracidad de los salvajes.

Continuaba el viento soplando con la mayor violencia cuando amaneció y oímos a uno de los marineros que gritaba: "¡Tierra!"

En cuanto salimos del camarote para ver lo que sucedía, el barco chocó contra un banco de arena, en el que quedó encallado. Las olas penetraban con tanta furia, que tuvimos que aferrarnos a las bordas de la embarcarión para no ser arrastrados por las mismas.

Nuestra desesperación era indescriptible y todos estábamos mudos y paralizados ante la situación que se nos había presentado. Por momentos esperábamos que el barco se destrozara para perecer todos irremisiblemente, a no ser que por un milagro sobreviniera un momento de calma. Lo único que aguardábamos con seguridad era la muerte y en nuestro interior nos preparábamos para ello. Algunos llegaban a decir que el barco ya se había partido.

Como a cada momento el barco parecía zozobrar, tuvimos que sacar fuerzas de flaqueza y tratar de botar la chalupa al mar. Después de muchos esfuerzos lo logramos, embarcándonos todos en ella, encomendados a la protección del cielo y abandonados luego a la furia de las aguas.

 

La chalupa no tenía velas, pero empezamos a remar con todo vigor para ganar la costa. Ésta a cada momento nos parecía más inaccesible y peligrosa. Y es que todos sabíamos que en cuanto la chalupa se acercara a tierra recibiría golpes tan rudos que quedaría destrozada. Lo único que hubiera podido salvarnos habría sido encontrar alguna bahía que nos ofreciera abrigo contra el viento. Pero no había nada parecido y a medida que nos aproximábamos a la costa, ésta nos parecía más temible que el mar.

Después de haber remado algo así como milla y media, una ola que semejaba una montaña vino corriendo tras nosotros para anunciarnos el golpe de gracia. Y, en efecto, rompió con tal fuerza que volcó la chalupa, separándonos de ella y arrojándonos en distintas direcciones. No hay palabras para expresar mis pensamientos cuando me sentí sumergido en el fondo de las aguas, para luego ser impulsado por la ola hacia la orilla y dejado casi en seco.

Viendo la tierra más cerca de mí, tuve la suficiente presencia de ánimo para ponerme en pie y tratar de alcanzarla, aunque esto duró muy poco, ya que una segunda ola me cubrió con su masa de agua de unos veinte o treinta pies de altura, sintiendo que me arrastraba muy lejos hacia la tierra, mientras yo trataba de nadar conteniendo el aliento. De improviso me vi con la cabeza y los brazos fuera del agua, lo que me alivió bastante, ya que, aunque sólo duró unos dos segundos, me dio tiempo para respirar.

El agua volvió a cubrirme y, advirtiendo que la ola había roto y que empezaría a retroceder, avancé todo lo que me fue posible para evitar que me arrastrara mar adentro. En cuanto las aguas se hubieron retirado y después de tomar aliento, corrí hacia la playa todo lo que pude. Todavía otras dos veces me vi alzado por las aguas y arrojado siempre hacia delante. El último de esos asaltos casi me resultó fatal, pues me arrojó contra las rocas con tal fuerza que perdí el conocimiento. Una vez que me hube rehecho, y como las aguas ya no me cubrían, corrí un poco, con lo que logré, por fin, pisar terreno firme.

Inmediatamente de sentirme salvado alcé los ojos al cielo para dar gracias a Dios por haberme librado de muerte tan segura. Me paseé por la costa haciendo mil ademanes grotescos, manifestando así mi alegría y al mismo tiempo el pesar que sentía por mis compañeros, pues, desde que naufragamos, no pude ver la menor huella de ellos, excepto algunas prendas pequeñas.

Volviendo la mirada al barco encallado, que apenas distinguí debido a la gran distancia y al oleaje, no pude menos de exclamar:

—¡Dios mío! ¿Cómo es posible que haya podido llegar a tierra?

Pronto sí disminuyó mi entusiasmo y pensé que mi situación era terrible, pues estaba con las ropas mojadas y no tenía qué mudarme, sentía hambre y no tenía qué comer, tenía sed y no tenía nada para beber. No me quedaba, pues, otra alternativa que morir de inanición o ser devorado por las fieras. A todo esto, yo me paseaba de un lado para otro como un insensato, sumido en espantosas angustias. La noche se aproximaba y empecé a meditar sobre lo que me esperaba si es que aquella tierra albergaba bestias feroces, pues de sobra sabía que las fieras esperan las sombras para buscar su presa.

Me interné un cuarto de milla en busca de agua dulce para beber, la que por suerte encontré, eligiendo después un árbol frondoso para encaramarme en él y pasar la noche. Así instalado y debido al cansancio que tenía, pronto me dormí con un sueño profundo que reparó completamente mis fuerzas.

Desperté bien entrada la mañana. El tiempo estaba despejado, la tempestad se había calmado y el mar estaba tranquilo. Imagínese mi sorpresa a la vista del barco: durante la noche, la marea lo había levantado del banco de arena donde había encallado, para arrastrarlo hacia las rocas donde la víspera me había estrellado tan cruelmente. Se encontraba como a una milla de distancia de donde yo me hallaba y aún descansaba sobre su quilla.

Después de haber descendido del árbol, lo primero que descubrí fue la chalupa que la marea había arrojado contra la costa, a unas dos millas de distancia y a mano derecha. Traté de llegar a ella, para lo que caminé a lo largo de la playa, pero pronto me encontré con un brazo de mar de media milla de ancho, que se interponía entre nosotros, lo que me obligó a regresar. Desde ese momento mis pensamientos se fijaron sólo en el barco, en el que esperaba encontrar lo necesario para mi conservación.

Capítulo IV

Sobreviviendo en la isla

Después del mediodía noté que el mar estaba tranquilo y la marea tan baja que podía yo aproximarme hasta un cuarto de milla del barco. Esto me hizo pensar que si nos hubiéramos quedado a bordo, todos estaríamos ahora salvados y yo no hubiese tenido la desdicha de encontrarme huérfano de toda compañía. Dichos pensamientos me llenaron de pena, al extremo de provocar mis lágrimas. Pero, como éstas no aliviaban mi desgracia, resolví aventurarme visitando el barco.

Hacía mucho calor y me quité la ropa que llevaba. Luego me tiré al agua, llegando al poco rato al pie del buque, al que le di dos vueltas antes de descubrir una cuerda que colgaba de la proa. Tras no pocos esfuerzos logré trepar hasta el castillo de proa, observando luego que el barco estaba entreabierto y que tenía mucha agua en el fondo de la cala. La cubierta se hallaba completamente seca con todo cuanto contenía. Las provisiones que había en la despensa se encontraban todas en buen estado, y, como tenía gran apetito, mientras me hartaba de galleta me dedicaba a otras cosas, ya que no podía perder el tiempo. En el camarote del capitán encontré ron, del cual bebí un largo trago para darme ánimo.

Ahora sólo me faltaba una chalupa para transportar lo que me pareciera de mayor utilidad. Pero como la necesidad aguza el ingenio, pronto empecé a reunir todo el material que podría emplear en la fabricación de una balsa. A bordo teníamos varias vergas, dos mástiles de reserva y algunos timones grandes. Arrojé al agua todas las piezas de madera que no eran muy pesadas, después de haberlas amarrado a una cuerda para que no fuesen a la deriva. En seguida descendí por uno de los costados del barco, y, arrastrando los palos hacia mí, los amarré por los extremos lo mejor que me fue posible. Luego de colocar de través dos o tres tablas cortas, vi que podía caminar por encima, pero que la improvisada balsa no podría soportar una carga relativamente pesada debido a su ligereza. Por tal motivo volví a subir al barco y con la sierra del carpintero logré dividir en tres una de las vergas, las que luego añadí a mi balsa.

Una vez que comprobé su resistencia, empecé a tirar a la balsa todas las tablas que pude encontrar, después de lo cual bajé con una cuerda tres cofres de marineros que previamente había vaciado. En uno de ellos puse las provisiones: pan, arroz, algunos quesos de Holanda, cinco trozos de carne seca de cabrito y un poco de trigo. También encontré varias botellas de aguas cordiales y veinticinco frascos de aguardiente. Éstos los coloqué aparte, pues no eran indispensables. Mientras estaba ocupado en dichas diligencias, noté que la marea empezaba a subir, y, aunque tranquila, vi con pena que mi ropa, que había dejado en la orilla, empezaba a flotar en el agua. Esto me indujo a buscar otra para reemplazarla, lo que logré fácilmente.

Lo que más ambicionaba después de los comestibles eran herramientas, armas y municiones. Luego de buscar largo rato, pude encontrar el arca del carpintero, la que bajé y coloqué en la balsa. En el camarote del capitán había dos escopetas y un par de pistolas. Las tomé, así como unos tarros de pólvora, municiones y dos espadas herrumbrosas. Después de registrar largo rato, descubrí el paradero de los tres barriles de pólvora que yo sabía se habían embarcado. Dos de ellos estaban buenos y uno mojado. Coloqué los primeros también en la balsa, con lo que consideré haber hecho suficientes provisiones. Ahora tan sólo me quedaba ver la mejor manera de conducir mi precioso cargamento a tierra, cosa nada fácil, puesto que no disponía de velas, remos ni timón.