Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Señor, realmente eso no lo sé —dijo Wray, bastante incómodo—. Vender el vaciado es como hacer que mi gran tesoro sea algo muy común, es como ceder mi propia posesión a todo el mundo.

Colebatch rechazó esta objeción al instante. ¿Podría Wray, preguntó el terrateniente, decirlo en serio y ser tan egoísta como para negar a otros admiradores de Shakespeare el privilegio de poseer el retrato del escritor, privilegio que él mismo valoraba tanto? Y eso sin hablar de que estaba rehusando al mismo tiempo, y prácticamente sin vacilar, una suma de dinero bastante apetecible… ¿Podría ser lo bastante egoísta y desconsiderado como para hacer eso? No; Wray reflexionó y admitió que no podría. Ahora veía el asunto bajo una nueva luz y, si había parecido egoísta o desagradecido, le pedía perdón a Colebatch y aceptaba su consejo.

—Muy bien —dijo el anciano caballero—. Ahora soy feliz. Mi buen amigo, pronto estará lo bastante fuerte como para sacar el vaciado usted mismo.

—Eso espero —dijo Wray—. Es muy raro que un simple sueño me hiciera sentir tan débil como me siento… Señor, supongo que le contaron que tuve un sueño horrible. Si ahora no viera la máscara colgada allí, más intacta que nunca, realmente creería que se había roto en pedazos, justo como lo soñé. Ya sabe, debe de haber sido un sueño, señor, por supuesto; ya que soñé que Annie se había marchado y me había abandonado, y cuando desperté la encontré en casa como de costumbre. También parece que llevo un retraso de una semana o más en cuanto al día del mes. Resumiendo, señor, casi me creería hechizado —añadió, presionando la mano temblorosa sobre la frente— si no supiera que la Navidad está cerca, y no creyera lo que dijo el dulce Will Shakespeare en Hamlet… Un pasaje, por cierto, que Kemble siempre lamentaba ver tachado en el libreto de la obra.

Y así comenzó a recitar —débilmente, pero con todas las cadencias del viejo Kemble— las líneas exquisitas a las cuales aludía. El terrateniente marcaba el ritmo en cada modulación con su índice: «Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Salvador, esta ave matutina canta durante toda la noche, y entonces cuentan que ningún espíritu se atreve a salir; las noches son saludables; y ningún planeta ejerce maleficios, ninguna hada ni ninguna bruja tienen poder para encantar, de tan sagrado y lleno de gracia que es ese tiempo».

—¡Eso es poesía! —exclamó Colebatch, mirando arriba, hacia la máscara—. Me temo que ese es un fragmento que está por encima de mi tragedia de La asesina misteriosa, ¿eh, señor? ¡Y cómo recita usted! ¡Espléndido! ¡Maldita sea! Aún no hemos tenido ni la mitad de la charla sobre Shakespeare y Kemble que quiero tener. Para mí, una charla con un veterano como usted es una nueva vida, ¡en un lugar tan bárbaro como este! ¡Ah, Wray! —y aquí la voz del terrateniente bajó y, luego, enseguida subió de manera extrañamente tierna para un caballero tan viejo y rudo—. Usted es un hombre afortunado por tener una nieta que lo acompaña todo el tiempo, pero especialmente en Navidad. Soy un solterón viejo y solitario, ¡y en Navidad tengo que cenar sin esposa ni hijos que me endulcen el sabor de mi bocado de soltero!

Cuando la pequeña Annie oyó esto, se levantó y se movió sigilosamente hasta la altura del terrateniente. La palidez de su rostro se cubrió con rubores —aún no había vuelto todo su precioso color natural—, miró suavemente a Colebatch por un momento, después, bajó la mirada, y, al final, dijo:

—¡Señor, no diga que está solo! Estaría encantada de que me dejara ser como una nieta para usted: yo… yo siempre preparo el pudin de ciruela el día de Navidad para mi abuelo; si él me permite… y si usted…

—Si este amor de muchacha no está intentando reunir valor para pedirme que pruebe su pudin de ciruela, ¡yo soy holandés! —gritó el terrateniente, atrapando a Annie en sus brazos y besándola castamente—. Sin ceremonias, Wray, me invito a mí mismo a cenar aquí el día de Navidad. Lo habríamos hecho en Cropley Court, pero usted no está lo bastante fuerte todavía como para salir en estas noches frías. No importa, toda la cena, excepto el pudin de Annie, la hará mi cocinera. La señora Buddle, el ama de llaves, vendrá y ayudará, y, gracias a Dios, ¡tendremos un banquete mejor que el de un rey! Ninguna excusa por parte de ninguno de los dos, mi buen amigo. Estoy decidido a pasar el día de Navidad más feliz que haya pasado en mi vida, ¡y usted, también!

**

Y el buen terrateniente mantuvo su palabra. Por supuesto, circuló por todo el pueblo la noticia de que Matthew Colebatch, terrateniente, lord del señorío de Tidbury-on-the-Marsh, iba a ir a cenar por Navidad con un viejo actor en una casa de huéspedes. La gente distinguida estaba unánimemente escandalizada e indignada. Dijeron que ya antes el terrateniente había exhibido sus tendencias igualitarias más de una vez. Por ejemplo, se le había visto bromeando en Hight Street con un afilador ambulante, a quien había pedido, a plena luz del día, poner una férula nueva en su bastón; se le había descubierto comiendo tranquilamente panceta y verdura en casa de uno de sus aparceros; se le había escuchado cantando la balada Begone, dull care con su voz cascada de tenor para entretener al hijo de otro aparcero. Estas acciones eran ya bastante vergonzosas, pero ir públicamente a cenar con un oscuro actor de teatro, ¡sobrepasaba todo! El reverendo Daubeny Daker dijo que, después de aquello, el lugar apropiado para el terrateniente era un manicomio, y los amigos del reverendo Daubeny Daker se hicieron eco de dicha opinión.

Totalmente despreocupado de la opinión de toda esa gente distinguida, Colebatch llegó al número 12 para cenar el día de Navidad; y, lo que es más, vistió sus calzas negras y sus medias de seda, como si fuera a una gran fiesta. Su cena había llegado antes que él; y la rolliza señora Buddle, con su vestido de seda color lavanda y un pañuelo de batista prendido delante para evitar las salpicaduras, hizo su esperada aparición justo antes del banquete. Annie no había sentido nunca tanta responsabilidad al tener que hacer un pudin de ciruela como en aquel momento, al ver el sabroso banquete que Colebatch había organizado para acompañar su único platito de dulce.

Se sentaron a cenar, con el terrateniente que presidía la mesa —Wray insistió en ello—, Buddle en el otro extremo —en esto también insistió—, el viejo Reuben y Annie a un lado, y Julio César, solo —conocían sus hábitos y le dieron espacio— en el otro. Todo fue elegante y tranquilo hasta que llegó el pudin de Annie. A la vista de este, Colebatch lo jaleó como si hubiera estado detrás de una jauría de perros raposeros. El carpintero se desequilibró completamente por el ruido y la agitación, y tiró una cuchara, un vaso de vino y un pimentero, uno detrás de otro, en una sucesión tan rápida que la señora Buddle creyó que se había vuelto loco; y Annie se rio por primera vez, pobre muchacha, desde que habían comenzado todos sus problemas. De hecho, volvió a reír de nuevo de una manera más bonita que nunca. Hay que añadir que Colebatch hizo grandes cumplidos respecto al pudin. Su plato viajó hasta la fuente dos veces. Habría ido una tercera vez, pero la fiel ama de llaves alzó su voz de advertencia y recordó al anciano caballero que solo tenía un estómago.

Cuando las mesas estuvieron limpias y los vasos llenos con el distinguido y viejo oporto del terrateniente, el excelente hombre se levantó despacio y solemnemente de la silla y anunció que tenía que proponer tres brindis y hacer un discurso; este último, dijo, estaba sujeto a la posibilidad de conseguir una voz adecuada después de dos raciones de pudin de ciruela; una posibilidad que creía algo remota principalmente porque Annie, al mezclar los ingredientes, se había excedido bastante en la proporción de sebo.

—El primer brindis —dijo el anciano caballero— es a la salud del señor Reuben Wray; ¡y que Dios lo bendiga! —cuando se hubo bebido con inmenso fervor, Colebatch continuó enseguida con el segundo, sin hacer una pausa para sentarse (una costumbre que otros oradores, después de cenar, deberían imitar)—. El segundo brindis —dijo, tomando la mano de Wray y mirando la máscara que colgaba enfrente, decorada con un acebo de forma muy hermosa— es ¡por la máscara de Shakespeare! ¡Que tenga una amplia circulación y una calurosa bienvenida por toda Inglaterra! —este brindis fue honrado debidamente y, de inmediato, Colebatch enlazó como un rayo con el tercero—. Y el tercero es el brindis del discurso —y aquí se esforzó, sin éxito, por colocar su opinión a pesar del pudin de ciruela—. Digo, señoras y caballeros, que este es el brindis del discurso —se detuvo otra vez, y rogó al carpintero que le sirviera un vasito de brandy. Después de tragarlo, siguió con fluidez—. Señor Wray —continuó el viejo caballero—, me dirijo a usted en particular porque está especialmente relacionado con lo que voy a decir. Hace tres días, tuve una charlita en privado con estos dos jóvenes. Jóvenes, señor, que nunca están totalmente libres de algunas tendencias imprudentes; como enamorarse el uno del otro —en ese momento, Annie se escabulló detrás de su abuelo; el carpintero, como no había nadie detrás de quien escabullirse, se relajó haciendo caer una naranja—. Entonces, señor —continuó el terrateniente—, la charla privada que tuve con ellos me conduce a suponer que estos dos jóvenes tienen la intención de casarse. Entiendo que usted se opusiera a su compromiso al principio; y como chicos buenos y obedientes, ellos respetaron su objeción. Creo que es hora de recompensarlos por eso. ¡Permita que se casen, si ellos quieren, señor, mientras usted afortunadamente pueda vivir para verlo! No digo nada sobre nuestra pequeña y querida Annie, excepto que la cuestión vital para ella, y para todas las muchachas, no es cuán ilustre, sino cuán bueno será su matrimonio. Y debo confesar que no creo que haya escogido del todo mal —el terrateniente vaciló un momento. Tenía en mente lo que no se podía aventurar a decir: que el carpintero había salvado la vida del viejo Reuben cuando los ladrones habían entrado en la casa y que se había mostrado muy digno de la confianza de Annie cuando ella le había pedido que la acompañara a ir a recuperar el molde de Stratford—. En pocas palabras, señor —resumió Colebatch—, para acortar el discurso: no creo que pueda tener objeciones en dejar que se casen, siempre que ellos puedan encontrar medios de sustento. Esto pienso que pueden hacerlo. Primero, están los beneficios que seguro vendrán de la máscara y que sé que usted compartirá con ellos. —Esta profecía sobre los beneficios de la máscara se realizó, se encargaron cincuenta copias del vaciado para el nuevo año y, después de eso, se vendieron aún más—. Wray, creo que esto dará para empezar. Después, tengo la intención de conseguir a nuestro amigo un buen empleo como jefe de carpintería para el nuevo semicírculo de casas que se va a construir en mi tierra, en lo alto de la colina… y eso no estará mal. Por último, quiero pedirles que todos ustedes abandonen Tidbury y vivan en una casita mía, esa que está vacía ahora, y que, a falta de un inquilino, se puede deteriorar y estropear. Cobraré el alquiler, eh, Wray, y vendré cada trimestre yo mismo, tan regular como un recaudador de impuestos. No ofendo a un hombre independiente al ofrecerle cobijo, ¡Dios me libre!, pero todavía usted puede hacer algo mejor para mí, quiero que mantenga caliente la casita. ¡No podré dejar de venir a ver algunas veces a mi nueva nieta! ¡Y querré también charlar con un veterano sobre el teatro británico y el glorioso John Kemble! Para abreviar el asunto: con unas perspectivas como estas, ¿se opone usted a que haga un brindis a la salud de los futuros señor y señora Blunt?

 

Conquistado por las palabras y las miradas amables del terrateniente, tanto como por sus razones, el viejo Reuben murmuró que aprobaba al brindis, añadiendo tiernamente, cuando volvió la mirada hacia Annie:

—¡Solo si me promete que me dejará vivir con ella siempre!

—¡Vamos, vamos! —gritó Colebatch—, ¡no beses solo a tu abuelo ante una compañía como esta, coquetilla, haciendo que otros le tengan envidia el día de Navidad! ¡Escuchad esto! Los futuros señor y señora Martin Blunt… ¡se casan en una semana! —añadió imperativo el anciano caballero.

—¡Señor —dijo Buddle—, ella no podrá conseguir el vestido en tan poco tiempo!

—Señora, lo hará si cada joven costurera de mantos de Tidbury pone sus dedos para bordarlo, y este es el final de mi discurso —y, después de haber dicho esto, el terrateniente se dejó caer hacia atrás en la silla con una exclamación de satisfacción—. ¡Ahora todos somos felices! —exclamó, llenando su vaso—; y empezaremos a disfrutar de verdad de nuestro oporto… ¿Eh, mi buen amigo?

—Sí, todos felices —repitió el viejo Reuben, dando palmaditas en la mano de Annie que reposaba en la suya—; ¡sin embargo, creo que estaría aún más contento si consiguiera olvidar ese horrible sueño!

—¡No lo recuerde así! —gritó Colebatch—. Todos lo recordaremos… ¡todos lo recordaremos juntos, de ahora en adelante, de una manera muy agradable!

—¿Cómo? ¿Cómo? —exclamó Wray ansioso.

—Sí, mi buen amigo —respondió el terrateniente, y le dio con brío unos golpecitos en el hombro—, todos lo recordaremos con alegría, como si no fuera nada más que… ¡un cuento de Navidad!

Las Aventuras de Robinson Crusoe

Por

Daniel Defoe

Capítulo I

Obsesión marinera

Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular una no despreciable fortuna en el comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la costumbre inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe, forma que ahora empleamos toda la familia. Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos, que era militar, fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los españoles. En cuanto al segundo, no sé la suerte que haya corrido.

Como yo no tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado lo mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran distintas. Dominábame el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las más diversas aventuras. Esto iba contra la voluntad de mi padre, que me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos consejos y súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me arrastraba hacia una vida llena de peligros.

Un día en que mi madre parecía estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el problema de mi pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de que me diera el permiso para realizar un viaje por mar.

Le dije que más le valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia cuenta, prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el tiempo que hubiera perdido redoblando mis esfuerzos.

A todo esto, mi madre se apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo inútil tratar el asunto con mi padre. Luego me advirtió que, si insistía en tales desatinos, no veía ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar el consentimiento paterno ni el suyo, puesto que no estaba dispuesta a contribuir a mi desgracia.

Pese a ello, luego supe que le había contado a mi padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó la poca fe que tenía en los esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por imponer mi voluntad. Y así sucedió un año más tarde.

Cierto día, hallándome en Hull, encontré a un compañero que estaba a punto de partir para Londres en un barco de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la bendición paterna ni implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel navío que llevaba carga para Londres. Fue el primero de septiembre de 1651, el día más fatal de mi vida.

Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen más pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación hubo salido del río Humber, cuando se desencadenó un fuerte viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que navegaba, el malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en una angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar sobre la justicia de Dios, que castigaba a quien había desoído el mandato de sus padres, insensible a los ruegos y a las lágrimas maternas. La voz de mi conciencia, que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego, me acusaba vivamente por haberme apartado de mis deberes más sagrados.

La tempestad arreciaba a cada momento y las olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello fuese poco en comparación con lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos días después, era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por momentos esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba creía tocar el fondo del mar para no salir más de él. En aquel trance de angustia hice varias veces el voto de renunciar a semejantes aventuras si es que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y sabios consejos paternos.

Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo. Al día siguiente, en cuanto el viento hubo amainado y el mar se aquietó, empecé a serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al atardecer el viento había cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a una noche tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos propósitos que horas antes había formulado.

Aquella noche dormí muy bien, de suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me encontré animado y fuerte. Contemplaba admirado el mar que la víspera se había ofrecido tan terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en aquel instante. Me hallaba embebido en tales ideas cuando mi compañero, el joven que me había embarcado en semejante aventura, temiendo que persistiera en mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en las espaldas, me dijo:

—Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga de viento.

—¡Cómo! —exclamé—. ¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible?

—¿Un temporal? —me contestó—. ¡Eres un inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos reímos del viento cuando tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a preparar un ponche...

Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que seguimos las viejas costumbres marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en aquella noche de libertinaje quebranté todos mis votos, olvidé todos mis arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones para el futuro.

Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente los buenos pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando de estar siempre acompañado a fin de evitarlos. En esta forma, a los cinco o seis días logré sobre mi conciencia un triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven que busca ahogar sus desasosiegos.

Al sexto día de navegación fondeamos en la rada de Yarmouth. Teniendo viento contrario, adelantamos poco después de la tempestad, viéndonos precisados a echar el ancla en dicho sitio y permanecer en él, pues el viento siguió soplando del sudoeste siete u ocho días consecutivos, durante los cuales muchos barcos de Newcastle se refugiaron en la misma rada.

Con todo, no habríamos dejado transcurrir tanto tiempo sin llegar a la embocadura del río si no hubiera sido tan fuerte el viento. Al octavo día, llegada la mañana, arreció aún más éste y se llamó a toda la tripulación para una maniobra de urgencia. Habiéndose puesto muy gruesa la mar, el castillo de proa se hundía a cada momento y las olas inundaban el barco. El temporal era terrible y yo veía el asombro y el pánico dibujados en los rostros de los marineros. Pese a que el capitán era un hombre que no se arredraba fácilmente ante el peligro, le oí exclamar en voz baja estas palabras:

—¡Dios mío, apiádate de nosotros! ¡Estamos perdidos!

Entretanto, yo me había tendido, inmóvil y helado de espanto, en mi camarote junto al timón, no pudiendo decir cuál era el estado de mi ánimo. La vergüenza me atormentaba al acordarme de mi primer arrepentimiento que tan luego había olvidado por un increíble endurecimiento de mi corazón. Al salir del camarote para ver lo que sucedía fuera, presencié el espectáculo más terrible que jamás hubiera visto: las olas, que se alzaban como montañas, rompían a cada momento contra nosotros. Por todas partes sólo se veía desolación. Por cerca de nosotros pasaron enormes buques sumamente cargados, que arrastraban sus mástiles rotos. Nuestros tripulantes afirmaban que acababa de irse a pique un barco que se encontraba a no más de una milla de nosotros. Otras embarcaciones iban a la deriva, arrancadas de sus anclas por la furia de las olas y arrastradas a alta mar.

A la caída de la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron autorización al capitán para cortar el palo trinquete, a lo que accedió. Una vez cortado aquél, agitábase tan violentamente el palo mayor, que hubo necesidad de deshacerse también de éste, con lo que la cubierta quedó completamente llana. La tempestad no cedía y nuestro barco, aunque bueno, iba tan hundido debido a la sobrecarga, que nos hacía pensar que pronto se iría a pique. Para colmo de males, a eso de la medianoche un hombre que había bajado, por orden del capitán, al fondo de la bodega para inspeccionarla, dijo que en ésta había un boquete por el que hacía agua. La sola llamada que hicieron a todos para que acudieran a la bomba me produjo tal impresión que caí de espaldas en mi cama. Mas los tripulantes vinieron a sacarme de mi desmayo, diciéndome que si hasta entonces no había servido yo para nada, en aquel momento era tan eficaz como cualquier otro para manipular la bomba. Me incorporé y, encaminándome a ésta, trabajé vigorosamente.

Entretanto pasaban estas cosas, el capitán ordenó disparar un cañonazo en señal del extremo peligro en que nos encontrábamos. Pero yo, que ignoraba lo que aquello significaba, quedé muy sorprendido y pensé que se había destrozado el barco. Me desmayé en el acto, tardando bastante tiempo en volver en mí.

 

La bomba seguía trabajando, pero el agua continuaba anegando la bodega y, por más que la tempestad había empezado a disminuir, todo nos hacía pensar en que el buque iba a zozobrar. Como ya no era posible pretender alcanzar algún puerto, se siguieron disparando cañonazos en señal de socorro. Un barco pequeño, que a la sazón pasaba a nuestro lado, nos lanzó un bote en el cual, y no sin muchas dificultades y riesgos, pudimos entrar. No habían pasado quince minutos que habíamos abandonado el barco cuando lo vimos zozobrar.

Confieso que cuando los tripulantes me dijeron que se iba a pique, casi ya no podía distinguir los objetos, pues desde el momento en que entré en el bote estaba como petrificado, no tanto por el miedo cuanto por mis propios pensamientos, que me anticipaban todos los horrores del futuro. Momentos después, y cuando el bote se elevaba por encima de las enormes olas, distinguimos a lo largo de la orilla una gran cantidad de gente que acudía a auxiliarnos. Nuestros tripulantes remaban con denuedo, pero apenas lográbamos avanzar hacia la costa.

Por otra parte, mientras no consiguiéramos pasar el faro de Winterton no podríamos llegar a tierra, pues más allá la costa, por la parte de Cromer, replegándose hacia el Oeste, nos ponía al abrigo de la violencia del viento. En dicho lugar, y no sin grandes esfuerzos, pusimos por fin y felizmente pie en tierra. Desde allí fuimos caminando a Yarmouth, donde se nos trató con gran consideración, tanto por parte de las autoridades, que nos facilitaron buenos alojamientos, cuanto por la de los comerciantes y armadores, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o para regresar a Hull, según nos conviniera.

En dicha oportunidad debí tener la prudencia de elegir el camino de Hull para volver a la casa paterna. Pero, como contaba con el dinero suficiente para ello, decidí ir primero a Londres por tierra. Tanto en esta ciudad como durante el trayecto, tuve largos debates conmigo mismo acerca del modo de vida que debía seguir. Se trataba de resolver si había de regresar a casa o si habría de embarcarme nuevamente.

A medida que pasaba el tiempo se iba borrando de mi memoria el recuerdo de la última desgracia, continuando en cambio la invencible repugnancia que sentía hacia la idea del regreso al hogar. Imaginábame que todo el vecindario me señalaría con el dedo y que tanto ante mis padres cuanto ante los demás habría de sentirme avergonzado. En esta forma el amor propio pudo más que la razón y decidí embarcarme nuevamente en algún buque que zarpara hacia las costas del África, o, según el lenguaje corriente de los marineros, hacia Guinea.

Capítulo II

Un esclavo tras su libertad

Cuando llegué a Londres tuve la suerte de caer en muy buenas manos, cosa nada corriente en un joven tan precipitado y aturdido como yo era. La primera persona que conocí fue un capitán de barco que acababa de llegar de Guinea, después de un viaje que le había dado buenos resultados, razón por la cual tenía resuelto regresar nuevamente. Le agradó mucho mi conversación y, habiéndome oído decir que sentía vivos deseos por conocer mundo, me ofreció que me embarcara con él, adelantándome que ello no me significaría el menor gasto y que, si deseaba llevar algunos objetos conmigo, gozaría de todas las ventajas que puede brindar el comercio.

Habiéndole aceptado su ofrecimiento al capitán, que era un hombre honrado y sincero, invertí en dicha empresa la suma de cuarenta libras esterlinas, que gasté en quincallería, siguiendo su consejo. Dicho dinero logré reunirlo con la ayuda de algunos parientes que, segun tengo entendido, habían persuadido a mis padres a que secretamente contribuyeran a mi primera aventura.

Debo decir que, de todos mis viajes, aquél fue el único que me produjo verdaderas ventajas, debiéndoselo sin duda alguna a la buena fe y generosidad del capitán. Entre éstas obtuve el haber aprendido regularmente las matemáticas y las reglas de la navegación, a calcular con exactitud el recorrido de un barco, a orientar debidamente el velamen, y, en general, todo aquello que no puede ignorar un marino. Esto, sin considerar el aspecto comercial, ya que traje por mi cuenta cinco libras y nueve onzas de oro en polvo, lo que en Londres convertí en unas trescientas libras esterlinas. Pero dicho éxito, al alentarme vastos proyectos inmediatos, causó a la postre mi total ruina.

A los pocos días de nuestra llegada a Londres murió mi buen amigo el capitán del barco. Pese a ello, resolví repetir el viaje, dejando depositadas en manos de su viuda doscientas libras esterlinas y llevando las cien restantes convertidas en quincallería. En esta forma volví a hacerme a la mar en el mismo barco, con un hombre que en el anterior viaje había sido piloto y ahora lo gobernaba. El viaje fue de lo más desdichado.

Cuando nos encontrábamos entre el archipiélago de las Canarias y las costas de África, fuimos sorprendidos por un corsario turco de Salé, que venía dándonos caza a toda vela. Por nuestra parte, dimos al viento todas las nuestras tratando de escapar, pero, al ver que no dejaría de alcanzarnos en algunas horas, nos aprestamos para el combate. El barco corsario llevaba a bordo dieciocho cañones, mientras que el nuestro sólo contaba con doce.

En el primer ataque, el corsario sufrió una equivocación, pues, en vez de atacarnos por la popa, como era su intención, descargó su andanada sobre uno de nuestros costados, y entonces nosotros se la devolvimos con ocho de nuestros cañones. En esta forma lo hicimos retroceder, pero antes nos lanzó una segunda andanada y descargó su mosquetería, que estaba manejada por doscientos tiradores. Nuestros hombres, aun con esto, se mantuvieron firmes y no tuvimos heridos.

El corsario renovó el combate, pero ahora llegando por el otro lado al abordaje. Saltaron a nuestra cubierta unos sesenta de los suyos, que empezaron a cortar mástiles y jarcias, mientras que nosotros los recibimos con mosquetes y granadas. Dos veces los rechazamos de nuestra cubierta, pero, finalmente, y habiendo quedado desmantelado el barco y muertos tres de nuestros hombres y otros ocho heridos, nos vimos obligados a rendirnos y fuimos llevados prisioneros a Salé, puerto que pertenece a los moros.

El trato que recibí en dicho lugar no fue tan terrible como lo esperaba. El capitán del corsario, viéndome joven y ágil, se quedó conmigo como su participación en el botín, evitando así el que fuera llevado con los demás al lugar de la residencia del emperador. Sin embargo, dicha situación, que de hombre libre me transformaba en esclavo, me angustió sobremanera. Las palabras proféticas de mi padre, cuando me dijo que llegaría a ser un miserable y que no tendría a nadie que me socorriera en la desgracia, acudieron a mi memoria. Con todo, aquello no sería sino una muestra de las mayores calamidades que habrían de sucederme todavía.

Mi nuevo amo me llevó a su casa, en la que desempeñaba los oficios ordinarios de un doméstico. Sin embargo, y como había dispuesto que me acostase en su camarote para cuidar el barco, no hacía sino forjar planes para evadirme de la esclavitud. Pasaron así dos largos años sin que se me presentara la menor oportunidad de ejecutar mis fantásticos proyectos. Las únicas veces que conseguía navegar con la chalupa era para hacerle compañía cuando salía a entretenerse pescando en la rada. En dichas oportunidades me llevaba consigo, así como también a un joven esclavo moro, a fin de que remáramos y lo ayudáramos en la pesca, faena en la que yo era bastante hábil. Él se mostraba tan contento que, algunas veces, me enviaba a pescar con un pariente suyo llamado Muley y con el joven esclavo, a condición de que le pasáramos de nuestra pesca una porción para su comida.