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100 Clásicos de la Literatura

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Annie Wray

No había leído más de la mitad cuando se le cayó la carta y pronunció las palabras «se ha marchado» con un agudo chillido que hizo estremecer a los otros dos al escucharlo. Después, pareció como si una sombra, una horrible e inefable sombra, estuviera pasando a hurtadillas sobre su cara. Sus dedos toquetearon y juguetearon con un extremo del mantel cercano a él, y comenzó a hablar con un débil susurro:

—Me temo que me estoy volviendo loco; que algo me ha hecho morirme de miedo —murmuró en voz baja—. Basta, déjenme ver si sé lo que digo. ¡Vamos, vamos! Esta es la mesa del desayuno, eso lo sé. Ahí está su taza y el platillo, y esta es la mía. Sí, y ese tercer sitio en el otro lado… ¿de quién es ese?… ¿De quién, de quién, de quién? ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Estoy loco! ¡He olvidado de quién es ese tercer sitio! —se detuvo, estremeciéndose por completo. Y, un momento después, gritó—: ¡Se ha marchado! ¿Quién dice que se ha marchado? Eso es mentira, no, no, me han gastado una broma cruel. Annie, no se gastan bromas con eso. ¡Baja, Annie! ¡Alguno de vosotros, que la llame! Annie, la han roto en pedazos… ¡la escayola no se podrá volver a arreglar! ¡No puedes dejarme, ahora que se ha roto completamente en pedazos! ¡Annie, Annie, ven y arréglalo! ¡Annie, pequeña, Annie…!

La llamó por su nombre una última vez en un tono de súplica indescriptiblemente lastimera; entonces, se derrumbó en una silla, gimiendo. Después, enmudeció de una vez por todas y desconfió en extremo de todo. Continuó en ese estado hasta que comenzaron a fallarle las fuerzas y, entonces, lo llevaron al sofá. En cuanto se acostó, cayó rápidamente en un sueño febril y pesado.

Ah, Annie, Annie, tan cuidadosamente como lo vigilabas y no te diste cuenta de su enfermedad; no presentiste una consecuencia de tu ausencia como esta, si bien tu propósito al dejarle era valiente y cariñoso, ¡tendrías que haber evitado la fatídica necesidad de separarte de su cabecera durante tres días!

Colebatch llegó poco después de que el anciano se hubiera quedado dormido, acompañado de un médico nuevo: un médico de gran renombre, que había robado un poco de tiempo a su trabajo en Londres, en parte para visitar a algunos familiares que vivían en Tidbury y en parte para recobrar su propia salud, la cual se había resentido al curar la de otra gente. En el momento en que el buen terrateniente oyó que una ayuda como esta estaba por casualidad disponible en el pueblo, se la aseguró al pobre y viejo Reuben sin esperar ni un momento.

—¡Oh, señor! —dijo la casera, al encontrarlos en el piso de abajo—; ¡sigue tan mal, es tan espeluznante! De verdad, no sé qué podemos hacer.

—Es una suerte que alguien más sí lo sepa —la interrumpió el terrateniente de manera malhumorada.

—Pero, señor, usted no sabe que Annie se ha ido… ¡Se ha ido sin decir adónde!

—Sí, da la casualidad de que eso también lo sé —dijo Colebatch—; tengo una carta suya en que me pide que cuide de su abuelo mientras ella esté fuera, y aquí estoy para hacer lo que me pide. Ante todo, señora, permítanos entrar en alguna habitación donde este caballero y yo podamos tener una charla de cinco minutos en privado.

Y cuando el médico y él estuvieron solos en la sala de estar, el terrateniente dijo:

—Entonces, señor, en pocas palabras, el caso es este: hace una semana, dos malditos asaltadores entraron en esta casa y encontraron al anciano Wray sentado solo en el saloncito. Por supuesto, consiguieron aterrorizarlo y también robaron algunas baratijas, cosas sin importancia. De algún modo se las apañaron para romper un vaciado de escayola suyo. Hay un misterio sobre este vaciado que la familia no quiere explicar y que nadie puede descubrir; pero parece ser que el anciano estaba tan encariñado con su objeto como si fuera uno de sus hijos… Una cosa rara, dirá, pero cierta, señor, ¡cierta como que me llamo Colebatch! Bien, desde entonces ha estado psicológicamente débil y ha empleado todo su tiempo esforzándose por arreglar el maldito vaciado, sin hacer caso de nada más. Este tipo de comportamiento ha durado seis o siete días. Y ahora… ¡otro misterio! Tengo una carta de su nieta (la muchacha más amable y adorable que haya visto en mi vida) que me ruega que cuide de él (no he visto nunca una carta tan encantadora y tierna), que cuide de él, me dice, mientras ella se marcha durante tres días para regresar con una sorpresa para él que asegura que obrará milagros. No dice qué sorpresa es ni adónde se marcha, pero promete regresar en tres días, ¡y lo hará! ¡Apuesto mi vida a que la pequeña Annie mantendrá su palabra! Entonces, hasta que la volvamos a ver y todo este increíble misterio se esclarezca, la pregunta es: ¿qué podemos hacer por el pobre anciano?, ¿qué podemos?, ¿eh?

—Quizás —dijo el médico, sonriendo, al final de esta arenga tan pintoresca— es mejor que vea al paciente antes de decir algo.

—¡Por todos los diablos! ¡Qué tonto soy! —exclamó el terrateniente—; por supuesto… Véalo usted en persona… ¡Eso es, doctor, eso es!

Entraron en la salita. El enfermo estaba todavía en el sofá. Se movía y hablaba en sueños. El médico hizo una seña a Colebatch para que guardara silencio. Se sentaron y escucharon.

Los sueños del anciano parecían estar relacionados con alguno de los últimos lugares de su vida, que había transcurrido en pequeñas ciudades enseñando a actores de provincias. Estaba riéndose justo en ese momento.

—¡Ja, ja! Joven caballero —escucharon que decía—, ¿y a eso lo llama actuar? Ah, hijo, hijo… nosotros, los profesionales, no chocamos unos contra otros en el escenario de ese modo… ¡Tiene suerte de haberme llamado antes de que sus amigos vinieran a verlo! Señor, basta, no haga eso, no debe morir de ese modo… Primero, caiga sobre sus rodillas, después, derrúmbese… entonces… oh, hijo, qué duro es conseguir que la gente hable de manera correcta y no vaya bajando la voz al final de cada frase. Nunca lo conseguiré… nunca…

Aquí se detuvieron las palabras desenfrenadas. Después, cambiaron y se volvieron tristes.

—¡Shhh, shhh! —murmuró en un ronco tono de asombro—. ¡Silencio entre bastidores! ¿No estáis escuchando a Kemble?… Escuchad y aprended, como hago yo. Reíos, idiotas, que no reconocéis una buena actuación cuando la veis… ¡Dejadme solo! ¿Por qué me empujas? ¡No te estoy molestando! Solo quiero mirar a Kemble… No toques ese libro… Es mi Shakespeare… Sí, mío. Supongo que puedo leer a Shakespeare si quiero, aunque solo sea un actor de un chelín la noche… Un chelín la noche… Una paga de miseria… Ja, ja… ¡Una paga de miseria!

El triste tono se volvió más lastimero y desesperado.

—¡Ah! —exclamó entonces—, ¡no sea severo conmigo! ¡No lo sea, por el amor de Dios! ¡Mi esposa, mi pobre y querida esposa, murió hace solo una semana! Oh, tengo frío, aquí estoy muerto de frío, en este lugar de corrientes de aire. No puedo evitar llorar, señor; ¡ella era tan buena conmigo! Pero tendré cuidado y saldré al escenario cuando me llamen, si usted hace el favor de no tenerme en cuenta ahora, y no permitiré que se rían de mí. ¡Oh, Mary, Mary! ¿Por qué Dios me la ha quitado? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Entonces, los murmullos se desvanecieron; luego, empezaron otra vez, pero de manera más confusa. Unas veces, su discurso errático trataba por completo sobre Annie; otras, variaba y se lamentaba por su máscara rota; y otras, regresaba a los antiguos días entre los bastidores del Drury Lane.

—¡Oh, Annie, Annie! —exclamó el terrateniente con los ojos llenos de lágrimas—; ¿por qué te has ido?

—No estoy seguro —dijo el médico— de que al final su marcha no llegue a hacerle bien. Evidentemente, le ha traído estos asuntos a su subconsciente, eso puede verse. Su regreso será una conmoción para él… Es un riesgo, señor, pero esa conmoción puede actuar de la manera correcta. Cuando las facultades de un hombre luchan por recuperarse como las suyas lo están haciendo, es porque no se han ido totalmente. ¿Dice que la señorita volverá pasado mañana?

—Sí, sí —respondió el terrateniente—, y dice que con una «sorpresa». ¿Qué sorpresa? Dios bendito, ¡por qué no podía decir qué sorpresa será!

—No tenemos que preocuparnos de eso —intervino el otro—. Cualquier sorpresa servirá, si la soporta su fortaleza física. Lo mantendremos tranquilo, tan dormido como sea posible, hasta que ella regrese. He visto algunos casos muy curiosos de este tipo, Colebatch, casos que se curan por meros accidentes de la manera más inexplicable. Observaré este caso en especial con interés.

—Cúrelo, doctor, cúrelo y, por Dios, yo…

—Silencio, lo despertará. Ahora será mejor que nos vayamos. Volveré en una hora y le diré a la casera dónde avisarme si ocurre algo antes.

Salieron silenciosamente y lo dejaron como lo habían encontrado, hablando entre dientes y murmurando en sueños.

**

Al tercer día, a última hora de la tarde, Colebatch y el médico estaban otra vez en el saloncito del número 12 y, de nuevo, se ocupaban atentamente de estudiar el estado del pobre y anciano Reuben Wray.

Esta vez, Wray estaba completamente despabilado y se movía con debilidad, pero sin parar, por todos los rincones de la habitación, hablándose a sí mismo, bien de forma lastimera sobre la máscara rota, bien con violencia y enfado sobre la ausencia de Annie. Nada atraía su atención lo más mínimo, parecía ignorar totalmente que alguien estaba con él en la alcoba.

—¿Por qué no puede mantenerlo tranquilo? —susurró el terrateniente—; ¿por qué no le da un opiáceo, o lo que sea, como hizo ayer?

—Su nieta regresa hoy —respondió el doctor—. Hoy hay que dejarlo al cuidado del gran médico: la Naturaleza. No me corresponde a mí entrometerme en esta crisis, pero sí observar y aprender.

 

Esperaron otra vez en silencio. Se trajeron luces, ya que oscurecía mientras mantenían su inquieta vigilancia. ¡Y Annie todavía no llegaba!

Dieron las cinco y, aproximadamente diez minutos después, llamaron a la puerta de la calle.

—¡Ha vuelto! —exclamó el médico.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Colebatch con ansiedad.

—Señor, ¡mire! —y el médico señaló a Wray.

Wray se había estado moviendo con más inquietud y hablando con más vehemencia justo antes de la llamada a la puerta. Se detuvo en el momento en que se había oído llamar; y, entonces, se había quedado ahí, completamente mudo y quieto. No había ninguna expresión en su cara. La respiración parecía suspendida. ¿Qué influencias secretas estaban moviéndose dentro de él? ¿Qué espantosa orden pasó sobre las oscuras aguas en las que su espíritu se movía con dificultad y les había dicho: «calma, quedaos tranquilas»? Eso ningún hombre, ni siquiera el hombre de ciencia, podría decirlo.

Cuando se abrió la puerta y, desde el piso de abajo, se oyó la alegre exclamación de la casera al reconocerla, el médico se levantó de su asiento y con cuidado se puso detrás del anciano.

Los pasos se apresuraron hacia el piso de arriba. Entonces, antes de que entrara, se escuchó la voz de Annie jadeante e impaciente:

—¡Abuelo, tengo el molde! Abuelo, he traído un vaciado nuevo. La máscara, ¡gracias a Dios!, ¡la máscara de Shakespeare!

Annie se echó a sus brazos sin ver que había alguien más en la habitación. Mientras tenía la cabeza en su pecho, el temple de la valiente muchacha la abandonó por primera vez desde su ausencia, y rompió a llorar desconsoladamente antes de poder pronunciar otra palabra.

Wray dio un gran grito en el momento en que ella lo tocó: una expresión mal articulada que le salió desde su interior nada más reconocerla. Entonces sus brazos se cerraron y la apretaron tan fuerte que el médico avanzó hacia ellos un paso o dos y mostró en su cara la misma mirada de alarma que ya había revelado anteriormente.

Sin embargo, en ese instante los brazos del anciano volvieron a caer, impotentes y pesados, a los lados. ¿Qué estaba viendo ahora en aquella caja abierta en las manos del carpintero? ¡La máscara!… Su máscara, ¡completa como nunca! Blanca, tersa y preciosa como cuando la había extraído del molde la primera vez en su propia alcoba de Stratford.

La lucha del instinto de supervivencia ante esa visión —la tensión y la convulsión de cada nervio— era terrible de ver. Sus ojos giraron en sus órbitas, dilatados, un oscuro rubor de sangre subió y se extendió sobre su cara, y empezó a respirar en bocanadas de agonía roncas e intensas. Esto duró un momento, un momento de espanto; después, cayó en los brazos del médico como si lo hubieran herido mortalmente.

Lo llevaron a un sofá en medio del silencio de aquella incertidumbre terrible de describir. El médico puso el dedo en su muñeca, esperó un instante y, después, miró hacia arriba y asintió ligeramente con la cabeza. El pulso ya volvía a notarse débilmente.

El proceso de hacerlo volver en sí era largo y delicado. Era como ayudar a que la vida, nueva y frágil, se desarrollara en un niño recién nacido. Pero el médico era tan paciente como diestro, y, al final, escucharon al anciano que recuperaba la respiración de forma suave y natural.

Su debilidad era tan grande que sus párpados se cerraron al primer esfuerzo de mirar a su alrededor. Cuando se volvieron a abrir, sus ojos parecían extrañamente líquidos y tiernos, casi como los ojos de una niña. Quizás era en parte porque se giraron hacia Annie en el momento en que pudieron ver.

Pronto movió los labios, pero su voz era tan débil que el médico estaba obligado a escucharlo poniéndose cerca de la boca para poder oírlo. Dijo, titubeando, que había tenido un sueño espantoso que lo había hecho enfermar y tener miedo, pero que eso había pasado y que estaba mejor ahora, aunque no lo suficientemente fuerte como para recibir todavía tantas visitas. Aquí decayeron sus fuerzas para hablar y volvió nuevamente, en silencio, la cabeza hacia Annie. Un minuto después, le susurró algo. Ella fue a la mesa y le llevó la máscara nueva y, después de arrodillarse, la sujetó ante él para que la mirara. El médico hizo señas a Colebatch, a la casera y al carpintero para que lo siguieran al fondo de la habitación.

—Ahora bien —dijo—, tengo una única indicación importante que darles, y tienen que comunicársela a la señorita Wray cuando esté un poco menos nerviosa. De ningún modo permitan que el paciente sepa que está equivocado al pensar que todos sus problemas han sido fruto de un sueño. Ese será el punto débil de su conciencia intelectual durante el resto de su vida. Cuando esté más fuerte y seguro como para preguntarles con curiosidad sobre este sueño, ¡manténganle en su propio engaño si les importa su salud mental! Solo ha recuperado la razón porque esta se ha escapado de las fauces de la muerte, puedo asegurárselo. ¡Denle el tiempo necesario para fortalecerse! Me arriesgo a decir que, como ustedes saben, una articulación que se ha dislocado por un movimiento brusco también se coloca con otro movimiento brusco. Consideren su mente en este mismo sentido, al haber sido dislocada por una conmoción, ahora se colocará por otra, y traten su inteligencia como ustedes tratarían un miembro que ha regresado a su posición correcta: trátenlo con ternura. A propósito —añadió el médico tras un momento de meditación—, si no pueden conseguir la llave de su caja sin sospecha, fuercen la cerradura y tiren los pedazos del viejo vaciado (a los que siempre se refería en su delirio) … destrócenlos. Incluso si los ve otra vez, pueden causarle daños terribles. Siempre debe pensar lo que piensa ahora: que el vaciado nuevo es el mismo que ha tenido todo el tiempo. Es un caso muy extraordinario, Colebatch, muy extraordinario; realmente me siento en deuda con usted por permitirme estudiarlo. Serénese, señor, ya veo que usted ha estado un poco nervioso y sobresaltado por todo esto, pero ya no hay peligro para él. Mírenlo: ese hombre, excepto por un aspecto, ¡está tan cuerdo como no lo ha estado en su vida!

Todos lo miraron, cuando acabó de hablar el médico: Wray estaba aún en el sofá y observaba fijamente la máscara de Shakespeare que Annie, arrodillada a su lado, le sujetaba delante. El brazo de Wray rodeó el cuello de Annie y, de vez en cuando, le susurraba sonriendo débilmente, pero muy feliz, mientras ella le respondía también en susurros. La escena era muy natural, pero la casera, pensando en todo lo que había pasado, comenzó a llorar cuando la contempló. El honesto carpintero la vio y siguió su ejemplo, y Colebatch probablemente compartió la misma debilidad en ese momento, aunque él fue quien más hizo por disimularlo.

—¡Vengan —dijo el terrateniente roncamente y a toda prisa—, aquí solo estorbamos, dejémoslos solos!

—Muy cierto, señor —observó el médico—; ¡esa preciosa muchacha es la única asistente médica adecuada para estar con él ahora! ¡Le espero, Colebatch!

—Le digo, joven —dijo el terrateniente al carpintero, mientras bajaban las escaleras—, que esté aquí mañana por la mañana. Tengo algo que preguntarle en privado cuando no esté tan nervioso como ahora. En este momento, en que nuestros buenos y viejos amigos están comenzando a caminar de nuevo, mi curiosidad también está caminando. Esté aquí mañana, a las diez, cuando yo venga. ¡Preparado, doctor! No, después de usted, por favor. Ah, gracias a Dios, entramos en esta casa llorando y ahora salimos alegres. Después de todo, ¡será una feliz Navidad, doctor, y habrá un próspero Año Nuevo!

X

NAVIDAD

El terrateniente llegó sumamente puntual cuando dieron las diez. En lugar de subir al piso de arriba, misteriosamente mandó llamar al carpintero a la sala de estar.

—Bien, en primer lugar, ¿cómo está Wray? —dijo el anciano caballero, tan preocupado como si no hubiera enviado a nadie a preguntar precisamente por esta cuestión tres veces la noche anterior y dos por la mañana temprano.

—¡El Señor le bendiga! —respondió el carpintero con una amplia sonrisa y frotándose las manos de manera muy expresiva—. Ha vuelto a tener el mismo brío de siempre, después de dormir bien anoche. Sin duda todavía está tremendamente débil, pero ya ha conseguido volver a ser él mismo. Señor, en la última media hora me ha tratado con severidad por mi manera de hablar dos veces; está haciendo que Annie lea a Shakespeare para él y está preguntando si viene algún alumno nuevo: todo exactamente como antes. Oh, señor, da alegría verlo así una vez más… Si sube las escaleras…

—Espere, todavía no hemos acabado —dijo el terrateniente—, siéntese. Por cierto, ¿ha dicho algo sobre esa maldita caja de caudales?

—Señor, como me dijo el doctor, esta mañana la abrí con llave, saqué cada trozo de escayola y lo enterré todo muy hondo en el jardín detrás de la cocina. Luego, el señor Wray vio la caja y se estremeció. «Llévatela», dijo, «no dejes que la vea otra vez; me recuerda ese sueño espantoso». Y, después, señor, nos contó lo que había ocurrido exactamente como si lo hubiera soñado, diciendo que eso no se lo podía quitar de la cabeza porque era como si todo el asunto hubiera tenido lugar de verdad. Luego, me agradeció haber hecho la caja nueva para el vaciado. Recordaba pues mi promesa de hacerla, ¡aunque fue justo antes de todo este embrollo!

—Y, por supuesto, usted le sigue la corriente en todo y le deja creer que está en lo cierto —dijo el terrateniente—. Nunca, hasta su último día, debe saber que no ha sido un sueño.

Y nunca lo supo. ¡En este mundo jamás tuvo ni una sospecha de lo que le debía a Annie! Pero esto no tenía importancia: tampoco no se habrían querido más si él lo hubiera descubierto todo.

—Bien, señor carpintero —continuó el terrateniente—, hasta ahora ha respondido con mucha amabilidad. Solo conteste tan amablemente a la siguiente pregunta que le hago. ¿Cuál es la historia de este misterioso vaciado de escayola? ¡Es inútil que se preocupe! He visto el vaciado. ¡Sé que es un retrato de Shakespeare y he decidido averiguarlo todo! No pretenderá decir que no soy un amigo digno de confianza, ¿eh?

—Señor, después de toda su bondad, no podría pensar esto jamás. Pero, con su permiso, la verdad es que prometí mantener el asunto en secreto —dijo el carpintero, dando la impresión de estar esperando la oportunidad de abrir la puerta y salir corriendo de la habitación—; lo prometí, señor. ¡Lo hice y no lo puedo incumplir!

—¡Prometió una tontería! —dijo el terrateniente con enfado—. ¿De qué sirve mantener un secreto que ya está medio revelado? Le quiero decir, señor… ¿cómo se llama? Pues hay algo de guasa en llamarle Julio César. ¿Cuál es su nombre verdadero, si es que en realidad tiene uno?

—Martin Blunt, señor. Pero no, ¡le ruego que no me pida que le cuente el secreto! No digo que usted lo vaya a divulgar; pero si se filtrara y llegara a Stratford-upon-Avon… —y, de repente se quedó en silencio, sintiendo que comenzaba a comprometerse.

—¡Ya está! ¡Ya entiendo todo! —gritó Colebatch—. ¡Que me parta un rayo si, por fin, no lo he entendido!

—No me lo diga, señor. Le ruego que, si lo sabe, no me lo diga.

—Quédese clavado en la silla, Martin Blunt. No se me escabulla. Fui tonto al no sospechar de qué asunto se trataba cuando vi que era un retrato de Shakespeare. He visto el busto de Stratford, señor Blunt. Tiene miedo de Stratford, ¿verdad? ¿Por qué? Yo lo sé. Alguno de ustedes ha tomado ese vaciado del busto de Stratford sin permiso: son como dos gotas de agua. Ahora bien, joven, le diré que si usted no me confiesa todo de una vez, acudiré a la redacción del Tidbury Mercury para presentar mi versión de todo el asunto, como una buena anécdota local; ¿me lo cuenta o no? Se lo estoy pidiendo por el beneficio de Wray, si no fuera así, preferiría morir antes que pedírselo.

Confundido, amenazado, intimidado, vilipendiado y totalmente vencido, el desafortunado carpintero lo confesó todo.

—Si cometo un error al contárselo, señor, lo hago por culpa de usted —dijo el sencillo muchacho; y, de inmediato, con muchos rodeos y tartamudeos, reveló toda la historia que había escuchado de boca del viejo Reuben. El terrateniente, de vez en cuando, dejaba escapar una explosiva interjección de asombro o de admiración; otras veces, escuchaba el relato con notable calma y atención.

—¿Qué diablos son todas estas tonterías sobre el Ayuntamiento de Stratford y las sanciones legales? —gritó Colebatch cuando terminó el carpintero—. Pero no importa; podemos hablar de eso después. Ahora cuénteme lo de regresar a Stratford para sacar el molde del armario y hacer un vaciado nuevo. Sé quién lo hizo. Es esa adorable, tierna e incomparable muchacha… Pero cuéntemelo todo… ¡Vamos! ¡Rápido, rápido! ¡No me tenga en ascuas!

 

Julio César continuó con el relato de manera mucho más locuaz que la primera vez. Le habló de cómo una noche en su alcoba, Annie había recordado de repente que el molde se había quedado atrás. De cómo había decidió marcharse a buscarlo para intentar recuperar la salud y las facultades mentales de su abuelo; y de cómo él (el carpintero) se había ido con ella, para protegerla. De cómo habían ido a Stratford en diligencia (en los asientos al aire libre, pasando frío, para ahorrar dinero). De cómo Annie había apelado a la compasión de su primer casero y, en lugar de inventar alguna falsedad para engañarlo, le había contado toda la verdad de su historia. De cómo el propietario se había compadecido de ellos y les había prometido guardar el secreto. De cómo habían subido, entrado en la alcoba y encontrado el molde en la vieja bolsa de lona, detrás de los volúmenes del registro anual, justo donde Wray la había dejado. De cómo Annie, al recordar lo que su abuelo le había contado sobre el proceso de vaciado, había comprado escayola y había ejecutado sus instrucciones; había fallado en el primer intento, pero lo había logrado admirablemente en el segundo. De cómo habían estado obligados a esperar, con una incertidumbre aterradora, hasta el tercer día para regresar en la diligencia; y de cómo, finalmente, habían vuelto, sanos y salvos, no solo con el vaciado nuevo, sino también con el molde. Todos estos detalles fluyeron de los labios del carpintero con una sencilla elocuencia a la que la ayuda de una mejor oratoria —que no le habría aportado ningún tipo de beneficio— no habría proporcionado ni una sola pizca de efecto adicional.

—Señor, cuando nos fuimos no teníamos ni idea —dijo Julio César para concluir— de que el pobre señor Wray estaba tan mal como, de hecho, estaba. Irnos fue un sufrimiento espantoso para Annie, señor. Se arrodilló ante la casera (la vi hacerlo, medio desesperada… en tal estado se encontraba), se arrodilló, señor, para pedirle a la mujer que fuera como una hija para el anciano hasta que ella regresara. Bien, señor, incluso después de eso, cuando amaneció, no se decidía a marcharse. Pero estaba obligada a hacerlo. No se atrevía a fiarse de que yo fuera solo, por miedo a que pudiera dejar caer el molde cuando lo cogiera (me temo, señor, que eso era lo más probable), o que me metiera en algún lío por contar lo que no debía donde no debía, y, entonces, me llevaran, con molde y todo, al alcalde, que en su momento no metió en la cárcel al señor Wray solo porque salimos corriendo hacia Tidbury, y así…

—¡Tonterías! ¡Historias! No podrían meterle en la cárcel, más de lo que yo podría hacerlo, por llevarse el vaciado —gritó el terrateniente—. ¡Basta! ¡Tengo una idea! Por fin tengo una idea que merece la pena… ¿Está el molde aquí? ¿Sí o no?

—Sí, señor. Bendito sea Dios, ¿qué pasa?

—¡Corra! —gritó Colebatch, caminando como un loco de un lado a otro de la habitación—. ¡Corra al número 15 de esta misma calle! ¡Dabbs y Clutton, los abogados! ¡Vaya a por uno de ellos inmediatamente! ¡Maldita sea, corra o se me va a reventar una vena!

El carpintero corrió al número 15, y Dabbs, quien por casualidad estaba dentro, salió rápidamente. Colebatch lo encontró en el portal, lo arrastró a la salita, siguió empujándolo hasta una silla y le expuso el problema entre Wray y las autoridades de Stratford, con el menor número de palabras posible y con el tono más precipitado.

—Bien —dijo al final el anciano caballero—, ¿pueden acusarlo por lo que ha hecho, o no?

—Esa es una cuestión muy suculenta —dijo Dabbs—, una cuestión muy suculenta, en efecto, señor.

—¡Vaya, hombre! —gritó el terrateniente—, ¡no me hable de «cuestiones suculentas» como si fuera algo para comer! ¿Pueden o no pueden acusarlo? Responda a eso en tres palabras.

—No pueden —dijo Dabbs, contestando triunfalmente en dos.

—¿Por? —preguntó el terrateniente, superándolo con esta réplica de una sola palabra.

—Por esta razón —dijo Dabbs—: ¿qué lleva Wray a la iglesia? Su propia escayola en polvo. ¿Qué saca? La misma escayola, pero bajo otra forma. ¿Existe algún derecho de reproducción en un busto de doscientos años? Imposible. ¿Wray ha dañado el busto? No, o entonces lo habrían descubierto y lo habrían procesado directamente… ya que saben dónde está. Ayer tuve noticias del asunto por un hombre de Stratford que dijo que sabían que él estaba en Tidbury. Bajo todas estas circunstancias, ¿dónde hay siquiera un indicio de pleito contra Wray? ¡En ningún sitio!

—¡Brillante, Dabbs! ¡Brillante! Será alto magistrado algún día; ¡nunca en mi vida he escuchado una opinión mejor! Ahora, Julio César Blunt, ¿se da cuenta de cuál es mi idea? ¡No! Pues escuche. Saque vaciados de ese molde hasta que le duelan los brazos, úselos con bloques de mármol negro para resaltar la blancura del rostro; véndalos a una guinea cada uno a los montones de gentes que darían cualquier cosa por tener un retrato de Shakespeare; y, después, ¡abra, si puede, los bolsillos de los pantalones lo bastante rápido como para dejar que todo el oro caiga en ellos! Cuénteselo a Wray y dígale que es un hombre rico, o… no lo haga, ¡usted no es más indicado que yo para contárselo! Dígale a Annie cada sílaba de lo que ha escuchado aquí, ahora mismo; ella sabrá cómo explicárselo. ¡Vaya! ¡Salga!

—Pero ¿qué le podemos decir sobre por qué el molde está aquí, señor? No podemos contarle al señor Wray la verdad.

—¡Cuéntele una mentira, por supuesto! Diga que el casero lo ha encontrado en el armario, en Stratford, y lo ha enviado aquí. Dabbs atestiguará que la gente de Stratford sabe que está en Tidbury y que no pueden tocarlo. Dabbs cree con seguridad que esa es una prueba bastante sólida de que tenemos razón. Dígale que lo intimidé a usted para sonsacarle el secreto cuando vi que llegó el molde aquí… Diga cualquier cosa… pero ande y resuelva el asunto de una vez. Estaré fuera dando un paseo y miraré los bloques negros en la tienda del cantero. Volveré en una hora y veré a Wray.

Un momento después, el impetuoso y anciano terrateniente salió de la casa y, antes de que pasara una hora, estaba de vuelta otra vez, más impetuoso que nunca.

Cuando entró en el saloncito, lo primero que lo recibió fue la visión del carpintero, que colgaba sobre la chimenea, descaradamente y delante de todos, una caja —con la tapa quitada— que contenía la máscara.

—Me alegro de ver eso, señor —dijo Colebatch, estrechándole las manos a Wray—. Annie le ha contado mis buenas noticias… ¿eh?

—Sí, señor —contestó el anciano—; las mejores noticias que he oído en mucho tiempo. Puedo colgar mi tesoro ahí, donde puedo contemplarlo todo el día. Estuvo muy mal que aquella gente de Stratford me asustara amenazándome con lo que no podían hacer. Mi casero es el mejor de todos ellos. Es un tipo prudente y honesto, que me devolvió mi bolsa vieja de lona y el molde (que le debió de parecer algo sin valor) solo porque me pertenecían y me los olvidé en la alcoba. Estoy bastante orgulloso, señor, de haber hecho esa máscara. Nunca podré pagarle su bondad al defenderme y acogerme como usted lo ha hecho… pero si aceptase una copia del vaciado, ahora que tenemos el molde para sacarlo, como dice Annie…

—¡Eso sí, y muy agradecido! —dijo el terrateniente—. Y le encargo cinco copias más, regalos para mis amigos, cuando usted comience a venderlas al público.