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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Cómo sopla el viento fuera! —dijo el viejo Reuben—, ¡y qué cómodo estoy aquí dentro!

Abrió la caja de caudales, la puso sobre sus rodillas y bajó la mirada hacia la máscara que yacía dentro. Poco a poco, el orgullo y el placer que aparecieron en sus ojos al principio dieron lugar a una petrificada expresión soñadora. Cerró la tapa con cuidado y la volvió a apoyar en la silla, pero no cerró la caja de caudales en toda la noche, jamás giró la llave en la cerradura.

Los viejos recuerdos se amontonaban en su cabeza, revividos gracias a su conversación de esa mañana con Colebatch y evocados por muchas de sus propias asociaciones shakesperianas, siempre relacionadas con el tesoro: la inestimable máscara. Los tiernos recuerdos hablaron lastimosa y solemnemente dentro de él. La pobre Colombina —perdida, pero jamás olvidada— conmovía de la manera más encantadora y sagrada a todas aquellas sombras de la memoria en el oscuro mundo de sus visiones con los ojos abiertos. ¡Qué poco puede esconder de nosotros una tumba! El amor que empezó antes perdura también después. ¡La luz del sol, que nuestros ojos miraban mientras brillaba en la tierra, cambia, pero hacia la estrella que guía nuestros recuerdos cuando esta va hacia el cielo!

Escuchen, el reloj de la iglesia da los cuartos. Cada golpe suena con el estado salvaje y fantasmagórico de todos los repiques de campana cuando se escuchan en medio del tumulto de la tormenta, pero no consiguen sobresaltar al viejo Reuben. Él está muy lejos, en otros lugares, reviviendo otros tiempos. Doce campanadas y, entonces, cuando el reloj da su largo repique de medianoche, él despierta… y lo oye.

El fuego se ha ido reduciendo a una mancha roja y pálida. Wray siente que se enfría, se incorpora en su sillón y, bostezando, intenta reunir la suficiente determinación para levantarse y subir las escaleras hasta llegar a la cama. Su expresión, que comenzaba a volverse totalmente apática y cansada, se altera de repente. Sus ojos miran otra vez impacientes, sus labios se cierran con firmeza, sus mejillas palidecen enseguida por completo… Está escuchando. Cree, cuando el viento sopla sus ráfagas más fuertes o cuando la lluvia se lanza más cuantiosa contra el cristal, que escucha un sonido curioso y muy débil… Algunas veces es como un ruido de raspar algo; otras, como un repiqueteo. Pero Wray no podría decir en qué parte de la casa sonaba, o si sonaba dentro o fuera de ella. En los momentos más calmados de la tormenta, escucha con especial atención para descubrirlo, pero nunca oye nada en esos instantes.

Debe de ser su imaginación. Pero es tan real que le ha hecho estremecerse por completo dos veces en el último minuto.

¡Sin duda, ahora oye ese extraño sonido! ¿Por qué no se levanta, va a la ventana y escucha si el imperceptible repiqueteo viene por casualidad de fuera, de delante de la casa? Algo parece retenerlo en el sillón, perfectamente inmóvil… Algo le hace tener miedo de girar la cabeza, por el temor de encontrarse con una visión horrible a su lado…

Silencio, se oye de nuevo, cada vez es más evidente. Y ahora varía a un crujido cercano… en el postigo de la ventana del fondo del saloncito.

¿Qué es aquello que se desliza a lo largo de la rendija entre las puertas cerradas y el suelo?… ¡Una luz!… Una luz en aquella habitación vacía que no usa nadie. Y entonces, un susurro… pasos… se mueve el picaporte en la cerradura de la puerta…

—¡Ayuda, ayuda, por Dios! ¡Peligro! Pe…

Justo cuando aquel grito de auxilio salió de los labios del anciano, los dos ladrones, enmascarados y armados, aparecieron en la habitación; y, un instante después, la mordaza de Chummy Dick estaba sobre su boca.

Wray tenía la caja de caudales apretada contra su pecho. Loco de terror, sus ojos miraron como los de un muerto mientras forcejeaba con los poderosos brazos que lo sujetaban.

Grimes, que no estaba acostumbrado a tales escenas, estaba tan petrificado por la sorpresa de encontrar al anciano fuera de la cama y la habitación iluminada que se quedó de pie extendiendo la mano con la pistola y mirando fijamente, sin hacer nada, a través de los agujeros de su máscara. No ocurrió lo mismo con su experimentado líder. Los oídos y los ojos de Chummy Dick fueron tan rápidos como las manos… Los primeros le informaron de que aquel grito de auxilio de Reuben —hábilmente sofocado con la mordaza— había despertado a alguien en la casa; las segundas detectaron la caja de caudales al instante, cuando Wray la había apretado contra su pecho.

—¡Guarda ya tu pistola de juguete, venga, tú, botarate! —susurró el atracador con violencia—. Date prisa y arráncasela de las manos. Maldito seas, ¡hazlo deprisa! ¡Se están despertando en el piso de arriba!

No fue fácil «hacerlo deprisa». A pesar de ser débil, en realidad Reuben sostenía su tesoro con la fuerza convulsa de la desesperación contra el atlético rufián que estaba luchando para llevársela. Furioso por la resistencia, Grimes ejerció toda su fuerza y arrancó la caja del abrazo del anciano tan salvajemente que la máscara de Shakespeare voló unos metros, atravesando la tapa abierta, antes de caer destrozada en pedazos sobre el suelo.

Durante un instante, Grimes se quedó de pie aterrado ante la visión de lo que era en realidad el contenido de la caja de caudales. Entonces, desbocado por la cólera salvaje producida por el descubrimiento, se acercó corriendo hasta los pedazos y, pronunciando una horrible blasfemia, estampó su pesada bota sobre ellos, como si precisamente la escayola pudiera sentir su venganza.

—¡Lo mataré si me cuelgan por esto! —gritó el villano atacando a Wray al momento siguiente y levantando su pistola de arzón por el cañón sobre la cabeza del anciano.

Pero, en ese mismo instante, valiente como su heroico tocayo, Julio César irrumpió en la habitación. En la animación del momento, golpeó a Grimes con su mano herida. El golpe, asestado incluso con esa desventaja, fue lo bastante fuerte como para arrojar al tipo al otro lado de la habitación y hacerlo chocar contra el muro de enfrente. Pero el triunfo del robusto carpintero fue breve. Apenas un segundo después de que su adversario hubiera caído, él mismo yació aturdido en el suelo, golpeado por la culata de la pistola de Chummy Dick.

Incluso el atracador londinense había perdido su sangre fría cuando se había dado cuenta del increíble engaño del que él y su compañero habían sido víctimas. Solo había recobrado su característica frialdad y su control de sí mismo cuando el carpintero había atacado a Grimes. Entonces, fiel a su sistema de no hacer nunca ruido innecesario o desperdiciar pólvora inútilmente, había golpeado a Julio César justo detrás de la oreja, con habilidad infalible. El golpe no había hecho ruido y parecía ser causado por un mero giro de muñeca, pero había sido decisivo: había aturdido a conciencia a aquel hombre.

Y, entonces, desde la planta de las habitaciones, los alaridos desgarradores de la casera circularon cada vez más rápido por la calle, atravesando las ventanas abiertas. Se mezclaron con los gritos más débiles de Annie, a quien la buena mujer detenía a la fuerza para que no entrase en el peligroso piso de abajo. La criada —el único otro habitante de la casa— competía con su señora en chillar como una loca pidiendo auxilio sin parar desde la ventana de la buhardilla.

—¡Toda la calle se levantará en un estallido! —dijo Chummy Dick, que blasfemaba por cada tres palabras que pronunciaba y ponía al parcialmente recuperado Grimes en una posición erguida otra vez—; aquí no hay botín que pillar, sal rápido, botarate, ¡o te pillarán!

Empujó a Grimes hacia el fondo del saloncito, lo subió a empellones por encima del alféizar de la ventana para que llegase al tejado del lavadero y lo dejó salir solo, como pudiese, arrastrándose; y, después, en un instante, se metió en el bolsillo de su amplio abrigo el reloj y el monedero de Wray y un broche de Annie que había dejado en la chimenea. No eran botines de mucho valor, pero la habilidad con la que los había cogido rápidamente con una mano mientras sujetaba a Grimes con la otra, y la fuerza, frialdad y destreza de las que hizo gala al organizar la retirada fueron dignas de la reputación de Chummy Dick. Mucho tiempo antes de que los dos vigilantes hubieran comenzado a pensar en la persecución, el atracador y su compañero estaban ya fuera de su alcance… Incluso habrían escapado aunque la misma policía londinense hubiera estado allí para darles caza de inmediato.

**

Cuánto tiempo permaneció el anciano en esa posición… Puesto en cuclillas allí, en el rincón de la habitación, sin agitar un miembro o pronunciar una palabra. Había caído de rodillas en ese lugar cuando los ladrones lo habían abandonado, y nada lo había movido de ahí desde entonces.

Cuando Annie se deshizo de la casera y corrió al piso de abajo, Wray no se movió. Cuando un prolongado gemido de agonía estalló de los labios de Annie al ver que el valiente hombre tendido sin sentido en el suelo parecía muerto, Wray no dijo nada. Cuando las puertas de la calle se abrieron y una multitud de vecinos, aterrorizados y medio vestidos, entró corriendo en la casa, gritando y pisoteando, medio presa del pánico por lo ocurrido, Wray no notó a nadie. Cuando se llamó a los médicos y, entre un horrible silencio de expectación, hicieron volver en sí al carpintero, incluso en ese fascinante momento, Wray no miró. Solo cuando la habitación se despejó y su nieta se acercó a él, y ella puso el brazo alrededor de su cuello y aproximó la mejilla fría al lado de la suya, fue cuando pareció volver a la vida. Entonces, apenas dio un fuerte suspiro, su cabeza cayó sobre su pecho y tembló todo su cuerpo, como si alguna helada influencia le estuviera congelando el corazón.

Durante todo ese largo, larguísimo rato, Wray había estado mirando el desastre: los pedazos de la máscara de Shakespeare que yacían debajo de él. Y allí se quedó —mientras intentaban por varios métodos lograr que se moviera—, en cuclillas aún sobre ellos, justo en la misma posición, exactamente con la misma mirada aterradora y dura que habían visto al principio.

 

Annie cogió la caja de caudales y la puso agitadamente ante él. En el instante en que Wray la vio, sus ojos comenzaron a brillar. Con violenta precipitación se abalanzó sobre los pedazos de la máscara y los apiló todos juntos en la caja, con las manos temblorosas y la respiración jadeante y acelerada. Recogió el último trozo de escayola que el ladrón había machacado con la bota y forzó la vista todo lo que pudo para ver si no dejaba ningún resto en el suelo. Al fin, cerró la caja y la cogió apretándola contra su pecho, y, entonces, dejó que lo levantaran y lo condujeran con cuidado lejos de ese lugar.

No soltó su caja mientras lo metían en la cama. Annie, su novio y la casera se sentaron juntos en la habitación, y todos, de diferentes formas, sintieron el mismo horrible presentimiento acerca de él, pero se guardaron de contárselo el uno al otro. De vez en cuando, le oían batir las manos de manera extraña sobre la tapa de la caja, pero jamás habló y, en la medida en que pudieron observarlo, no se durmió.

El médico había dicho que estaría mejor cuando llegara la luz del día. ¿Sabía realmente el doctor lo que le ocurría? ¿Y había sospechado que algo se había roto gravemente aquella noche, además de la máscara de Shakespeare?

VIII

UNA IDEA DE ANNIE

A la mañana siguiente, la noticia del robo no se había extendido únicamente por todo Tidbury, sino también por todos los pueblos cercanos. La primera persona que llamó al número 12 para ver cómo estaban después del horror de la noche anterior fue Colebatch. La voz del viejo caballero se escuchó más alta que nunca mientras subía por las escaleras con la casera. Declaró que haría que los dos vigilantes quedaran sin empleo ya que eran totalmente ineptos para cuidar de la ciudad. Juró que, aunque le costase cien libras, traería a la policía de Londres y conseguiría la captura, el procesamiento, la condena y la ejecución de «aquellos dos malditos asaltadores» antes de que llegara la Navidad. Invocando venganza y castigo en cada peldaño que subía, al terrateniente le hervía la sangre cuando entró en la sala. Sin embargo, sintió que volvía a «templarse» inmediatamente, al no encontrar a nadie allí; y todavía descendió veinte grados más a la altura de la cara de la pequeña Annie cuando ella bajó para encontrarse con él.

—¡Annie, anímate! —dijo el viejo caballero en un débil y último intento de jovialidad—, ya ha pasado todo. ¿Cómo está el abuelo? Todavía muy asustado, ¿eh?

—¡Oh, señor! Aterrado, ¡me temo que ha perdido la cabeza! —e, incapaz de controlarse por más tiempo, la pobre Annie rompió a llorar.

—¡No llores, Annie, no llores! No puedo soportarlo… No tienes que llorar, de verdad —dijo el terrateniente en un tono que era cualquier cosa excepto firme—, hablaré con él para que vuelva en sí. Lo haré, tan cierto como que me llamo Matthew Colebatch. Basta —entonces sacó su voluminoso pañuelo de la India y comenzó a enjugar las lágrimas de la muchacha con muchísimo cuidado, como si hubiera sido una niña pequeña y fuera su propia hija—. Así, ahora las secamos… ¡Ya no tenemos lágrimas! Hay una a la izquierda. Y ahora que ya está, tendremos una charlita sobre este asunto, hija mía, y veremos lo que se hace. En primer lugar, ¿qué es todo eso que he oído sobre que se ha roto un vaciado de escayola?

Annie habría dado el mundo entero por poder abrir su corazón a Colebatch sobre la máscara de Shakespeare; pero pensó en su promesa, y también pensó en el Ayuntamiento de Stratford, que de alguna forma podría llegar a enterarse del secreto, si se hubiera revelado a alguien, y perseguir a su abuelo con todo el peso de la ley, aunque estuviera triste y destrozado como estaba entonces, hasta su escondite en Tidbury-on-the-Marsh.

—Señor, he prometido no decir nada a nadie sobre el vaciado de escayola —comenzó. Se la veía muy avergonzada e infeliz.

—Y mantendrás tu promesa —intervino el terrateniente—; eso está bien… ¡Muchacha honesta y buena! Por eso me gustas aún más. No diremos una palabra más sobre el vaciado. Pero ¿qué se han llevado? ¿Qué han cogido los malditos sinvergüenzas?

—El viejo reloj de plata del abuelo, señor, su monedero, con diecisiete chelines y seis peniques, y mi broche… pero eso no es nada.

—¡Nada! ¡El broche de Annie, nada! —gritó el terrateniente, recuperando su innata irritabilidad—. Pero no importa, estoy decidido a hacer capturar y colgar a los granujas, ¡aunque sea solo por haber robado ese broche! Y ahora mira aquí, hija mía; si no quieres enfadarme, toma esto y ¡no digas nada!

¿«Tomar» qué? ¡Dios santo! ¡«Tomar» una mina de oro! ¡Había arrugado un billete de diez libras en su mano!

—¡Te vuelvo a decir, obstinada muchacha, que no me enfades! —exclamó el viejo caballero cuando la pobre Annie mostró alguna ligera dificultad en coger el regalo—. Dios me libre de pensar en herir tus sentimientos, hija, por una mísera razón tal como tener alguna libra más en mi bolsillo que tú en el tuyo —continuó en un tono tan amable y serio que los ojos de Annie comenzaron a llenarse de lágrimas de nuevo—. Llamaremos a ese billete, si quieres, mi pago por adelantado del encargo de un trabajo de encaje. Ayer vi que haces encaje; y mi intención es considerarte mi encajera habitual durante el resto de tu vida. ¡Por todos los diablos! —continuó, reanudando su conducta abrupta y extraña—, la cantidad de encaje que necesitaré es indeterminada. Está mi vieja ama de llaves, la señora Buddle… Annie, ¡que me parta un rayo si no la he visto con otra cosa más que con encaje, de los pies a la cabeza, por dentro y por fuera, toda entera! Solo quédate con esto: no te pongas a trabajar en el encargo hasta que yo te lo diga. Debemos esperar a que Buddle haya gastado su vieja reserva de enaguas, antes de comenzar, ¿eh? Vamos, vamos, vamos, no vayas a llorar otra vez. ¿Puedo ver a Wray? ¿No? Muy bien, mejor no molestarlo tan pronto. Dale mis saludos y di que vendré mañana. Quédate con el billete, quédate con el billete y no estés desanimada… y, otra cosa, pequeña Annie: ¡no olvides que tienes un amigo viejo y raro que vive en Cropley Court!

De esta manera, el buen terrateniente hablaba consigo mismo casi fuera de la habitación, sin permitir que Annie metiera baza. Una vez en las escaleras, se dejó arrastrar nuevamente y con mayor ira al asunto de los asaltadores. La última cosa que le oyó decir la casera, mientras cerraba la puerta de la calle tras él, fue que iba a «hacérselas pagar» a los dos vigilantes de Tidbury por no detener el robo… a «hacérselas pagar maravillosamente» tan seguro como que se llamaba Matthew Colebatch.

Annie guardó cuidadosamente el regalo del anciano y amable caballero —estaban sin un céntimo antes de recibirlo— y volvió a la habitación de su abuelo. Él se había movido un poco a medida que avanzaba la mañana y, en ese momento, estaba ocupado en un trabajo que, al verlo, le partía el corazón: Wray estaba intentando restaurar la máscara de Shakespeare.

Las primeras palabras que había pronunciado desde el robo las había dirigido a Annie. Wray parecía no saber que los ladrones se habían retirado antes de que ella bajara las escaleras, y preguntó si le habían hecho daño. Tranquilizado sobre ese punto, a continuación le había hecho señas al carpintero para que se acercase y había suplicado, con un susurro impaciente, que le llevaran algo de pegamento enseguida. Aunque al principio no podían imaginar lo que quería, le siguieron la corriente con gusto.

Cuando le llevaron el pegamento, Wray había abierto su caja de caudales, con un aire de débil esperanza nostálgica en su rostro que daba lástima de ver, y había comenzado a ordenar los pedazos de la máscara ante él sobre la cama. Estaban destrozados más allá de toda reparación; pero todavía los movía de un lado a otro, con sus manos temblorosas, murmurando tristemente todo el rato que él sabía que era muy difícil, pero estaba seguro de que al final tendría éxito. Algunas veces seleccionaba las piezas de forma equivocada, unía con el pegamento dos o tres y, después, tenía que separarlas de nuevo. Incluso cuando escogía los pedazos de la manera correcta, no podía encontrar bastantes para que se unieran lo suficientemente como para reproducir al menos un cuarto de la máscara en su forma original. Todavía seguía retirando pieza tras pieza la escayola rota, hasta las más pequeñas, laboriosamente y con paciencia, y, con el fracaso más descorazonador durante horas, lo seguían animando la misma falsa esperanza de éxito y la misma vana perseverancia. Había comenzado por la mañana temprano y no se había rendido cuando Annie regresó de su entrevista con Colebatch. Saber lo completamente infructuosos que eran todos sus esfuerzos y verlo continuar con ellos ansiosamente a pesar del fracaso, en efecto, era una situación para desesperarse y ponerse a temblar.

Al final, Annie le suplicó que guardara los pedazos en la caja y que descansara un poco. Wray no escuchaba a nadie salvo a ella, e hizo lo que le pidió diciendo que ese día su cabeza no estaba lo suficientemente despejada para la labor de restauración, pero que tenía la certeza de que al día siguiente tendría éxito. Cuando hubo cerrado y colocado la caja bajo su almohada, se relajó y se durmió inmediatamente.

¡Ese era su estado! Ahora no tenía otra idea en su cabeza, excepto la de restaurar la máscara de Shakespeare. Cuando lo distraían de eso, o bien se quedaba dormido o bien se quedaba levantado, pero ausente y enmudecido. Aunque no había perdido sus facultades, las tenía suspendidas. Su cerebro se había aletargado al romperse la amada posesión a la que tanto cariño tenía. Aquellos rasgos de escayola, fríos y tranquilos, habían sido su pensamiento durante el día y sus sueños durante la noche. En ellos, su bella y profunda devoción a Shakespeare —bella como una innata fe poética que había vivido a través de cada poética privación de la vida— había encontrado su manifestación externa más querida. Obtenerla había sido el único y gran logro de su vida; y guardarla, la única gran decisión. Y ahora ¡estaba rota! El bien familiar más preciado, después de su nieta, que el pobre actor había tenido jamás para rendir culto, ¡y sus propios ojos lo habían visto caer destrozado en el suelo!

Era esto, más allá del miedo producido por el robo, lo que lo había alterado y provocado el estado en que se encontraba en ese momento.

No había forma de despertarlo. Todos lo intentaron y todos fallaron. Seguía pacientemente, día tras día, con su tarea desesperada y triste de unir los pedazos de escayola; y siempre había alguna excusa para el fracaso, siempre había alguna razón para volver a intentarlo de nuevo. Annie podía influir en todo lo demás —puesto que su corazón, que era todo para ella, había escapado del golpe que había aturdido su mente—, pero, en cualquier asunto relacionado con la máscara, su injerencia era ineficaz.

El buen terrateniente iba de vez en cuando para ver qué podía hacer: fue cada día y bromeó, suplicó, sermoneó y aconsejó con su propio modo excéntrico y campechano, pero el viejo solo sonreía débilmente y olvidaba lo que se le decía tan pronto como salían las palabras de la boca del otro. Colebatch, apelando a un último recurso, dio con lo que consideraba una estratagema de primer orden. En privado, informó a Annie de que insistiría para que todo su servicio, con Buddle, el ama de llaves, a la cabeza, aprendieran oratoria para así poder contratar a Wray en el trabajo que sabía hacer.

—Ninguno de esa maldita gente de Tidbury aprenderá —dijo el amable y viejo terrateniente—, así que mis sirvientes formarán una clase para él, con Buddle al frente para mantenerlos en orden. Dejémosle enseñar a su manera y debería volver en sí… lo hará por la fuerza de la costumbre.

Sin embargo, no lo hizo. Le dijeron que lo estaba esperando una clase de alumnos nuevos, pero Wray apenas respondió que le agradaba la noticia y, un momento después, olvidó todo el asunto.

El médico intentó ayudarlos por todos los medios. Probó con estimulantes y con sedantes, probó manteniendo al paciente en cama y levantado, probó aplicando calor y ventosas, y, después, desistió, diciendo que Wray seguramente debía de tener algo en su cerebro y en eso eran inútiles el purgante y el tratamiento. Sin embargo, el médico aún les transmitió una palabra de consuelo. La fortaleza física del anciano apenas había fallado. Siempre estaba listo para salir de la cama y vestirse, y parecía alegrarse cuando se sentaba en su sillón. Esta era una buena señal, pero no era posible saber cuánto tiempo podría durar.

 

Duró toda una semana. ¡Una larga semana de invierno melancólica y gris! Entonces, se acercaba rápidamente el día de Navidad. Por primera vez llegaba como un día de luto a la pequeña familia que, a pesar de la pobreza y de todas las severas desgracias que esta provocaba, había disfrutado de ese día alegre y cariñosamente juntos hasta la fecha, ¡como el día festivo más bienaventurado de todo el año! ¡Ah, qué doblemente triste se sentía la pobre Annie cuando por la noche entraba en su alcoba y recordaba que sería Navidad en dos semanas!

Ya se la comenzaba a ver pálida y delgada. No es solo la alegría lo que se muestra en los jóvenes con mayor facilidad y prontitud… el dolor —¡ay!, no debería ser así— comparte en este mundo el mismo privilegio, y ahora Annie parecía tal como se sentía: enferma del corazón. Aquel día no había habido ningún cambio. Annie había dejado al anciano por la noche, y este no estaba mejor. Él había vuelto a pasar sus horas intentando restaurar la máscara, y mostraba, solo de vez en cuando y por instinto, algún cariño y atención hacia su nieta. Pero, como siempre, estaba igual de desesperadamente ausente frente a cualquier otro estímulo.

Annie se sentó con apatía en la única silla de su pequeña alcoba, pensando —era su único pensamiento entonces— en qué nuevo plan se podría adoptar al día siguiente para despertar a su abuelo; pero todavía el luto por la máscara rota era el único y fatal obstáculo para cada esfuerzo que ella pudiera hacer. Así, se sentó durante algunos minutos, apática y distraída… Cuando, de pronto, notó un cambio maravilloso y extraordinario, que obraba desde su interior. Saltó de su silla, con una palidez tan mortal y cadavérica como si se hubiera vuelto de piedra. Entonces, un momento después, su cara se sonrojó, entrelazó las manos violentamente y respiró rápido. Luego, palideció una vez más, le tembló todo su cuerpo y cayó de rodillas a un lado de la cama, escondiendo la cara en las manos.

Cuando se levantó de nuevo, las lágrimas caían deprisa sobre sus mejillas. Vertió agua y se las quitó lavándose la cara. Una expresión extraña de firmeza —un brillo de entusiasmo, hermoso en su resplandor y pureza— cruzó su cara cuando tomó la vela y abandonó la habitación.

Fue al último piso de la casa, donde dormía el carpintero, y llamó a la puerta.

—Martin, ¿no te has ido a dormir todavía? —susurró (la vieja broma de llamarle Julio César se acabó entonces).

Este abrió la puerta con asombro y dijo que acababa de subir hacía solo un momento.

—Baja al saloncito, Martin —dijo ella mirándolo intensamente… casi salvajemente, como él pensó—. Ven rápido, tengo que hablar contigo enseguida.

La siguió al piso de abajo. Cuando entró en la sala, ella cerró la puerta cuidadosamente y, entonces, dijo:

—Martin, se me ha ocurrido una idea que tengo que contarte. Se me acaba de ocurrir ahora, mientras estaba sola en mi habitación, y creo que Dios me la envió.

Ella le hizo señas para que se sentase a su lado y, entonces, comenzó a susurrarle algo al oído rápidamente, con ansiedad, sin pausa.

Mientras escuchaba, la cara de él al principio empezó a palidecer, como lo había hecho la de Annie. Entonces, enrojeció; después, se endureció como la de ella, pero aún más. Cuando Annie hubo terminado de hablar, él solo dijo que era un riesgo terrible en todos los aspectos, repitiendo «en todos los aspectos» con verdadero énfasis; pero ella lo deseaba y, por tanto, se haría.

Cuando se levantaron para separarse, ella le dijo tierna y gravemente:

—Siempre has sido muy bueno conmigo, Martin; sé bueno y sé un hermano para mí ahora más que nunca… por ahora te estoy confiando todo lo que tengo que confiar.

Años después, cuando se casaron y sus hijos crecieron a su alrededor, él recordó la última mirada y las últimas palabras de Annie al separarse aquella noche.

IX

LA MÁSCARA DE SHAKESPEARE

A la mañana siguiente, cuando el anciano estuvo listo para levantarse y vestirse, no fue el honesto carpintero quien, como de costumbre, fue a ayudarlo, sino que fue un extraño: el hermano de la casera. Wray no notó ese cambio. Cualquier pensamiento que le quedara era pura abstracción. La tarde anterior, Annie, por un cariñoso deseo de seguirle la corriente respecto al capricho que se había convertido en el centro de su vida, le había llevado un bote de cola-cemento. Y ahora Wray seguía murmurándose todo el rato, mientras se vestía, que tenía la certeza de que lograría reconstruir por fin los pedazos rotos de la máscara con la ayuda de la cola. Solo era el pegamento, dijo, lo que le había hecho fracasar hasta ese momento; con la cola-cemento estaba bastante seguro de que lo conseguiría.

La casera y su hermano lo ayudaron a bajar a la salita. Allí no había nadie, pero sobre la mesa, donde se habían colocado las cosas del desayuno, había una pequeña nota. Wray miró alrededor con curiosidad cuando se percató por primera vez de que la casa estaba vacía. Entonces, habló la única voz que no estaba en silencio en su interior, la de su corazón, y le dijo que Annie debería haber estado en la habitación para reunirse con él como de costumbre.

—¿Dónde está Annie? —preguntó con ansiedad.

—No me dejes sola con él, James —susurró la casera a su hermano—, hay que darle malas noticias.

—¿Dónde está? —repitió con mirada de loco cuando lo preguntó por segunda vez.

—Señor, haga el favor de serenarse y lea esta carta —dijo la casera en tono tranquilizador—; la señorita Annie está completamente a salvo y quiere que usted lea esto —y le pasó la carta.

Wray golpeó la carta tan ferozmente que la casera comenzó a retroceder de miedo. Entonces, él gritó con violencia por tercera vez:

—¿Dónde está?

—Díselo —susurró el hermano de la casera—, díselo de una vez o lo harás empeorar.

—Señor, se ha marchado —dijo la mujer—. Se ha marchado, pero solo por tres días. Las últimas palabras que dijo fueron: «Diga a mi abuelo que volveré en tres días y dele esta carta con todo mi cariño». ¡Oh, señor, no me mire así… no me mire así! Seguro que volverá.

Wray se repitió en voz baja las palabras «se ha marchado» varias veces con una aterradora expresión vacía en los ojos. De repente, hizo una seña para que recogieran la carta del suelo. La abrió en cuanto se la dieron e intentó leer el contenido.

La carta era corta y estaba escrita con letras muy temblorosas y emborronadas. Decía así:

Queridísimo abuelo:

Nunca te he abandonado en mi vida, y ahora solo me voy para intentar serte útil y hacerte bien. Si Dios quiere, volveré en tres días o antes, trayendo conmigo algo que alegrará tu corazón y te hará quererme incluso más. No me atrevo a decirte dónde o por qué me voy… te asustarías mucho y quizás mandarías ir detrás de mí para traerme de vuelta, pero, créelo, ¡no hay peligro! Oh, querido abuelo, no dudes de tu pequeña Annie, no dudes de que regresaré cuando te he dicho, y traeré algo que hará que me perdones por irme sin tu permiso. ¡Si esperas solo tres días, seremos muy felices otra vez! Él —ya sabes quién— viene conmigo para cuidarme. Querido abuelo, piensa en la bendita Navidad que nos reunirá a todos de nuevo, ¡más felices que nunca! No puedo escribir nada más, salvo que rezo a Dios para que te bendiga y te proteja hasta que nos encontremos de nuevo.