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100 Clásicos de la Literatura

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En el primero de la serie, el hijo pródigo iba vestido con una levita de color rojo vivo y montaba a caballo, hacia el lado equivocado, mientras su padre, también con una levita roja, lo ayudaba con una mano y, con la otra, le señalaba con desconsuelo el camino de color amarillo que salía directamente de la pata delantera del caballo y llevaba a una ciudad lejana en el horizonte, totalmente compuesta de torres. En el segundo grabado, el hijo pródigo se daba un banquete entre dos elegantes damas y sostenía dorados vasos de vino entre sus manos mientras un compañero libertino se recostaba sobre el suelo a su lado, en un estado de borrachera cataléptica. En el tercer grabado, se tendía sobre su espalda con la levita roja desgarrada y mostraba la piel púrpura, sin una de sus medias, una tormenta eléctrica que bramaba con furia sobre su cabeza y dos cerdas blancas a cada uno de sus lados… y una de ellas que parecía alimentarse de su pantorrilla. En el cuarto…

Justo cuando Grimes hubo llegado al cuarto grabado, oyó que fuera alguien silbaba una melodía y se giró hacia la ventana. Era Chummy Dick o, en otras palabras, el hombre con la gorra de piel de gato que había honrado a Wray con una visita matutina.

La conducta de Chummy Dick al entrar en el salón se llevó el premio en materia de exhibición de modales. No hizo caso a Grimes, como si este no estuviera en la habitación, arrastró su silla hacia la chimenea, puso un pie en cada uno de los quemadores, sacó una pequeña tarjeta del bolsillo de su gran abrigo, la leyó y, después, se permitió un ataque de risa untuoso, ininterrumpido y largo, cautelosamente tocado en lo que los músicos llamarían «escala menor».

—¿Qué haces riéndote así? —preguntó Grimes.

—Primero, dame un vaso de ron caliente, ten cuidao de poné dos terrones de azúcar, y, después, Benjamin, ¡lo sabrás enseguida! —dijo Chummy Dick, manteniendo un trasfondo de risa mientras hablaba.

Mientras Benjamin va a por el ron tenemos bastante tiempo para explicar esto en una o dos palabras.

Es posible que recuerden que el joven ayudante del establecimiento de Dunball y Dark vio por casualidad que Wray llevaba la caja de caudales al número 12. La misma ráfaga de viento que hizo volar una falda de la capa del viejo Reuben y que reveló al ayudante lo que Wray tenía debajo lo expuso al mismo tiempo a la vista de Grimes, quien en aquel momento estaba ganduleando casualmente por High Street. Al no saber nada ni de la máscara ni del misterio que había respecto a ella, era natural que Benjamin considerara que la caja de caudales era un contenedor para el dinero. Además, no estaba en absoluto fuera de su carácter anhelar fervientemente ser el poseedor de ese mismo dinero, y transmitió su deseo a Chummy Dick.

Y por esta razón, aunque poseía la ambición suficiente para ser un granuja de primera categoría, Grimes ni poseía la astucia ni la capacidad necesarias, ni había recibido la temprana educación londinense requerida para encajar en una posición tan elevada. Robar aves del corral de una granja, por ejemplo, estaba totalmente en la línea de acción de Benjamin, pero robar una caja de caudales de una casa con rejas y cerrojos situada en medio de una gran población era una hazaña por encima de sus posibilidades, una hazaña que solo un hombre de su círculo de relaciones era lo bastante poderoso para efectuar, y ese hombre era Chummy Dick, el gran ladrón de casas londinenses. Ciertos pasajes recientes en la vida de este ilustre personaje habían convertido Londres y su vecindario en muy inseguros para poder residir allí, así que se había retirado a una distancia segura en el campo y había seleccionado Tidbury y el territorio adyacente como esfera adecuada de acción y, por añadidura, como precioso refugio ante la policía de Londres.

—Mu bueno, Benjamin, y no está demasiao dulce —subrayó Chummy Dick saboreando el ron que Grimes le había traído. Él no era, de ningún modo, uno de esos feroces asaltadores de casas, excepto si se veía bajo una gran presión. En la mezcla de su temperamento había más aceite que aguafuerte. Sus robos eran de una maravillosa destreza, astucia y fría determinación. En resumen, robaba la vajilla y el dinero de las casas particulares como los gatos se escabullen con la nata de las mesas del desayuno, esperando el momento oportuno y sin hacer nunca ruido.

—¿Has visto la caja? —preguntó Grimes en un susurro impaciente.

—Mírame la mano, Benjamin —respondió triunfante y con serenidad—. ¡Ha estao sobre la caja! Tienes toda la razón. El botín está preparao pa’ nosotros.

—¡El botín! ¿Qué será?

—Este es el botín —dijo Chummy Dick, sacando media corona de su bolsillo y sosteniéndola con solemnidad a la vista de Benjamin—. Ni tengo un billete de cinco libras ni tengo una jarra bautismal, pero sé que también los billetes y la plata son botines. Ahora, joven Grimes, ya sabes cuál será el botín y, si vas a tener cuidado, lo tendrás pronto. Si mañana no hace tan buena noche, si no hay tanta luz de luna como ahora para dejarnos al descubierto, ¡sí, tendremos la caja!

—¡La mitad para mí! Lo sabes, Chummy Dick.

—Controla esa lengua habladora tuya y tendrás tu mitad. He visto al viejo y me ha dao su tarjeta de visita con el número de la casa. ¡Ajá! ¡Piensa que me ha dao su tarjeta! Eso es tan bueno como invitarme a robar en su casa. ¡Sí, a robarla de cabo a rabo! —y con otra explosión de risa, Chummy Dick lanzó triunfalmente la tarjeta de Wray al fuego—. Pero ese no es el asunto —resumió cuando hubo recobrado la respiración—. Nos ceñiremos al tema, que es la caja de caudales —y, para hacerle justicia, hay que añadir que se ciñó al asunto, sin apartarse de ello, ni tan siquiera un segundo, durante media hora completa.

El resultado de la larga arenga que entonces tuvo con Benjamin Grimes fue brevemente este: tras leer primero el anuncio del anciano, había ideado un plan para entrar en el alojamiento de Wray sin levantar sospechas. Había visto la caja de caudales con sus propios ojos y se había convencido, por ciertos indicios, de que había dinero en ella. Sostenía que el dueño de esta propiedad era un usurero, cuyas ganancias estaban atesoradas en su caja de caudales, y reunían chelines y soberanos sueltos. Después, había averiguado quiénes eran los habitantes de la casa y había descubierto que la única persona temible que dormía en el número 12 era nuestro amigo el carpintero. Había examinado el local y había visto que era fácilmente accesible por la ventana del fondo del salón, que daba al tejado del lavadero. Finalmente, había averiguado que los dos vigilantes designados para guardar la ciudad llevaban a cabo esta obligación yéndose a dormir regularmente a las once en punto y dejando que la ciudad se guardase a sí misma. Todo era muy sencillo. De hecho, demasiado sencillo para cualquiera, salvo para un principiante.

—Ahora, Benjamin —dijo Chummy Dick para concluir—, pon atención a esto: ¡sin violencia! Toma tu botín con discreción y lo pones a salvo. A veces la violencia es tan mala como despertar a toa una calle. Es lo último que hace un asaltador sutil cuando lo pillan en un aprieto. Lo primero y principal, aquí tienes tu máscara —entonces sacó una máscara raída para cubrir la parte superior de la cara—, mu bien, nadie puede reconocerte. Después, aquí tienes tu presentación —sacó una pistola—. Con que solo vean esto, los mantendrás en silencio, y, por si lo necesitas, aquí están tu mordaza y una cuerda —los sacó— para las bocas y las manos. No aprietes nunca el gatillo hasta que veas a otro hombre dispuesto a apretarlo. Entonces tendrás que armar bronca y lo harás por algún motivo. Tener cabeza en nuestro negocio, recuerda esto, joven Grimes, es siempre coger el botín de la forma más sencilla, y, cuando no se pueda coger con facilidad, tomarlo tan fácil como sea posible. Esa es la sabiduría, la sabiduría de la vida.

—¿Por qué te largas, amigo? —preguntó Benjamin con asombro cuando el filosófico asaltador se movió bruscamente hacia la puerta.

—Mañana no se nos debe ver juntos —dijo en un susurro Chummy Dick—. Voy a estar solo, esta noche tengo cosas que hacer, ¡y no te importan! Mañana, a las once de la noche, tienes que estar en el cruce de caminos que hay en lo alto del campo comunal. Fíjate bien y me verás.

—Salvo que haya luz de luna —sugirió Grimes.

—Pensándolo bien, Benjamin —dijo el asaltador después de un momento de reflexión—, nos arriesgaremos aunque brille la luna como nunca… High Street, Tidbury, sin policía londinense… Podemos correr el riesgo con seguridad. ¡Con o sin luna, joven Grimes! ¡Mañana será nuestra noche!

Llegado a este punto, ya salió de la casa. Se separaron en la puerta. La luz radiante de la luna caía hermosísima sobre todas las cosas, incluso sobre ellos. ¡Era tan pura! Doblemente pura, al brillar sobre Benjamin Grimes y Chummy Dick, ¡sin ensuciarse con su contacto!

VI

UNA VISITA MATUTINA

Durante el resto del día del cumpleaños de Annie, Wray se sentó en casa y esperó con ansiedad el mensaje prometido del nuevo y misterioso alumno cuya oratoria necesitaba tanto empezar a corregirse. Aunque este ni llegó ni escribió, el viejo Reuben persistía aún en contar con él de inmediato y, a la mañana siguiente, todavía lo esperaba con tanta paciencia como el día anterior.

Annie, sentada en la habitación con su abuelo, estaba ocupada haciendo encaje. Había aprendido este arte para volverse, si fuera posible, de alguna pequeña utilidad y contribuir al sustento de la familia; y, algunas veces, su confección incluso aportaba unos pocos chelines extra a los pobres fondos familiares. Su encaje no era del tipo del que la gente refinada se interesaría ni en mirar un par de veces. Era sencillo y bonito, como ella misma, y solo lo vendía —cuando lo hacía, ¡ay!, que no era muy a menudo— entre las damas cuyos monederos estaban algo mejor provistos que el suyo.

 

Julio César estaba debajo de la escalera, en la trascocina, haciendo la importantísima caja o, como la casera expresó irritada, «haciendo de la casa un desbarajuste». La casera no tenía debilidad por el serrín y las virutas de madera, y casi perdió los estribos cuando el bote de pegamento invadió el fuego de la cocina. Pero ¡trabaja sin parar, honesto carpintero! ¡Trabaja sin parar y no le hagas caso! Saca la máscara de Shakespeare de la caja vieja y métela en la nueva antes de que anochezca, y habrás terminado la mejor jornada de trabajo de tu vida.

Annie y su abuelo tenían mucho de qué hablar sobre el vaciado de Shakespeare mientras estaban sentados juntos en el salón. Si yo informara de todas las rapsodias y citas de que hizo gala el viejo Reuben durante este periodo, puede que llenara todo el resto del espacio que me concedo en este librito. Solo una vez la conversación varió por completo. Apenas Annie preguntó, cambiando un poco de tema, cómo se saca del molde un vaciado de escayola, y al instante Wray se fue por las ramas en medio de una nueva cita para explicárselo. Todavía estaba describiendo, por segunda vez, cómo la escayola y el agua se mezclan, cómo se deja asentar la mezcla y cómo se llena el molde, cuando la casera, con aire acalorado e importante, irrumpió en la habitación y exclamó:

—¡Señor Wray! ¡Señor Wray! ¡Aquí está el señor Colebatch, de Cropley Court, está subiendo las escaleras para verle! —Y luego, susurrando, añadió—: Tiene mal carácter y es raro, señor, pero es el mejor caballero del mundo.

—¡Es suficiente, señora! ¡Es suficiente! —interrumpió una voz cordial desde fuera de la puerta—. Puedo presentarme yo mismo. Imagino que un viejo escritor y actor de teatro no necesita mucha presentación. ¿Cómo está usted, señor Wray? He venido a conocerle. ¡Encantado, señor!

Antes de que entrara el terrateniente, la primera idea de Wray fue que por fin había llegado el joven caballero. Pero cuando Colebatch apareció, descubrió que estaba equivocado. Era un caballero mayor, de cara muy sonrosada, brillantes ojos negros, que centelleaban sin cesar, y pelo totalmente blanco, que crecía lacio desde la cabeza en un auténtico bosque de cerdas venerables. Además, su dicción no necesitaba ninguna mejoría en absoluto, y su expresión se revelaba inmediatamente como la de un caballero. Muy excéntrico, pero un caballero.

—Bien, Wray —dijo el terrateniente sentándose y abriendo de par en par su magnífico abrigo con el aire de un viejo amigo—, tengo la costumbre de ir al grano porque detesto ser ceremonioso y molestar. Me llamo Matthew Colebatch, vivo en Cropley Court, en las afueras de la ciudad, y vengo a verle porque he tenido una discusión acerca de usted con el reverendo Daubeny Daker, el párroco de aquí.

Asombrosamente desprovisto de su capacidad de palabra, Wray escuchó este discurso introductorio.

—Le cuento cómo fue, señor —continuó el terrateniente—. En primer lugar, Daubeny Daker es un beato cotilla. Es la clase de persona que entra en las casitas de los pobres preguntando qué tienen para cenar y, cuando ellos se lo dicen, él quita la tapa a la cacerola y la olfatea para estar seguro de que le han dicho la verdad. Eso es lo que él llama cumplir con su obligación con los pobres, ¡y lo que yo llamo ser un beato cotilla! Bien, Daubeny Daker vio su anuncio en el escaparate de la tienda de Dunball. Debo decirle, por cierto, que llama a los teatros las casas del demonio, y a los actores, los misioneros del diablo. Le oí decir eso en un sermón y, desde entonces, ¡no he vuelto a su iglesia! Bien, señor, leyó su anuncio y, cuando llegó a la parte sobre mejorar la oratoria de los pastores a tres chelines y seis peniques la hora (sería muy barato mejorar a Daubeny Daker por ese precio), montó en una de sus cóleras despectivas, despiadadas y crueles, entró en la tienda e insistió en tomar la nota como un insulto de un actor vagabundo a la condición sacerdotal… No pierda los nervios, Wray, por el amor de Dios… Se las hice pagar espléndidamente por ese comentario, ¡se lo prometo! Y entonces, ¿qué cree que hizo ese burro gordo de Dunball cuando oyó lo que dijo el pastor? Retiró su cartel… Lo quitó directamente del escaparate, como si Daubeny Daker fuera el rey de Tidbury y desobedecerle significase morir.

—Yo, señor… —terció Wray.

—¡Espere, Wray! Le ruego que me perdone, pero tengo que contarle cómo se las hice pagar. Media hora después de que se quitara el anuncio del escaparate, me dejé caer por la tienda. Dunball, sonriendo como un tonto, me cuenta este asunto. «Póngalo de nuevo, ¡ahora mismo!», le dije; «no consentiré que se eche abajo el buen nombre de un hombre de esa manera por gente que no lo conoce». Dunball tuerce el gesto y vacila. Yo saco el reloj y le digo: «Le doy un minuto para decidir entre el interés de tenerme por cliente y el de Daubeny Daker». Da la casualidad que soy lo que se dice un hombre rico, Wray, así que Dunball se decidió aproximadamente en dos segundos y colocó su anuncio de nuevo, ¡justo donde estaba antes!

—Señor, no tengo palabras para agradecerle su amabilidad —dijo el pobre y viejo Reuben.

—Escuche cómo se las hice pagar a Daubeny Daker, señor, ¡escuche esto! Esa misma noche lo encontré fuera en una cena. Estaba hablando de usted y sobre lo que él había hecho… ¡tan orgulloso como un pavo real! «De hecho», dijo al final de su discurso, «consideraba que era mi obligación como pastor quitar el anuncio». «Y yo considero mi obligación como caballero», le dije, «ponerlo de nuevo». Entonces, comenzamos la discusión (él me odia, lo sé, porque una vez escribí una obra de teatro). No le contaré lo que dijo porque le dolería. Pero la discusión se terminó, después de estar en ello una y otra vez durante una hora más o menos, al decirle que su conducta mostraba falta de espíritu cristiano, justicia y sentido común al dejarle como una persona de mala reputación sin haber hecho una única averiguación sobre usted. «Puedo soportar sus flaquezas de carácter, señor Colebatch», dijo, en su estilo despectivo y cruel, «pero permítame preguntarle a usted, que defiende a Wray tan efusivamente: ¿conoce algo más sobre él que yo?». Él pensaba que esto zanjaría la discusión, pero fui hacia él de nuevo, rápido como el rayo. «No, señor, pero le daré buen ejemplo al ir mañana por la mañana y juzgar a ese hombre personalmente». Esto sí que la zanjó, y aquí estoy esta mañana para hacer lo que dije.

—Le demostraré, Colebatch, que he merecido el honor de que me defendiera —dijo Wray con una mezcla de dignidad sin artificios y gratitud varonil en sus modales, que lo hacían maravilloso—; tengo una carta, señor, del difunto Kemble…

—¡Cómo!, ¡mi viejo amigo, John Philip! —exclamó el terrateniente—; ¡muéstremela inmediatamente! Wray, él era «el romano más noble de todos», como dijo Shakespeare.

¡Ahí tenía un amigo inestimable, desde luego! Había conocido a Kemble y citado a Shakespeare. El viejo Reuben incluso podría haber abrazado al terrateniente en ese momento, pero se contentó con extender la estupenda carta de Kemble.

Colebatch la leyó e inmediatamente declaró que, como si hiera un certificado de buena conducta, esa carta superaría a todos los demás certificados que se hubiesen expedido en ese campo, y que establecía la reputación de Wray muy por encima del alcance de toda calumnia.

—¡Esta es la trituradora de Daubeny Daker más formidable que se haya escrito nunca, señor!

Justo cuando dijo esto, los ojos del anciano caballero se encontraron con la pequeña Annie, que había estado sentada sin hacer ruido en el rincón de la habitación, continuando su encaje. En el calor de su discurso preliminar, apenas se había permitido tiempo suficiente para mirarla, pero entonces compensó el tiempo perdido con su celeridad característica.

—¿Quién es esa preciosa muchacha? —dijo, y sus ojos brillantes centellearon más que nunca mientras hablaba.

—Mi nieta Annie —respondió Wray con orgullo.

—¡Qué cosa más bonita! ¡Qué bonita y tranquila está sentada, haciendo su encaje! —exclamó Colebatch con entusiasmo—. ¡No te muevas, Annie, no te vayas! ¡Me gusta mirarte! No harás caso de un soltero viejo y raro como yo, ¿verdad? Me dejarás mirarte, ¿no? Continúa con tu encaje, cielo, y el señor Wray y yo continuaremos con nuestra charla.

Esta «charla» terminó lo que la carta de Kemble había empezado. Animado por el terrateniente, el viejo Reuben contó sin adornos la historia de su vida, como si lo hiciera a un íntimo amigo, y la relató con todo el incomparable patetismo de la sencillez y la verdad. El tiempo que Colebatch no dedicaba a mirar a Annie —y no era mucho— lo empleaba anatematizando a su implacable enemigo, Daubeny Daker, con una serie de improperios violentos; y a prever, con regocijo inmenso, la clase de «derrota» consumada que sería capaz de infligir a ese caballero reverendísimo la próxima vez que se lo encontrara. Wray solo necesitaba dar un paso más después de este en la estima del terrateniente para ser considerado el Ave Fénix de todos los profesores de oratoria, pasados, presentes y futuros, y él lo dio. De hecho, se acordó de la producción teatral de Colebatch —una tragedia rimbombante y sangrienta por completo— en el teatro Drury Lane, e incluso algo más, de que él mismo había representado uno de sus personajes menores.

El terrateniente estrechó su mano de inmediato. Esta obra —en virtud de la cual él se consideraba un autor teatral— era su punto débil. La obra había disfrutado de una temporada ininterrumpida de una sola noche; y después nunca más se tuvo noticias de ella. Colebatch atribuía por entero esta circunstancia a que el público no supo apreciarla y, en su vejez, alardeaba de su tragedia dondequiera que fuera, sin reparar para nada en la acogida que había encontrado. A menudo se ha afirmado que los padres de niños enfermizos son los padres que más aman a sus hijos. Este comentario es a veces, y solo a veces, cierto. Trasládenlo, sin embargo, a los hijos débiles de la literatura e inmediatamente se convierte en una regla que la experiencia del mundo entero es incapaz de refutar sin una excepción.

—Mi querido señor —exclamó Colebatch—, su recuerdo de mi obra es un nuevo vínculo entre nosotros. Se titulaba, por supuesto usted lo sabe, La asesina misteriosa. Vaya, señor, ¿por casualidad recuerda las últimas cuatro líneas de la escena de la muerte de la culpable Lindamira? Eran estas, señor Wray: «¡Asesinato y grito de medianoche! ¡Vengan totalmente con los pelos de punta! ¡La afable oscuridad de mi alma os desafía! Estoy enferma de culpa… ¿Qué hay para curarme? ¡Esto! (Se apuñala.) ¡Ja, ja! Ahora estoy mejor (Sonríe, débilmente). ¡Estoy tranquila! (Muere)». ¡Si esa no es una escritura bastante firme, señor, no me llamo Matthew Colebatch! ¡Y la audiencia atontada no fue capaz de apreciarlo…! ¡Válgame Dios! —sacó su reloj—. ¡Ya es la una en punto! ¡Tengo que estar en casa! Debo irme enseguida. Adiós, Wray. Me alegro de haberle conocido, eso casi podría agradecérselo a Daubeny Daker por hacerme montar en la cólera que me ha enviado hasta aquí. Me recuerda mis días de juventud, cuando solía ir detrás del escenario y cenar con Kemble y Matthews. Adiós, pequeña Annie. Soy un tipo viejo y pícaro, y ¡tengo la intención de darte un beso algún día! Sin ir más allá, Wray, sin ir más allá, ¡por todos los diablos!, o no volveré otra vez. Pienso hacer que la gente de Tidbury contrate sus talentos. Son la pandilla de necios más infernal bajo el palio del cielo, ¡pero lo contratarán! Yo lo contrataré, aunque no sea más que eso, para leer mi obra en la Mechanics’ Institution. Haremos que se les ponga la piel de gallina y los pelos de punta con una pequeña tragedia de la buena y vieja escuela. Adiós, hasta que lo vea de nuevo, y ¡que Dios lo bendiga!

Y, sin parar, el terrateniente viejo y hablador se fue con mucha prisa, tal y como había entrado.

—¡Oh, abuelo, qué caballero más agradable! —exclamó Annie, levantando la vista de su cojín de encaje por primera vez.

—¡Qué amabilidad hacia mí sin precedentes! ¡Qué gusto más perfecto en todo! ¿Lo escuchaste citar a Shakespeare? —exclamó el viejo Reuben extasiado. Continuaron alternándose de este modo con arrobamientos sobre Colebatch durante casi una hora. Después de ese tiempo, Annie dejó su labor y fue hasta la ventana.

—Está lloviendo… llueve mucho —dijo—. ¡Oh, no podremos dar nuestro paseo hoy!

—¡Escucha! Se queja el viento —dijo el anciano—. También está refrescando, Annie, vamos a tener una noche de tormenta.

**

¡Las cuatro en punto! Y el carpintero todavía está con su labor en la trascocina. Más rápido, Julio César, más rápido. Tengamos esa máscara de Shakespeare fuera de la caja de caudales de Wray y cómodamente resguardada en su fantástico cofre de madera antes de que alguien se acueste esta noche. Más rápido, hombre… más rápido.

 

VII

UNA VISITA NOCTURNA

Por alguna razón familiar que no merece la pena ser mencionada, aquel día cenaron más tarde de lo habitual en el número 12. Dieron las cinco antes de que se sentaran a la mesa. Toda la conversación giró en torno al visitante de la mañana. Wray se ayudó de Shakespeare, incluso en mayor medida que de costumbre, cada vez que hablaba de Colebatch, al no haber términos en su propio vocabulario que fueran lo suficientemente selectos para describir al viejo y excéntrico terrateniente. Wray logró descubrir algún parecido asombroso con ese excelente caballero —ahora en alguna cosa, y luego, en otra— en cada personaje noble y venerable de todas las obras de teatro… sin olvidar tampoco, en una o dos ocasiones, buscar el parecido correspondiente entre los personajes más vergonzosos e intrigantes y aquel enemigo vengativo de todas las obras, actores y teatros, el reverendo Daubeny Daker. Ningún experto declarado de Shakespeare —y la afirmación es audaz— encontró jamás un sentido al poeta tan en armonía con su pequeño mundo propio y con más destreza que la que Wray encontró para poder proporcionar elogios sobre la bondad y generosidad de Matthew Colebatch, de Cropley Court.

Mientras tanto, el tiempo iba de mal en peor, como la tarde prometía. El viento se convirtió casi en un vendaval; y, de vez en cuando, la fuerte lluvia se estrellaba contra la ventana con una violencia alarmante. Prometía ser una de las noches más oscuras, húmedas y salvajes de Tidbury desde que había comenzado el invierno.

Poco después de que se limpiara la mesa, y habiendo agotado el tema de Colebatch, al menos por el momento, el viejo Reuben se quedó dormido en la silla. Este era un lujo bastante inusual en él, y probablemente ocurrió por el particular retraso de la cena. Normalmente, actuando con imprudencia según todas las observaciones ceremoniosas sobre la digestión, Wray tomaba esa comida a las dos y salía después para dar un paseo. Era un hombre pobre y no se podía permitir la lujosa distinción de ser dispéptico.

El comportamiento de Julio César, el carpintero, cuando salió de la trascocina para sentarse en su sitio en la mesa, fue algo desconcertante. Tiró al suelo el salero, derramó salsa sobre su camisa y reventó una patata al intentar transportarla a solo diez centímetros de distancia, más o menos, desde la fuente al plato de Annie. Estaba bastante por encima de lo habitual en cuanto a accidentes en la mesa durante una comida. Entonces, cuando terminaron de cenar, anunció su intención de regresar a la trascocina durante el resto de la noche con un tono de misterio mal disimulado que despertó la curiosidad de Annie, que comenzó a interrogarle. ¿Todavía no había hecho la caja nueva? ¡No! ¿Por qué? Seguramente podría haber fabricado una caja así en una hora. Sí, habría podido. ¿Por qué no lo había hecho?

—Espera un poco, Annie, y lo verás.

Y, después de haber dicho eso, puso misteriosamente su largo dedo a un lado de su gran nariz y abandonó la habitación inmediatamente. Media hora después, volvió a entrar. Se le veía muy avergonzado y alterado, e intentaba sin éxito esconder una cataplasma enorme —hecha con una perfecta rebanada de pan reciente y agua— que decoraba la palma de su mano izquierda. Esta vez, Annie insistió en que le diera una explicación.

Parecía que había concebido la idea de ornamentar la tapa de la caja nueva con unas tallas toscas que él mismo iba a hacer, en alabanza a Wray y a la máscara de Shakespeare. Al ser totalmente inexperto en la difícil labor de artesanía que se proponía realizar, se había clavado una astilla en la palma de la mano. Y allí estaba ahora la caja, en la trascocina, esperando la cerradura y las bisagras mientras que la única persona en la casa que podía ponerlas no estaba en condiciones de manejar un martillo en los días siguientes. ¡Pobre Julio César! ¡Nunca un cumplido bienintencionado fue tan poco oportuno como este tuyo! De todos los variados accidentes de tu vida esencialmente accidental, esta herida en particular, que te ha dificultado terminar la nueva caja esa noche, es la más inoportuna y la más irreparable.

Cuando entró el té, Wray se despertó; y como normalmente ocurría con la gente que rara vez se permite el inocente placer de una siesta tras la cena, cambió enseguida del estado de máxima somnolencia al estado de máximo desvelo. Para entonces la noche estaba en su negrura más profunda, la lluvia caía fiera y densa, y el viento salvaje se levantaba fuera, en la oscuridad, con todo su poder y gloria. La tormenta comenzó a afectar un poco el ánimo de Annie, y así se lo dio a entender a su abuelo cuando este se despertó. La extraordinaria vivacidad del viejo Reuben inmediatamente sugirió un remedio para esto. Propuso leer una obra de Shakespeare como el modo más eficaz de desviar la atención del tiempo, y, sin permitir un momento de meditación sobre su oferta, abrió vigorosamente el libro y comenzó a leer Macbeth.

Durante toda la lectura, no solo invitó a sus oyentes a cada una de las pausas y a cada infinitesimal inflexión de la elocución de Kemble, sino que también exhibió una parodia de los efectos que la señora Siddons realizaba en la escena de sonambulismo de lady Macbeth, con la ayuda de un pañuelo blanco anudado bajo el mentón y con una brillante palmatoria de alcoba en la mano; y, además de esas dilaciones especiales y estrictamente dramáticas, dificultaban también el progreso de su lectura el estar pendiente de Julio César y el despertar despiadadamente al desdichado carpintero cada vez que se quedaba dormido —lo cual, por cierto, era una vez cada diez minutos—, así que nadie podrá sorprenderse al oír que la lectura de Macbeth no se acabó antes de las once en punto. La iglesia de Tidbury dio la hora cuando Wray recitó con solemnidad las últimas líneas de la tragedia y cerró el libro.

—¡Ya está! —dijo el viejo Reuben—, creo que, por ahora, he sacado la tormenta de tu cabeza, Annie. Parece que tienes sueño, hija, vete a la cama. Tengo algunos comentarios que hacer sobre la correcta lectura de la escena del puñal, pero puedo hacerlos mañana por la mañana de igual manera. No te tendré más tiempo en vela. ¡Buenas noches, cariño!

¿Wray no se fue también a dormir? No, jamás en su vida se había sentido más despierto. Se quedaría levantado un poco más y cogería «calorcito» cerca del fuego. ¿Tenía Annie que soportar su compañía? De ningún modo, no privaría a la pobre Annie de su descanso, de ninguna manera. ¿Y Julio César? Por supuesto que tampoco; seguramente se dormiría inmediatamente, y, oírlo roncar, según Wray, era peor que oírlo estornudar. Así que los dos jóvenes desearon buenas noches al anciano y le dejaron coger «calorcito» como deseaba.

Esta fue la manera en la que se preparó para comenzar ese esperado ritual: movió su sillón ante el fuego; luego, puso una silla a cada lado y, después, abrió el armario y sacó la caja de caudales que contenía la máscara de Shakespeare. La depositó sobre una de las sillas al lado del sillón y, sobre otra, puso su copia de las obras y la vela. Finalmente, se sentó en medio —cómodo más allá de toda explicación— y lentamente inhaló un copioso pellizco de rapé.