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100 Clásicos de la Literatura

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—Oh, vamos, vamos —protestó el Fiscal de la Corona—. Va usted a hacer que Mr. March piense que ha venido a visitar a un chalado. Créame a mí: Hook lo hace sólo por diversión, como podría practicar cualquier otro deporte. Lo que ocurre es que es de los que se divierten de una manera más bien lamentable. Pero apuesto cualquier cosa a que si de pronto apareciesen noticias de importancia relacionadas con el pescado o con los buques de la flota, al momento dejaría a un lado su diversión.

—Pues a mí me sorprendería mucho que así fuese —dijo Horne Fisher mirando de manera soñolienta hacia la isla del río.

—A propósito, ¿qué noticias hay por ahí? —preguntó Harker a Harold March—. Veo que lleva usted un periódico encima, uno de esos panfletos de la tarde tan emprendedores que siempre salen por la mañana.

—Aparece el comienzo del discurso de Lord Merivale en Birmingham —contestó March entregándole el periódico—. No es más que un párrafo, pero a mí me parece bastante bueno.

Harker tomó el periódico, lo agitó y lo dobló para mirar las noticias de última hora. Se trataba, tal y como March había dicho, de tan sólo un párrafo, pero un párrafo que resultó tener un efecto muy peculiar sobre Sir John Harker. Su arrugado ceño se elevó con un gesto de sorpresa y sus ojos parpadearon, quedando por un momento su poderosa mandíbula completamente desencajada, lo cual, en aquel momento, y de alguna extraña manera, le hizo parecer muy viejo. Luego, recobrando la fuerza habitual de su voz y pasándole el periódico a Fisher sin acusar el más mínimo temblor, se limitó a decir:

—Muy bien, aquí tenemos una oportunidad para esa apuesta de la que hablábamos. Aquí tiene usted su gran noticia capaz de apartar al viejo de la pesca.

Horne Fisher miró el periódico, tras lo cual un cambio pareció también tener lugar sobre sus más lánguidas y menos expresivas facciones. Aquel breve párrafo iba precedido por dos o tres grandes titulares. En ellos, sus ojos leyeron: «¡Sensacional Advertencia a Suecia!» y «¡Protestaremos!».

—¿Qué demonios…? —dijo, tras lo cual sus palabras fueron apagándose hasta llegar primero a un murmullo y luego a un silbido.

—Tenemos que decírselo cuanto antes al viejo Hook o nunca nos lo perdonará —dijo Harker—. Probablemente querrá ver al Primer Ministro enseguida, aunque puede que ya sea demasiado tarde. Voy a ir a verle ahora mismo. Apuesto lo que sea a que, de una u otra manera, esto le hará olvidar sus peces.

Y, dando media vuelta, comenzó a recorrer a toda prisa la distancia que conducía, a lo largo de la margen del río, hasta el camino de losas de piedra. March, mudo de asombro debido a los efectos que había producido aquel periódico, se volvió hacia Fisher.

—¿Qué significa todo esto? —exclamó—. Siempre supuse que podríamos protestar en defensa de los puertos daneses tanto por el bien de ellos como por el nuestro propio. ¿Qué demonios es todo eso acerca de Sir Isaac y el resto de ustedes? No creerán acaso que se trata de malas noticias, ¿verdad?

—¡Malas noticias! —repitió Fisher, con una especie de suave énfasis más allá de toda descripción.

—¿Realmente son tan malas noticias? —preguntó su amigo por fin.

—¡Tan malas noticias! —repitió Fisher—. ¡Pero, hombre! ¡Son todo lo buenas que podían llegar a ser! Son grandes noticias. Son gloriosas noticias. Y lo mejor de ellas es que nos han cogido a todos por sorpresa. Es admirable. Es inestimable. Es verdaderamente increíble.

Miró nuevamente en dirección a los colores grises y verdes de la isla y el río hasta que aquella mirada suya tan melancólica se fue trasladando lentamente hasta los setos y las parcelas de césped.

—Tuve la sensación de que este jardín era como una especie de sueño —dijo—. Y supongo que en realidad debo de estar soñando. Pero lo cierto es que hay hierba que crece y aguas que corren, y que algo que había dado por imposible ha sucedido.

Al tiempo que hablaba, la oscura figura cargada de espaldas que parecía un buitre se asomó por la abertura del seto que había justo al lado de ellos.

—Ha ganado usted su apuesta —dijo Harker con una voz que sonó casi tan áspera como un graznido—. Ese viejo chalado no se interesa por nada que no sea la pesca. No sólo me ha soltado unas cuantas palabrotas sino que ha llegado a decirme que no quiere oír ni una sola palabra de política.

—Así supuse que sería —dijo Fisher con modestia—. ¿Qué va usted a hacer ahora?

—A pesar de todo, voy a utilizar el teléfono de ese viejo chiflado —contestó el abogado—. Tengo que averiguar qué es lo que ha ocurrido exactamente. Mañana mismo tengo que hablar en nombre del Gobierno.

Dicho esto, se alejó apresuradamente hacia la casa.

En el silencio que siguió después, un silencio de lo más desconcertante por lo que a March concernía, pudieron ver la pintoresca figura del Duque de Westmoreland, con su sombrero blanco y sus patillas, aproximarse a ellos a través del jardín. Instantáneamente, Fisher echó a andar a su encuentro con el periódico de color rosa en la mano mientras señalaba con unas pocas palabras el apocalíptico párrafo. El duque, quien había ido caminando despacio, se quedó completamente inmóvil y durante algunos segundos pareció un maniquí mirando la calle desde el escaparate de alguna tienda pasada de moda. Luego March pudo oír su voz, que le llegó alta y casi histérica.

—Pero él tiene que comprenderlo. Tiene que entrar en razón. No puede habérsele expuesto la cuestión correctamente.

Y luego, tras recobrar hasta cierto punto la fuerza e incluso la pomposidad de su voz, añadió:

—Iré yo mismo a decírselo.

De entre los extraños incidentes de aquella tarde, March recordaría siempre algo casi cómico en la nítida imagen de aquel anciano caballero tocado con su extraordinario sombrero blanco saltando con gran cuidado de una piedra a otra a través del río como si se encontrase cruzando por entre el tráfico de Piccadilly. Luego, cuando el hombre desapareció tras los árboles de la isla, March y Fisher se volvieron para ir a reunirse con el Fiscal de la Corona, quien salía en ese momento de la casa con un semblante en el que podía leerse una inquebrantable confianza en sí mismo.

—Todo el mundo anda diciendo —dijo— que el Primer Ministro ha realizado el discurso más grandioso de toda su vida. Hubo sonoras y prolongadas ovaciones. Todos, desde los financieros más corruptos hasta los más heroicos campesinos, coinciden. Nunca volveremos a abandonar a Dinamarca a su suerte.

Fisher asintió con la cabeza y se volvió en dirección al camino de sirga, por donde vio al duque regresar con una expresión de profundo desconcierto dibujada en el rostro. En respuesta a las preguntas que se le dirigieron, aquél dijo en un tono ronco y confidencial:

—Creo sinceramente que nuestro pobre amigo no es el mismo de siempre. Se negó a escucharme. Llegó a…, bueno…, sugerir que podía asustar a los peces.

Un oído fino hubiera podido llegar a percibir cierto murmullo relativo a un sombrero blanco que brotó de los labios de Mr. Fisher. No obstante, dicho murmullo resultó ahogado casi por completo cuando Sir John Harker exclamó con decisión:

—¡Fisher tenía toda la razón del mundo! ¡Y pensar que yo me resistí a creerle! Pero parece estar bastante claro que el viejo se encuentra, al menos por ahora, obsesionado con esta manía suya de la pesca. Si le prendieran fuego a la casa a sus espaldas, sería capaz de no mover ni un solo músculo hasta que se pusiera el sol.

Fisher, quien había proseguido su paseo hasta llegar a la parte más resguardada del camino de sirga, dirigió en aquel momento su penetrante y escrutadora mirada no hacia la isla sino hacia las lejanas cumbres boscosas que formaban las paredes del valle. El cielo de un atardecer tan despejado como el del día anterior se iba asentando sobre todo aquel sombrío paisaje, si bien hacia el oeste comenzaban ya a predominar los colores rojos sobre los dorados. Apenas se oía otra cosa que la monótona música del río. Luego llegó el sonido de una exclamación medio ahogada procedente de Horne Fisher, razón por la cual Harold March miró maravillado a su amigo.

—Habló usted de malas noticias —dijo Fisher—. Muy bien, aquí tenemos ahora noticias verdaderamente malas. Me temo que se trata de un asunto muy feo.

—¿A qué malas noticias se refiere usted? —preguntó su amigo, consciente de que había algo extraño y siniestro en el tono de su voz.

—A que el sol se ha puesto —contestó Fisher.

Tras decir esto, continuó hablando con el aire de quien es consciente de haber dicho algo fatal:

—Tenemos que conseguir que le hable alguien a quien él realmente escuche. Puede que esté loco, pero hay método en su locura. Casi siempre hay método en la locura. En realidad, ser metódico es lo que hace que los hombres enloquezcan de verdad. Y él nunca permanece allí sentado después de ponerse el sol, una vez que todo ha empezado a ponerse oscuro. ¿Dónde se encuentra su sobrino? Creo que él tiene verdadera devoción por su sobrino.

—¡Miren! —gritó March de repente—. ¡Vaya! Ahora mismo aparece por allí. Y viene precisamente en esta dirección.

Al mirar una vez más río arriba, pudieron ver, oscura contra los reflejos del atardecer, la figura de James Bullen saltando de piedra en piedra de manera torpe y precipitada, llegando en una ocasión a resbalar sobre una piedra y haciendo saltar un ligero chapoteo. Cuando se reunió con el grupo en la orilla, su rostro oliváceo estaba anormalmente pálido.

Los otros cuatro hombres, quienes ya se habían agrupado en el mismo sitio, le fueron llamando casi simultáneamente.

—¿Qué dice ahora?

—Nada. No dice… nada.

Fisher miró fijamente al joven durante un momento. Luego, dejando a un lado toda su pereza, y tras hacerle a March una señal apremiándole a que le siguiera, descendió a grandes zancadas hasta el río y lo cruzó. Unos instantes más tarde ambos se hallaron en el pequeño camino que, partiendo de allí, rodeaba la isla boscosa hasta llegar al extremo opuesto, donde se hallaba sentado el pescador. Al llegar allí se pararon y se quedaron mirándolo sin pronunciar una sola palabra.

 

Sir Isaac Hook aún permanecía sentado y recostado contra el tocón del árbol. Y así continuaba debido a la más poderosa de todas las razones. Un retal de su propio e irrompible sedal se hallaba apretado y enroscado, con una doble vuelta, alrededor de su garganta, y con otras dos vueltas más, alrededor del tocón de madera que le servía de apoyo a su espalda. El investigador se abalanzó hacia adelante y tocó la mano del pescador. Estaba tan fría como el cuerpo de un pez.

—Definitivamente, el sol se ha puesto —dijo Horne Fisher empleando el mismo tono terrible—. Y él nunca lo volverá a ver aparecer.

Diez minutos más tarde los cinco hombres, conmocionados por semejante tragedia, se encontraron de nuevo reunidos en el jardín. Durante un rato, permanecieron mirándose los unos a los otros con rostros pálidos pero vigilantes. Finalmente el abogado, que parecía ser el más alerta de todo el grupo, se decidió a hablar, si bien sus palabras sonaron algo bruscas.

—Debemos dejar el cuerpo tal y como está y telefonear a la policía —dijo—. Creo que mi propia autoridad será suficiente para registrar a los criados y revisar los papeles de nuestro desafortunado amigo para ver si encontramos algo que los implique. Ni que decir tiene que ninguno de ustedes, caballeros, debe abandonar este lugar.

Quizá hubiese algo en aquella manera suya tan rápida y rigurosamente legal de afrontar la situación que sugiriese la inminencia de alguna red o trampa. Sea como fuere, el joven Bullen se derrumbó de repente o, mejor dicho, reventó después de estar tanto tiempo reprimiendo su emoción. Su voz sonó como una explosión por todo el silencioso jardín.

—¡Yo ni siquiera le he tocado! —gritó—. ¡Les juro que no he tenido nada que ver en lo sucedido!

—¿Quién ha dicho que tuviera usted algo que ver? —preguntó Harker con una severa mirada—. ¿Por qué se justifica usted antes de ser acusado de nada?

—Porque todos ustedes me miran como si lo hiciesen —gritó el joven, furioso—. ¿Se creen acaso que no sé que no hacen más que chismorrear acerca de mis malditas deudas y mis esperanzas de heredar?

Para sorpresa de March, Fisher se había apartado de este primer enfrentamiento llevándose consigo al duque a otra parte del jardín. Cuando se encontró fuera del alcance del oído de los demás, le dijo a éste con una curiosa sencillez:

—Westmoreland, voy a ir directo al grano.

—¿Y bien? —dijo el otro mirándolo con aire imperturbable.

—Usted tenía un motivo para matarlo —dijo Fisher.

El duque continuó mirándolo fijamente, si bien parecía incapaz de articular palabra.

—Espero que tuviese un motivo para matarlo —prosiguió Fisher más suavemente—. Como usted comprenderá, se trata de una situación bastante curiosa. Si hubiese tenido usted un motivo para matarlo, probablemente no lo hubiera hecho. Pero en el caso de no haber tenido motivo alguno, bueno, entonces usted quizá lo hubiera matado.

—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó el duque con violencia.

—Es muy sencillo —dijo Fisher—. Cuando usted se le acercó, él se hallaba o vivo o muerto. Si se encontraba vivo, hubiese sido usted quien lo hubiese matado. Si no, ¿por qué habría usted de mantener la boca cerrada y no decir que estaba muerto? Y en caso de estar él muerto, al tener usted un motivo para desear matarlo, no dijo usted ni una sola palabra por temor a ser acusado.

Luego, tras un silencio, añadió distraídamente:

—Chipre es un hermoso lugar, según tengo entendido. Paisajes románticos y gente romántica. Debe de ser un país sumamente embriagador para un joven.

De repente, el duque apretó los puños y dijo con un hilo de voz:

—Muy bien. Yo tenía un motivo.

—Entonces ya sé que no tengo de qué preocuparme con respecto a usted —dijo Fisher extendiendo la mano con una enorme expresión de alivio—. Estaba casi seguro de que en realidad usted no lo había hecho. Se llevó usted un buen susto cuando se lo encontró muerto, como es natural. Como si fuese un mal sueño hecho realidad, ¿no es cierto?

Mientras esta curiosa conversación tenía lugar, Harker había entrado en la casa sin hacer el menor caso de las manifestaciones del malhumorado sobrino, regresando al poco tiempo con expresión más animada y con un fajo de papeles en una mano.

—He telefoneado a la policía —dijo deteniéndose para hablarle a Fisher—, aunque creo que ya he hecho por ellos la mayor parte del trabajo. Creo que ya he descubierto la verdad. Hay aquí un papel que…

Se detuvo al darse cuenta de que Fisher lo miraba con una singular expresión. Fue entonces Fisher quien habló:

—Y hay también algunos papeles que no están ahí, me imagino. Quiero decir, que ya no están ahí.

Y tras hacer una pausa añadió:

—Pongamos las cartas sobre la mesa. Al registrar usted los papeles del muerto con tanta prisa, Harker, ¿no buscaba usted algo… para asegurarse de que más tarde no pudiera ser encontrado por nadie?

Harker no movió un solo cabello rojo de su recia cabeza, pero miró a los demás por el rabillo del ojo.

—Y supongo —añadió Fisher con tranquilidad— que ésa es la razón por la cual nos mintió usted sobre el hecho de haber encontrado a Hook vivo. Usted sabía que había algo que demostraba que usted podía haber sido su asesino. Por eso no se atrevió a decirnos que le habían matado. Pero créame: resultará mucho mejor para usted ahora que se muestre sincero conmigo.

El macilento rostro de Harker se encendió súbitamente como alumbrado por un fuego infernal.

—¡Sincero! —gritó—. ¡Ser sincero es algo que no casa mucho con ninguno de ustedes! Todos ustedes, que han nacido en cunas de oro, se dedican a ir por ahí pavoneándose, como dotados de una virtud imperecedera, de que nunca han tenido en su mano nada que perteneciese a los demás. Pero yo, que nací en una humilde casa de huéspedes de Pimlico, tuve que buscarme la vida por mí mismo, y sería falso decir que alguna vez perjudiqué en lo más mínimo a una sola persona honrada. Y a pesar de todo, cuando un luchador se tambalea ligeramente sobre la cuerda mientras aún es joven y se encuentra inmerso en los escalafones más bajos de la ley, los cuales son, por cierto, de lo más sórdido, siempre aparece algún viejo vampiro que se engancha a uno a causa de ello y se dedica a chuparle la sangre durante el resto de su vida.

—Se refiere usted a aquel asunto de las Golcondas de Guatemala, ¿no es así? —dijo Fisher con un gesto comprensivo.

Harker se estremeció repentinamente. Luego dijo:

—Creo que lo sabe usted todo. Como si fuese Dios Todopoderoso.

—Yo sé demasiado —dijo Horne Fisher—. Incluidos los grandes errores.

Los otros tres hombres se iban aproximando a ellos, pero antes de que se hallasen demasiado cerca Harker dijo con una voz que había recobrado ya toda su firmeza:

—Sí. Destruí, en efecto, un papel. Pero encontré también otro que creo que probará la inocencia de todos nosotros.

—Muy bien —dijo Fisher en un tono más alto y alegre—. Entonces saquémosle provecho todos.

—Sobre los papeles de Sir Isaac —explicó Harker— había una carta llena de amenazas firmada por alguien llamado Hugo. En ella se amenaza con matar a nuestro desafortunado amigo de manera muy similar a la que finalmente le ha dado muerte. Es una carta despiadada, llena de insultos, como pueden comprobar ustedes mismos, pero haciendo hincapié en la costumbre del pobre Hook de pescar en la isla. Llama la atención el hecho de que el hombre declara que está escribiendo en un bote de remos. Y puesto que nosotros fuimos los únicos que nos acercamos a él por tierra firme —añadió sonriendo de manera bastante inquietante—, el crimen debe de haber sido cometido por un hombre que pasaba por allí en bote.

—¡Dios mío! —exclamó el duque con algo parecido a una gran excitación—. Recuerdo muy bien a ese tal Hugo. Era una especie de guardaespaldas o criado de confianza de Sir Isaac. ¿No lo entienden? Sir Isaac tenía miedo de ser atacado. No era, por así decirlo, muy popular en ciertos círculos. Hugo fue despedido tras algún oscuro escándalo, pero aún puedo recordarlo bien. Era húngaro, muy alto, con unos grandes bigotes que le sobresalían a ambos lados de la cara…

Una puerta se abrió en medio de la oscuridad que reinaba en la memoria de Harold March (o, para hablar con mayor propiedad, en su olvido) para mostrar un luminoso paisaje semejante al de un sueño perdido. Se trataba más bien de un paisaje acuático que de uno terrestre: un cuadro compuesto por prados inundados, árboles bajos y la arcada oscura de un puente. Y por un instante pudo ver nuevamente a aquel hombre de bigotes tan largos que parecían dos oscuros cuernos saltar hasta el puente para luego desaparecer.

—¡Santo Cielo! —gritó—. ¡Pero si resulta que yo mismo me crucé con el asesino esta mañana!

A pesar de todo lo ocurrido, Horne Fisher y Harold March aún pudieron disfrutar de un merecido día de descanso en el río. Como integrantes de aquel pequeño grupo, que, por cierto, se había disuelto nada más llegar la policía, lograron que el oportuno testimonio de March los dejase fuera de toda sospecha, con lo que se cerró el caso en contra del hombre llamado Hugo. El que aquel húngaro fugitivo llegase o no a ser capturado por la policía era algo que a Horne Fisher se le antojaba altamente dudoso, si bien tampoco se podía decir de él que hubiese volcado todas sus endemoniadas dotes detectivescas en el asunto, ya que se limitó a recostarse contra los almohadones del fondo del bote mientras fumaba y observaba el balanceo de los juncos conforme éstos iban pasando y quedando atrás.

—Fue una gran idea lo de saltar al puente —dijo—. Un bote vacío quiere decir poca cosa. Y en cuanto al hombre, nadie lo ha visto desembarcar en ninguna de las dos riberas del río y, además, ha logrado esfumarse por el puente sin haber llegado hasta él por tierra, por así decirlo. Si a todo esto añadimos que lleva veinticuatro horas de ventaja, que sus bigotes desaparecerán y que luego él también desaparecerá, creo que podemos tener todas nuestras esperanzas puestas en que acabará escapando.

—¿Esperanzas? —repitió March dejando de remar durante un instante.

—Sí, esperanzas —repitió el otro—. Para empezar, ningún deseo de venganza al estilo siciliano va a consumirme por dentro por el simple hecho de que alguien haya matado a Hook. Quizá a estas alturas ya se haya dado usted cuenta de qué clase de tipo era Hook. Ese sencillo y enérgico magnate industrial hecho a sí mismo no era más que un maldito chantajista y un chupador de sangre ajena. Se hallaba en poder de secretos que atentaban contra casi todo el mundo. Uno contra el pobre y viejo Westmoreland referente a un matrimonio contraído por el duque en Chipre, siendo éste aún muy joven, que podría haber puesto a la duquesa en una situación de lo más embarazosa. Y también uno contra Harker acerca de alguna apuesta realizada con el dinero de algún cliente suyo cuando no era más que un abogado novato. Ésa, desde luego, es la razón por la cual perdieron los nervios cuando encontraron a Hook asesinado. Tuvieron la sensación de haberlo hecho ellos mismos en sueños. Pero, no obstante, debo admitir que tengo otra razón para no desear que cuelguen a nuestro amigo húngaro por asesinato.

—¿Y cuál es esa razón? —preguntó su amigo.

—Pues, simplemente, que él no cometió el asesinato —contestó Fisher.

Harold March puso a un lado los remos y dejó que el bote marchase a la deriva durante un momento.

—¿Quiere que le confiese una cosa? Una parte de mí estaba esperando oír algo así —dijo—. Resultaba bastante incongruente, pero se notaba presente en la atmósfera como se presiente un trueno en el aire.

—Todo lo contrario. Es el hecho de encontrar a Hugo culpable lo que resulta incongruente —contestó Fisher—. ¿No se da usted cuenta de que le condenan por la única razón por la que absuelven a todos los demás? Harker y Westmoreland guardaron silencio porque habían encontrado a Hook muerto y sabían que había documentos que los harían aparecer como los asesinos. Muy bien, pues también Hugo lo encontró muerto y también Hugo sabía que había un documento que lo haría aparecer como el asesino. Él mismo lo había escrito el día anterior.

 

—Pero en ese caso —dijo March frunciendo el ceño—, ¿a qué intempestiva hora de la mañana se cometió realmente el asesinato? Apenas empezaba a clarear cuando me encontré a aquel hombre en el puente, y éste queda a una considerable distancia de la isla río arriba.

—La respuesta es muy sencilla —contestó Fisher—. El crimen no se cometió por la mañana. En realidad, ni siquiera fue cometido en la isla.

March miró a las relucientes aguas sin contestar, pero Fisher continuó como si le hubiesen formulado una pregunta.

—El que un asesino sea considerado inteligente lleva aparejada la capacidad de saber aprovecharse de cualquier detalle poco común para convertirlo en una situación de lo más corriente. En este caso el detalle era la manía del viejo Hook de ser el primero en levantarse cada mañana, su imperturbable rutina como pescador y su insistencia en no ser molestado. El asesino lo estranguló en su propia casa después de la cena de la noche anterior, transportó su cadáver, junto con todos sus aparejos de pesca, a través del arroyo a altas horas de la noche, lo ató a aquel tocón de árbol y lo dejó allí bajo las estrellas. Fue un hombre muerto quien estuvo pescando allí durante todo el día. Luego el asesino regresó a la casa, o mejor dicho al garaje, y se marchó de allí en su automóvil. Pues resulta un hecho cierto que al asesino le gusta conducir su propio automóvil.

Fisher miró significativamente a su amigo a los ojos y continuó:

—Parece usted horrorizado. Y no es de extrañar, pues se trata de un asunto verdaderamente horrible. Pero también otras cosas resultan horribles. Si algún individuo anónimo fuese perseguido por un chantajista hasta llegar al extremo de condenar su vida familiar a la más absoluta ruina, usted nunca pensaría que el asesinato de su perseguidor fuese el más imperdonable de todos los crímenes. ¿Es por ello peor cuando a quien se libera es a toda una gran nación en vez de a una sola familia?

»Por medio de esta advertencia a Suecia probablemente evitemos la guerra en vez de precipitarla, con lo que salvaremos muchos miles de vidas bastante más valiosas que la de esa víbora. Oh, no, no estoy filosofando ni justificando realmente lo sucedido, pero permítame decirle que la clase de esclavitud que les sometía tanto a él como a su país era mil veces menos justificable. Si yo fuese un hombre verdaderamente inteligente, lo hubiera adivinado todo nada más ver su astuta y letal sonrisa durante la cena de la pasada noche. ¿Recuerda usted que le he contado la estúpida charla que mantuvimos entonces acerca de cómo el viejo Isaac era siempre capaz de jugar con los peces? En un sentido bastante macabro de la expresión, él era un pescador de hombres.

Harold March tomó los remos y comenzó a remar de nuevo.

—Lo recuerdo —dijo—. Y también recuerdo que un pez grande puede llegar a romper el sedal y acabar escapándose.

VII. EL TONTO DE LA FAMILIA

Tanto Harold March como los pocos que cultivaban la amistad de Horne Fisher, y muy especialmente los que le trataban con asiduidad dentro de su propio círculo, notaban una cierta soledad en las relaciones sociales de dicho personaje. Aunque siempre parecía encontrarse rodeado de parientes, nunca lo veían en compañía de su familia más directa. Claro que quizás resultase más acertado decir que veían, sin saberlo, a muchos de los miembros de su familia pero ni el menor resquicio del ambiente que nosotros solemos llamar familiar.

Con sus primos y demás parientes, quienes se ramificaban de manera laberíntica a lo largo y ancho de la clase gobernante de Gran Bretaña, Horne Fisher parecía mantener unas buenas, o cuando menos cordiales, relaciones. Ello era debido, principalmente, a que nuestro hombre destacaba por la curiosa facultad de poseer toda clase de conocimientos acerca de cualquier materia por extraña que ésta fuese, de tal manera que a veces uno podía llegar a pensar que sus vastos conocimientos, al igual que ocurría con su descolorido bigote rubio y sus pálidas y lánguidas facciones, poseían la fabulosa capacidad de adaptarse a su entorno con la misma facilidad que un camaleón. De una u otra manera, llegaba siempre a congeniar con embajadores y ministros, así como con todas las personalidades responsables de departamentos importantes, y a conversar con cada uno de ellos tanto acerca de su respectiva especialidad profesional como también sobre la rama del saber a la que se hallaban más personalmente consagrados. Así, podía dialogar con el Ministro de la Guerra acerca de gusanos de seda, con el Ministro de Educación sobre historias de detectives, con el Ministro de Trabajo sobre los célebres esmaltes de Limoges y con el Ministro de Orden y Progreso Moral (si es que tal nombre resulta el más apropiado) sobre las diferentes funciones benéficas que se habían venido representando por Navidad a lo largo de las cuatro últimas décadas. Y siendo el primero de estos caballeros su primo carnal, el segundo un primo lejano, el tercero su cuñado y el cuarto su tío político, tal versatilidad a la hora de entablar conversación contribuía, en cierto sentido, a la creación de una familia feliz. A pesar de todo, March no encontraba por ningún lado en las relaciones personales de Horne Fisher la menor señal de la típica camaradería y confianza que las personas de clase media están tan acostumbradas a mantener con sus amistades y que es el verdadero germen de toda amistad, afecto y demás grandes valores en cualquier sociedad sana y estable. En su interior no dejaba de preguntarse si Horne Fisher no sería a la vez huérfano e hijo único.

Le causó, por tanto, una enorme sorpresa la noticia de que Fisher tenía un hermano, el cual era mucho más próspero y poderoso que él, aunque a duras penas, según March llegó a creer posteriormente, pudiera decirse que su vida fuese ni la mitad de fascinante que la de su hermano. Sir Henry Harland Fisher, cuyo nombre solía ir asociado a numerosos títulos y condecoraciones, ostentaba un cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores cuya importancia parecía a todas luces mayor aún que la del propio ministro. Aparentemente, aquello venía de familia, pues había un tercer hermano, Ashton Fisher, que vivía en la India y cuyo cargo tenía una mayor importancia que la que le correspondía al mismísimo gobernador de la colonia. Pero volviendo a Sir Henry Fisher, debe decirse que éste era una copia físicamente más pesada pero también más agraciada de su hermano. Lucía una calva que, aun siendo igual de grande que la del otro, se hallaba también mucho más cuidada. Sus maneras resultaban muy corteses pero también ligeramente condescendientes no sólo con respecto a March sino incluso, tal y como el propio March había llegado a imaginarse, también con Horne Fisher. Este último, que por lo general sabía adelantarse a los pensamientos a medio formar de cuantos le rodeaban, se dignó aludir de pasada al tema en cierta ocasión en que ambos hombres paseaban por Berkeley Square.

—Pero hombre, ¿es que acaso no sabe usted —dijo con gran tranquilidad— que en mi casa yo soy el tonto de la familia?

—Si eso es cierto, entonces debe de tratarse de una familia muy inteligente —dijo Harold March con una sonrisa.

—Se ha expresado usted con una gran elegancia —respondió Fisher—. Se nota que es usted una persona instruida. Hombre, en realidad quizás resulte exagerado decir que soy el tonto de la familia, pero podría decirse que, dentro de ella, yo soy el gran fracasado.

—Me resulta verdaderamente extraño oír algo así precisamente de usted —observó el periodista—. ¿Puede saberse en qué ha fracasado usted?