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100 Clásicos de la Literatura

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—Pero, ¿cómo pudo ocurrir —preguntó Crane— que Bulmer se cayera precisamente en ese punto?

—Porque el hielo había sido manipulado sólo en dicho punto por el único hombre que conocía el lugar exacto en el que se encontraba el pozo —contestó Horne Fisher—. Fue resquebrajado de manera deliberada con el hacha de cocina exactamente en ese sitio. Yo mismo pude oír los golpes pero no entendí su significado. El lugar había sido cubierto con un falso lago sólo porque la verdad tenía que ser cubierta con una falsa leyenda. ¿No se da usted cuenta de que eso es precisamente lo que aquellos nobles paganos hubieran hecho? Profanarlo con una especie de diosa pagana al igual que aquel emperador romano que levantó en su tiempo un templo consagrado a Venus justo sobre el lugar donde había estado el Santo Sepulcro. ¡Y pensar que la verdad aún podía ser rastreada por cualquier hombre medianamente instruido que se propusiese seguir el rastro! ¡Y que precisamente un hombre así se hubiera propuesto encontrarlo!

—¿Quién? —preguntó el otro presintiendo en su interior la respuesta a tal pregunta.

—El único hombre que posee una coartada en toda esta historia —contestó Fisher—. James Haddow, el abogado que era a la vez anticuario, se marchó la noche anterior a la tragedia, pero dejó tras de sí una horrible forma de muerte dibujada sobre el hielo. Se despidió de manera algo brusca habiéndose propuesto previamente quedarse. Probablemente, según creo, después de haber tenido una desagradable escena con Bulmer durante la entrevista que mantuvieron para tratar de temas legales. Como usted mismo sabe por experiencia, Bulmer era capaz de lograr que cualquiera sintiese deseos de matarlo. Por otro lado, puedo imaginarme perfectamente que el abogado tuviera por su cuenta alguna que otra irregularidad pendiente que se hallase en peligro de ser descubierta por su cliente.

»Según mi forma de entender la naturaleza humana, un hombre podrá hacer trampas en sus negocios pero nunca en sus pasatiempos. Haddow puede haber sido un abogado tramposo, pero no podía evitar ser un anticuario honrado. Una vez que se halló tras la pista de la verdad acerca del Pozo Sagrado, no pudo menos que seguirla hasta el final. Las anécdotas que ocasionalmente aparecían en los periódicos no le engañaron con ese tal Mr. Prior y su agujero en el muro. Lo descubrió todo, incluso la situación exacta del pozo, y obtuvo por ello su recompensa, si el hecho de asesinar a alguien con éxito se puede considerar una recompensa.

—¿Y cómo dio usted con la pista de toda esta historia oculta? —preguntó el joven arquitecto.

Una sombra cubrió el rostro de Horne Fisher.

—Yo ya sabía de antemano lo suficiente como para imaginarme el resto —dijo—. Pero permítame que no entre en detalles pues, después de todo, me produce un profundo sentimiento de vergüenza el hecho de estar aquí hablando de esta manera tan frívola acerca del pobre Bulmer. Al fin y al cabo, él ya ha pagado su culpa mientras el resto de nosotros aún no lo ha hecho. Me atrevería a decir que cada cigarro que fumo y cada licor que tomo provienen directa o indirectamente del saqueo de lugares santos y de la explotación de los pobres. A decir verdad, uno no necesita revolver mucho en el pasado para encontrarse con el agujero en el muro, que es como yo llamo a esa gran asignatura pendiente que tienen todos aquellos que defienden a ultranza la historia de Inglaterra. Dicho agujero subyace justo bajo la superficie, al otro lado de una fina capa de información falsa, al igual que ese pozo negro y manchado de sangre yace justo bajo esa capa de aguas poco profundas y hierbas muertas. Oh, sí, la capa de hielo es delgada pero aguanta a pesar de todo. Es lo bastante fuerte como para soportar el peso de todos nosotros cuando nos disfrazamos de monjes y bailamos sobre ella burlándonos de la querida, extraña y antigua Edad Media.

»Cuando me dijeron que tenía que ponerme un disfraz original, eso fue lo que hice guiándome por mi propio gusto e imaginación. Como puede usted ver, conozco algo acerca de nuestra historia nacional e imperial, de nuestra prosperidad y nuestro progreso, de nuestro comercio y nuestras colonias, de nuestros siglos de éxito y esplendor… Así que, cuando me pidieron que lo hiciera, decidí ponerme un tipo de disfraz que hoy en día ya no se lleva. Me puse el único disfraz que considero adecuado para un hombre que ha heredado la posición de un caballero y aún no ha perdido del todo la mentalidad propia del mismo.

Como respuesta a una interrogadora mirada, se levantó señalando sus ropas con un dramático gesto y añadió:

—El de un humilde ermitaño vestido tan sólo con unos cuantos sacos viejos.

VI. LA MANÍA DEL PESCADOR

A veces, hasta el hecho más extraordinario puede resultar fácil de olvidar. Si no posee relación alguna con el curso normal de los acontecimientos y se halla en apariencia desprovisto de causas o consecuencias, los sucesos posteriores no lo evocan, por lo que queda tan sólo como algo subconsciente hasta que, al cabo del tiempo, cualquier suceso fortuito lo hace renacer. Pero, mientras tanto, permanece a un lado como si fuese un sueño olvidado.

Fue precisamente a la hora a la que tienen lugar muchos sueños, a la salida del sol y al poco de haberse disipado la oscuridad, cuando tuvo una de estas extrañas experiencias un hombre que surcaba en un bote de remos uno de los ríos del sudoeste de Inglaterra. El hombre en cuestión estaba despierto. De hecho, se le consideraba una de las personas más despiertas y vivaces de su tiempo, y destacado integrante de la nueva hornada de periodistas políticos. Se llamaba Harold March y en ese momento estaba recorriendo el país con el fin de entrevistar a las diferentes celebridades políticas en sus respectivas casas de campo. En cuanto a lo que vio, pareció algo tan incongruente que muy bien pudo haber sido imaginario. Simplemente pasó de manera fugaz por su cabeza para ir a perderse en una maraña de sucesos posteriores completamente desprovistos de toda conexión con él. Ni siquiera pudo recordarlo hasta que, algún tiempo después, descubrió su significado.

Una pálida neblina matinal caía sobre los campos y los juncos que se alineaban a lo largo de una de las riberas del río. A lo largo de la ribera opuesta se erigía un muro de ladrillo de color rojo oscuro que parecía emerger directamente del agua. El hombre, que había dejado a un lado sus remos e iba a la deriva impulsado por la corriente, pudo ver al mirar hacia adelante que la monotonía del largo muro de ladrillo se hallaba interrumpida por una especie de puente de estilo algo anticuado, con pequeñas columnas de piedra blanca que comenzaban ya a tornarse grises. Recientemente habían tenido lugar diversas inundaciones, por lo que el río, que permanecía aún bastante alto, apenas dejaba asomar entre sus aguas los troncos de los árboles más bajos y había reducido a un arco bastante pequeño la blanca luz del amanecer que brillaba bajo la curva del puente.

Conforme su propia embarcación pasaba bajo esta oscura arcada, pudo ver que otro bote venía a su encuentro impulsado por los remos que manejaba un hombre tan solitario como él mismo. La postura de aquél impedía que el rostro resultase visible pero, según se fue acercando al puente, se puso en pie sobre el fondo del bote y se volvió. No obstante, se encontraba tan cerca ya de la oscura boca que su figura entera se destacó completamente negra contra la luz de la mañana, por lo que March no pudo ver nada de aquel rostro excepto los extremos de dos largas patillas o bigotes que conferían a la silueta un algo siniestro, como si fuesen dos cuernos situados en un lugar que, por lógica, no les correspondía.

A pesar de todo, March no hubiera podido percibir ni siquiera tales detalles de no ser por lo que ocurrió en aquel mismo instante. Conforme el hombre llegaba bajo el puente, dio un salto hacia éste y se colgó de él, sus piernas suspendidas en el aire, dejando el bote a la deriva tras el salto. March tuvo la momentánea visión de dos piernas oscuras que lanzaban patadas al aire, luego de una sola de ellas, y más tarde de nada que no fuese la corriente dibujando remolinos y el largo muro extendiéndose a lo lejos paralelo al río. Siempre que volvió a pensar sobre lo que acababa de ver, incluso mucho después de comprender la historia en la que aquello se hallaba envuelto, le acudió a la mente aquella forma tan fantástica como si estuviese petrificada, como si aquellas fabulosas piernas fuesen un grotesco ornamento esculpido en la propia piedra del puente, a la manera de una gárgola.

En aquel momento, sin embargo, se limitó a pasar por allí con la mirada fija en la corriente. No alcanzó a ver ninguna figura fugitiva sobre el puente, por lo que pensó que aquel hombre ya debía de haber escapado. No obstante, sí acertó a vislumbrar confusamente cierta imagen en la que, entre los árboles que rodeaban el extremo del puente que quedaba frente al muro, había un farol y, junto a él, yacían las anchas espaldas azules de un policía inconsciente.

Antes de llegar al final de aquel viaje con fines políticos, tuvo muchas otras cosas en que ocuparse aparte del extraño incidente del puente, pues gobernar un bote siendo el único a bordo no siempre resultaba empresa fácil ni tan siquiera en un arroyo tan solitario como aquél. No obstante, debe añadirse a este respecto que el que fuese el único tripulante de aquella embarcación se debía tan sólo a un imprevisto. El bote había sido adquirido y toda la expedición planeada junto a un amigo que en el último momento se había visto obligado a alterar todos sus preparativos. Efectivamente, Harold March debería encontrarse en aquel momento en compañía de su amigo Horne Fisher, con quien se suponía que debía de estar compartiendo aquella travesía hacia el interior del país cuyo destino era Willowood Place, lugar en el que el Primer Ministro se hallaba por entonces invitado.

 

Cada vez era mayor el número de personas que comenzaba a oír hablar de Harold March, pues sus impresionantes artículos políticos le iban abriendo las puertas de círculos cada vez más importantes, a pesar de lo cual todavía no había gozado de ninguna oportunidad de encontrarse con el Primer Ministro. Por el contrario, casi nadie del público general había oído hablar de Horne Fisher, quien a pesar de ello conocía al Primer Ministro de toda la vida. Por estas razones, si los dos hubiesen emprendido juntos el proyectado viaje, March se hubiera encontrado más que dispuesto a apresurarlo mientras que Fisher se hubiera contentado vagamente con prolongarlo lo más posible. Y es que Fisher era una de esas personas que parecía haber nacido conociendo ya al Primer Ministro, si bien la existencia en sí de tal familiaridad no parecía tener para él un efecto de especial regocijo sino que más bien parecía producirle algo parecido a un indecible cansancio.

Fisher era un hombre alto y rubio, con una frente demasiado amplia a causa de la alopecia y una actitud apática. Aunque era rara la ocasión en que expresaba enfado de manera más cálida que el simple cansancio, en aquella ocasión se había enojado claramente al recibir, precisamente mientras se encontraba haciendo un somero equipaje compuesto de puros y aparejos de pesca, un telegrama desde Willowood pidiéndole que fuese hasta allí en tren inmediatamente ya que el Primer Ministro tenía que marcharse aquella misma noche. Por lo demás, Fisher era consciente de que con casi total seguridad su amigo periodista no podría partir hasta el día siguiente. Aquello, por tanto, era un auténtico fastidio, pues le caía bien aquel periodista amigo suyo y, además, había esperado con una enorme ilusión aquellos días de descanso en el río. En cuanto al Primer Ministro, aquel hombre ni le gustaba ni le disgustaba en particular, pero aborrecía profundamente la alternativa de pasar unas cuantas horas encerrado en un tren, a pesar de lo cual aceptaba a los Primeros Ministros tanto como a los ferrocarriles, pues ambos eran parte de un mismo sistema, y él no era precisamente la persona enviada a este mundo para cambiar el orden de las cosas.

Tanto fue así que finalmente decidió telefonear a March para pedirle, con maldiciones y palabrotas disimuladas entre abundantes disculpas, que llevase el bote río abajo según lo acordado y que se reuniera con él en Willowood a la hora prevista. Después salió a la calle y paró un taxi que lo llevó hasta la estación de ferrocarril. Una vez allí, hizo una parada en un quiosco para añadir a su ligero equipaje unas cuantas novelas baratas de misterio que no tardó en comenzar a leer con enorme entusiasmo. Enfrascado en su lectura, no tenía ni la más remota idea de que iba camino de verse envuelto, en la vida real, en una historia tan extraña como las que se contaban en aquellas novelas.

Un poco antes de ponerse el sol, llegó, con su ligero equipaje bajo el brazo, ante la puerta de los vastos jardines que colindaban con el río que cruzaba Willowood Place, una de las fincas más pequeñas de cuantas eran propiedad de Sir Isaac Hook, el magnate de la prensa y de la industria naval. A pesar de haber entrado por la puerta que daba a la carretera, en el lado opuesto al río, comenzaba ya a percibirse una mezcla de cualidades en todo aquel húmedo paisaje que recordaba incesantemente al viajero la proximidad del río. Los blancos reflejos que el sol creaba sobre la superficie del agua se entreveían súbitamente como espadas o lanzas que brillasen entre la verde espesura. Incluso en el propio jardín, que se encontraba dividido en diversos recintos separados por altos setos y plantas de jardín, flotaba en el aire que llenaba cada rincón la música del agua.

El primero de aquellos verdes recintos en los que Fisher entró parecía ser un campo de croquet de aspecto algo descuidado en el que un joven solitario practicaba dicho deporte jugando contra sí mismo. Aunque no demostraba mucho entusiasmo en el juego, parecía estar aprovechando un rato perdido para practicar un poco. Daba la impresión de ser uno de esos típicos jóvenes que no pueden soportar el peso de la conciencia a menos que estén haciendo algo, y cuyo concepto de hacer algo suele limitarse a practicar cualquier tipo de juego. Su rostro, cetrino pero agraciado, parecía más bien malhumorado que otra cosa. Era moreno e iba bien vestido a la manera liviana de los días de fiesta. Fisher lo reconoció al instante. Se trataba de James Bullen, alguien a quien, por alguna razón desconocida, todo el mundo llamaba Bunker. Era el sobrino de Sir Isaac pero, lo que resultaba mucho más importante en aquel momento, era también el secretario privado del Primer Ministro.

—Hola, Bunker —dijo Horne Fisher—. Es usted la clase de hombre que estaba deseando ver. ¿Ha llegado ya su jefe?

—Sí, pero se quedará sólo a cenar —respondió Bullen sin levantar la vista de una bola de color amarillo—. Mañana tiene un discurso importante en Birmingham y pretende pasarse la noche entera viajando. Irá en coche él mismo hasta allí. Conduciendo él mismo, quiero decir. Es la única cosa de la que se siente verdaderamente orgulloso.

—¿Quiere eso decir que usted permanecerá aquí con su tío, como un buen muchacho? —contestó Fisher—. ¿Y qué va a hacer ese hombre en Birmingham sin los consejos que suele susurrarle al oído su brillante secretario?

—No empiece a tomarme el pelo, Fisher —dijo el joven llamado Bunker—. Estoy más contento que nunca por no tener que ir arrastrándome todo el día detrás de él. No tiene ni la más remota idea acerca de mapas, dinero, hoteles y mil cosas más, y siempre soy yo quien tiene que ir dando tumbos de acá para allá como si fuera un guía turístico. Por lo que respecta a mi tío, ya que se supone que voy a heredar la propiedad, es sólo cuestión de decencia venir por aquí de vez en cuando.

—Muy propio —contestó el otro—. En fin, lo veré más tarde.

Y, tras cruzar el césped, desapareció por una abertura en el seto.

Atravesó la hierba en dirección al embarcadero cercano sintiendo todavía por todas partes a su alrededor, bajo la cúpula de aquel dorado atardecer, el sabor añejo y las resonancias de aquel jardín hechizado por el río. La siguiente parcela de césped que cruzó parecía a primera vista completamente desierta hasta que, en la penumbra de los árboles que se agrupaban en un rincón, acertó a ver una hamaca y, tumbado en ella, a un hombre que leía un periódico a la vez que balanceaba una pierna que le colgaba fuera de la red. También a él lo llamó por su nombre, tras lo cual el aludido se deslizó a tierra y se acercó a él. Parecía bastante claro que aquel hombre se sentía como si perteneciese al pasado a pesar de encontrarse en medio de aquel lugar, pues podía muy bien ser tomado por un fantasma de los primeros años de la época victoriana que hubiese regresado para hacerle una visita a los espectros del mazo y los aros de croquet. Se trataba de un hombre muy mayor que llevaba unas patillas tan largas que parecían casi fantásticas y que lucía un curioso y esmerado corte tanto en el cuello de la camisa como en la corbata. Había sido todo un dandi de moda hacía cuarenta años, y ahora se las arreglaba para conservar su dandismo haciendo caso omiso de las modas al uso. Como para reafirmar esta idea, una flamante chistera blanca yacía junto al Morning Post sobre la hamaca situada a sus espaldas. Aquel personaje era el Duque de Westmoreland, una reliquia perteneciente a una familia de varios siglos de antigüedad, una antigüedad que no se sustentaba precisamente en la heráldica sino en la historia. Nadie mejor que Fisher sabía cuan extravagantes resultan de hecho tal tipo de nobles ni tampoco cuan numerosos en sus versiones de ficción. Por lo demás, si el duque debía el respeto general del que disfrutaba a la legitimidad de su linaje o al hecho de que poseía una buena cantidad de valiosísimas propiedades, era una cuestión acerca de la cual descubrir la opinión de Mr. Fisher hubiera resultado de lo más interesante.

—Parecía usted tan cómodo —dijo Fisher— que pensé que debía de tratarse de alguno de los criados. Ando en busca de alguien que me lleve la maleta. No he traído a nadie conmigo porque tuve que salir precipitadamente.

—Ni yo tampoco, si a eso vamos —contestó el duque con algo de orgullo—. Nunca lo hago. Si hay algo que detesto, es un ayuda de cámara. Aprendí a vestirme solito a muy temprana edad, y se supone que aún puedo hacerlo bastante decentemente. Puede que me encuentre en mi segunda infancia, pero aún no he llegado a necesitar que me vistan como si no fuese más que un niño pequeño.

—El Primer Ministro no ha traído ayuda de cámara pero ha traído un secretario en su lugar —dijo Fisher—. Un empleo endemoniadamente inferior. ¿Es cierto eso que he oído de que Harker se encuentra también aquí?

—Creo que anda por el embarcadero —respondió el duque con indiferencia antes de reanudar su estudio del Morning Post.

Fisher prosiguió su camino atravesando la última barrera verde del jardín hasta llegar a una especie de camino de sirga que daba al río y a una isla boscosa que emergía en medio de éste. Allí pudo ver una figura oscura y delgada tan cargada de espaldas que parecía un buitre, postura ésta de sobra conocida en los tribunales de justicia como la de Sir John Harker, el Fiscal de la Corona. Su rostro se hallaba surcado de profundas arrugas fruto de las preocupaciones, pues de entre los tres ociosos con los que Fisher se había encontrado hasta el momento en el jardín aquél era el único que había logrado abrirse camino en la vida por sí mismo. Alrededor de su calva y sus sienes hundidas colgaban unos mechones de pelo tan lacios y de un color rojizo tan apagado que parecían láminas de cobre.

—Todavía no he podido ver a mi anfitrión —dijo Horne Fisher adoptando un tono ligeramente más serio que el que había empleado con los otros—. No obstante, supongo que ya lo veré a la hora de cenar.

—Puede usted verlo ahora, pero no se le ocurra acercarse a él —contestó Harker.

Señaló con la cabeza en dirección al extremo de la isla que daba al otro lado, donde, al mirar fijamente en la misma dirección, Fisher pudo ver la parte superior de una cabeza calva y el extremo de una caña de pescar, ambos igualmente inmóviles, destacándose contra el fondo del arroyo por encima de la alta maleza. El pescador, que parecía hallarse recostado contra el tocón de un árbol, miraba hacia la orilla opuesta de tal manera que su rostro permanecía invisible, a pesar de lo cual, la forma de aquella cabeza resultaba inconfundible.

—No le gusta que le molesten cuando está pescando —prosiguió Harker—. Es una especie de manía suya: no come nada más que pescado. Y se siente muy orgulloso de capturarlo por sí mismo. Sin duda, está totalmente a favor de la sencillez, como tantos de esos millonarios. Les encanta llegar diciendo que han trabajado para ganarse el sustento diario como si fuesen obreros.

—Entonces, ¿suele explicar también cómo sopla el vidrio y cómo rellena la tapicería? —preguntó Fisher—. ¿Y también cómo fabrica tenedores de plata, cómo cultiva uvas y melocotones y cómo diseña los estampados de las alfombras? Siempre he oído decir que es un hombre muy ocupado.

—Nunca le he oído hablar de eso —contestó el abogado—. Pero dígame una cosa, Fisher: ¿a qué viene tanta ironía?

—Bueno, digamos que estoy algo cansado —dijo Fisher— de tanta Vida Sencilla y tanta Vida Estresante tal y como la viven los integrantes de nuestro pequeño grupo. En realidad todos nosotros dependemos de casi todo, pero todos montamos nuestro numerito particular con esa historia de que somos independientes en esto o en aquello. El propio Primer Ministro se enorgullece de conducir sin necesidad de chófer, pero es incapaz de prescindir del típico manitas que le arregle todos los detalles, por lo que el pobre y viejo Bunker tiene que estar siempre desempeñando el papel de un auténtico genio, papel para el cual sabe Dios que nunca fue destinado. El duque se siente orgulloso por no precisar de un ayuda de cámara pero, con todo, siempre tiene que darle a todo el mundo un montón de malditos problemas a la hora de reunir una colección de ropas viejas tan extraordinaria como la que gusta de vestir. Da la impresión de haberlas buscado en el Museo Británico o desenterrando tumbas. Sólo para encontrar ese sombrero blanco que lleva debe de haber organizado una especie de expedición como las que se envían al Polo Norte. Y aquí tenemos al viejo Hook fingiendo que se abastece de su propio pescado cuando en realidad es incapaz de procurarse los cubiertos con los que comérselo. Puede que resulte un tipo sencillo con respecto a cuestiones corrientes tales como la comida, pero puede usted apostar a que se entrega con gusto a los lujos, en especial en lo que respecta a las cosas más insignificantes. No le incluyo a usted en todo esto porque usted ha trabajado demasiado duro en esta vida como para divertirse jugando a hacer que trabaja.

 

—A veces creo —dijo Harker— que esconde usted un horrible secreto que en ocasiones podría resultarnos a todos de gran utilidad. ¿Ha venido usted aquí para ver a nuestro flamante Primer Ministro antes de su viaje a Birmingham?

Horne Fisher contestó en voz baja:

—Sí, y espero tener la suerte suficiente como para encontrarlo antes de la cena. Tiene que verse con Sir Isaac para tratar con él alguna que otra cuestión algo más tarde.

—¡Vaya! —exclamo Harker—. Sir Isaac ha terminado de pescar. Dicen de él que se enorgullece de levantarse al amanecer y acostarse cuando anochece.

El anciano que se hallaba en la isla se había puesto en pie. Cuando se volvió, dejó a la vista una mata de barba gris y un rostro de facciones bastante menudas y hundidas, pero también unas cejas de aspecto feroz y unos ojos irascibles y penetrantes. Con sus aparejos de pesca cuidadosamente dispuestos, emprendió el camino de vuelta a tierra firme atravesando el puente que formaban unas cuantas losas de piedra que asomaban, algo más allá, por entre las aguas poco profundas del río. Al llegar allí giró bruscamente y se encaminó hacia sus invitados dirigiéndoles un amistoso saludo de cortesía. Había varios peces en su cesta, lo cual parecía ser el motivo de que se encontrase de tan buen humor.

—Sí —dijo agradeciendo la cortés expresión de sorpresa de Fisher—. Me levanto antes que ninguna otra persona de la casa, según creo. A quien madruga Dios le ayuda. Y ya sabe usted que el pájaro que más madruga es el que suele atrapar al gusano.

—Por desgracia —dijo Harker—, es el pez que más madruga el que atrapa al gusano.

—Pero afortunadamente es el hombre que más madruga quien atrapa al pez —replicó el viejo con cierta brusquedad.

—Por lo que he oído, Sir Isaac, es usted también el último en acostarse —se interpuso Fisher—. Debe de conformarse usted con muy poco sueño.

—Nunca he gozado de mucho tiempo para dormir —contestó Hook—, y esta noche, de todas formas, tendré que acostarme el último. El Primer Ministro me ha dicho que desea charlar un rato. Así que, teniendo en cuenta todo eso, creo que haríamos mejor en ir a vestirnos para la cena.

Aquel atardecer, la cena transcurrió sin una sola palabra de política y poco más que las fórmulas de rigor. El Primer Ministro, Lord Merivale, un hombre alto y delgado de cabello rizado y gris, adoptó para con su anfitrión una seria cortesía en relación con su éxito como pescador y con la destreza y paciencia que había demostrado durante todo aquel día. La conversación fluyó como las aguas poco profundas del arroyo al atravesar las losas de piedra del puente.

—Sin lugar a dudas, se requiere paciencia para acechar a los peces —dijo Sir Isaac—. Y también destreza para atraparlos. Pero por lo general suelo tener, ante todo, mucha suerte con ellos.

—¿Alguna vez le ha roto un pez el sedal y, a continuación, se le ha escapado? —preguntó el político con respetuoso interés.

—No, debido al tipo de sedal que utilizo —respondió Hook pleno de satisfacción—. Por algo me he especializado en aparejos. De tener el pez la fuerza suficiente para romperlo, la tendría también para arrastrarme con él al río.

—Una gran pérdida para la sociedad —dijo el Primer Ministro haciendo una reverencia.

Fisher, quien había estado escuchando todas estas banalidades mientras la impaciencia le reconcomía por dentro a la espera de su propia oportunidad, se puso en pie de un salto con una presteza que rara vez mostraba cuando su anfitrión se levantó. Se las compuso para dirigirse en un aparte a Lord Merivale antes de que Sir Isaac se lo llevase consigo para mantener una última entrevista. Tenía tan sólo unas pocas palabras que dirigirle, pero no quería dejar pasar la oportunidad de decírselas.

Mientras le abría la puerta al Primer Ministro, le dijo a éste en voz baja:

—He visto a Montmirail. Me ha dicho que a menos que elevemos de inmediato una protesta a favor de Dinamarca, Suecia se hará con el poder de los puertos.

Lord Merivale asintió con la cabeza.

—Precisamente ahora voy a oír lo que Hook tiene que decir con respecto a eso —dijo.

—Me imagino —dijo Fisher con sonrisa desvaída— que no cabe la menor duda acerca de lo que va a decir.

Merivale no respondió, sino que se dirigió con paso desganado pero majestuoso hacia la biblioteca, a cuyo interior su anfitrión le había ya precedido. El resto de los presentes enfiló despreocupadamente el camino que conducía a la sala de billares mientras Fisher se limitaba a observarle al abogado:

—No tardarán mucho. Todos sabemos que los dos están prácticamente de acuerdo.

—Hook apoya completamente al Primer Ministro —asintió Harker.

—O el Primer Ministro apoya completamente a Hook —apuntó Horne Fisher, dicho lo cual comenzó a golpear perezosamente las bolas de la mesa de billar.

Siguiendo su reprochable costumbre, Horne Fisher bajó a la mañana siguiente tarde, sin ninguna prisa y dando evidentes muestras de una total falta de deseos de atrapar gusanos. En cuanto al resto de los invitados, éstos parecían sentir el mismo desinterés, por lo que, uno tras otro, conforme se iban levantando, habían ido sirviéndose el desayuno tomándolo directamente de la despensa durante las horas previas a la comida. Fue, por tanto, no mucho más tarde cuando recibieron la primera sorpresa de aquel extraño día. Llegó en la forma de un joven de cabello claro y expresión ingenua que apareció remando río abajo y acabó pisando tierra en el embarcadero. Se trataba, en efecto, de nada menos que Harold March, el periodista amigo de Mr. Fisher, cuyo viaje había comenzado muy lejos río arriba durante las primeras horas de aquel mismo día. Llegó entrada ya la tarde, tras haber realizado una sola parada para el té en un pueblo a orillas del río, razón por la cual le asomaba por el bolsillo un periódico vespertino de color rosado. Sin llegar a sospecharlo, cayó sobre el jardín situado junto al río como un tranquilo y bien educado rayo de tormenta.

El primer intercambio de saludos y presentaciones fue de lo más corriente, consistiendo principalmente en una inevitable reiteración de excusas por la ausencia del excéntrico anfitrión. Naturalmente, había vuelto a ir de pesca y no se le debía molestar hasta la hora indicada aunque estuviera sentado a un tiro de piedra de donde ellos se hallaban.

—Debe usted comprender que es su único pasatiempo —dijo Harker a manera de disculpa—. Y, después de todo, está en su propia casa. No obstante, resulta una persona muy hospitalaria en otros aspectos.

—Mucho me temo —dijo Fisher en voz más baja— que se está convirtiendo más en una manía que en un pasatiempo. Sé muy bien qué es lo que ocurre cuando un hombre de su edad comienza a coleccionar cosas, aunque sólo sean esos hediondos pececillos del río. Quizá recuerden ustedes al tío de Talbot y sus palillos de dientes, o al pobre y viejo Buzzy y sus restos de ceniza de puro. Hook ha llegado a hacer una buena cantidad de cosas importantes en su época, como el papel que desempeñó en la industria maderera de Suecia o en la conferencia de paz de Chicago, pero dudo mucho que ahora se interese más en cualquiera de esas grandes cuestiones de lo que se interesa en esos pececillos.