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100 Clásicos de la Literatura

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Y como si se sintiese ligeramente avergonzado a causa de aquel arrebato que acababa de protagonizar, se volvió y se alejó paseando en dirección al Pozo Sin Fondo.

V. EL AGUJERO EN EL MURO

Cuando aquellos dos hombres, el uno arquitecto y el otro arqueólogo, se encontraron en las escaleras de la mansión de Prior’s Park, su anfitrión, Lord Bulmer, sin olvidar nunca aquellas maneras suyas tan joviales y desenfadadas, creyó oportuno presentarles.

Debe hacerse constar aquí que, además de jovial, Lord Bulmer era también bastante despistado y que lo único que andaba medianamente claro en aquel momento en su atolondrada cabeza era el hecho de que arquitecto y arqueólogo son palabras que comienzan por las mismas letras. Por ello, permítanme que les mantenga en una respetable duda en lo referente a si, por la misma regla de tres, hubiera igualmente presentado a un diplomático y a un dipsomaníaco o a un explorador y a un exterminador de ratas. Por lo demás, Lord Bulmer era un joven grandote y rubio, dotado de un poderoso cuello, que gesticulaba acusadamente a la vez que agitaba sus guantes y meneaba su bastón de manera completamente inconsciente.

—Ustedes dos deben de tener un buen número de cosas en común de las que hablar —dijo alegremente—. Castillos, edificios antiguos y todo eso. Como éste, por cierto, que, no es porque yo lo diga, es un edificio bastante antiguo. Pero debo pedirles que me disculpen un momento. Tengo que encargarme de las tarjetas de felicitación que mi hermana está preparando para las vacaciones de Navidad. Esperamos verlos a ustedes allí, desde luego. Juliet está planeando celebrar una fiesta de disfraces. Ya saben: frailes, cruzados y todo eso. En pocas palabras: según tengo entendido, mis antepasados.

—Confío en que el fraile no fuese antepasado suyo —dijo con una sonrisa el caballero que era arqueólogo.

—Oh, no. Creo que en realidad no era más que una especie de tío abuelo —contestó el otro riendo.

Lord Bulmer recorrió con su nerviosa mirada el cuidado paisaje que se desplegaba frente a la casa. Allí, una gran masa de agua artificial se extendía alrededor de una estatua pasada de moda que representaba a una ninfa, mientras todo el conjunto quedaba enmarcado por un parque lleno de altos árboles que ahora se veían grises, negros y cubiertos de escarcha al encontrarse en lo más crudo de un ya de por sí crudo invierno.

—Hace un frío que pela —prosiguió—. Mi hermana alberga la esperanza de que se pueda patinar además de bailar.

—Si los cruzados vienen con toda su armadura puesta —dijo el otro— tendrá usted que tener cuidado de que sus antepasados no se ahoguen.

—Oh, no se preocupe usted por eso —respondió Bulmer—. Esta preciosidad de lago no tiene ni dos pies de profundidad en toda su extensión.

Y con uno de sus nerviosos ademanes introdujo su bastón en el agua para demostrar su escaso calado. Los otros pudieron observar cómo el extremo del bastón se combaba dentro del agua de tal manera que dio la impresión de que, por un momento, Lord Bulmer se apoyaba con todo su peso sobre un palo a punto de quebrarse.

—Lo peor que puede pasar es que de repente se vea a un fraile sentarse inesperadamente —añadió mientras se volvía—. Muy bien, au revoir. Ya les iré poniendo al corriente.

El arqueólogo y el arquitecto se encontraron entonces solos, sonriéndose mutuamente, de pie sobre los grandes peldaños de piedra. A pesar de los intereses supuestamente comunes, fueran éstos cuales fuesen, denotaban un considerable contraste personal, además de lo cual, y haciendo un pequeño esfuerzo de imaginación, podía llegar a encontrarse incluso alguna que otra contradicción en cada uno de ellos considerándolos por separado.

Uno de los dos, un tal Mr. James Haddow, regresaba en aquel momento de un soñoliento cuartito de paredes cubiertas de pergaminos situado en el Colegio de Abogados, ya que la ley era su profesión y la historia tan sólo un pasatiempo. Era, de hecho, y amén de muchas otras cosas, el procurador y apoderado de la propiedad de Prior’s Park. Pero él mismo, sin embargo, no tenía pinta alguna de soñoliento. Muy al contrario, parecía notablemente despierto tras sus astutos y azules ojos saltones y bajo su pelo rojizo cepillado con tanta pulcritud como su aseado traje.

El otro, cuyo nombre era Leonard Crane, venía directamente de una tosca y casi cockney oficina de constructores y agentes inmobiliarios que, situada en un barrio cercano, se erigía al sol al final de una hilera de casuchas mal levantadas y en la que llamaban la atención multitud de planos de colores muy vivos y carteles de letras muy grandes. No obstante, cualquier observador concienzudo, tras un segundo vistazo, hubiera sido capaz de percibir en sus ojos algo de ese brillante ensueño que suele asociarse con los visionarios. Su pelo rubio, si no afectadamente largo, sí resultaba aseado por naturaleza. Parecía una verdad manifiesta a la vez que melancólica que el arquitecto era un artista, si bien el temperamento puramente artístico distaba mucho de explicar su conducta. Había en él algo más que no resultaba fácil de definir y que algunos presentían que incluso podía llegar a ser peligroso. No en vano, a pesar de su aspecto soñador, era a veces capaz de sorprender a sus amistades con la práctica de artes y deportes que resultaban muy diferentes de los de su rutina habitual, justo como si fuesen recuerdos de alguna existencia anterior. En esta ocasión, sin embargo, se apresuró a negar cualquier tipo de autoridad en la afición de su interlocutor.

—Debo serle sincero —dijo con una sonrisa—. Apenas sé lo que es un arqueólogo, si bien el hecho de que suele estar en contacto con restos enmohecidos de los antiguos griegos sugiere que es alguien que estudia cosas antiguas.

—En efecto —respondió Haddow con cierta sequedad—. Un arqueólogo es alguien que estudia las cosas antiguas para acabar descubriendo que en realidad son nuevas.

Crane le miró fijamente durante un momento y luego volvió a sonreír.

—¿Está usted sugiriendo —dijo— que algunas de esas cosas de las que hablamos y que se cuentan entre las cosas antiguas al final resultan no ser tan antiguas?

Su interlocutor permaneció también en silencio por un momento, tras lo cual la sonrisa se tornó más débil entre las duras facciones de su rostro mientras respondía tranquilamente:

—Le pondré un ejemplo para que comprenda lo que quiero decir. El muro que rodea este parque es verdaderamente antiguo. La única puerta que hay en él es gótica, y no es posible encontrar en ella rastro alguno de destrucción o restauración. Pero en cuanto a la casa y la finca en general… bueno, lo más pintoresco que puede llegar a encontrarse en ellas son algunas historias que a menudo resultan bastante recientes, casi como novelas de moda. Por ejemplo, el nombre mismo de este lugar, Prior’s Park, lleva a todo el mundo a pensar en él como en una siniestra abadía medieval iluminada por la luz de la luna, razón por la cual me atrevería incluso a decir que los espiritistas ya deben de haber descubierto en el lugar el fantasma de algún que otro monje. Pero según el único estudio fiable en la materia que he podido encontrar, el lugar fue bautizado simplemente como Prior’s al igual que cualquier paraje rural podría llamarse Podger’s. Esto quiere decir que alguna vez fue la casa de un tal Mr. Prior, y que es probable que se tratase de alguna especie de alquería que tuviera especial relevancia en la localidad. Hay una buena cantidad de ejemplos de lo mismo por todos lados. Este barrio en el que nos hallamos, sin ir más lejos, era antiguamente un pueblo, y debido a que algunos de sus habitantes se comían la mitad de las letras del nombre del lugar, pronunciándolo Holliwell, muchos poetas menores se permitían fantasear acerca del mismo hablando de un Pozo Sagrado y de hechizos, hadas y todas esas cosas, llegando incluso a llenar las salas de estar de muchas de las casas del vecindario con elementos del horóscopo celta. Sin embargo, cualquiera que estuviese al corriente de los hechos sabría que «Hollinwall» significa simplemente «agujero en el muro», en probable referencia a algún accidente de lo más trivial. A eso es a lo que me refiero cuando digo que no encontramos tanto cosas antiguas como hallamos otras nuevas.

Crane parecía haberse distraído un tanto de aquella pequeña lección sobre antigüedades y novedades. La causa de su distracción no sólo se dejó ver enseguida sino que además se aproximó a ellos. La hermana de Lord Bulmer, Juliet Bray, se acercaba lentamente por el césped acompañada de un caballero y seguida por otros dos. Para entonces el joven arquitecto se hallaba en un estado de ánimo tal que prefería desesperadamente la compañía de aquel pequeño grupo a la de un hombre como aquel abogado historiador.

El hombre que caminaba junto a la dama no era otro que el eminente Príncipe Borodino, quien era al menos tan famoso como todo diplomático que se precie en lo que se ha dado en llamar diplomacia secreta. Aunque llevaba tiempo dedicado a visitar diversas casas de campo inglesas, lo que estaba haciendo exactamente al servicio de la diplomacia en Prior’s Park se mantenía tan en secreto como cualquier diplomático pudiera desear. Lo que sí resultaba más obvio al hablar de su apariencia era que hubiera sido un hombre extremadamente guapo de no ser porque era completamente calvo. Y aunque decir esto hubiera sido en realidad una manera bastante eufemística de decir las cosas, se hubiera ajustado más al caso decir, por muy exagerado que parezca, que ver crecer pelo en su cabeza hubiese supuesto una auténtica sorpresa para todo el mundo. Tanto, al menos, como si se hubiese visto crecer pelo en el busto de un emperador romano. Por lo demás, su alta figura, abotonada hasta arriba de una manera muy entallada que no hacía sino acentuar su gran corpulencia, destacaba por la espléndida flor roja que lucía en el ojal.

 

En cuanto a los dos hombres que caminaban detrás de ellos, uno era también calvo, aunque de manera más bien parcial y prematura puesto que sus caídos bigotes eran todavía rubios y, si bien sus ojos parecían algo cansados, ello era a causa de la languidez que le dominaba y no de la edad. Su nombre era Horne Fisher, y hablaba con tanta soltura y despreocupación de cualquier tema que nadie hubiera sido capaz de descubrir cuáles eran sus aficiones favoritas. Por lo que respecta a su compañero, éste resultaba más llamativo pero también más siniestro, y poseía la importancia añadida de ser el amigo más íntimo de Lord Bulmer. Por lo general se le conocía con rigurosa simplicidad como Mr. Brain, pero se sabía de él que había sido juez y oficial de policía en la India, así como que tenía enemigos, los cuales habían elevado protestas en contra de sus medidas para combatir el crimen usando para ello medios propios de auténticos criminales. Era como el esqueleto de un hombre, moreno, con dos oscuros y penetrantes ojos hundidos y un bigote negro que ocultaba la expresión de su boca. Aunque poseía la mirada del hombre que ha sufrido y soportado los efectos de alguna enfermedad tropical, sus movimientos daban la impresión de ser mucho más despiertos que los de su perezoso compañero.

—Ya lo tengo todo arreglado —anunció muy animada la señora cuando estuvieron al alcance de su voz—. Todos ustedes tendrán que ponerse máscaras y disfraces. Y muy posiblemente también patines. Y aunque el Príncipe diga que no le van mucho, eso a nosotros no debe preocuparnos por ahora. Está helando ya, y oportunidades como ésta no las tenemos muy a menudo en Inglaterra.

—En la India tampoco es que estemos patinando lo que se dice todo el año —dijo Mr. Brain.

—Pues Italia no es que se halle precisamente asociada con el hielo —dijo el italiano.

—Pero sí está, ante todo, asociada con los helados —observó Mr. Horne Fisher—. Quiero decir, con vendedores de helados. En este país todo el mundo cree que Italia se halla solamente habitada por vendedores de helados y organilleros. Y, a decir verdad, hay un montón de ellos. Claro que quizá se trate de algún ejército invasor disfrazado.

—¿Y cómo sabe usted que no son los emisarios secretos de nuestra diplomacia? —preguntó el Príncipe con una sonrisa ligeramente desdeñosa—. Un ejército de organilleros podría dedicarse a encontrar pistas mientras sus monos van recogiendo todo lo que encuentran.

—Los organilleros ya están, como su propio nombre indica, demasiado bien organizados de por sí como para pertenecer a la diplomacia italiana —dijo Mr. Fisher, displicente—. Pero, en fin, yo ya he conocido antes de ahora temperaturas más frías que ésta en Italia e incluso en la India, en las alturas del Himalaya. Y les puedo asegurar que el hielo de nuestro pequeño estanque redondo va a ser ciertamente acogedor comparado con el de allí.

Juliet Bray, una atractiva mujer de cabellos oscuros y ojos inquietos, poseía cordialidad e incluso generosidad en sus más que arrogantes maneras. Solía imponerse y mandar sobre su hermano en la mayor parte de las cuestiones, aunque al noble, como a muchos otros hombres de vagas convicciones, nunca le faltaba un arranque de coraje en aquellas situaciones extremas en las que su hermana lo ponía contra las cuerdas. El hecho de que ella hiciese prevalecer sus deseos sobre los de sus invitados era una verdad como un templo, siendo capaz de llegar incluso al extremo de vestir de carnaval a los más respetables y a los menos dispuestos con tal de sacar adelante su fiesta de disfraces medievales. Además, parecía como si pudiese mandar también sobre los elementos como una bruja, ya que poco después el tiempo fue empeorando sin interrupción hasta que aquella misma tarde el hielo del lago, brillando tenuemente a la luz de la luna, acabó convirtiéndose en un auténtico suelo de mármol, razón por la cual todos habían empezado ya a bailar y patinar sobre él mucho antes incluso de que hubiese llegado a oscurecer del todo.

Prior’s Park o, para hablar con mayor propiedad, el distrito que rodeaba Hollinwall, había sido una casa solariega que había acabado convirtiéndose en todo un barrio. Para haber tenido en cierta ocasión nada más que un pequeño pueblo a su cargo, se encontraba ahora con que más allá de sus puertas tenía todos los rasgos característicos de la expansión de Londres. Mr. Haddow, que era quien se ocupaba de realizar todas las investigaciones históricas tanto en la biblioteca como en la localidad, podía encontrar poca ayuda en un hecho como aquél. De entre tantos y tantos documentos había sacado la conclusión de que Prior’s Park había sido en sus orígenes algo parecido a Prior’s Farm, así llamada en honor de algún personaje local. Pero las nuevas circunstancias sociales se hallaban en contra de su afán por rastrear la historia local a través de sus tradiciones. Si todavía quedara alguno de los verdaderos oriundos del lugar, quizá habría podido encontrar alguna leyenda perdurable acerca de Mr. Prior por más antigua que fuera. Pero la nueva población nómada compuesta por oficinistas y artesanos que no dejaban de mudarse constantemente de un barrio a otro, o de cambiar a sus hijos de una escuela a otra, no podría nunca tener ni continuidad ni consistencia, aunque sí poseía esa asombrosa capacidad para olvidar el pasado que llega a todas partes conforme se expande la educación.

No obstante, cuando a la mañana siguiente salió de la biblioteca y vio los árboles invernales que rodeaban el estanque congelado como si fuesen un bosque negro, le embargó la sensación de hallarse en lo más recóndito del país. El viejo muro que rodeaba el parque todavía conservaba todo el aire rural y romántico del interior del recinto. Uno podía llegar a imaginar fácilmente que las profundidades de aquel bosque oscuro se iban fundiendo imperceptiblemente con los valles y las colinas lejanas. Los tonos plateados, grises y negros del bosque helado resultaban tanto más sombríos al contrastar con los coloridos grupos de carnaval que todavía permanecían alrededor y sobre el estanque congelado. Y es que, de hecho, la reunión se había volcado plena de impaciencia en la fiesta de disfraces mientras el abogado, con su pulcro traje negro y su cuidado pelo rojizo era la única figura moderna, por así decirlo, que permanecía entre ellos.

—¿No va usted a disfrazarse? —preguntó Juliet con indignación mientras agitaba en su dirección un tocado azul, alto y astado del siglo XIV que enmarcaba su rostro sin dejar de sentarle bien a pesar de lo fantástico que resultaba el conjunto—. Todo aquel que se encuentre aquí tiene que estar en la Edad Media. Hasta Mr. Brain se ha puesto una especie de bata de color marrón y dice que es un monje. Y Mr. Fisher ha cogido unos cuantos sacos de patatas que encontró en la cocina y los ha cosido. Se supone que es también un monje. Y en cuanto al Príncipe, está verdaderamente magnífico como cardenal vestido con una gran túnica roja. Parece como si fuera capaz de envenenar a todo el mundo. En cuanto a usted, simplemente tiene que disfrazarse de algo.

—Ya me disfrazaré de algo más tarde —contestó—. Por el momento no soy más que un anticuario y un procurador. Tengo que ver a su hermano dentro de poco en relación con cierta cuestión legal así como con algunas pesquisas locales que me pidió que realizase, y para ello no tengo más remedio que parecerme algo a un administrador que vaya a hacer una relación de sus operaciones.

—Oh, pero si mi hermano también se ha disfrazado —exclamó la mujer—. En serio. Y mejor que nadie, si a ninguno de mis invitados le molesta que diga tal cosa. Por cierto, ahí lo tiene usted. Y precisamente viene hacia aquí en todo su esplendor.

El noble se dirigía, en efecto, en dirección a ellos. Iba embutido en un llamativo traje del siglo XVI de tonos purpúreos y dorados, adornado con una espada de empuñadura de oro y tocado con un magnífico casco emplumado mientras realizaba amplios gestos que armonizaban con todas estas vestiduras. Es más, en aquel momento había algo en su aspecto que iba más allá de sus habituales ademanes extravertidos. Casi parecía, por así decirlo, que las plumas de su casco sobresalían directamente de su cabeza. Agitaba su gran capa forrada en oro como si fuese un rey de las hadas que protagonizase alguna extraña comedia. Llegó incluso a sacar la espada con una floritura y a agitarla en el aire tal y como solía hacer en una vida más normal con su bastón. Visto a la luz de sucesos posteriores, pareció haber algo monstruoso y de mal agüero en toda aquella euforia, algo propio de lo que suele llamarse clarividencia. No obstante, en aquel momento lo único que cruzó la mente de los allí presentes fue que posiblemente estaba bebido.

La primera figura junto a la que pasó Lord Bulmer conforme se acercaba a grandes pasos a su hermana fue la de Leonard Crane, quien iba vestido de verde y llevaba colgando el cuerno, el tahalí y la espada propios de Robin Hood. En aquel momento, el arquitecto era la persona que se hallaba más cerca de la mujer, junto a la que, por cierto, se le había podido observar durante bastante más tiempo del estrictamente necesario. Había asombrado a todo el mundo demostrando una gran habilidad para patinar y, ahora que el patinaje se había dado por concluido, parecía dispuesto a prolongar su presencia en compañía de la mujer. Al pasar junto a él, pues, el incontenible Bulmer le hizo en son de broma un pase con su espada, avanzando hacia él con una estocada propia de la mejor esgrima mientras citaba unos versos de Shakespeare.

Probablemente, en aquel preciso instante latiese también en Crane una embriagadora sensación de euforia. Sea como fuere, en un abrir y cerrar de ojos éste había desenfundado su espada y desviado el golpe dirigido contra él. Entonces, de repente, y para sorpresa de todo el mundo, el arma de Bulmer pareció escaparse de la mano de su dueño, saltar por los aires, e ir a parar bien lejos, rodando y resonando sobre el hielo.

—¡Pero bueno! —dijo la señora, presa de una justificable indignación—. ¡Ahora resulta que también sabe usted esgrima!

Bulmer recogió su espada con aspecto más aturdido que enojado, lo cual ayudó a incrementar la impresión de irresponsabilidad que en aquel momento había imperado en sus modales. Luego, volviéndose bruscamente hacia su abogado, le dijo:

—Podemos tratar todos los asuntos concernientes a la finca después de la cena. Me he perdido casi todo el patinaje que ha habido hasta ahora, y como no creo que el hielo aguante hasta mañana por la noche, me parece que mañana por la mañana me levantaré temprano y daré un paseo por mi cuenta.

—No será mi compañía la que le moleste —dijo Horne Fisher con aspecto cansado—. Si no hay más remedio que empezar el día con hielo, prefiero que sea en pequeñas dosis. Así que nada de levantarse a primera hora en pleno mes de diciembre. El primero en levantarse es siempre el que pilla el resfriado.

—Oh, no creo que vaya a morirme sólo por pillar un simple catarro —contestó Bulmer riendo.

Una parte considerable de los patinadores estaba formada por invitados que iban a quedarse alojados en la casa. El resto había comenzado ya a disgregarse en parejas y tríos algún tiempo antes de que la mayoría de los invitados comenzara a retirarse para ir a dormir. Los vecinos que siempre eran invitados a Prior’s Park en ocasiones como aquélla regresaron a sus hogares en automóvil o a pie. Mr. Haddow, el procurador y arqueólogo, había regresado al Colegio de Abogados en el último tren para recoger un papel que le había hecho falta durante la entrevista mantenida con su cliente, Lord Bulmer. Muchos de los restantes invitados todavía vagaban sin rumbo o demoraban su marcha en diversos puntos a lo largo del camino a sus aposentos.

Horne Fisher, como si desease negarse a sí mismo toda excusa que le sirviera para no tener que levantarse temprano al día siguiente, había sido el primero en retirarse a su habitación. Sin embargo, a pesar de su soñoliento aspecto, no fue capaz de conciliar el sueño. Había visto sobre una mesa el libro de topografía antigua en el que Haddow había encontrado sus primeras pistas sobre el origen del nombre del lugar y, al ser hombre dotado de una tranquila y curiosa capacidad para interesarse por cualquier tema, comenzó a leerlo ávidamente tomando de vez en cuando algún que otro apunte sobre ciertos detalles acerca de los cuales sus lecturas anteriores le habían dejado sumido en la duda.

Su habitación era la más cercana al lago situado en el centro del bosque, razón por la cual resultaba ser también la más tranquila. De hecho, ninguno de los últimos ecos de la fiesta de aquella tarde le llegaba hasta allí, por lo que pudo sumergirse cómodamente en la lectura.

 

Llevaba algún tiempo siguiendo con gran atención el argumento que daba por sentado la teoría que conectaba la granja de Mr. Prior y el agujero en el muro y que echaba por tierra cualquier fantasía moderna acerca de monjes y pozos mágicos, cuando comenzó a tomar conciencia de un ruido que se dejaba oír en el silencio helado de la noche. Aunque no era un ruido particularmente alto, parecía consistir en una serie de golpes sordos y pesados, similares a los que daría un hombre que llamase a una gran puerta de madera. A éstos siguió algo parecido a un chasquido o crujido apenas audible, como si lo que había estado ofreciendo resistencia a los golpes se hubiera abierto o hubiese cedido.

Fisher abrió la puerta de su propio cuarto y permaneció a la escucha, pero al oír charlas y risas en casi todos los pisos inferiores de la mansión no tuvo motivos para temer que cualquier llamada resultase desatendida o que la casa quedase sin protección. Se acercó a la ventana abierta y observó el estanque helado y la estatua que se levantaba a la luz de la luna en mitad del círculo formado por los árboles oscuros. Escuchó nuevamente, pero el silencio se había adueñado una vez más de aquel pacífico lugar. Tras aguzar el oído durante un buen rato, no logró oír otra cosa que el pitido solitario de un tren que se ponía en marcha a lo lejos. Luego enumeró mentalmente la gran cantidad de sonidos anónimos que puede escuchar el insomne a lo largo de la noche y, tras encogerse de hombros, se fue perezosamente a la cama.

Se despertó súbitamente y se sentó en la cama con los oídos rebosantes de los vibrantes ecos de un grito que acababa de rasgar el aire. Durante un momento permaneció inmóvil, pero luego saltó de su cama al tiempo que se echaba encima la desmadejada bata hecha de sacos que había llevado puesta durante todo el día. Se acercó primero a la ventana, la cual, a pesar de estar abierta, se hallaba oculta tras una gruesa cortina que hacía que su habitación permaneciese en una completa oscuridad, y, nada más correr aquéllas a un lado y asomar la cabeza, vio que un amanecer gris y plateado se anunciaba ya desde detrás de la tupida masa de árboles que rodeaba el pequeño lago. Y aquello fue todo lo que pudo ver, pues aunque el sonido le había llegado ciertamente desde el otro lado de la ventana en aquella dirección, todo estaba tan solitario y tranquilo bajo la luz de la mañana como lo había visto algunas horas antes bajo la luz de la luna.

Justo en aquel momento, la larga y lánguida mano que tenía apoyada sobre el alféizar de la ventana se agarró a éste con más fuerza, como en un intento de reprimir un temblor, mientras sus escrutadores ojos azules se ensombrecían a causa del miedo. Su emoción podría llegar a parecer excesiva e innecesaria si se tiene en cuenta el somero esfuerzo de sentido común con el que había vencido su nerviosismo tras oír el ruido de la noche anterior. Pero ocurría que aquél había sido un ruido muy diferente. Pudo haber sido originado por cien cosas diferentes, desde el talado de la madera hasta la rotura de unas botellas. En cambio, sólo había una cosa en el mundo de la que podía provenir el sonido cuyo eco se acababa de extender por toda la casa aquel amanecer. Se trataba de la voz clara y terrible de un hombre. Pero no sólo ocurría eso, sino algo aún peor, pues le asaltó la absoluta certeza de saber quién era ese hombre.

Comprendió también que se había tratado de un grito de auxilio. Le pareció incluso haber oído la palabra en sí, pero ésta, aun siendo corta, se había interrumpido, como si al hombre lo hubieran ahogado o atrapado en el mismo acto de gritar. Lo único que quedó de la voz en la memoria de Fisher fue un fugaz retumbar, a pesar de lo cual no tuvo la menor duda acerca del origen de la misma. Casi instantáneamente comprendió que la estentórea voz de Francis Bray, Barón de Bulmer, se acababa de oír por última vez en aquel lugar, a medio camino entre la oscuridad y el incipiente amanecer.

Nunca supo con certeza cuánto tiempo permaneció allí, pero la primera cosa viva que vio moverse en aquel paisaje medio helado le devolvió bruscamente a la realidad. Siguiendo el sendero que discurría junto al lago y pasaba justo bajo su ventana, una figura caminaba lenta y cautelosamente. Era una majestuosa figura ataviada con una túnica de un llamativo color escarlata. Se trataba del príncipe italiano, que llevaba puesto todavía su disfraz de cardenal. En realidad, la mayor parte de los asistentes a la fiesta se había dejado puestos sus disfraces durante todo el día anterior, e incluso el propio Fisher había tomado su vestido hecho a base de sacos a manera de cómodo batín. Pero parecía haber, no obstante, algo inusualmente extraño y premeditado en aquel personaje tan madrugador magníficamente vestido de rojo. Daba más bien la impresión de que, más que madrugar, hubiese permanecido en pie durante toda la noche.

—¿Qué ocurre? —se decidió a preguntar Fisher inclinándose sobre la ventana.

El italiano volvió hacia arriba un gran rostro amarillento que parecía una máscara de latón.

—Mejor será que hablemos de ello aquí abajo —dijo el Príncipe Borodino.

Tras lanzarse escaleras abajo, Fisher se encontró con la gran figura ataviada de rojo en el preciso instante en que ésta entraba por el umbral bloqueando la entrada con su enorme corpachón.

—¿Ha oído usted ese grito? —preguntó Fisher.

—Oí un ruido y salí afuera —respondió el diplomático mientras su rostro permanecía en las sombras, demasiado oscuro para que pudiera leerse su expresión.

—Era la voz de Bulmer —insistió Fisher—. Juraría que era su voz.

—¿Lo conocía usted bien? —preguntó el otro.

La pregunta parecía irrelevante aunque no del todo ilógica. Fisher no pudo más que responder, sin apenas pensarlo, que sólo conocía a Lord Bulmer por encima.

—Nadie parece conocerle bien —prosiguió el italiano con un tono completamente desprovisto de emociones—. Nadie excepto ese tal Brain. Brain es bastante mayor que Bulmer, pero a pesar de ello apostaría cualquier cosa a que comparten una buena cantidad de secretos.

Fisher se movió bruscamente, como despertando de un momentáneo trance, y dijo con voz más firme y vigorosa:

—Muy bien, pero ¿no sería mejor que saliéramos para comprobar si en realidad ha sucedido algo?

—Parece ser que el hielo está comenzando a derretirse —dijo el otro distraídamente, casi con indiferencia.

Cuando salieron de la casa, unas cuantas manchas oscuras y las estrellas que refulgían sobre el campo de hielo gris les indicaron que, ciertamente, tal y como su anfitrión había predicho el día anterior, la helada se estaba acabando, con lo que el recuerdo de tal día les devolvió al misterio de esa misma mañana.

—Él sabía que iba a deshelar —dijo el Príncipe—. Precisamente por eso salió a patinar tan temprano. ¿Gritó acaso porque se hubiese caído al agua? ¿Qué opina usted?

Fisher parecía confuso.

—Bulmer sería el último hombre del mundo en gritar de esa manera simplemente por haberse mojado las botas. Porque eso es todo lo que pudo haberle pasado aquí, ya que el agua a duras penas le hubiera llegado a las pantorrillas a un hombre de su altura. Usted mismo puede ver las hierbas muertas del fondo del lago como si mirase a través de una fina lámina de cristal. No, si Bulmer hubiese roto el hielo sin más, no hubiera dicho ni una palabra por el momento, aunque muy posiblemente hubiera hablado de ello largo y tendido más tarde. Más bien creo que nos lo hubiéramos encontrado pataleando y maldiciendo sendero arriba y abajo y pidiendo a gritos unas botas limpias.