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100 Clásicos de la Literatura

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—Siempre añadiendo una nueva provincia al imperio —dijo con una sonrisa, tras lo cual añadió más tristemente—. No sé si estaré en lo cierto, después de todo.

Una voz estentórea pero cordial interrumpió sus pensamientos. Levantó la mirada y sonrió al ver el rostro de un viejo amigo. La voz era, en efecto, bastante más afable que el rostro, el cual resultaba, al primer golpe de vista, decididamente adusto. Se trataba del típico rostro que uno suele asociar con la ley. Sus angulosas mandíbulas y gruesas cejas grises pertenecían a un personaje eminentemente legal a pesar de encontrarse ahora incluido, con funciones semimilitares, en la policía de aquel salvaje distrito. Cuthbert Grayne era quizá más un criminólogo que un abogado o un policía, pero incluso en los más inhóspitos ambientes había demostrado con éxito que era capaz de convertirse en una práctica mezcla de los tres. El esclarecimiento en Oriente de toda una serie de enigmáticos crímenes hablaba sobradamente bien de él, pero al haber tan poca gente instruida, o al menos interesada, en el pasatiempo o rama de la sabiduría que él cultivaba, su vida intelectual resultaba algo solitaria. Entre las escasas excepciones se encontraba Horne Fisher, quien poseía la curiosa capacidad de poder hablar con casi todo el mundo acerca de casi todo.

—¿Estudiando botánica? ¿O acaso se trata más bien de arqueología? —preguntó Grayne—. Nunca llegaré al fondo de sus aficiones, Fisher. Podría decirse que lo que usted no conozca no merece la pena ser conocido.

—Está usted equivocado —repuso Fisher con una inusual brusquedad e incluso amargura—. Es precisamente lo que sí sé lo que no merece la pena conocer. El lado sórdido de las cosas, todas las causas secretas y los motivos pervertidos y los sobornos y los chantajes que reciben el nombre de política. No tengo motivos para sentirme orgulloso de haber conocido la cara más cruda de la vida, y mucho menos para jactarme de ello ante el primer muchacho que me encuentro.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es lo que le pasa? —le preguntó su amigo—. Nunca le había visto tan afectado por algo.

—Me avergüenzo de mí mismo —contestó Fisher—. Acabo de vaciar un jarro de agua fría sobre las ilusiones de un muchacho.

—Incluso tal explicación apenas es comprensible —dijo el experto en crímenes.

—Qué estúpidas son las ilusiones, ¿no es cierto? —prosiguió Fisher—. Y yo debería saber muy bien que a esa edad las ilusiones pueden convertirse en ideales. Y, de todas formas, son preferibles a la realidad. Además, se corre siempre un enorme riesgo en el hecho de abrirle los ojos a un joven que no ve más allá de un simple y corrupto ideal.

—¿Y qué riesgo es ése?

—Que suele propiciarse que el sujeto en cuestión se vuelque con la misma energía en una dirección mucho peor —contestó Fisher—. Una dirección que puede resultar prácticamente irrevocable. Un agujero sin fondo, tan profundo como el Pozo Sin Fondo.

Fisher no volvió a ver a su amigo hasta quince días más tarde, mientras se hallaba en el jardín trasero del club, en el lado opuesto a aquél en que se extendía el campo de golf. En aquella ocasión, en aquel jardín de variado e intenso colorido, perfumado con plantas semitropicales que resplandecían a la luz de los atardeceres del desierto, le acompañaba, además de Grayne, otro hombre. Se trataba del segundo al mando, el ahora célebre Tom Travers, un hombre enjuto y moreno que aparentaba más edad que la que realmente tenía, cuyo ceño se hallaba surcado por profundas arrugas y cuyo bigote negro le confería un aspecto malhumorado. Les acababa de servir un negrísimo café el árabe que hacía las veces de criado eventual del club, quien resultaba de sobra conocido por todos por ser el viejo criado del general. Atendía al nombre de Said, y era fácil distinguirlo del resto de los semitas del lugar tanto por su alargado rostro amarillo como por su estrecha frente, rasgos éstos que pueden a veces verse entre ellos y que a él le conferían una impresión inexplicablemente siniestra a pesar de poseer una agradable sonrisa.

—Nunca me he sentido capaz de confiar en ese tipo —dijo Grayne una vez se hubo ido el hombre—. Es algo muy injusto, lo reconozco, ya que está ciertamente consagrado a Hastings e incluso alguna vez le ha salvado la vida, según dicen. Pero los árabes a menudo son así, leales a un solo hombre. No puedo evitar creerle muy capaz de cortarle la garganta a cualquier otro, e incluso de hacerlo a traición.

—Bueno —dijo Travers con una sonrisa bastante agria—, mientras no haga eso con Hastings el mundo no tiene de qué preocuparse.

Hubo un silencio de lo más embarazoso, lleno de recuerdos de la gran batalla, tras el cual Horne Fisher dijo con tranquilidad:

—Los periódicos no lo son todo, Tom. No se preocupe por ellos. Todo el mundo conoce y valora sus méritos sobradamente bien.

—Creo que lo mejor será no hablar del general en ese momento —observó Grayne—. Precisamente ahora sale del club.

—No viene hacia aquí —dijo Fisher—. Tan sólo va a acompañar a su esposa hasta el coche.

Mientras hablaba, en efecto, la dama apareció en la escalera del club seguida de su marido, quien se apresuró a pasar delante de ella para abrirle la puerta del jardín. Mientras él hacía lo descrito, ella se volvió y le habló por un instante a un hombre solitario que se hallaba sentado en una silla de mimbre al abrigo de las sombras del portal, el único hombre que quedaba en el club desierto, excepción hecha de los tres que aún permanecían en el jardín. Fisher atisbo por un momento las sombras y vio que se trataba del Capitán Boyle.

Un instante más tarde, para sorpresa de los tres, el general reapareció y, tras subir los peldaños, le dirigió a su vez una o dos palabras a Boyle. Luego le hizo una seña a Said, quien reapareció rápidamente con dos tazas de café, y los dos hombres regresaron al interior del club llevando cada uno de ellos una taza en la mano. Acto seguido, un destello de luz blanca en mitad de la creciente oscuridad anunció que las luces de la biblioteca, al otro lado del club, se habían encendido.

—Café e investigaciones científicas —refunfuñó Travers, ceñudo—. Todos los lujos del estudio y la investigación teórica. Muy bien, tengo que irme. Yo también tengo trabajo que hacer.

Y levantándose con modales muy estirados, saludó a sus compañeros y se internó a grandes pasos en la oscuridad.

—Sólo espero que Boyle se limite a las investigaciones científicas —dijo Horne Fisher—. No me encuentro muy tranquilo por lo que a él respecta. Pero hablemos de cualquier otra cosa.

Hablaron de cualquier otra cosa más tiempo del que probablemente imaginaron, hasta que al fin cayó la noche tropical y una magnífica luna llenó todo el paisaje de plata. No obstante, antes de que hubiese luz suficiente para poder ver bien, Fisher se percató de que las luces de la biblioteca se apagaban bruscamente. Esperó a ver a los dos hombres cuando salieran por la puerta que daba al jardín, pero por mucho que aguardó nadie apareció por ella.

—Deben de haber ido a dar un paseo al campo de golf —dijo.

—Es muy posible —contestó Grayne—. Vamos a tener una hermosa noche.

Unos segundos después de haber hablado oyeron a alguien que les llamaba a voces desde las sombras del club. Se quedaron perplejos al ver a Travers corriendo hacia ellos a todo lo que daban sus piernas mientras les gritaba:

—¡Necesito ayuda, compañeros! ¡Algo terrible ha ocurrido en el campo de golf!

Todos se precipitaron al interior del club y atravesaron el salón de fumar y la biblioteca contigua en una completa oscuridad tanto física como mental. Horne Fisher, quien a pesar de su afectada indiferencia poseía una curiosa y sorprendente sensibilidad para captar los detalles del ambiente, se percató en el acto de la presencia de algo más que un simple accidente. Chocó con un mueble de la biblioteca, lo cual casi le hizo perder el equilibrio, sobre todo cuando el objeto se movió como él nunca hubiera podido imaginar que un mueble pudiera hacerlo. Pareció que estuviera vivo, cediendo primero para luego devolver el golpe. Un momento después, cuando Grayne hubo encendido las luces, pudo ver que tan sólo había tropezado con una de las estanterías giratorias, la cual había basculado y le había golpeado, pero cuyo involuntario retroceso le acababa de revelar, si bien aún de manera subconsciente, algo enigmático y monstruoso.

Había unas cuantas de aquellas estanterías giratorias repartidas por toda la biblioteca. Sobre una de ellas se hallaban las dos tazas de café, mientras sobre otra descansaba un gran libro abierto. Era el tratado de Budge sobre jeroglíficos egipcios, adornado con láminas a todo color de dioses y pájaros extraños. Incluso mientras pasaba precipitadamente por allí, fue consciente de que algo extraño residía en el hecho de que precisamente aquélla y no cualquiera otra obra de ciencia militar se encontrase abierta en aquel lugar y en aquel preciso instante. Tuvo consciencia incluso del hueco que había dejado el libro en la estantería impecablemente alineada al ser tomado de su sitio, el cual parecía estar mirándole boquiabierto en actitud amenazadora, como si fuese una mella en la dentadura de algún rostro siniestro.

Unos minutos de carrera los condujeron hasta el lado contrario del terreno, justo enfrente del Pozo Sin Fondo. Allí, a unas pocas yardas de él, iluminado por la luz de una luna que resultaba casi tan clara como la luz del día, se encontraron con lo que habían acudido a ver.

El gran Lord Hastings yacía postrado boca abajo en una postura que resultaba algo extraña y rígida, con un hombro erguido por encima del cuerpo, el brazo doblado y una gran mano huesuda aferrada a la crecida y desigual hierba. Unos pocos pasos más allá se encontraba Boyle, casi tan inmóvil como el otro pero incorporado sobre pies y manos mientras miraba fijamente al cuerpo. Podría muy bien no tratarse más que de una conmoción y un accidente, pero había algo torpe y poco natural en aquella postura cuadrúpeda y aquel rostro boquiabierto por el asombro. Parecía justo como si la cordura le hubiese abandonado. Más allá no se veía más que el despejado cielo azul del sur y el comienzo del desierto, a excepción de las dos grandes piedras ruinosas situadas frente al pozo. Y bajo esa luz y en ese ambiente aquellos hombres tuvieron la impresión de que enormes y perversos rostros les observaban desde ellas.

 

Horne Fisher se inclinó para tocar la vigorosa mano que continuaba aferrada desesperadamente a la hierba. Se hallaba tan fría como el mármol. Se arrodilló junto al cuerpo y se mantuvo ocupado durante un momento en un detallado examen. Luego se levantó y dijo con una especie de segura desesperanza:

—Lord Hastings está muerto.

Hubo un silencio sepulcral, tras el cual Travers observó de mal humor:

—Esto es asunto que le atañe a usted, Grayne. Le dejaré que interrogue a Boyle. No logro entender nada de lo que dice.

Boyle se había recuperado ya y puesto en pie, si bien su rostro mostraba aún una expresión tan horrible que la hacía parecer una máscara o el rostro de otra persona.

—Yo estaba mirando hacia el pozo —dijo— y cuando me volví él se había desplomado sobre el suelo.

El rostro de Grayne se mostraba inescrutable.

—Tal y como usted dice, esto es asunto mío —dijo—. Pero antes que nada tengo que pedirle que me ayude a transportar el cadáver a la biblioteca y que me deje examinarlo todo minuciosamente.

Una vez hubieron depositado el cuerpo en la biblioteca, Grayne se volvió hacia Fisher y le dijo con una voz que había recobrado toda su entereza y seguridad:

—En primer lugar, voy a encerrarme aquí bajo llave para efectuar un detallado examen. Cuento con usted para que se mantenga en contacto con los demás y realice un examen preliminar de Boyle. Yo hablaré con él más tarde. Telefonee al cuartel general para que manden algún agente. Insista en que éste venga enseguida y permanezca aquí hasta que yo lo necesite.

Sin más preámbulo, el gran criminalista se introdujo en la iluminada biblioteca y cerró la puerta a sus espaldas. Fisher, sin responder, se volvió y comenzó a hablar discretamente con Travers.

—Resulta curioso —dijo— que el hecho tuviese lugar justo frente a aquel lugar.

—Resultaría ciertamente muy curioso —contestó Travers— en el caso de que el lugar jugase algún papel en él.

—Creo —respondió Fisher— que el papel que no jugó resulta aún más curioso.

Y con estas palabras aparentemente desprovistas de sentido se volvió hacia el trastornado Boyle y, tomándolo del brazo, comenzó a pasearle de un lado para otro a la luz de la luna mientras hablaba con él en voz baja.

Empezaba a amanecer brusca y pálidamente cuando Cuthbert Grayne apagó las luces de la biblioteca y salió al campo de golf. Fisher se hallaba solo, apáticamente tumbado de cualquier manera sobre el suelo, mientras el policía que había mandado llamar permanecía al fondo en posición de firmes.

—Despaché a Boyle a cargo de Travers —dijo Fisher sin concederle importancia—. Cuidará de él. Y, en cualquier caso, más le vale dormir un poco.

—¿Pudo sacar algo de él? —preguntó Grayne—. ¿Le contó lo que él y Hastings estaban haciendo?

—Sí —contestó Fisher—. Me lo contó con gran claridad, después de todo. Dijo que después de que Lady Hastings se marchara en coche el general le pidió que tomase una taza de café con él en la biblioteca y de paso consultaran algo referente a antigüedades locales. Él mismo había comenzado a buscar el libro de Budge en una de las estanterías giratorias cuando el general lo encontró en uno de los estantes de la pared. Tras observar algunas de las láminas salieron, parece ser que de manera algo precipitada, al campo de golf y echaron a andar en la dirección del viejo pozo. Una vez allí Boyle, mientras miraba al interior, oyó un golpe sordo a sus espaldas y, al volverse, se encontró con el general en la posición exacta en que nosotros lo hallamos. Él mismo se puso de rodillas para examinar el cuerpo, pero una especie de terror lo paralizó y se sintió incapaz de acercarse a él o tocarlo. Aún no me he formado una opinión concreta acerca de ello, pero bien es verdad que a algunos de los que caen presa de una fuerte conmoción a veces se les encuentra en las posturas más extravagantes.

Grayne exhibió una sombría sonrisa mientras escuchaba. Tras un breve silencio, dijo:

—Bueno, no le ha contado demasiadas mentiras. Es realmente un relato verosímil, conciso y consistente de lo que ocurrió, pero con todo lo relevante dejado a un lado.

—¿Ha descubierto usted algo ahí dentro? —preguntó Fisher.

—Lo he descubierto todo —contestó Grayne.

Fisher guardó un silencio algo lúgubre mientras esperaba a que el otro reanudase su explicación en tono tranquilo y confiado.

—Tenía usted toda la razón, Fisher, cuando dijo que este joven se hallaba en peligro de descender por oscuros caminos hacia su propia fosa. El que, tal y como usted mismo imaginó, la sacudida que usted le dio a su visión del general tuviese algo que ver en ello o no, no importa ahora. Al parecer, él mismo no ha estado comportándose muy bien con el general desde hace algún tiempo. Se trata de un asunto desagradable, y no es mi deseo hacer hincapié en él, por lo que me limitaré a decir que es bastante claro que su esposa tampoco ha estado tratándole muy bien. Desconozco hasta dónde llegó todo, pero sí sé que, de cualquier modo, se llegó al engaño. De hecho, cuando antes, al salir del club, Lady Hastings se volvió un momento y habló con Boyle fue para decirle que había escondido una nota en el tratado de Budge que había en la biblioteca. El general, que acertó a oírlo, o que llegó de alguna u otra manera a adivinarlo, se fue derecho al libro y la encontró. Se encaró con Boyle armado con ella y, como era de esperar, tuvieron una escena. Y, por lo que respecta a Boyle, éste tuvo que vérselas con algo más. Tuvo que enfrentarse a una terrible alternativa. En ella, la vida de un hombre mayor significaba la ruina, mientras que su muerte representaba el triunfo e incluso la felicidad.

—Muy bien —dijo por fin Fisher—. No puedo culpar a Boyle por haber omitido el papel que la mujer juega en la historia. Pero dígame, ¿cómo llegó a saber lo de la carta?

—La encontré en el cadáver del general —contestó Grayne—. Pero encontré también cosas peores. Vi que el cuerpo se hallaba entumecido de una manera muy peculiar que sólo es producida por cierta especie asiática de venenos. Examiné entonces las tazas de café. Mis conocimientos de química resultaron más que suficientes para reconocer el veneno en los posos de una de ellas.

»Ahora bien, por lo que usted ha dicho creo recordar que el general se dirigió directamente al estante de la pared después de dejar su taza de café sobre la estantería que había en mitad de la habitación. Mientras se hallaba de espaldas, Boyle, que fingía examinar la estantería, se quedó a solas con las tazas de café. El veneno tarda unos diez minutos en actuar, justo el tiempo que se tardaría en dar un paseo que los llevase hasta el Pozo Sin Fondo.

—Sí, pero —observó Horne Fisher— ¿qué hay del Pozo Sin Fondo?

—¿Y qué demonios tiene el Pozo Sin Fondo que ver con todo ello? —preguntó su amigo.

—No tiene nada que ver —contestó Fisher—. Eso es lo que yo encuentro absolutamente confuso e increíble.

—¿Y por qué ese agujero en la tierra debería tener algo que ver en el asunto?

—Se trata de un agujero muy particular en este caso —dijo Fisher—. Pero no deseo insistir en ello por el momento. A propósito, hay una cosa más que debo decirle. Dije antes que despaché a Boyle dejándolo a cargo de Travers. Sería igualmente cierto decir que despaché a Travers a cargo de Boyle.

—No estará usted diciéndome que sospecha de Tom Travers, ¿verdad? —exclamó el otro.

—Se hallaba en buena medida más tirante con el general de lo que Boyle estuvo nunca —dijo Horne Fisher con indiferencia.

—Pero, ¡hombre! No sabe usted lo que está diciendo —exclamó Grayne—. Ya le dije que encontré veneno en una de las tazas de café.

—Siempre nos queda Said, por supuesto —añadió Fisher—, ya sea por odio o ya sea por dinero. Hace rato estuvimos de acuerdo en que era capaz de casi todo.

—También estuvimos de acuerdo en que era incapaz de dañar a su amo —replicó Grayne.

—Bien, bien —dijo Fisher afablemente—. Me atrevería a decir que está usted en lo cierto, pero antes me gustaría echarle un vistazo a la biblioteca y a las tazas de café.

Pasó al interior mientras Grayne se volvía al policía allí presente y le entregaba una nota escrita por él para que fuese telegrafiada desde el cuartel general. El hombre hizo un saludo y desapareció al instante. Grayne siguió a su amigo al interior de la biblioteca y lo encontró al lado de la estantería que se levantaba en mitad de la estancia y sobre la cual se hallaban las dos tazas vacías.

—Aquí fue donde Boyle estuvo buscando el libro de Budge o, al menos, donde hacía que lo buscaba, si nos ceñimos al relato que ha hecho usted —dijo.

Mientras hablaba, Fisher se agachó hasta casi tener que ponerse en cuclillas para poder mirar los volúmenes que descansaban en la estantería giratoria, ya que ésta no era mucho más alta que una mesa corriente. Un instante después se levantó de un salto como si le hubiesen aguijoneado.

—Oh, Dios mío —exclamó.

Muy pocas personas, si es que había alguna, habían visto nunca a Mr. Horne Fisher comportarse como lo hizo en aquel preciso momento. Dirigió un rápido vistazo a la puerta pero, al ver que la ventana abierta se hallaba más cerca, salió por ella dando un veloz salto como si se tratase de una valla y echó a correr a través del césped tras los pasos del policía desaparecido. Grayne, quien había permanecido mirándole atentamente, pronto pudo ver regresar su alta y desmadejada figura, recuperados ya toda su habitual languidez y su aire de despreocupación. Iba abanicándose lentamente con un pedazo de papel: el telegrama que de manera tan arrebatada había interceptado.

—Suerte que pude pararlo —dijo—. Debemos mantener este asunto tan callado como una tumba. Es necesario que Hastings haya muerto de una apoplejía o de una enfermedad del corazón.

—¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? —exigió el otro investigador.

—El problema es —dijo Fisher— que en unos pocos días tendremos que elegir entre dos desagradables alternativas: o bien colgar a un hombre inocente o bien echar por tierra todo lo que aquí ha conseguido el Imperio Británico.

—¿Quiere usted decir —preguntó Grayne— que no se va a castigar este diabólico crimen?

Fisher le miró fijamente.

—Ya ha sido castigado —dijo.

Tras un momento de pausa, continuó.

—Usted reconstruyó el crimen con admirable habilidad, viejo amigo, y casi todo lo que dijo era cierto. Efectivamente, dos hombres con sendas tazas de café entraron en la biblioteca y las dejaron sobre la estantería para después salir en dirección al pozo. Uno de ellos era un asesino y había vertido veneno en la taza del otro. Pero eso no se hizo mientras Boyle miraba la estantería giratoria. La estuvo mirando, es cierto, y buscó en ella el libro de Budge que contenía la nota, pero me imagino que Hastings ya había tomado la precaución de trasladarlo previamente a la estantería de la pared. Formaba parte de aquel terrible juego que él tuviera que encontrarlo primero.

»Ahora bien, ¿cómo busca alguien en una estantería giratoria? Por lo general no la rodea a saltos mientras permanece sentado en cuclillas como si fuese una rana. Simplemente le da un leve empujón y la hace girar.

Miraba al suelo con el ceño fruncido mientras hablaba, pero bajo sus pesados párpados brillaba una luz que no se veía a menudo en sus ojos. El misticismo que se hallaba profundamente enterrado bajo todo el cinismo que su amplia experiencia le había hecho acumular con el paso de los años se había despertado y se agitaba en las profundidades. Su voz adoptó giros e inflexiones inesperados, casi como si estuviesen hablando dos hombres diferentes.

—Eso fue lo que hizo Boyle. Nada más tocarla, la estantería giró tan fácilmente como gira la tierra sobre su eje. Sí, exactamente como gira la tierra, puesto que la mano que la movía no era en realidad la suya. Dios, que hace girar la rueda universal de todas las estrellas, tocó también aquella rueda y la devolvió al punto de partida, de tal manera que prevaleciese su terrible justicia.

 

—Comienzo a tener una vaga pero horrible idea de lo que está usted sugiriendo —dijo Grayne lentamente.

—Es muy sencillo —dijo Fisher—. Cuando Boyle se levantó de su postura inclinada y se enderezó, había ocurrido algo de lo que no se había percatado, algo de lo que su enemigo tampoco se había percatado, algo de lo que nadie se había percatado. Las dos tazas de café habían intercambiado sus posiciones.

El pétreo rostro de Grayne pareció sufrir en silencio una gran conmoción. Ni uno solo de los rasgos de su cara se alteró, pero cuando habló su voz se oyó inesperadamente debilitada.

—Ya veo lo que quiere decir —dijo—. Y, tal y como usted mismo dice, cuanto menos se sepa de ello mejor. No fue el amante quien intentó deshacerse del marido, sino todo lo contrario. Y si una historia como ésa acerca de un hombre como él llega a difundirse, nos llevaría a todos a la ruina. Pero dígame, ¿qué fue lo que le hizo sospechar algo extraño en todo este asunto?

—El Pozo Sin Fondo, tal y como le dije —contestó Fisher tranquilamente—. Fue eso lo que me desconcertó desde el principio. Pero no porque tuviese algo que ver, sino porque en realidad no jugaba papel alguno en la historia.

Calló durante un momento, como escogiendo el camino a seguir, y luego prosiguió:

—Cuando un asesino sabe que su enemigo estará muerto en el plazo de diez minutos y lo lleva hasta el borde de un pozo insondable es porque tiene la intención de arrojar su cuerpo dentro de él. ¿Qué otra cosa haría, si no? Hasta el más estúpido tendría el sentido común suficiente como para hacerlo, y Boyle no es precisamente un estúpido. Así pues, ¿por qué no lo hizo Boyle? Cuanto más pensaba en ello más sospechaba que debía haber algún error en el asesinato, por así decirlo. Alguien había llevado allí a alguien para arrojarlo al pozo, pero aun así no lo había hecho. Tenía ya, pues, una inquietante aunque todavía inmadura idea de que alguna sustitución o inversión de los papeles había debido ocurrir. Luego, por casualidad, me agaché para darle vueltas a la estantería y al instante lo supe todo. Porque pude ver las dos tazas girar una vez más, como si fuesen dos lunas en un mismo cielo.

Tras una pausa, Cuthbert Grayne dijo:

—¿Y qué es lo que vamos a contarle a la prensa?

—Un amigo mío, Harold March, se dirige hoy hacia aquí desde El Cairo —dijo Fisher—. Es un periodista excelente y con mucho futuro pero, con todo, es también todo un hombre de honor. Así que no se le ocurra contarle la verdad.

Media hora más tarde Fisher se hallaba nuevamente caminando de un lado para otro por las inmediaciones del club en compañía del Capitán Boyle, quien por entonces poseía un aire aturdido y desconcertado, convertido quizá en un hombre más triste pero también más sabio.

—Pero entonces, ¿qué va a pasar conmigo? —decía—. ¿Estoy libre de cargos? ¿Me van a dejar en libertad?

—Creo y espero —contestó Fisher— que no se va a sospechar de usted. Pero ciertamente no va usted a ser puesto por completo en libertad. Al menos su lengua debe permanecer atada por una promesa. No debe quedar sospecha alguna en contra de Hastings y, por consiguiente, tampoco ninguna en contra de usted. Cualquier sospecha en contra de él, y no digamos ya una historia como la que nos concierne, nos haría caer de golpe desde Malta hasta Mandalay. Él era tanto un héroe como un terror sagrado entre los musulmanes. De hecho, uno casi podría llamarle un héroe de los musulmanes al servicio de Inglaterra. Sin lugar a dudas, logró llevarse bien con ellos debido en parte a su pequeña dosis propia de sangre oriental. Le venía por parte de su madre, una bailarina de Damasco. Todo el mundo lo sabe.

—Claro. Todo el mundo lo sabe —repitió Boyle mecánicamente, mirándole fijamente con los ojos muy abiertos.

—Me atrevería incluso a decir que había un resto de todo ello en sus celos y en ese feroz deseo suyo de venganza —prosiguió Fisher—. Pero, a pesar de todo, su crimen sería nuestra perdición entre los árabes, sobre todo porque fue algo parecido a un crimen contra la hospitalidad. Ha sido una experiencia odiosa para usted, lo sé, y también lo ha sido para mí. Pero aún quedan cosas que ese maldito pozo nunca podrá hacer, y mientras yo viva ésa es una de ellas.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Boyle con una mirada de curiosidad—. ¿Por qué tiene usted que tomarse todo esto tan a pecho?

Horne Fisher miró al joven con una desconcertante expresión.

—Supongo —dijo— que porque soy un pobre inglesito.

—No logro entender lo que quiere usted decir con eso —contestó Boyle con recelo.

—¿Cree usted que Inglaterra es tan poca cosa? —dijo Fisher con ardor en su fría voz—. ¿No la cree capaz de mantener bien alto a un hombre a costa de unos pocos miles? Usted me aleccionó con un montón de ideales patrióticos, mi joven amigo. Pero ahora se trata de que usted y yo pongamos en práctica ese patriotismo. Y sin mentiras que nos ayuden. Usted habló como si todo nos marchase a las mil maravillas a lo largo y ancho de este mundo, en un ascenso triunfante que culminase en Hastings. Y yo le digo que todo aquí nos ha ido mal excepto Hastings. El suyo ha sido el único nombre que nos ha quedado para la posteridad. Y eso tampoco debe perderse. No, por Dios. Ya es malo de por sí que una banda de malditos judíos tenga que tenernos plantados aquí, donde no existen intereses que sean de utilidad alguna para Inglaterra y donde todos los infiernos juntos nos están cayendo encima simplemente porque ese maldito judío entrometido de Zimmern le ha prestado dinero a la mitad de los ministros de nuestro gobierno. Ya es bastante malo de por sí que un viejo prestamista de Bagdad tenga que hacernos librar por él sus propias batallas. Nosotros no podemos luchar con la mano derecha atada a la espalda. Nuestras únicas bazas eran Hastings y su victoria, la cual era en realidad la victoria de alguien más. A Tom Travers aún le queda mucho que aguantar, y también a usted.

Luego, tras un momento de silencio, señaló hacia el Pozo Sin Fondo y dijo en un tono más tranquilo:

—Ya le comenté —dijo— que no creía en la filosofía de la Torre de Aladino. No creo en el Imperio mientras siga creciendo hasta alcanzar el cielo. No creo en la Union Jack mientras siga ascendiendo y ascendiendo eternamente igual que aquella Torre. Pero si por casualidad piensa usted que voy a dejar que la Union Jack caiga y caiga para siempre como el Pozo Sin Fondo, que se precipite a la oscuridad de una fosa insondable, que se postre entre las burlas y la derrota rodeada del escarnio de los judíos que han estado chupándonos la sangre durante tanto tiempo… Pues no, nunca lo haré. Y no hay más que hablar. Ni siquiera aunque al canciller le chantajeasen veinte millonarios venidos a menos, ni siquiera aunque el Primer Ministro se casase con veinte judías yanquis, ni siquiera aunque Woodville y Carstairs tuviesen acciones en veinte minas de pacotilla. Y si la cosa empieza realmente a tambalearse, que Dios nos ayude, pero no seremos precisamente nosotros quienes acaben con todo lo que se ha conseguido hasta ahora a base de sudor y sangre.

Boyle le miró con una perplejidad rayana en el miedo e incluso con una pizca de aversión.

—De alguna manera —dijo—, parece haber algo verdaderamente horrible en todas esas cosas que usted sabe.

—Lo hay —respondió Fisher—. Y no me siento ni mucho menos orgulloso de esa pequeña porción de conocimiento y sabiduría que poseo. Pero ya que ella es en parte responsable de que no le hayan colgado a usted, no creo que tenga motivo alguno para quejarse.