Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Un leve e indescriptible ruido quebró la quietud. Twyford se sobresaltó por un segundo, tras lo cual dijo ásperamente:

—Verdaderamente, no creo que sea el momento más adecuado para intentar asustar a un niño.

—¿Quién es un niño? —gritó el indignado Summers con una voz a medio camino entre un cacareo y un chillido—. Yo no. Y tampoco soy un gallina.

—Me callaré entonces —dijo la otra voz—. Pero tengan presente que el silencio habla por sí solo.

El requerido silencio se mantuvo durante largo rato hasta que, al fin, el clérigo le dijo a Symon en voz baja:

—Supongo que no debemos preocuparnos por el aire, ¿no?

—En absoluto —contestó el otro en voz alta—. Hay una chimenea y un hogar en la oficina, justo al lado de la puerta.

El ruido de unos pasos apresurados y el de una silla al caer les dijeron a todos que la indomable nueva generación se había lanzado una vez más cuarto a través. Pronto le oyeron exclamar:

—¡Una chimenea! ¡Vaya! Seguro que por ella se podrá llegar hasta…

El resto se perdió entre amortiguados pero triunfantes gritos.

Su tío lo llamó en vano repetidas veces, recorrió a tientas el camino hasta la abertura y, tras levantar la vista por ella, vislumbró un disco de luz que parecía sugerir que el fugitivo se había escabullido hasta ponerse a salvo. Al deshacer el camino hacia donde se encontraba reunido el grupo, junto a la vitrina de cristal, tropezó con la silla caída sobre el suelo, tras lo cual necesitó un momento para recobrarse. Acababa de abrir la boca para decirle algo a Symon cuando se detuvo y, de repente, se encontró parpadeando bajo el tremendo golpe de la luz blanca. Al mirar por encima del hombro del otro pudo ver que la puerta estaba abierta.

—Así que finalmente nos han descubierto —le dijo a Symon.

El hombre de la túnica negra se hallaba recostado contra la pared algunas yardas más allá con una sonrisa esculpida en la cara.

—Ahí viene el Coronel Morris —continuó Twyford todavía hablando con Symon—. Uno de nosotros tendrá que contarle cómo se fue la luz. ¿Va a encargarse usted de ello?

Pero Symon aún no dijo nada. Permanecía de pie, tan inmóvil como una estatua, mirando fijamente el terciopelo negro situado tras la pantalla de cristal. Miraba el terciopelo negro porque no había nada más a lo que mirar. El Penique de San Pablo había desaparecido.

El Coronel Morris entró en la habitación acompañado de dos nuevos visitantes, presumiblemente dos nuevos turistas que habían tenido que esperar arriba a causa del accidente. El primero de ellos era un hombre alto, rubio, de aspecto lánguido, amplia frente y nariz prominente. Su compañero era un hombre más joven de pelo claro y rizado y una mirada tan franca que llegaba a parecer inocente.

Symon apenas pareció oír a los recién llegados. En realidad, parecía como si no se hubiese dado cuenta de que el retorno de la luz dejaba ver a las claras su exacerbado nerviosismo. Luego reaccionó de manera sospechosa y, cuando vio al mayor de los dos extraños, su ya de por sí pálido rostro pareció palidecer aún más.

—¡Caramba! Pero si es Horne Fisher —y luego, tras una pausa, dijo en voz baja—. Estoy metido en un aprieto de mil demonios, Fisher.

—Parece haber por aquí un pequeño misterio que aclarar —dijo el caballero que había sido interpelado.

—Nunca se aclarará —dijo el pálido Symon—. Si alguien pudiera aclararlo, sería usted. Pero nadie podrá.

—Creo que yo sí podría —dijo otra voz desde fuera del grupo.

Todos se volvieron sorprendidos para descubrir que el hombre de la túnica negra había hablado una vez más.

—¡Usted! —dijo el coronel con aspereza—. ¿Y cómo se propone hacer de detective?

—No me propongo hacer de detective —contestó el otro con aquella voz tan clara como una campana—. Mi intención es hacer de mago… de uno de aquellos magos que usted solía poner en evidencia en la India, coronel.

Nadie habló durante un momento. Luego Horne Fisher sorprendió a todo el mundo al decir:

—Bien, subamos entonces y dejemos que este caballero lo intente.

Pero antes tuvo que detener a Symon, quien automáticamente había puesto el dedo sobre el botón, diciéndole:

—No, deje todas las luces encendidas. Será una especie de garantía.

—¿Cómo? Pero si ahora ya no podrán robar nada —dijo Symon, cortante.

—Pero puede que lo devuelvan —respondió Fisher.

Twyford había ya echado a correr escaleras arriba en busca de noticias de su sobrino desaparecido. Las noticias que obtuvo de él lo dejaron perplejo pero, a la vez, lo tranquilizaron de inmediato. Sobre el suelo del piso superior yacía uno de esos grandes aviones de papel que los alumnos suelen lanzarse unos a otros cuando el profesor está fuera de la clase. Lo habían lanzado desde fuera, evidentemente por la ventana, y, al ser desplegado, dejó a la vista una serie de garabatos realizados con una pésima caligrafía que decían: «Querido tío, todo marcha bien. Más tarde me reuniré contigo en el hotel». Debajo podía verse una firma garrapateada.

Apenas aliviado por ello, el clérigo volvió voluntariamente sus pensamientos hacia su reliquia predilecta, cuya importancia no le iba a la zaga a la que le dedicaba a su sobrino. Y antes de saber siquiera dónde se encontraba, fue rodeado por los demás, que discutían sobre la pérdida ocurrida, y prácticamente arrastrado por el empuje de su emoción. No obstante, una duda inconsciente persistía latiendo en su cabeza en cuanto a lo que le había podido ocurrir en realidad al chico y qué era lo que había querido decir exactamente al afirmar que todo marchaba bien.

Mientras tanto, Horne Fisher había confundido en gran medida a propios y extraños con el tono y la actitud que acababa de adoptar. Había conversado con el coronel sobre cuestiones militares y mecánicas haciendo gala de notables conocimientos tanto acerca de los pormenores de la disciplina como de los tecnicismos de la electricidad. Había hablado también con el clérigo y mostrado unos conocimientos igualmente sorprendentes sobre los aspectos religiosos e históricos que giraban en torno a la reliquia. Había dialogado incluso con el hombre que se denominaba a sí mismo mago, no sólo sorprendiendo sino incluso escandalizando a la concurrencia con la soltura igualmente desenfadada con la que charlaba acerca de las más fantásticas formas adoptadas por el ocultismo oriental y la experimentación psíquica. Y en lo que respecta a esta última y menos respetable línea de investigación, se hallaba evidentemente preparado para ir algunos pasos más allá. Alentó abiertamente al mago y se declaró dispuesto a seguir los más que quiméricos métodos de investigación a los que éste pudiera conducirle.

—¿Cómo comenzaría usted? —preguntó con una inquieta cortesía que hizo que el coronel se congestionase de cólera.

—Todo se reduce a una especie de fuerza y a establecer la comunicación necesaria para atraer a dicha fuerza —contestó afablemente el experto haciendo caso omiso de los murmullos con que los militares aludían con ironía y risas sofocadas a la fuerza policial—. Se trata de lo que ustedes en Occidente suelen llamar magnetismo animal, aunque en realidad es mucho más que eso. Mejor será que no explique cuánto más. Sobre cómo ponerlo en práctica, el método habitual es provocar un trance en alguna persona fácilmente impresionable, quien actúa como una especie de puente o cable de comunicación por medio del cual la fuerza del más allá pueda proporcionarle, por así decirlo, una sacudida eléctrica que despierte sus sentidos más profundos. Podríamos decir que abre el ojo dormido de la mente.

—Yo soy fácil de impresionar —dijo Fisher con una mezcla de simpleza y desconcertante ironía—. ¿Por qué no abre usted el ojo de la mente para mí? Mi amigo Harold March, aquí presente, podrá decirle que a veces creo ver cosas en la oscuridad.

—Nadie ve nunca nada si no es en la oscuridad —dijo el mago.

Las cargadas nubes del crepúsculo se iban cerrando alrededor de la cabaña de madera, enormes nubes de las que, a través de la pequeña ventana, sólo resultaban visibles los extremos, que con su color púrpura semejaban las colas y los cuernos de monstruos descomunales que merodeasen flotando alrededor del lugar. No obstante, aquellos tonos púrpura iban ya tornándose en gris oscuro, lo que anunciaba que la noche estaba al caer.

—No enciendan la lámpara —dijo el mago con tranquila autoridad deteniendo todo movimiento en dirección a aquélla—. Ya les dije antes que las cosas sólo suceden en la oscuridad.

Cómo aquella cosa de locos pudo llegar a tolerarse en la oficina de un coronel, de entre todos los lugares del mundo, es una cuestión que más tarde se convertiría en una especie de enigma en la memoria de muchos de los allí reunidos, incluido el propio coronel. Lo recordarían más tarde como una especie de pesadilla, como algo que se vieron incapaces de controlar. Claro que, al fin y al cabo, quizá hubiese realmente algo de magnetismo en el hipnotizado ya que, en aquel momento, y sea como fuere, lo único que parecía seguro era que Horne Fisher estaba siendo hipnotizado. Se había desmayado en su silla con los largos miembros extendidos como pesos muertos y los ojos mirando fijamente al vacío. Y en cuanto al hipnotizador, éste se ocupaba en realizar amplios y extraños movimientos con aquellos brazos enfundados en ropas oscuras que parecían un par de alas negras.

El coronel encendió un cigarro. Aquello había rebasado el límite de su paciencia y ahora se entretenía diciéndose a regañadientes que a los aristócratas excéntricos se les tiene consentido cualquier capricho. Se consoló al pensar que ya había hecho llamar a la policía, la cual se encargaría de acabar de un golpe con toda aquella farsa.

 

—Sí, veo bolsillos —decía el hombre en trance—. Veo muchos bolsillos, pero todos están vacíos. No, veo un bolsillo que no lo está.

Hubo un ligero alboroto entre tanta quietud. Luego el mago dijo:

—¿Puede usted ver lo que hay en el bolsillo?

—Sí —respondió el otro—. Hay dos cosas que brillan. Creo que se trata de dos pedazos de acero. Uno de ellos está doblado o torcido.

—¿Han sido empleadas en el robo de la reliquia de ahí abajo?

—Sí.

Hubo una nueva pausa, tras la cual el que preguntaba añadió:

—¿Ve usted algo de la propia reliquia?

—Veo algo que brilla sobre el suelo, como una sombra o un espectro de ella. Está por allí, en el rincón que se encuentra al otro lado del escritorio.

Hubo un revuelo de gente que se volvía seguido de una repentina inmovilidad general, como si hubiese tenido lugar un entumecimiento masivo. Y es que en aquel rincón, en el extremo opuesto del suelo de madera, había efectivamente un punto redondo de pálida luz. En aquel momento era la única luz que había en la habitación, pues la luz del cigarro había desaparecido.

—Eso señala el camino —anunció la voz del oráculo—. Los espíritus señalan el camino de la penitencia e instan al ladrón a que devuelva lo que se ha llevado. Por ahora no puedo ver nada más.

La voz del mago fue desvaneciéndose hasta desembocar en un silencio que fue interrumpido por un tintineo de metal contra el suelo, el sonido de algo que giraba y caía, algo que sonaba como una moneda de medio penique lanzada al aire.

—¡Enciendan la luz! —gritó Horne Fisher en voz alta e incluso jovial, saltando sobre sus pies con mucha menos languidez de la acostumbrada—. Tengo que irme ya, pero me gustaría echarle un vistazo antes de marcharme. Al fin y al cabo, vine aquí con la intención de verlo.

Alguien encendió la luz y Fisher pudo, tal y como había dicho, contemplarlo. El mismísimo Penique de San Pablo yacía sobre el suelo justo ante sus pies.

—Oh, en cuanto a eso —explicó Fisher amenizando la comida que tomaba en compañía de March y Twyford alrededor de un mes más tarde—, simplemente pretendía jugar con el mago a su propio juego.

—Yo creí durante todo el tiempo que su intención era cazarlo en su propia trampa —dijo Twyford—. Aunque todavía no consigo sacar nada en claro del asunto, a mis ojos él fue siempre el principal sospechoso, si bien no creo que sea necesariamente un ladrón en el sentido vulgar de la palabra. La policía parece siempre pensar que la plata se roba por el valor de la plata en sí, pero algo como aquella moneda podía muy bien haber sido robado a causa de algún fanatismo religioso. Un monje fugitivo convertido en místico podría muy bien desearlo para algún fin místico.

—No —contestó Fisher—. El monje fugitivo no es un ladrón. En cualquier caso, no es el ladrón de este robo. Y tampoco es del todo un mentiroso, pues dijo al menos una cosa que resulta muy cierta.

—¿El qué? —preguntó March.

—Dijo que se trataba de magnetismo. Y en ello tenía razón, pues el caso es que todo se hizo por medio de un imán.

Luego, viendo que los otros aún parecían confundidos, añadió:

—Me refiero al imán de juguete propiedad de su sobrino, Mr. Twyford.

—No lo entiendo —objetó March—. Si se hizo con el imán de aquel colegial, supongo que fue él quien lo hizo.

—Bueno —contestó Fisher reflexivamente—, básicamente eso depende de a qué colegial se refiera usted.

—¿Qué demonios quiere usted decir?

—El espíritu de un colegial es algo muy curioso —prosiguió Fisher con aire pensativo—. Puede sobrevivir a muchas otras cosas además de a trepar por una chimenea. Un hombre puede llegar a endurecerse después de vivir grandes campañas militares y aun así conservar el espíritu propio de un colegial. Un hombre puede regresar de la India con una gran reputación y ser puesto al cargo de un gran tesoro público y aun así mantener su espíritu de colegial en estado latente hasta que un buen día éste va y despierta por accidente. Y esto ocurre de manera mucho más acusada cuando al colegial le añade uno el escéptico, quien por lo general es una especie de colegial atrofiado. Acaba usted de decir que ciertas cosas pueden llegar a hacerse debido a una manía religiosa. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de manía irreligiosa? Le puedo asegurar que se da con relativa frecuencia, especialmente en hombres que gustan de poner en evidencia a magos indios.

—¿Quiere usted realmente decir —dijo Twyford— que fue el Coronel Morris quien robó la reliquia?

—Era la única persona que pudo utilizar el imán —contestó Fisher—. De hecho, su servicial sobrino le dejó sobre su mesa una buena cantidad de cosas que pudo utilizar. Disponía de un rollo de cuerda y de un instrumento con el que poder hacer un agujero en el suelo de madera. Durante mi trance, hice sobre la marcha un pequeño truco con dicho agujero en el suelo. Con las luces del piso superior bajadas y las del inferior encendidas, el agujero hecho por Morris, único punto de comunicación entre los dos pisos, brillaba como si fuese un chelín nuevecito.

De repente Twyford dio un salto en su silla.

—Pero en ese caso… —gritó con la voz alterada—. Pero… Pero entonces… Bueno… Usted dijo que había un pedazo de acero, ¿no es así?

—Dije que había dos pedazos de acero —dijo Fisher—. El pedazo torcido era el imán del chico. El otro era el penique.

—¡Pero si está hecho de plata! —contestó el arqueólogo.

—Oh —contestó Fisher tranquilamente—, yo diría más bien que está pintado con algo que tiene el color de la plata.

Hubo un pesado silencio, pero al fin Harold March dijo:

—Entonces, ¿dónde está la auténtica reliquia?

—Donde ha estado durante los últimos cinco años —respondió Horne Fisher—. En posesión de un millonario chiflado de Nebraska llamado Vandam.

Harold March miró el mantel con el ceño fruncido. Luego, tras una nueva pausa, dijo:

—Creo que entiendo su idea de cómo ocurrió todo realmente. Según usted, Morris se limitó a hacer un agujero en el suelo de madera del piso superior y, literalmente, pescar la moneda con un imán atado al extremo de una cuerda. Un truco como ese parece cosa de locos, pero supongo que él estaba furioso hasta la locura, en gran medida por el fastidio que suponía para él tener que vigilar algo que sabía que era un engaño aunque no pudiese probarlo. Entonces surgió una oportunidad de probarlo, al menos para sí mismo, y pudo pasar lo que él llamaría «un buen rato» con todo ello. Sí, ahora creo ver con claridad muchos detalles. Pero es todo el conjunto del caso lo que me intriga. ¿Cómo llegó todo a ser como fue?

Fisher, impasible, le miró a través de los párpados entrecerrados.

—Se tomó todo tipo de precauciones —dijo—. El Duque en persona llevó la reliquia y la guardó bajo llave en la vitrina con sus propias manos.

March guardó silencio, pero Twyford dijo balbuceando:

—No le entiendo. Me pone usted los pelos de punta. ¿Por qué no se explica con más claridad?

—Oh, muy bien —respondió Fisher dando un suspiro—. La pura verdad es, desde luego, que se trata de un asunto muy grave. Y tan malo o más es que alguien se entere de un asunto grave. Pero eso ocurre continuamente, y en cierta manera uno apenas puede culpar a quien le ocurre. Por lo común, la clase de gente a la que pertenece el Duque suele quedarse prendada de la primera princesita extranjera que conoce, quien resulta ser tan altanera, estirada y caprichosa como una muñequita de porcelana, y con eso ya se han montado su propia aventura amorosa. En este caso en concreto se trató de una aventura bastante intensa.

»Si se hubiera tratado de algún asunto morganático medianamente aceptable yo no lo censuraría, pero este pobre diablo debe de ser verdaderamente estúpido para despilfarrar toneladas de dinero en una mujer así. Al final todo se enredó hasta convertirse en un auténtico chantaje. Pero ya es algo que el pobre idiota no le sacara el dinero a los pobres contribuyentes de este país. Sólo pudo sacárselo a ese yanqui. Así son las cosas.

—Bueno, me alegro de que mi sobrino no tuviese nada que ver con todo aquello —dijo el reverendo Thomas Twyford—. Y si el gran mundo es así, espero que nunca tenga nada que ver con él.

—Nadie sabe mejor que yo —dijo Horne Fisher— que uno puede llegar a tener demasiado que ver con él.

Summers Minor nunca tuvo, de hecho, nada que ver con ese mundo, y resulta algo de lo más tranquilizador que tampoco tuviese en realidad nada que ver con la historia en cuestión o con cualquier otra historia de características similares. En aquella ocasión, el chico pasó como una exhalación a través del entramado de esta historia de políticas torcidas y parodias disparatadas y salió por el extremo opuesto en persecución de sus irreprochables aficiones personales. Y es que, desde lo alto de la chimenea por la que había subido, alcanzó a ver un ómnibus nuevo con cuyo color y nombre nunca se había encontrado antes, por lo que se sintió igual que un naturalista o un botánico que se topasen con un pájaro desconocido o una flor sin clasificar. Y había quedado tan cautivado por aquel descubrimiento que no pudo evitar echar a correr tras él para poder viajar en esa especie de barco encantado.

IV. EL POZO SIN FONDO

En cierto oasis que parece emerger como una isla verde en medio del mar de arenas rojas y amarillas que se extiende, más allá de Europa, hacia Oriente, pueden encontrarse fascinantes contrastes que han acabado convirtiéndose en lo más destacado del lugar desde que los diferentes tratados internacionales lo han ido convirtiendo en una avanzadilla más de la ocupación británica.

El lugar goza además de cierta fama entre los arqueólogos por algo que a duras penas puede llamarse monumento, pues no es más que un simple agujero en el suelo. Se trata en concreto de un sumidero redondo, muy similar a un pozo, que probablemente formara parte de algunas grandiosas obras de irrigación de fecha remota y discutida y que quizá sea más antiguo que cualquier otra cosa en toda aquella antigua tierra. Una franja verde de palmeras y chumberas se extiende alrededor de la negra boca del pozo, del cual, no obstante, no queda ya nada de la sillería de su parte superior a excepción de dos voluminosas y erosionadas piedras que se levantan como si fuesen los pilares de una entrada que no condujese a ninguna parte. En ellas, algunos de los más notables arqueólogos creen poder vislumbrar en ciertos momentos del ocaso o de la salida de la luna tenues figuras o facciones de ancestrales monstruos babilónicos, mientras los arqueólogos más racionalistas, a esas horas más terrenales en que reina la luz del día, no ven otra cosa que dos rocas informes.

Como se puede comprobar, sin embargo, no todos los ingleses son arqueólogos. De hecho, muchos de los reunidos en tal lugar con objetivos oficiales y militares tenían pasatiempos que no eran precisamente la arqueología. Es más, resulta un hecho especialmente destacable que los ingleses recluidos en aquella especie de exilio oriental se las hayan ingeniado para construir un pequeño campo de golf entre la arena y la vegetación y hayan levantado, además, un confortable club social en un extremo de éste, justo frente al primitivo monumento antes descrito. No obstante, a la hora de jugar al golf ya no usaban como búnker dicho abismo de tiempos remotos, pues por experiencia sabían que resultaba insondable, y ni tan siquiera con fines prácticos se habían preocupado de averiguar su profundidad. Lo único que les importaba realmente era que cualquier pelota de golf que fuese a parar a él podía considerarse, literalmente, bola perdida. A pesar de ello, a menudo paseaban despreocupadamente por los alrededores del agujero durante esos descansos en que se dedicaban a charlar y a fumar. Y fue precisamente en uno de dichos descansos cuando uno de ellos, que acababa de abandonar el club, encontró a otro escrutando con cierto aire melancólico el interior del pozo.

Los dos ingleses vestían ropas ligeras y cubrían sus cabezas con cascos blancos confeccionados con palma y pañuelos que asomaban por debajo de éstos. No obstante, ahí quedaba básicamente cualquier parecido entre los dos. Cuando ambos pronunciaron casi al unísono la misma palabra, lo hicieron adoptando dos tonos de voz completamente diferentes.

—¿Ha oído usted la noticia? —preguntó el hombre recién llegado del club—. Impresionante.

—Impresionante —contestó el hombre que se hallaba junto al pozo.

El primer hombre había pronunciado la palabra justo como lo haría un joven al referirse a una mujer atractiva. En cuanto al segundo, lo había hecho como lo haría un viejo al hablar del clima, es decir, no exento de sinceridad pero ciertamente sin entusiasmo alguno.

 

El tono empleado resultó ser típico de cada uno de ellos. El primero, un tal Capitán Boyle, pertenecía al tipo de hombre osado y juvenil, moreno, y con una especie de ardor natural en el rostro que no casaba muy bien con el mundo oriental sino más bien con el tesón y la ambición propias de Occidente. El otro era un hombre más viejo y, ciertamente, alguien que llevaba allí más tiempo: un funcionario civil llamado Horne Fisher cuyos caídos párpados y fláccidos bigotes expresaban toda la paradoja del inglés que visita Oriente. Tenía demasiado calor como para mostrarse mínimamente activo.

Ninguno de los dos creyó necesario mencionar qué era lo que resultaba impresionante. De hecho, hubiese estado de más aclarar lo que todo el mundo sabía. La magnífica victoria sobre la temible alianza entre turcos y árabes en el norte, lograda por las tropas comandadas por Lord Hastings, ese veterano de tantas y tan renombradas victorias, había sido divulgada por la prensa a lo largo y ancho de todo el imperio, incluida, como no podía ser menos, aquella pequeña guarnición tan próxima al campo de batalla.

—Hoy día ninguna otra nación del mundo hubiera sido capaz de algo así —exclamó enérgicamente el Capitán Boyle.

Horne Fisher miraba todavía en silencio dentro del pozo. Un momento después contestó:

—Ciertamente, poseemos la facultad de corregir nuestros errores. Fue en eso en lo que fallaron los pobres prusianos. Sólo fueron capaces de cometer errores y perseverar en ellos. Verdaderamente, corregir los errores resulta un arte en el que nosotros somos unos verdaderos maestros.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle—. ¿A qué errores se refiere?

—Bueno, todo el mundo sabe que mordimos un pedazo más grande del que podíamos masticar —contestó Horne Fisher. Era característico de Mr. Fisher decir siempre que todo el mundo sabía cosas que en realidad sólo una persona de cada varios millones llegaba a oír—. Y, ciertamente, fue de lo más afortunado que Travers apareciese en el momento oportuno. Resulta extraño pensar cuántas veces la decisión correcta para nosotros la toma el segundo de a bordo, incluso cuando un gran hombre se encuentra al mando. Como Colborne en Waterloo.

—De cualquier manera, una victoria como ésta bien merece que se añada toda una provincia al imperio —dijo el otro.

—Bueno, supongo que los Zimmern habrán insistido en ello tanto como hicieron en aquel asunto del canal —dijo Fisher pensativamente—, aunque todo el mundo sabe que con añadir provincias no siempre se obtiene provecho hoy en día.

El Capitán Boyle frunció el ceño ligeramente confundido. Al ser consciente de no haber oído nunca hablar de los Zimmern, tuvo que limitarse a observar, imperturbable:

—Bueno, uno no debe contentarse siempre con ser, sin más, un pobre inglesito.

Horne Fisher sonrió. Tenía una agradable sonrisa.

—Cada uno de los hombres que se encuentran aquí es un pobre inglesito —dijo—. Y está deseoso de hallarse de regreso en su querida Inglaterra.

—Me temo que no sé de qué me está usted hablando —dijo el más joven con gran recelo—. Uno pensaría que en realidad no admira usted ni a Hastings ni a ningún otro.

—Le admiro a más no poder —contestó Fisher—. Es, con mucho, el hombre mejor cualificado para este destino. Comprende a los musulmanes y es capaz de hacer cualquier cosa con ellos. Es por ello por lo que estoy en contra de azuzar a Travers contra él a causa simplemente de este último acontecimiento.

—En realidad no comprendo qué pretende usted insinuar —dijo el otro con franqueza.

—Quizá no merezca la pena comprenderlo —respondió Fisher sin pensar—. Y, de todas formas, no tenemos por qué hablar de política. ¿Conoce usted la leyenda árabe que se cuenta acerca de este pozo?

—Me temo que no sé mucho de leyendas árabes —dijo Boyle algo estiradamente.

—Eso es un error —contestó Fisher—, especialmente desde su punto de vista. El propio Lord Hastings es una leyenda árabe. Quizá sea eso lo más grandioso que ha llegado a ser nunca. Si su reputación desapareciese, nos debilitaría profundamente en Asia y África. Pero a lo que iba: la historia acerca de este agujero en la tierra, que desciende hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado enormemente. Actualmente su forma es musulmana, pero no me sorprendería que la historia resultase ser mucho más antigua que los propios musulmanes. Trata de alguien a quien llamaban el Sultán Aladino, pero no nuestro amigo de la lámpara, claro está, si bien podría decirse que se parecía a él en lo que atañe a los genios, los gigantes y toda esa clase de cosas. Se dice que ordenó a los gigantes que construyeran para él una especie de pagoda que se elevase por encima de las estrellas. «Lo Supremo para El Más Alto», como decía la gente cuando se construyó la Torre de Babel. Pero quienes construyeron la Torre de Babel resultaban gentes muy modestas y hogareñas si se las comparaba con el viejo Aladino. Lo único que querían era una torre que llegase hasta el cielo, una simple fruslería. Él quería una torre que sobrepasara el cielo, que se alzase por encima de él y continuase elevándose y elevándose para siempre. Pero Alá la derribó por los suelos con un rayo que se hundió en la tierra e hizo en ella un agujero cada vez más y más profundo, hasta dar lugar a un pozo sin fondo, justo igual que la torre que no iba a tener fin. Y por esa oscura torre vuelta cabeza abajo el alma del orgulloso sultán cae y cae eternamente.

—Qué tipo más extraño es usted —dijo Boyle—. Habla como si cualquiera pudiese creerse todas esas fábulas.

—Piense que quizás lo que deba creerse sea la moraleja y no la fábula —respondió Fisher—. Pero, ¡vaya!, aquí viene Lady Hastings. Usted ya la conoce, ¿no es así?

El club de golf se empleaba, desde luego, para muchas otras cosas además de para el golf. Era el único centro social del destacamento aparte del riguroso cuartel general. Tenía una sala de billar, un bar, e incluso una excelente biblioteca de consulta para aquellos oficiales que demostraban ser tan perversos como para tomarse en serio su profesión. Entre éstos se contaba el propio general, cuya plateada cabeza y broncíneo rostro, como si fuesen los de un águila de latón, podían encontrarse a menudo inclinados sobre las cartas y libros que se guardaban en la sala. El gran Lord Hastings creía en la ciencia y el estudio tanto como en otros ideales de vida de gran severidad. En ocasiones había aconsejado paternalmente sobre todas aquellas cosas al joven Boyle, cuyas apariciones en aquel lugar dedicado al estudio resultaban bastante más esporádicas (fue precisamente tras uno de aquellos ratos de estudio que el joven acababa de atravesar las puertas de cristal de la biblioteca y salido al campo de golf).

Además, el club se hallaba acondicionado para atender a las comodidades de las damas al menos tanto como a las de los caballeros. Y era allí donde Lady Hastings tenía la oportunidad de desempeñar el mismo papel de reina que representaba en el salón de su casa. Solía darse muchos aires y, según decían algunos, se mostraba sumamente complacida de desempeñar dicho papel. Era mucho más joven que su marido y era atractiva, peligrosamente atractiva en ocasiones. Mr. Horne Fisher la siguió con la mirada, sonriendo algo sardónicamente, cuando ella se alejó arrastrando tras de sí al joven soldado. Luego su melancólica mirada se desvió hacia la verde y espinosa vegetación que rodeaba el pozo, compuesta por esa curiosa formación de cactus en la que las gruesas hojas crecen directamente las unas de las otras sin necesidad de tallo ni rama alguna, lo que proporcionó a su caprichosa imaginación un siniestro sentimiento de obcecado crecimiento sin fin ni forma. En Occidente, una planta o un arbusto crecen hasta formar una flor, la cual es su fin habitual. Pero aquello era como si unas manos pudieran crecer de otras manos o unas piernas directamente de otras piernas, como en una pesadilla.