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100 Clásicos de la Literatura

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—Comencé a sospechar algo cuando nos encontrábamos todavía a cierta distancia de la torre —dijo—. ¿Vieron ustedes esa especie de destello o parpadeo que emitió la vela justo antes de apagarse? Nada más verlo tuve la certeza de que en realidad se trataba del último suspiro que da la llama cuando una vela se apaga por sí sola. Y luego, cuando entré en esta estancia, vi eso.

Señaló a la mesa. Al hacerlo, la respiración de Sir Walter se detuvo en seco tras proferir una especie de maldición contra su propia ceguera mental. La vela del candelabro mostraba señales evidentes de haber ido extinguiéndose por sí misma hasta consumirse por completo, dejando a la mayoría de los presentes, al menos mentalmente hablando, sumidos en la oscuridad.

—Después tenemos una especie de acertijo matemático —continuó Fisher recostándose con desgana contra la ventana y mirando las paredes desnudas como si trazara sobre ellas diagramas imaginarios—. No es tarea fácil para un hombre que se encuentra en mitad de un triángulo enfrentarse a la vez a las tres caras de éste, pero resulta más sencillo para un hombre que se encuentre en el tercer ángulo enfrentarse a los otros dos a un mismo tiempo, en especial si éstos son la base de un triángulo isósceles. Y perdónenme si todo esto suena a lección de geometría, pero…

—Me temo que no disponemos de tiempo para ello —dijo Wilson con frialdad—. Si es cierto que nuestro hombre regresa hacia aquí, tengo que dar las órdenes oportunas inmediatamente.

—No obstante, creo que continuaré con mi exposición, si no le importa —dijo Fisher contemplando fijamente el techo con insolente serenidad.

—Me veo obligado a pedirle, Mr. Fisher, que me deje llevar la investigación a mi manera —dijo Wilson, tajante—. Yo soy ahora el oficial al cargo.

—Sí —señaló Horne Fisher suavemente pero haciendo gala de un tono que dejó helado al otro—. Así es. Pero, ¿por qué?

Sir Walter observaba la escena con atención, pues nunca antes había visto a su apático y joven amigo comportarse de aquella manera. Fisher miraba a Wilson con los párpados completamente abiertos, y los ojos que asomaban entre ellos parecían haberse despojado de un velo, tal y como hacen los ojos de las águilas.

—¿Por qué es usted ahora el oficial al cargo? —preguntó—. ¿Por qué puede usted ahora llevar la investigación a su manera? ¿Cómo ha llegado a suceder, me pregunto yo, que sus oficiales superiores no se encuentren aquí para interferir en cualquier cosa que usted se proponga hacer?

Nadie habló, y nadie podrá nunca decir cuánto tiempo hubieran tardado en pronunciarse las primeras palabras porque entonces un ruido proveniente del exterior les interrumpió. Se trataba del sonido hueco y pesado de un golpe dado sobre la puerta de la torre, golpe que, para los agitados espíritus de todos los presentes, resonó de manera extraña, como si se tratase de la llamada del destino.

La puerta de madera de la torre se movió sobre sus oxidados goznes bajo la mano que la había golpeado. Luego, el Príncipe Michael en persona entró en la habitación. Nadie tuvo la menor duda acerca de su identidad. Sus livianas ropas, aunque desgastadas a causa de sus numerosas aventuras, conservaban su refinado y casi afectado corte. Lucía una puntiaguda perilla, quizá una lejana reminiscencia de Luis Napoleón a pesar de ser mucho más alto y elegante que su prototipo. Antes de que nadie pudiese pronunciar palabra, había impuesto silencio a todo el mundo con un leve pero cálido ademán de hospitalidad.

—Caballeros —dijo—, éste es ahora un lugar humilde, pero sean ustedes cordialmente bienvenidos.

Wilson, que fue el primero en recuperarse, dio un paso hacia el recién llegado.

—Michael O’Neill, le arresto en el nombre del rey por el asesinato de Francis Morton y James Nolan. Es mi deber advertirle que…

—No, no, Mr. Wilson —gritó de repente Fisher—, no cometerá usted un tercer asesinato.

Sir Walter Carey se levantó súbitamente de su silla, la cual cayó con estrépito a sus espaldas.

—¿Qué significa todo esto? —gritó con aire autoritario.

—Significa —dijo Fisher— que este hombre, Hooker Wilson, nada más asomarse por esa ventana, mató a sus dos compañeros, que acababan de asomarse por las otras dos ventanas, disparándoles a través de la habitación vacía. Eso es lo que significa. Y por si desean ustedes convencerse, cuenten ustedes cuántas veces se supone que ha disparado y luego cuenten los disparos que aún le quedan en el revólver.

Wilson, quien había permanecido sentado sobre la mesa, extendió bruscamente su mano en dirección al arma, que yacía a su lado. Pero el siguiente movimiento resultó el más inesperado de todos, ya que el Príncipe, que se hallaba de pie en el umbral, pasó súbitamente de conservar la dignidad de una estatua a adoptar la rapidez de un acróbata y arrancó el revólver de la mano del detective.

—¡Perro! —gritó—. Así que no eres más que uno de esos ingleses supuestamente honestos por culpa de los cuales yo no soy más que un pobre irlandés desahuciado. Así que has venido a matarme sin importarte lo más mínimo derramar la sangre de tus propios hermanos. De haber caído ellos en una reyerta en medio del campo se le llamaría igualmente asesinato, pero aún se te podría perdonar tu pecado. Pero a mí, que soy inocente, se me iba a matar con ceremonias. Hubiese tenido que soportar largos discursos y todo el desdén de jueces armados de paciencia que observarían mi desesperación y escucharían mi vano alegato de inocencia sin prestarle la menor atención. Sí, eso es lo que yo llamo un verdadero asesinato. Pero no importa. En ocasiones, matar a alguien puede no ser considerado un verdadero asesinato. Queda tan sólo una bala en esta pistola, y yo sé muy bien adonde va a ir a parar.

Wilson intentó parapetarse tras la mesa pero, mientras lo hacía, se retorció de dolor. Michael le había atravesado el cuerpo con una bala. El cuerpo del policía se desplomó pesadamente contra la mesa como si fuese un trasto viejo.

Mientras los policías se apresuraban a levantarlo, Sir Walter permaneció en pie sin articular palabra. Fue entonces Horne Fisher, con un extraño y fatigado ademán, quien recogió el testigo de la conversación.

—Acaba usted de ponerse en una situación verdaderamente complicada —dijo—. Tenía usted toda la razón del mundo y ahora se ha equivocado por completo.

El rostro del Príncipe se puso como el mármol durante un momento. Luego brilló en sus ojos una luz muy distinta a la de la desesperación. Se echó súbitamente a reír y arrojó al suelo la pistola todavía humeante.

—Sé que he cometido un error —dijo—. He cometido un crimen que podrá muy justamente suponer la perdición tanto para mí como para mis descendientes. Horne Fisher no pareció del todo satisfecho con aquella muestra tan súbita de arrepentimiento. Mientras mantenía su mirada fija en el hombre, se limitó a preguntar en voz baja:

—¿A qué crimen se refiere?

—A colaborar con la justicia inglesa —respondió el Príncipe Michael—. He vengado a los oficiales de su rey. He hecho el trabajo de su verdugo. Por todo ello, en verdad, merezco que me cuelguen.

Y se volvió hacia los policías con un ademán con el que, más que entregarse, parecía más bien ordenarles que le arrestasen.

Tal fue la historia que Horne Fisher le contó a Harold March, el periodista, muchos años más tarde, en un pequeño pero lujoso restaurante cercano a Piccadilly. Había invitado a cenar a March algún tiempo después del suceso que llamaba «El rostro en la diana», y la conversación había derivado en primer lugar hacia dicho misterio y luego hacia recuerdos más lejanos de la vida de Fisher y hacia la forma en que se había visto arrastrado a enfrentarse a problemas como el del Príncipe Michael. Horne Fisher era ahora quince años mayor que entonces. Su pelo ralo se había convertido en una prematura calvicie frontal y sus manos largas y delgadas colgaban con menos afectación pero con más cansancio. Y se había decidido a contar la historia de aquella aventura de juventud en Irlanda porque había sido su primer contacto con el crimen y su descubrimiento de lo oscura y terriblemente que puede llegar a estar enredado el crimen con la ley.

—Hooker Wilson fue el primer criminal que conocí en mi vida, y era policía —explicó Fisher haciendo girar su vaso de vino—. En realidad mi vida entera ha sido un confuso entramado de ese tipo de cosas. Wilson era un hombre de auténtico talento (e incluso genio), digno de estudio tanto en su faceta de detective como en la de criminal. Su cara pálida y su pelo rojo resultaban en él de lo más simbólico, pues era uno de esos tipos que son capaces de aparentar frialdad aunque la ambición los esté consumiendo por dentro. Aun así, a pesar de saber autocontrolar sus emociones a la perfección, llegó un momento en que no pudo frenar su ambición. Se tragó el desdén de sus superiores en aquella primera pelea, si bien en su interior ardía de resentimiento. Y cuando de repente vio aquellas dos cabezas oscuras recortándose contra la luz del amanecer, nítidamente enmarcadas en sendas ventanas, no pudo dejar pasar la oportunidad no sólo de vengarse, sino también de eliminar los dos obstáculos que se interponían en su promoción. Era un buen tirador y contaba con callarlos a ambos, si bien la menor prueba contra él hubiera resultado decisiva en cualquier caso. No en vano, se escapó por los pelos en el caso de Nolan, quien vivió lo suficiente para decir «Wilson» y señalar en su dirección. Nosotros pensamos que estaba pidiendo ayuda para su compañero, pero en realidad lo que estaba haciendo era denunciar a su asesino. Después de aquello fue sencillo tirar por tierra la escalera que se levantaba por encima de él (puesto que en lo alto de una escalera un hombre no puede apreciar con claridad qué está debajo y qué está detrás de ésta) y tirarse él mismo al suelo simulando ser una víctima más de la catástrofe.

 

»Pero entremezclada con su ambición asesina había también una ciega confianza no sólo en su propio talento, sino también en sus propias teorías. Creía realmente en lo que denominaba un ojo renovador y en verdad deseaba una oportunidad para utilizar los métodos nuevos de los que hablaba. Había algo realmente excepcional en su manera de enfocar las cosas, pero ese algo falló donde tales cosas suelen fallar, porque el ojo renovador no puede ver lo que no se ve. Resulta acertado en el caso de la escalera y el espantapájaros, pero no cuando hablamos de la vida y el alma, y él cometió un gran error al considerar lo que un hombre como el Príncipe Michael haría al oír gritar a una mujer. Todo el engreimiento y la vanagloria de Michael le hicieron salir corriendo nada más oír el grito. Un tipo como él hubiera sido capaz de entrar en el mismísimo Scotland Yard sólo para recoger el guante de una dama. Puede usted llamarlo hacerse el interesante o lo que usted desee, pero el caso es que eso es exactamente lo que él hubiera hecho. Lo que ocurrió cuando él se encontró con ella en medio del páramo ya es otra historia, una que puede que nunca lleguemos a conocer, si bien, por algunos relatos que he oído desde entonces, ella y él deben haber hecho las paces. Wilson se equivocó en ese detalle, pero así y todo había algo de verdad en su idea de que un recién llegado ve más cosas que los demás y de que el hombre del lugar se halla demasiado habituado a lo que le rodea como para fijarse en ellas. Tenía igualmente razón acerca de algunas otras cosas. Por ponerle a usted un ejemplo, y sin ir más lejos, tenía razón acerca de mí.

—¿Acerca de usted? —preguntó March.

—Yo soy precisamente uno de esos hombres que sabe demasiadas cosas para conocer realmente algo acerca de ellas, o, al menos, para poder hacer algo con respecto a ellas —dijo Horne Fisher—. No me refiero en especial a Irlanda. Me refiero a Inglaterra. Me refiero a la forma en general en que somos gobernados, que, dicho sea de paso, quizá sea la única forma en que podemos serlo. Pero me preguntaba usted hace un momento qué fue de los supervivientes de aquella tragedia. Pues verá usted. Wilson se recuperó, y los demás nos las arreglamos para convencerle de que se retirase, aunque para ello tuvimos que indemnizar a aquel despreciable asesino con una pensión más abundante que la que nunca ha recibido héroe alguno que haya luchado por Inglaterra. Me las ingenié para salvar a Michael de lo peor, pero aun así tuvimos que condenar a aquel hombre inocente a trabajos forzados por un crimen que sabíamos que nunca había cometido. No fue hasta algún tiempo después que pudimos confabularnos en secreto para preparar su fuga. Y en cuanto a Sir Walter Carey, ahora es Primer Ministro de este país, lo cual probablemente nunca hubiese podido ser si en el departamento para el que entonces trabajaba se hubiese sabido la verdad acerca de tan horrible escándalo. Aquello pudo muy bien haber acabado con todos nosotros antes incluso de salir de Irlanda, pero lo que resultaba más que seguro era que hubiera acabado con él. Y él es el amigo del alma de mi padre y, además, siempre me ha colmado de atenciones. Así pues, como podrá usted ver, estoy demasiado implicado en el asunto para poder hacer algo. Claro que también es verdad que no nací con la obligación de ponerle remedio, así que… ¡Vaya! Parece usted consternado, por no decir horrorizado. Pero no se preocupe, no me siento ofendido por ello en absoluto. En fin, cambiemos de tema si lo desea. No faltaba más. ¿Qué le parece este borgoña? Es uno de mis grandes descubrimientos, al igual que el propio restaurante en sí.

Y, con gran deleite, comenzó a hablar doctamente sobre todas las clases de vino del mundo, materia en la cual, por cierto, algunos moralistas hubieran considerado que sabía demasiado.

III. EL ESPÍRITU DEL COLEGIAL

Hubiera hecho falta un mapa de Londres de considerable tamaño para trazar el frenético e intrincado itinerario que, durante cierto día de viaje, recorrieron un tío y su sobrino, o, para hablar con mayor propiedad, un sobrino y su tío. Y esto es así porque el sobrino, un colegial de vacaciones, era, al menos en teoría, quien hacía prevalecer sus deseos a lo largo de cada trayecto que ambos realizaban en coche, taxi, tranvía, metro, etc., mientras su tío no era más que un pobre cura que pululaba a su alrededor consagrado a colmarle de atenciones. Para decirlo con más claridad, el colegial reñía algo del aire impasible de un gran duque que se encontrase de viaje de lujo mientras que su pariente se veía relegado al papel de simple guía turístico, a pesar de lo cual era quien tenía que correr con todos los gastos como si fuera un mecenas.

El chico se llamaba oficialmente Summers Minor, si bien recibía con más frecuencia el apodo de Stinks, único tributo reconocido por los demás a su afición por la fotografía y la electricidad. En cuanto al tío, se trataba del reverendo Thomas Twyford, un caballero anciano, enjuto y vivaz, de cabellos blancos y rostro colorado y vehemente, que ocupaba un reconocido y respetado lugar en un reducido círculo de arqueólogos eclesiásticos cuyos descubrimientos resultaban comprensibles tan sólo para ellos mismos.

Cualquier ojo mínimamente crítico hubiera sido capaz de encontrar, incluso durante aquel día de viaje, al menos tanto de la afición del tío como de las vacaciones del sobrino. El propósito original del primero había sido completamente paternal y alegre. Pero, al igual que le ocurre a tanta gente inteligente, había caído en el error de buscar la diversión en cierto tipo de cosas que creyó serían capaces de divertir también a un niño. Sus entretenimientos favoritos eran las coronas, las mitras, los báculos y los cetros de estado, a los que había dedicado la mayor parte de aquella jornada plenamente convencido de que el chico estaría encantado de ver todo lo que de ellos fuese digno de ver en Londres. Y a última hora del día, tras tomar un fastuoso té, remató por completo la jugada animándole a realizar una última visita a algo en lo que difícilmente podría concebirse que estuviese interesado un niño: una cámara subterránea, recientemente excavada en la ribera norte del Támesis, de la que se suponía que antiguamente había sido una capilla. Ésta no contenía, literalmente, nada salvo una vieja moneda de plata, la cual, no obstante, resultaba más excepcional y espléndida que el Koh-i-noor a todos aquellos que la conocían. De origen romano, se decía de ella que representaba la efigie de San Pablo y que a su alrededor habían surgido las más encarnizadas controversias acerca de la antigua Iglesia Británica, todo lo cual, sin embargo, no parecía hacer mella alguna en la incuestionable falta de interés que demostraba Summers Minor en la visita.

En realidad, tanto lo que interesaba a Summers Minor como lo que no le importaba en absoluto habían suscitado la diversión y la perplejidad de su tío a lo largo de varias horas. Demostraba tanto la sorprendente ignorancia como los asombrosos conocimientos que pueden observarse en el típico colegial inglés (conocimientos éstos que resultaban de difícil clasificación y que, por lo general, solía emplear para corregir y confundir a sus mayores). Poseedor de un permiso especial para disfrutar de unas cortas vacaciones durante las que poder olvidar los nombres del Cardenal Wolsey y Guillermo de Orange, difícilmente se le podía hacer olvidar la enorme curiosidad que en él había despertado la disposición de los timbres del hotel vecino. La Abadía de Westminster lo había aburrido visiblemente (lo cual no es de extrañar porque tal iglesia se ha convertido en el trastero de la más grandiosa y desafortunada colección de estatuas del siglo XVIII), pero para compensar había llegado a conocer de manera asombrosamente minuciosa tanto los ómnibus de Westminster como el sistema completo de los ómnibus de Londres, cuyos colores y números había llegado a aprenderse tan bien como un heraldista su propia profesión. Tanto, que se hubiera escandalizado ante cualquier momentánea confusión entre un Paddington verde claro y un Bayswater verde oscuro, al igual que le ocurriría a su tío si alguien confundiese un icono bizantino con una pintura romana.

—Pero bueno, hijo mío, ¿es que coleccionas ómnibus como si fuesen sellos? —le preguntó su tío—. Te hará falta un álbum bastante grande, ¿no? ¿O acaso los vas guardando en tu escritorio?

—Los voy guardando en mi cabeza —respondió el sobrino con justificada firmeza.

—Desde luego, eso dice mucho a tu favor, lo admito —respondió el clérigo—. Pero supongo que sería inútil preguntarte con qué intención has tenido que ir a aprender precisamente eso de entre tantas cosas. Apenas parece ser algo de provecho, a menos que te dedicaras a estar continuamente parado en la acera avisando a las señoras mayores cuando suban al ómnibus equivocado. Pero, por cierto, tenemos que bajarnos de éste, pues estamos llegando a nuestro destino. Quiero enseñarte lo que se ha dado en llamar el Penique de San Pablo.

—¿Se parece mucho a la Catedral de San Pablo? —preguntó con resignación el jovencito mientras se apeaban.

Al llegar a la entrada de su lugar de destino, les llamó la atención un curioso personaje que rondaba por allí dando muestras evidentes de una gran impaciencia por entrar. Se trataba de un hombre moreno y delgado que iba envuelto en una larga túnica negra muy parecida a una sotana. Cubría su cabeza con un gorro de forma muy extraña y remotamente parecida a la de un birrete, que sugería más bien la idea de ser un arcaico tocado procedente de Persia o Babilonia. Lucía una peculiar barba negra que le asomaba sólo por los ángulos de la barbilla y dos ojos grandes extrañamente dispuestos en el rostro como esos bonitos e inexpresivos ojos que pueden verse en los perfiles de las antiguas pinturas egipcias. Antes de que pudieran extraer de él algo más que una impresión general, ya se había introducido apresuradamente por la puerta a la que ellos mismos se dirigían.

Sobre el suelo del santuario subterráneo no se podía ver nada excepto una recia cabaña de madera como las que se han levantado recientemente para multitud de usos oficiales y militares, cuyo suelo de tablas no era sino una simple plataforma dispuesta sobre la cavidad que se abría debajo. Un soldado estaba apostado de centinela en el exterior mientras otro de mayor rango, un distinguido oficial angloindio, se hallaba en el interior escribiendo sentado a una mesa. Los turistas pudieron darse cuenta al instante de que aquel espectáculo en particular se encontraba rodeado de unas extraordinarias medidas de seguridad. Me he atrevido a comparar antes la moneda de plata con el Koh-i-noor, a lo cual debo añadir que ello resulta en cierto sentido una comparación muy sensata, sobre todo desde que, en cierto momento, y debido a un accidente histórico, estuviese a punto de ser incluida entre las joyas de la Corona o, al menos, entre sus reliquias, hasta que uno de los príncipes de la realeza acabara devolviéndola públicamente a la capilla a la que supuestamente pertenecía. No obstante, otras causas se combinaban a la hora de concentrar la vigilancia oficial sobre ella. Se temía la presencia de espías que llevasen explosivos ocultos en pequeños objetos, por lo que una de esas famosas órdenes experimentales que pasan como una peste por la burocracia había decretado en un principio que, para entrar, todos los visitantes debían despojarse de sus ropas y ponerse algo parecido a un saco de arpillera y, más tarde, cuando dicho método originó los primeros rumores, que al menos deberían vaciar sus bolsillos.

El Coronel Morris, oficial al cargo, era un hombre bajito y enérgico, de rostro ceñudo y curtido pero de mirada chistosa y alegre, lo cual resultaba ser una contradicción confirmada por su conducta, pues tan pronto se mofaba de los guardas como se ponía a bromear con ellos.

—Me importa un rábano el Penique de ese tal Pablo y todo lo que tenga que ver con él —declaró en respuesta a algunas manifestaciones propias de anticuario realizadas por el clérigo, quien lo conocía ligeramente—. Pero llevo un uniforme del rey, ya me entiende, y debe tratarse de algo serio cuando el tío del rey en persona deja algo aquí a mi cargo. Pero por lo que respecta a santos, reliquias y todo lo demás, me temo que soy un poco como Voltaire, es decir, lo que usted llamaría un escéptico.

—No estoy del todo seguro de que pueda denominarse escéptico a alguien que dice no creer en la Sagrada Familia pero sí en la Familia Real —respondió Mr. Twyford—. Pero, cuestiones aparte, no tengo el menor inconveniente en vaciar mis bolsillos para demostrarle que no llevo ninguna bomba encima.

 

El pequeño montón de sus pertenencias, que fue dejando sobre la mesa, consistía principalmente en un fajo de papeles, una pipa, una tabaquera y unas cuantas monedas antiguas romanas y sajonas. El resto lo componían algún que otro catálogo de libros antiguos y diversos manuales de títulos tales como El Ritual del Sarum, un simple vistazo a los cuales resultó más que suficiente para que tanto el coronel como el colegial apartaran la vista definitivamente de ellos, pues fueron incapaces de ver por ningún lado qué interés o utilidad podía tener aquello del Sarum.

El contenido de los bolsillos del chico hizo, como era de esperar, un montón más grande, e incluía unas cuantas canicas, un rollo de cuerda, una linterna eléctrica, un imán, una pequeña catapulta y, naturalmente, una gran navaja de bolsillo que podría ser descrita como una caja de herramientas en miniatura: un complejo aparato del cual no parecía muy dispuesto a separarse mientras explicaba que incluía un par de pinzas, una herramienta para practicar agujeros en la madera y, sobre todo, un instrumento capaz de extraer piedras de los cascos de los caballos. La relativa ausencia de caballos le parecía al muchacho un detalle de lo más irrelevante, como si se tratase de un simple accesorio fácil de encontrar.

Cuando le llegó el turno al caballero vestido de negro, éste no vació sus bolsillos sino que se limitó a extender sus manos.

—No tengo posesiones —dijo.

—Me temo que tengo que pedirle que vacíe sus bolsillos para asegurarme —dijo el coronel con brusquedad.

—No tengo bolsillos —dijo el extraño.

Mr. Twyford observó las largas ropas negras del hombre con una inquisitiva mirada.

—¿Es usted monje? —preguntó, intrigado.

—Soy mago —respondió el extraño—. Supongo que habrá usted oído hablar de los Reyes Magos, ¿verdad? Pues yo soy un mago.

—¡Guau! —exclamó Summers Minor con los ojos muy abiertos.

—Pero fui monje una vez —continuó el otro—. Soy lo que ustedes llamarían un monje fugado. Y, en efecto, así es, puesto que he escapado a la eternidad. Y los monjes sostenemos al menos una verdad: que para alcanzar una vida verdaderamente plena debemos privarnos de posesiones. No tengo dinero ni bolsillos para llevarlo. Las estrellas son mis únicas alhajas.

—Sea como fuere, las estrellas están fuera de nuestro alcance —dijo el Coronel Morris en un tono que sugería que con aquello tenía suficiente—. He conocido muchos y muy buenos magos en la India, pero puedo jurarles que todos resultaron ser unos farsantes. De hecho, he llegado a divertirme muchísimo a su costa poniéndolos en evidencia. En todo caso, mucho más que con este trabajo tan monótono que tengo ahora. Por cierto, aquí viene Mr. Symon, quien les mostrará la antigua cámara que se encuentra escaleras abajo.

Mr. Symon, el guía y guardián oficial, resultó ser un hombre joven, prematuramente canoso, dueño de una boca muy seria que contrastaba curiosamente con un minúsculo bigotito negro cuyas crecidas puntas parecían, de alguna extraña manera, separarse de él hasta dar la impresión de que tenía un par de moscas negras posadas en el rostro. Hablaba con el acento típico de Oxford, si bien con un estilo tan mecánico como el más indiferente de los guías de pago.

Descendieron todos juntos por una oscura escalera de piedra. Al pie de ésta, Symon pulsó un botón, tras lo cual una puerta se abrió a una habitación oscura o, más bien, a una habitación que hacía un instante había estado a oscuras, puesto que casi al mismo tiempo que la pesada puerta de hierro se abría un resplandor de luz eléctrica casi cegador se apoderó de todo el interior. El caprichoso entusiasmo de Stinks se encendió al momento y, presa de una gran excitación, preguntó si las luces y las puertas funcionaban conjuntamente.

—Sí. Todo forma parte de un único mecanismo —respondió Symon—. Fue diseñado especialmente para el día en que Su Alteza Real depositó aquí la reliquia. Como ves, está encerrada tras esa vitrina de cristal, exactamente tal y como él la dejó.

Un mero vistazo mostraba a las claras que las medidas tomadas para guardar el tesoro eran en efecto tan seguras como simples. Una sencilla luna de cristal separaba por completo una esquina de la estancia dejándola enmarcada en un armazón de hierro que se empotraba en las paredes de roca y el techo de madera. Resultaba así imposible abrir la vitrina sin un complicado esfuerzo, a no ser rompiendo el cristal, lo cual muy probablemente despertaría al vigilante nocturno, quien se hallaba siempre a pocos pasos de allí incluso cuando dormía. Un examen cercano hubiera delatado muchas más medidas ingeniosas, pero para entonces la mirada del reverendo Thomas Twyford se encontraba ya, cuando menos, clavada en aquello que ocupaba toda su atención: el pequeño disco de un apagado color plateado que brillaba bajo la blanca luz sobre un sencillo fondo de terciopelo negro.

—El Penique de San Pablo, del que se dice que conmemora la visita de San Pablo a Gran Bretaña, se conservó probablemente en esta capilla hasta el siglo VIII —decía Symon con su clara pero insípida voz—. Se supone que en el siglo IX fue arrebatado por los bárbaros para reaparecer, después de la conversión de los godos del norte, en posesión de la familia real de Gothland. Su Alteza Real el Duque de Gothland la retuvo siempre bajo su custodia personal, y cuando finalmente decidió mostrarla al público la colocó aquí con sus propias manos, siendo inmediatamente sellada de esta manera.

Desafortunadamente, llegados a este punto, Summers Minor, cuya atención se hallaba algo apartada de las guerras religiosas del siglo IX, descubrió un trozo de cable que asomaba por un desconchón de la pared. Sin dudarlo un segundo, se abalanzó sobre él gritando:

—Oiga, ¿es esto lo que conecta…?

Se hizo evidente que sí conectaba, pues tan pronto como el chico tiró de él la habitación entera se encontró a oscuras como si todos ellos se hubieran quedado ciegos de repente. Un instante más tarde oyeron el chasquido sordo de la puerta al cerrarse.

—Muy bien. Ahora sí que la has hecho buena —dijo Symon a su manera tranquila. Luego, tras una pausa, añadió—. Supongo que tarde o temprano nos echarán de menos, y sin duda ellos podrán abrirla. Pero puede que eso lleve todavía algún tiempo.

Hubo un silencio, pasado el cual el invencible Stinks dijo:

—¡Qué fastidio que haya tenido que dejar arriba mi linterna eléctrica!

—Creo —dijo su tío con severidad—, que todos estamos ya más que convencidos de tu afición por la electricidad.

Luego, tras una pausa, dijo más amablemente:

—Supongo que si tuviese que echar de menos algo de mi propio equipaje, sería la pipa. Aunque, de todas formas, no resulta muy agradable fumar a oscuras. Todo parece diferente en la oscuridad.

—Todo es diferente en la oscuridad —dijo una tercera voz, la del hombre que se hacía llamar mago. Era la suya una voz muy musical que contrastaba notablemente con su siniestro y atezado semblante, el cual resultaba ahora invisible—. Quizá no conozcan ustedes la terrible verdad que ello representa. Todo lo que ustedes ven son sólo imágenes creadas por el sol: caras, muebles, flores, árboles. Las cosas en sí pueden resultarles bastante extrañas. Ahora podría haber algo más donde antes sólo veían ustedes una mesa o una silla. El rostro de un amigo puede resultar muy diferente en la oscuridad.