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100 Clásicos de la Literatura

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Tales historias pueden contarse ahora con algún detalle no porque sean las más extraordinarias de sus muchas aventuras, sino porque fueron las únicas que no se ocultaron bajo el silencio y la lealtad de los campesinos. Fueron las únicas que encontraron el camino para ser publicadas en crónicas oficiales y fueron precisamente las que tres de los principales oficiales de policía del lugar se encontraban releyendo y discutiendo cuando comienza la parte más notable de esta historia.

Se hallaba bien entrada la noche y las luces brillaban en la cabaña próxima a la costa que provisionalmente hacía las veces de comisaría. Uno de los lados de ésta daba a las últimas casas del desperdigado pueblo; otro a un yermo páramo que se extendía a lo lejos hasta llegar al mar y en cuyo horizonte no se destacaba punto alguno más que el de una torre solitaria, de ese prehistórico diseño que aún puede encontrarse en Irlanda, y que se erigía tan delgada como una columna pero puntiaguda como una pirámide. Sentados a una mesa de madera, frente a la ventana que miraba hacia dicho paisaje, había dos hombres. En ellos, aun vestidos de paisano, se notaba cierto porte militar ya que, de hecho, se trataba de los jefes de las fuerzas de policía de aquel distrito. El mayor de los dos tanto en edad como en rango era un hombre robusto, de barba corta y canosa, provisto de dos glaciales cejas perennemente contraídas en un ceño que sugería más bien preocupación que severidad. Se llamaba Morton y era un oriundo de Liverpool que, curtido a lo largo de muchos años de reyertas irlandesas, llevaba a cabo su cometido de manera agria aunque no del todo carente de compasión. Acababa de dirigirle unas cuantas frases a Nolan, su compañero, un tipo alto y moreno de equino y cadavérico rostro irlandés, cuando pareció recordar algo que le hizo tocar una campanilla que se dejó oír acto seguido en otra habitación. El subordinado que había sido llamado apareció inmediatamente portando un fajo de papeles en la mano.

—Siéntese, Wilson —dijo—. Supongo que eso serán las declaraciones, ¿no es así?

—Sí —respondió el tercer oficial—. Creo que ya tengo todo lo que se puede sacar en claro de ellas, así que le he dicho a todos los testigos que podían irse a sus casas.

—¿Prestó declaración Mary Cregan? —preguntó Morton con un ceño más sombrío de lo que en él era habitual.

—No, pero su patrón sí —contestó el hombre llamado Wilson, un tipo de cabellos lacios y rojos y rostro pálido y vulgar no exento de agudeza—. Creo que él mismo está interesado en la chica y recela de algún rival. Siempre existe una razón de ese tipo cuando nos cuentan toda la verdad sobre algo. Y pensar que ustedes apostaban que la declaración de la otra chica iba a ser más que suficiente.

—Bien, esperemos que éstas resulten de alguna ayuda —repuso Nolan con tono desesperanzado mientras observaba atentamente la oscuridad.

—Cualquier cosa resultará válida si nos permite saber algo acerca de él —dijo Morton.

—¿Es que acaso sabemos algo de él? —preguntó el melancólico irlandés.

—Sabemos una cosa de él —dijo Wilson—, y es precisamente lo que nunca nadie supo antes. Sabemos dónde está.

—¿Está usted seguro? —inquirió Morton mirándole fijamente.

—Completamente —contestó su auxiliar—. En este preciso instante nuestro hombre se encuentra en aquella torre que se levanta allí, junto a la orilla del mar. Si se acercan lo suficiente podrán ver cómo brilla su vela en la ventana.

Mientras hablaba, el sonido de una bocina se dejó oír fuera, en el camino. Un momento más tarde percibieron el sonido de un automóvil que se detenía ante la puerta. Nada más oírlo, Morton se puso en pie de un salto.

—Gracias a Dios, ahí está el coche de Dublín —dijo—. No puedo hacer nada sin una autorización especial, ni siquiera aunque nuestro hombre estuviese sentado en lo alto de esa torre sacándonos la lengua. Pero en cambio el Jefe tiene la potestad de hacer lo que mejor le parezca.

Se dirigió presuroso hacia la entrada y pronto se encontró intercambiando saludos con un hombre atractivo y corpulento que iba enfundado en un abrigo de piel y que traía consigo al interior de aquella deslustrada y pequeña comisaría el indescriptible brillo de la gran ciudad y el lujo del gran mundo.

Aquel hombre era Sir Walter Carey, alto funcionario de Dublin Castle al que nada que no tuviese la relevancia del caso del Príncipe Michael hubiera lanzado en un viaje como aquél en mitad de la noche. Era consciente de que todo lo referente al Príncipe Michael estaba, como solía ocurrir, complicado tanto por la ley como por las carencias de ésta. En la última ocasión había logrado escapar gracias a un nimio detalle legal y no, como era usual, por méritos propios, por lo que la pregunta a contestar en ese momento era si se le podía considerar responsable ante la justicia o no. Podía hacerse necesario excederse un poco, pero un hombre como Sir Walter probablemente pudiese extender la ley tanto como le pareciese.

Si su intención era o no actuar así era una cuestión a tener muy en cuenta. A pesar del lujo casi insultante del abrigo de piel, pronto se hizo visible que la gran cabeza leonina de Sir Walter servía para pensar además de para peinarse, por lo que tomó cartas en el asunto con la sobriedad y sensatez que la ocasión requería. Se dispusieron cinco sillas alrededor de la sencilla mesa de reuniones, ya que Sir Walter había traído consigo a un joven pariente, secretario suyo, llamado Horne Fisher, un joven algo y lánguido, de bigote rubio y cabello prematuramente ralo. Sir Walter escuchó con grave atención, mientras su secretario lo hacía con una cortés desidia, la sarta de episodios a lo largo de los cuales la policía había seguido el rastro del fugitivo rebelde desde los peldaños del hotel hasta la torre solitaria emplazada junto al mar, lugar éste donde, por fin, había quedado arrinconado entre los páramos y las olas del mar. El explorador enviado por Wilson informó de que se dedicaba a escribir a la luz de una vela solitaria lo que quizá fuese la redacción de uno más de sus formidables discursos. De hecho, resultaba típico de él elegir un lugar así para cuando llegase la hora en que, finalmente, tuviese que dedicarse a resistir el acoso de las fuerzas del orden, pues se decía que tenía alguna remota pretensión sobre el lugar alegando que se trataba de un castillo propiedad de su familia, y aquellos que le conocían le creían capaz de imitar a los antiguos caciques irlandeses, quienes, antes que rendirse, preferían sucumbir luchando con el mar a sus espaldas.

—He visto algunas personas de aspecto extraño que se marchaban cuando yo entraba —dijo Sir Walter Carey—. Supuse que se trataba de sus testigos. Pero ahora respóndanme a una pregunta. ¿Por qué se hallaban aquí a tan altas horas de la noche?

Morton sonrió ceñudamente.

—Acuden aquí de noche porque serían hombres muertos si lo hiciesen de día. Son ciudadanos que cometen un crimen que aquí resulta mucho más horrible que el robo o el asesinato.

—¿A qué crimen se refiere? —preguntó el otro con una ligera curiosidad.

—A colaborar con la ley —dijo Morton.

Hubo un silencio durante el cual Sir Walter se dedicó a hojear los papeles que tenía ante sí. Por fin, dijo:

—Muy bien. Ahora escúchenme un momento. Si el sentimiento local es tal y como me dicen ustedes, existe una buena cantidad de puntos a tener en cuenta. Creo, ahora que lo pienso con mayor detenimiento, que su próxima acción me permitirá prenderle. No obstante, ¿es eso lo más indicado? Un levantamiento de cierta importancia aquí no nos haría ningún bien en el Parlamento, pues el Gobierno tiene tantos enemigos en Inglaterra como en Irlanda. No serviría de nada llevar a la práctica medidas drásticas si lo único que conseguimos es precipitar una revolución.

—Se trata de todo lo contrario —se apresuró a decir el hombre llamado Wilson—. Si ustedes lo arrestan la revolución de la que habla no será ni la mitad de la que tendrá lugar si lo dejan suelto tres días más. Además, hoy en día no hay nada que la propia policía no pueda lograr una vez que se lo propone.

—Mr. Wilson es londinense —dijo el detective irlandés con una sonrisa.

—De acuerdo, está bien, soy un cockney —replicó Wilson—, y creo que soy mejor precisamente por ello. Especialmente en un trabajo de lo más singular como es éste.

Sir Walter se mostró ligeramente divertido ante la insistencia del tercer oficial, y quizás aún más a causa del ligero acento del que hacía gala al hablar, el cual bastaba por sí solo para hacer innecesarios todos los alardes que hacía acerca de su origen.

—¿Quiere usted decir —preguntó— que sabe más acerca de los asuntos de aquí porque haya venido de Londres?

—Puede que suene a risa, lo sé, pero, efectivamente, eso es lo que creo —respondió Wilson—. Creo que todo lo que ha estado pasando aquí requiere métodos más modernos. Pero sobre todo creo que requiere sangre nueva, es decir, un ojo renovador.

Los oficiales superiores se echaron a reír, pero el pelirrojo prosiguió ligeramente enojado.

—Bueno, miren sin más los hechos. Vean cómo este sujeto se escapa siempre y comprenderán lo que quiero decir. ¿Por qué llegó a suplantar a aquel espantapájaros y pudo esconderse bajo un viejo sombrero tan sólo? Porque el que lo perseguía era un policía de pueblo que sabía que el espantapájaros se encontraba allí. Lo esperaba, y por eso no reparó en él. Ahora bien, yo nunca hubiese esperado encontrar un espantapájaros. Nunca he visto ninguno en la ciudad, y por ello miro bien a uno cuando me lo encuentro en medio del campo. Supone algo nuevo para mí y, por lo tanto, merece toda mi atención. Y exactamente lo mismo ocurrió cuando se escondió en el pozo. Ustedes están preparados para encontrar un pozo en un lugar así. Ustedes buscan un pozo y, por lo tanto, no lo ven. Yo no lo busco y en consecuencia sí reparo en él.

 

—Ciertamente, es una idea —dijo Sir Walter sonriendo—. Pero, ¿qué hay del balcón? Los balcones pueden verse de vez en cuando en Londres, ¿no es cierto?

—Sí, pero no con un río justo debajo, como en Venecia —repuso Wilson.

—Ciertamente, es una nueva idea —repitió Sir Walter con algo que comenzaba a parecerse al respeto.

Era un hombre que poseía todo el aprecio de las clases pudientes por las ideas nuevas, pero como poseedor también de una gran capacidad crítica, sólo después de la oportuna reflexión comenzó a creer que se trataba, además, de una idea acertada.

El amanecer, cada vez más próximo, ya había cambiado el color de las ventanas de negro a gris cuando Sir Walter se puso bruscamente en pie. Los otros también se levantaron, tomando el hecho como una señal de que iba a producirse el arresto. No obstante, su superior permaneció por un momento sumido en profundos pensamientos, como consciente de haber llegado a una bifurcación en el camino que debía seguirse.

De repente, el silencio fue roto por un largo y penetrante lamento proveniente de los oscuros páramos del exterior. El silencio que lo siguió pareció aún más aterrador que el propio alarido y duró hasta que Nolan, sombríamente, dijo:

—Es un alma en pena. Abundan en el páramo.

Su rostro alargado y de grandes facciones estaba tan pálido como la luna, por lo que fue fácil recordar que era el único irlandés que se hallaba en la habitación.

—Bueno, yo conozco a esa alma en pena —dijo Wilson alegremente—. Sí, yo, tan ignorante como me creen ustedes en relación con todo este tipo de cosas. Yo mismo he estado hablando con esa alma en pena hace una hora, después de lo cual la envié hasta la torre y le dije que gritara de esa manera si llegaba a vislumbrar a nuestro amigo escribiendo su discurso.

—No estará usted refiriéndose a esa chica, Bridget Royce, ¿verdad? —preguntó Morton frunciendo sus pétreas cejas—. ¿Ha llevado su declaración de testigo hasta ese extremo?

—Sí —dijo Wilson—. Según ustedes mismos me han dicho antes, conozco muy poco de sus historias locales. Pero me doy perfecta cuenta de que una mujer enfadada es siempre una mujer enfadada en todas partes.

Nolan, sin embargo, parecía aún receloso y de mal humor.

—No me gusta nada ese ruido. Y tampoco me gusta nada este asunto —dijo—. Si de verdad se trata del fin del Príncipe Michael puede que sea también el fin de otras muchas cosas. Cuando se lo propone, con tal de escapar es capaz de abrirse paso entre sus perseguidores aunque tenga que dejar el suelo sembrado de cadáveres.

—¿Es ésa la verdadera razón de su devota inquietud? —preguntó Wilson mofándose ligeramente.

El pálido rostro del irlandés se oscureció de cólera.

—Me he enfrentado a tantos asesinos en County Clare como usted ha tenido la oportunidad de combatir en Clapham Junction, Mr. Cockney —dijo.

—Silencio, por favor —intervino Morton ásperamente—. Wilson, no tiene usted ningún tipo de derecho a poner en duda la conducta de un superior suyo. Espero que se muestre usted tan valeroso y digno de confianza como él ha demostrado ser siempre.

El pálido rostro del pelirrojo pareció empalidecer un poco más pero permaneció tranquilo y en silencio, por lo que Sir Walter se acercó a Nolan con afectada cortesía y le dijo:

—¿Qué tal si salimos ahora y acabamos con esto de una vez?

El alba se había retirado dejando un abismo blanco entre las grandes nubes grises y el gran páramo gris, más allá del cual la torre se destacaba contra el mar y el amanecer. Algo en la forma sencilla y primitiva de ésta sugería vagamente el albor de los primeros días de la Tierra, de alguna era prehistórica en la que incluso los colores apenas estaban del todo creados, cuando no había más que la blanca luz del sol entre las nubes y el suelo. Estos matices apagados se hallaban sólo aliviados por un punto dorado: el brillo de la vela encendida en la ventana de la torre solitaria, que continuaba ardiendo a la creciente luz del día. Mientras el grupo de detectives, seguido por un cordón de policías, se iba abriendo en cuarto creciente para cercenar toda posible vía de escape, la luz de la torre destelló, como si se hubiese movido por un momento, para luego extinguirse. Comprendieron que el hombre que se hallaba allí dentro había advertido la luz del día y había apagado la vela de un soplo.

—Tiene que haber otras ventanas, ¿verdad? —dijo Morton—. Y también una puerta, por supuesto, en algún lugar al torcer la esquina… Claro que una torre redonda no tiene esquinas.

—Otro ejemplo de mi modesto planteamiento —observó Wilson calladamente—. Esa torre tan extraña fue la primera cosa en la que me fijé cuando vine por aquí, por lo que puedo decirle algo más acerca de ella o, al menos, de su exterior. Hay cuatro ventanas en total. Una se halla algo más allá de ésa, si bien queda fuera de la vista. Ambas están en el piso bajo, al igual que la tercera ventana, que queda al otro lado, formando las tres una especie de triángulo. En cuanto a la cuarta, se encuentra justo sobre la tercera, por lo que imagino que da a un piso superior.

—Se trata tan sólo de una especie de altillo al que se accede por una escalera —dijo Nolan—. Yo solía jugar en el lugar cuando era niño. En realidad esa torre no es más que un simple cascarón vacío —y su rostro se entristeció al decir aquello y pensar, quizás, en la tragedia de su país y en la parte que a él le tocaba jugar en ella.

—El tipo debe de tener por lo menos una mesa y una silla —dijo Wilson—, pero sin duda se habrá apropiado de ellos cogiéndolos de alguna cabaña. Si se me permite hacer una sugerencia, señor, creo que lo mejor sería aproximarnos a las cinco entradas al mismo tiempo, por así decirlo. Uno de nosotros debería cubrir la puerta y los demás uno cada ventana. McBride llevará una escalera para alcanzar la ventana superior.

Mr. Horne Fisher, el lánguido secretario, se volvió a su distinguido pariente y habló por primera vez.

—Debo decir que me confieso más que partidario de la escuela cockney de psicología —dijo con voz apenas audible.

Los demás parecieron sentir idéntica impresión, si bien cada cual de diferente manera, mientras el grupo comenzaba a disgregarse de la forma indicada. Morton se dirigió a la ventana situada justo frente a ellos, donde aparentemente el proscrito acababa de apagar la vela de un soplo; Nolan, algo más lejos hacia el oeste, a la siguiente ventana; y Wilson, seguido de McBride, que cargaba con la escalera, dio un rodeo para llegar a las dos ventanas de la parte trasera. Sir Walter Carey, por su parte, seguido de su secretario, fue hacia la única puerta con la intención de exigir la entrada de manera más acorde con la situación.

—Supongo que irá armado —aventuró Sir Walter con indiferencia.

—Por lo que de él dicen —respondió Horne Fisher—, puede hacer más con un candil que la mayoría de los hombres con una pistola. No obstante, es casi seguro que lleve consigo un arma.

Justo al mismo tiempo que terminaba de hablar respondió también a la pregunta el estallido de un trueno. Morton, que acababa de colocarse frente a la ventana más cercana con los anchos hombros bloqueando el vano, resultó por un instante iluminado desde dentro por algo parecido a una llamarada de fuego rojo que fue seguida de un enorme aluvión de ecos. Sus cuadrados hombros parecieron cambiar de forma, tras lo cual la robusta figura se derrumbó entre las altas y tupidas hierbas que crecían al pie de la torre mientras una humareda salía flotando por la ventana formando una nubecilla. Los dos hombres, que se hallaban algo detrás de él, se dirigieron apresuradamente hacia allí, pero para cuando lo levantaron Morton ya estaba muerto.

Sir Walter se enderezó y gritó algo que se perdió en medio de un nuevo estrépito. Posiblemente la policía estuviese ya vengando a su compañero desde el otro lado. Fisher echó entonces a correr rodeando la torre en dirección a la próxima ventana. Un instante después un nuevo grito de asombro, esta vez proferido por él mismo, atrajo a su jefe al mismo lugar. Nolan, el policía irlandés, también había caído. Se encontraba extendido sobre la hierba cuan largo era, cubierto de sangre. Aunque aún estaba vivo cuando llegaron a su lado, tenía la muerte reflejada en su rostro, y sólo fue capaz de hacer un último ademán en señal de que todo estaba acabado mientras, con una palabra entrecortada y un heroico esfuerzo, les indicaba con la mano hacia donde sus otros compañeros asaltaban en aquel momento la cara trasera de la torre. Conmocionados por tan rápidos y repetidos golpes, los dos hombres obedecieron a duras penas la señal y, tras reemprender el camino hacia las otras ventanas, encontraron una escena igualmente sobrecogedora, si bien menos fatal y trágica. Los otros dos agentes no estaban ni muertos ni mortalmente heridos, pero McBride yacía con una pierna rota y la escalera tirada encima, posición en la que evidentemente había quedado tras ser empujado desde la ventana superior de la torre. En cuanto a Wilson, se encontraba tumbado boca abajo, muy quieto, como aturdido, con su cabeza roja entre el follaje gris y plateado. La inmovilidad, no obstante, resultó en él tan sólo momentánea, pues comenzaba a ponerse en pie cuando los demás terminaban de rodear la torre.

—Dios mío, ha sido como una explosión —gritó Sir Walter, lo cual, de hecho, era la única forma posible de llamar a aquella vitalidad sobrenatural con la que un hombre había sido capaz de repartir muerte y destrucción al mismo tiempo por los tres lados de aquel pequeño triángulo.

Wilson, que ya se había puesto en pie, se abalanzó de nuevo sobre la ventana revólver en mano. Disparó dos veces a través del vano y desapareció por entre el humo de su propia pistola, pero el ruido sordo de sus pies y el choque de una silla al caer les indicaron a los otros que el intrépido londinense se las había arreglado finalmente para saltar al interior de la habitación. Después siguió un silencio, tras el cual Sir Walter, encaminándose a la ventana a través del humo que comenzaba ya a aclararse, atisbo el interior de la vieja torre. A excepción de Wilson, quien observaba atentamente a su alrededor, allí no había nadie.

El interior de la torre era una sencilla habitación amueblada tan sólo con una silla de madera y una mesa en la que, además de la vela, había varias plumas, tinta y papel. A media altura de la pared se veía una rudimentaria plataforma de madera situada por debajo de la ventana superior: un pequeño desván que más bien parecía una estantería grande. Sólo se podía acceder a él por una escalera, y parecía hallarse tan vacío como las propias paredes desnudas. Wilson completó su inspección del lugar y luego procedió a examinar los objetos de la mesa. Silenciosamente, señaló con un delgado dedo índice la página por la que se hallaba abierto el cuaderno. Quien había estado escribiendo había dejado de hacerlo repentinamente, dejando incluso a medias la última palabra.

—Dije antes que fue como una explosión —dijo por fin Sir Walter Carey—, y en verdad que el propio sujeto parece haber echado a volar de repente. Pero lo ha hecho de tal manera que no ha llegado a tocar la torre. Se ha disuelto más bien como una pompa de jabón que como una bomba.

—Y se ha llevado cosas más valiosas que la torre en su camino —dijo Wilson con abatimiento.

Tuvo lugar un largo silencio, tras el cual Sir Walter dijo con seriedad:

—Bien, Mr. Wilson, yo no soy detective. Y estos desafortunados incidentes le han dejado a usted al cargo de ese aspecto del caso. Todos nosotros lamentamos lo que ha causado tal hecho, pero me gustaría decir que yo mismo tengo la más absoluta confianza en su capacidad para continuar el trabajo por el buen camino. ¿Qué le parece a usted que deberíamos hacer ahora?

Wilson pareció recobrarse de su abatimiento y agradeció las palabras que Sir Walter acababa de decir con unos modales más cálidos que los que hasta el momento le había mostrado a nadie. Hizo pasar a unos cuantos policías para que lo ayudaran a registrar el interior y dejó que el resto se dispersase por los alrededores en pequeños grupos de búsqueda.

—Creo —dijo— que lo primero que hay que hacer es asegurarse de que todo está en orden aquí dentro, ya que veo muy difícil que nuestro hombre haya podido salir de entre estas paredes. Supongo que el pobre Nolan hubiera llegado a afirmar que algo así sólo resulta posible por medios sobrenaturales, pero a mí no me hacen falta los espíritus cuando me enfrento a hechos materiales. Y los que tengo ante mí ahora mismo son una torre vacía, una escalera, una silla y una mesa.

 

—Los que creen en los espíritus —dijo Sir Walter con una sonrisa— verían una mesa como algo de gran utilidad.

—Más bien creo que la verían útil si se tratase de espíritus de los que se encuentran en las botellas —repuso Wilson frunciendo sus pálidos labios—. Cuando la gente de por aquí se impregna de whisky irlandés hasta las cejas, son capaces de creer en cualquier cosa. Lo que hace falta en este país es un poco de educación.

Los pesados párpados de Horne Fisher se agitaron en un fallido intento por alzarse, como si deseasen expresar una perezosa protesta contra el tono desdeñoso que acababa de emplear el investigador.

—Los irlandeses creen demasiado en los espíritus como para creer en otra cosa —murmuró—. Saben demasiado acerca de ellos. Pero si desea usted creer en esas otras cosas, vaya y búsquelas en su querido Londres.

—No necesito encontrar nada en ningún sitio —dijo Wilson secamente—. Ya le digo que me enfrento a cosas mucho más sencillas que esa simplona fe suya: con una mesa, una silla y una escalera. Y para empezar, le voy a decir algo acerca de ellas. Las tres están hechas por completo de madera toscamente trabajada. Pero la mesa y la silla son bastante nuevas y, comparadas con lo demás, están muy limpias. La escalera se halla cubierta de polvo y tiene una telaraña sobre el último escalón. Eso quiere decir que nuestro hombre ha debido de coger la mesa y la silla de alguna cabaña hace muy poco tiempo, tal y como habíamos supuesto. Pero en cuanto a la escalera, lleva mucho tiempo en esta vieja y podrida pocilga. Es probable que sea parte de las reliquias originales que guarda este magnífico palacio de los antiguos reyes irlandeses.

Fisher lo miró una vez más por entre sus entrecerrados párpados pero, demasiado soñoliento para hablar, no dijo nada, por lo que Wilson pudo proseguir su exposición.

—Ahora bien, está claro que algo muy extraño acaba de suceder aquí. Y a mí me parece que las probabilidades son de diez contra uno a que ese algo está especialmente relacionado con este lugar. Probablemente vino aquí porque era el único lugar en el que podía llevar a cabo sus propósitos con comodidad. De otra manera, no parece un sitio muy acogedor. Claro que el sujeto lo conocía desde hacía mucho tiempo pues, según se dice, perteneció a su familia. Por tanto, juntando una cosa con otra, creo que todo apunta hacia una sola dirección: que la solución del misterio que aquí nos ocupa radica en la propia construcción de la torre.

—Su razonamiento me parece excelente —dijo Sir Walter, que escuchaba con gran atención—. Pero, ¿de qué puede tratarse?

—Ahora podrá usted comprobar lo que quiero decir con respecto a la escalera —continuó el detective—. Es el único mueble viejo que hay aquí, y también la primera cosa que detectó esta mirada cockney que tengo. Pero hay algo más. Ese desván de ahí arriba es una especie de trastero que no alberga ningún trasto viejo. Por lo que puedo ver, se encuentra tan vacío como todo lo demás y, tal y como están las cosas, no veo qué utilidad puede tener una escalera que conduzca hasta ahí arriba. A mí me parece que, ya que no encontramos nada inusual aquí abajo, puede que nos resulte de lo más provechoso echar un vistazo ahí arriba.

Se levantó decididamente de la mesa, sobre la que se había sentado al habérsele adjudicado la única silla a Sir Walter, y se lanzó escalera arriba hasta llegar a la plataforma. Los otros subieron tras él, si bien Mr. Fisher en último lugar y dando evidentes muestras de desgana.

Sobre la mencionada plataforma, no obstante, les esperaba una decepción. A pesar de husmear concienzudamente en cada rincón y de llegar a examinar las zonas cercanas al techo como si fuese una mosca humana, Wilson tuvo que confesar, al cabo de media hora, que seguía sin tener ni una sola pista. Y durante todo aquel tiempo, el secretario personal de Sir Walter se vio atrapado cada vez más profundamente por un ataque de sueño de tal magnitud que, si bien le había permitido, aunque a duras penas, subir la escalera, parecía ahora haberle dejado sin las energías necesarias para bajarla.

—Vamos, Fisher —lo llamó a voces Sir Walter desde abajo una vez que los demás hubieron regresado al suelo—. Tenemos que decidir si derribaremos o no el lugar entero para ver cómo está construido.

—Bajo en un minuto —dijo el aludido desde la repisa situada sobre sus cabezas con una voz que sugería ligeramente un inarticulado bostezo.

—Pero bueno, ¿a qué está esperando? —preguntó Sir Walter, impaciente—. ¿Acaso ha visto algo ahí arriba?

—Bueno, sí, en cierto modo —contestó la voz vagamente—. De hecho, lo veo bastante claro ahora.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es? —preguntó Wilson con aspereza desde la mesa sobre la que se había vuelto a sentar y haciendo entrechocar sus talones incesantemente.

—Yo diría que es un hombre —dijo Horne Fisher.

Wilson saltó de la mesa como si alguien lo hubiera echado de allí de una patada.

—¿Qué quiere decir? —gritó—. ¿Cómo es posible que vea usted un hombre?

—Puedo verlo a través de la ventana —contestó el secretario con desgana—. Ahora mismo está atravesando el páramo. Y viene directamente hacia aquí, por lo que resulta evidente que se dispone a hacernos una visita. Y teniendo en cuenta de quién parece tratarse quizás resulte más cortés esperarle en la puerta para recibirle en cuanto llegue.

Dicho lo cual el secretario bajó la escalera sin prisa alguna.

—¿De quién se trata? —inquirió Wilson con expresión asombrada.

—Bueno, creo que se trata de ese hombre al que ustedes llaman el Príncipe Michael —dijo Mr. Fisher como restándole importancia—. De hecho, estoy seguro de que es él. Lo he visto en las fotos que la policía tiene en su poder.

Hubo un silencio de ultratumba durante el cual todo lo que había en el cerebro de Sir Walter, por lo general un hombre bastante juicioso, pareció ponerse a dar vueltas como un molinillo de viento.

—Pero, ¡demonios! —dijo por fin—, aun suponiendo que su propia explosión hubiese podido lanzarlo a media milla de distancia sin pasar por ninguna de las ventanas y dejarlo lo bastante vivo como para poder pasear por el campo, incluso entonces, ¿por qué diablos iba él a venir en esta dirección? Por lo general el asesino no regresa tan pronto a la escena del crimen.

—Lo que ocurre es que él ni siquiera sabe que ésta es la escena del crimen —contestó Horne Fisher.

—¿Qué demonios quiere decir? Le atribuye usted un despiste de lo más singular.

—Puede ser, pero lo cierto es que ésta no es la escena del crimen —dijo Fisher antes de acercarse a mirar por la ventana.

Hubo un nuevo silencio, pasado el cual Sir Walter dijo con tranquilidad:

—¿Qué tipo de idea se le ha metido ahora en la cabeza, Fisher? ¿Acaso ha encontrado alguna nueva teoría que explique cómo este tipo se escapó del cerco que hemos tendido a su alrededor?

—En realidad él nunca escapó —contestó el aludido desde la ventana sin girarse—. Nunca escapó del cerco porque nunca estuvo en su interior. Ni siquiera se hallaba en el interior de esta torre. O, al menos, no cuando nosotros la estábamos rodeando.

Se volvió y apoyó la espalda contra la ventana. A pesar de encontrarse a contraluz y de conservar su habitual aire de indiferencia, casi pudieron percibir que su rostro, envuelto en sombras, se hallaba ligeramente pálido.