Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Muy bien. Veamos. ¿Soy yo un criminal de primera clase? —se preguntó a sí mismo Fisher con voz divertida—. Me temo que no. Pero creo que puedo arreglármelas para actuar como lo haría un ladronzuelo de cuarta categoría.

Y antes de que su compañero tuviese tiempo de decir algo ya se las había ingeniado para saltar por encima de la cerca. March le siguió sin gran esfuerzo físico pero notablemente confuso. Los chopos crecían tan próximos a la cerca que se las vieron y se las desearon para deslizarse entre ellos y dejarlos atrás. Más allá sólo fueron capaces de atisbar un alto seto de laurel que crecía verde y lustroso a la agonizante luz del sol. Algo en el hecho de hallarse cercado y a merced de paredes vivientes hizo que March se sintiese como si realmente estuviese entrando en una casa cerrada a cal y canto en lugar de en un campo abierto. Era como entrar por una puerta o por una ventana en desuso y encontrarse el camino bloqueado por los muebles de la habitación.

Una vez hubieron salvado el obstáculo que representaba aquel seto de laurel, salieron a una especie de terraza de hierba desde la que se llegaba, tras bajar un pequeño escalón, hasta un terreno rectangular de césped muy parecido a una pista de bowls. Más allá se encontraba el único edificio a la vista, un invernadero de escasa altura que parecía hallarse lejos de todas partes, como una casita de cristal levantada en mitad del país de las hadas. Fisher conocía sobradamente aquel aspecto solitario en el exterior de una gran casona. Reconoció que en aquel estado resultaba más satírico para la aristocracia que si se hallase inundada de malezas y reducida a ruinas, ya que, si bien no se encontraba descuidada, sí estaba abandonada y, de todas formas, en desuso. A pesar de lo cual era barrida y aseada con regularidad para un dueño que nunca se dignaba aparecer por allí.

Al atisbar la extensión de césped, sin embargo, vio un objeto con el que aparentemente no había esperado encontrarse. Era una especie de trípode que sostenía un disco grande, parecido a la parte superior de una mesa redonda que hubiese sido inclinada hacia un lado. Hasta que cruzaron el césped para echarle un vistazo más de cerca, March no cayó en la cuenta de que se trataba de una diana. Estaba manchada y deteriorada por el efecto de la intemperie, y los vivos colores de los anillos concéntricos estaban muy apagados. Probablemente había sido colocada allí en aquellos lejanos días de la época victoriana en los que persistía la afición al tiro con arco. March tuvo una fugaz visión en la que damas envueltas en recargados miriñaques y caballeros tocados con estrafalarios sombreros y patillas revivían en aquel perdido jardín cual si de fantasmas se tratase.

Fisher, quien examinaba con mayor detenimiento la diana, le asustó al proferir una exclamación.

—¡Ajá! —dijo—. Alguien ha estado acribillando esto a balazos, después de todo. Y muy recientemente además. Cualquiera diría que el viejo Jink ha estado usando este lugar para intentar mejorar su mala puntería.

—En efecto. Y da la impresión de que todavía necesita mejorar mucho —contestó March riendo—. Ni uno solo de todos esos disparos está mínimamente cerca del blanco. Parecen estar desparramados de cualquier manera.

—Desparramados de cualquier manera —repitió Fisher todavía mirando fijamente la diana.

Pareció asentir sin más, pero March se dio cuenta de que sus ojos brillaban bajo sus soñolientos párpados y que enderezaba su encorvada figura con un desacostumbrado esfuerzo.

—Discúlpeme un momento —dijo tanteando en sus bolsillos—. Creo que llevo encima alguno de mis productos químicos. Dentro de un minuto nos pondremos en camino hacia la casa.

Y se inclinó nuevamente sobre la diana para aplicar algo con los dedos a cada uno de los orificios de bala. Algo que, por lo que March acertó a ver, era simplemente una especie de barro de color gris apagado. Seguidamente, se adentraron en la frondosa vegetación que se cernía sobre las largas avenidas verdes que conducían a la mansión.

Una vez más, sin embargo, el excéntrico investigador evitó entrar por la puerta principal. Comenzó a rodear la casa hasta que encontró una ventana abierta y, tras saltar al interior por ésta, se volvió para ayudar a su amigo a entrar en lo que parecía ser una sala de armas. Filas enteras de todas las clases de instrumentos típicos para abatir pájaros se alineaban contra las paredes, pero sobre una mesa situada junto a la ventana había un par de escopetas de mayor calibre.

—¡Vaya! Ésos son los rifles de caza mayor de Burke —dijo Fisher—. No sabía que los guardase aquí.

Levantó uno de ellos, lo examinó brevemente y lo dejó de nuevo en su sitio frunciendo el ceño. Casi al mismo tiempo, un joven de aspecto ciertamente extraño entró apresuradamente en la habitación. Era moreno y robusto, de abultada frente y mandíbula de bulldog. Al hablar lo hizo con una áspera disculpa.

—Dejé las armas del Mayor Burke aquí —dijo—. Ahora desea que las empaquete, pues se marcha esta misma noche.

Y se llevó a cuestas los dos rifles sin echar siquiera un solo vistazo a los visitantes. A través de la puerta abierta éstos pudieron ver su pequeña figura alejarse por el brillante jardín. Fisher volvió a saltar por la ventana y se quedó mirando cómo aquél se marchaba.

—Ese es Halkett, de quien ya le he hablado —dijo—. Sabía que era una especie de secretario que se ocupaba de los papeles de Burke, pero no tenía la menor idea de que tuviese algo que ver también con sus armas. No es más que una especie de diablillo callado y astuto que muy bien podría destacar en cualquier cosa. El tipo de hombre que uno cree durante años que conoce bien hasta que un día descubre por casualidad que es un consumado maestro del ajedrez.

Juntos, habían echado a caminar en la dirección por la que había desaparecido el secretario, por lo que pronto se encontraron con el resto de la reunión, que charlaba y reía sobre el césped. Pudieron discernir con claridad la alta figura y la suelta melena leonina del cazador de fieras destacándose por encima del resto de los integrantes del pequeño grupo.

—Por cierto —dijo Fisher—, cuando estábamos hablando de Burke y Halkett dije que un hombre era incapaz de escribir con un arma de fuego. Bueno, permítame confesarle que ahora no estoy tan seguro. ¿Oyó usted alguna vez hablar de algún artista de talento tan grande que fuese capaz de dibujar con un arma de fuego? Pues sepa que hay un extraordinario pájaro de esa clase suelto por aquí.

Sir Howard llamó a voces a Fisher y a su amigo el periodista dando muestras de una afabilidad casi escandalosa. March fue presentado al Mayor Burke y a Mr. Halkett así como, merced a un paréntesis, a su anfitrión, Mr. Jenkins, un hombrecillo corriente vestido con un chillón traje de tweed a quien todo el mundo parecía tratar con afecto, como si fuera un niño pequeño.

El incorregible Ministro de Hacienda estaba todavía hablando de los pájaros que había derribado y de los que su anfitrión Jenkins había fallado en su intento. Aquel tema de conversación parecía ser para él una especie de alegre monomanía.

—Usted y su caza mayor —exclamó agresivamente dirigiéndose a Burke—. ¡Vamos, hombre! Cualquiera podría practicarla. Cuando uno decide ser tirador es para dedicarse a la caza menor.

—Efectivamente —se interpuso Horne Fisher—. Ahora bien, si en la finca hubiese hipopótamos y elefantes que pudieran volar, ¿qué haría usted entonces?

—Pues entonces hasta Jink sería capaz de acertarle a un pájaro así —gritó Sir Howard, estallando en carcajadas y palmeando a su anfitrión en la espalda—. Incluso él podría darle a un hipopótamo.

—Siendo así, vengan a ver, amigos —dijo Fisher—. Quiero que me acompañen durante un minuto y le disparen a algo diferente. Pero no se preocupen, no se trata de un hipopótamo. He encontrado en la finca un animal aún más extraño. Uno que tiene tres patas, un solo ojo y todos los colores del arco iris.

—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó Burke.

—Vengan, vengan y véanlo —respondió Fisher divertido.

La gente como aquélla rara vez rechaza algo inusual por disparatado que parezca, puesto que andan siempre en busca de novedades. Con cierta gravedad, regresaron a la casa para proveerse de los efectos almacenados en la sala de armas y, acto seguido, se apresuraron en tropel tras los pasos de su guía. Sólo Sir Howard, presa de una especie de frenesí, se detuvo un momento para señalar la célebre casa de verano de color dorado sobre la que la veleta aún permanecía torcida. Reinaba el crepúsculo, que se iba tornando ya en oscuridad, cuando alcanzaron el remoto prado de césped rodeado de chopos y se dispusieron a probar el nuevo y desatinado juego de dispararle a la vieja diana.

La noche parecía ir desvaneciéndose ligeramente del prado, y los chopos, vistos contra el ocaso, simulaban grandes plumas negras dispuestas sobre un fondo pintado de púrpura, cuando la comitiva dobló la última curva y se encontró frente a frente con la diana.

Sir Howard volvió a palmear a su anfitrión en el hombro y le empujó juguetonamente hacia adelante para que realizase el primer disparo, pero lo hizo sin notar que el hombro y el brazo que había tocado se encontraban anormalmente tensos y crispados. Mr. Jenkins sostenía su escopeta con ademán más torpe de lo que cualquiera de sus bromistas amigos había visto o esperado nunca.

En aquel preciso instante un horrible grito surgió desde algún sitio. Resultó tan antinatural e inapropiado a la escena que muy bien podría haber sido fruto de algo inhumano que revolotease por encima de sus cabezas o que los acechase desde los oscuros bosques del otro lado del jardín. Pero Fisher sabía que aquel alarido había comenzado y cesado en los pálidos labios de Jefferson Jenkins. Y nadie que en ese preciso momento hubiese alcanzado a ver el rostro de Jenkins habría podido decir que dicho rostro era un rostro corriente.

 

Un instante más tarde un torrente de juramentos vulgares pero llenos de jovialidad brotó de los labios del Mayor Burke cuando tanto él como los otros dos hombres vieron lo que se hallaba frente al grupo. La diana permanecía en pie sobre la mortecina hierba como un duende oscuro que les sonriera burlonamente, lo cual era cierto, pues estaba, literalmente, sonriendo con una irónica mueca. Tenía dos ojos que refulgían como estrellas, y con idénticos y espeluznantes puntos luminosos se veían resaltadas tanto las dos ventanillas de la nariz, abiertas y vueltas hacia arriba, como los dos extremos de la prieta y ancha boca. Unos cuantos puntos blancos sobre cada ojo representaban las dos cejas canosas, una de las cuales se extendía hacia arriba hasta quedar casi completamente recta. El conjunto resultaba una excelente caricatura realizada con líneas formadas por puntos luminescentes, una caricatura de alguien que March no tuvo la menor dificultad en reconocer y que brillaba sobre la sombría hierba manchada de algún resplandor marino, como si algún monstruo de las profundidades se hubiese arrastrado hasta el jardín en medio del crepúsculo.

—¡No es más que pintura luminosa! —exclamó Burke—. El viejo Fisher nos ha gastado una broma con esa sustancia fosforescente que tanto le gusta.

—Pues parece haber sido diseñada especialmente para el viejo Puggy —dijo Sir Howard—. Le sienta de maravilla.

Dicho lo cual, todos ellos se echaron a reír. Todos excepto Jenkins. Cuando las carcajadas dejaron de oírse, éste profirió un ruido similar al primer vagido que un animal realiza al intentar respirar después de sufrir un largo período de asfixia. Luego, súbitamente, Horne Fisher se le acercó a grandes zancadas y le dijo:

—Mr. Jenkins, tengo que hablar a solas con usted inmediatamente.

Fue junto al pequeño arroyo del páramo, en la vertiente situada bajo el saledizo rocoso, donde March se reunió con su nuevo amigo, Fisher, previa cita, poco después de concluir la desagradable y casi grotesca escena que había disuelto el grupo en el jardín.

—Fue una travesura de las mías —dijo Fisher con aire melancólico—. Puse fósforo en la diana. La única manera que había de conseguir que se delatase era dándole un susto de muerte. Y cuando vio brillar la misma cara a la que había disparado sobre la misma diana en la que había estado practicando, toda iluminada con una luz infernal, se delató. Más que suficiente para mi propia satisfacción intelectual.

—Me temo que ni siquiera ahora —dijo March— llego a entender con exactitud lo que hizo o por qué lo hizo.

—¿De veras? Pues debería —repuso Fisher con su más que triste sonrisa—, puesto que fue usted quien me proporcionó el primer indicio. Oh, sí, lo hizo usted, y resultó ser de lo más astuto. Dijo que nadie suele comprar bocadillos cuando se dirige a una gran mansión, pues se supone que en ésta podrá comer lo que desee. Era una gran verdad. Deduje de ello que, si bien él se dirigía hacia allí, no tenía intención alguna de comer en dicho lugar. O que, por lo menos, era posible que no comiese allí. Enseguida se me ocurrió que probablemente esperaba que la visita resultase desagradable, o el recibimiento dudoso, o que algo le impediría aceptar toda hospitalidad. Luego me encontré con que Turnbull fue el terror de ciertos personajes sospechosos en el pasado y que había acudido aquí con la intención de identificar y denunciar a uno de ellos. Al principio las probabilidades señalaban hacia el anfitrión, es decir, Jenkins. Para serle franco, ahora ya no me cabe la menor duda de que Jenkins era aquel indeseable extranjero que Turnbull estaba deseando capturar por otro asunto relacionado con armas. Pero como usted mismo ha podido comprobar, a nuestro caballero cazador aún le quedaba un disparo en el cargador.

—Pero usted dijo que tendría que tratarse de un tirador excepcional.

—Jenkins es un tirador excepcional —dijo Fisher—. Un tirador muy bueno que puede fingir ser un tirador muy malo. ¿Quiere que le diga cuál fue el segundo indicio que encontré, después del que usted me proporcionó, y que me llevó a pensar que se trataba de Jenkins? Fue la referencia de mi primo a su mala puntería. A pesar de ella, había sido capaz de darle a una escarapela en un sombrero y a una veleta en lo más alto de un edificio. Ahora bien, por descontado, un hombre tiene que saber disparar verdaderamente bien para ser capaz de disparar así de mal. Por fuerza, tiene que ser muy hábil disparando para acertarle a una escarapela y no a la cabeza, por no hablar ya del sombrero. Si los disparos hubiesen salido de verdad al azar la probabilidad de que hubieran tocado objetos tan singulares y pintorescos habría sido de una entre mil. Dichos objetos fueron elegidos precisamente porque resultaban singulares y pintorescos. Eran la base de una historia que recorrería la vecindad. Él conservaba la veleta torcida de la casa de verano para perpetuar dicha historia como si se tratase de una leyenda. Y, mientras tanto, se mantenía al acecho con sus malvadas intenciones y su vil escopeta, completamente a salvo parapetado tras la leyenda de su propia impericia.

»Pero aún hay más. Tenemos la propia casa de verano. Quiero decir que es allí donde radica todo el meollo del asunto. Allí se encuentra todo aquello de lo que Jenkins se jacta: todas esas cosas chillonas, vulgares y cursis que se supone que le delatan como el advenedizo que es. Ahora bien, el caso es que los advenedizos no suelen actuar así. Dios sabe que la sociedad se encuentra llena de ellos y que uno llega a conocerlos muy bien. Y eso es precisamente la última cosa que harían. Por lo general sólo demuestran ser astutos cuando se trata de detectar una buena jugada y de llevarla a cabo. Cuando eso ocurre, al instante se ponen por entero en manos de decoradores y expertos en arte, quienes hacen el resto por ellos. Difícilmente habrá otro millonario vivo que posea el valor y la moral suficientes como para poner en una silla un monograma dorado como aquel que vimos en la sala de armas. Por eso mismo, si tenemos el monograma tenemos el nombre. Nombres como Tompkins, Jenkins o Jinks resultan graciosos sin ser cursis. Quiero decir que son vulgares sin ser ordinarios. O, si lo prefiere usted, son comunes sin ser corrientes. Son precisamente los nombres que uno escogería a la hora de parecer normal, a pesar de lo cual en realidad son bastante inusuales. ¿Conoce usted mucha gente que se apellide Tompkins? Es bastante más raro que Talbot. Ocurre más o menos lo mismo con las cómicas ropas de un arribista. Jenkins viste como un personaje sacado de una farsa. Pero eso es así porque es realmente un personaje de farsa. Quiero decir que es un personaje de ficción. Es un animal fabuloso. No existe.

»¿Ha pensado usted alguna vez en cómo debe ser vivir siendo un hombre que no existe? Es decir, ser un hombre que posee una personalidad falsa a la cual tiene que sostener no sólo a expensas de sus virtudes personales sino también de sus placeres y, sobre todo, de sus talentos propios. Ser una nueva especie de hipócrita ocultando todo su talento bajo un nuevo envoltorio. Este hombre había demostrado ser muy ingenioso a la hora de escoger su clase de hipocresía. ¿Por qué? Porque era una clase verdaderamente novedosa. Un villano que pueda llamarse sutil suele disfrazarse de apuesto caballero, de importante hombre de negocios, de filántropo o de santo. Pero las chillonas ropas a cuadros de un divertido y pequeño sinvergüenza resultaron en verdad un disfraz muy novedoso. No obstante, tal disfraz tiene que ser todo un fastidio para alguien con sus capacidades. Se trata de un hábil y pequeño truhan cosmopolita capaz de destacar en muchas cosas. No sólo en la caza, sino también en dibujo, en pintura, y es probable que hasta en tocar el violín. Ahora bien, un hombre así puede que encuentre útil el hecho de ocultar sus talentos, pero nunca podrá evitar ponerlos en práctica en situaciones muy concretas. Si sabe dibujar, dibujará distraídamente sobre cualquier papel. Sospecho que este pájaro habrá dibujado a menudo el rostro del pobre y viejo Puggy. Probablemente comenzara a hacerlo con manchas tal y como más tarde hizo usando puntos o, mejor dicho, disparos. Era lo mismo. Encontró una diana olvidada en un patio abandonado y no pudo resistir la tentación de dispararle en secreto, como cuando uno bebe a escondidas. Usted creyó que los disparos estaban distribuidos de cualquier modo y así era, pero no casualmente. No había dos distancias iguales, pero cada proyectil estaba exactamente donde él había querido ponerlo. No hay nada que necesite tanta precisión matemática como una feroz caricatura. Yo mismo he hecho mis pinitos dibujando y le aseguro que poner un punto donde uno quiere es un prodigio cuando se utiliza pluma sobre papel. Por eso mismo le aseguro que sería un milagro conseguirlo desde el otro lado de un jardín con una pistola. No obstante, un hombre capaz de realizar tales prodigios siempre sentirá deseos de ponerlos en práctica. Al menos si lo puede hacer a escondidas.

Tras una pausa March observó pensativamente:

—Pero no pudo haberlo derribado como a un pájaro con una de aquellas pequeñas escopetas.

—No. Ése fue el motivo por el que me colé en la sala de armas —repuso Fisher—. Lo hizo con uno de los rifles de Burke, quien creyó reconocer el sonido cuando se efectuó el disparo. Fue por eso por lo que salió corriendo precipitadamente, sin sombrero y con aquel aspecto tan salvaje. Pero lo único que vio fue un coche que pasaba a gran velocidad, un coche al que siguió durante un corto trayecto para luego decidir que había cometido un error.

Hubo otro silencio, durante el cual Fisher se sentó en una gran piedra sobre la que se quedó tan inmóvil como en su primer encuentro, contemplando cómo el río gris y plateado se arremolinaba entre los arbustos. Luego March dijo bruscamente:

—Naturalmente, él sabe ahora la verdad.

—Nadie sabe la verdad excepto usted y yo —contestó Fisher suavizando ligeramente la voz—. Y no creo que usted y yo lleguemos nunca a reñir por ello.

—¿Qué quiere decir? —preguntó March con la voz alterada—. ¿Qué ha hecho usted con respecto al caso?

Horne Fisher continuó mirando fijamente cómo se formaban los remolinos en el agua. Al fin dijo:

—La policía ya ha probado que fue un accidente de automóvil.

—Pero usted sabe que no fue así —insistió March.

—Ya le dije que yo sé demasiado —contestó Fisher con la mirada perdida en el río—. Sé eso y sé muchas otras cosas. Conozco sobradamente bien la manera en que todo el sistema funciona. Sé que nuestro hombre ha logrado convertirse en alguien irremediablemente corriente e incluso entrañable, y soy consciente de que iniciar un proceso contra él sería lo más parecido que podría encontrarse a una causa perdida. Si yo le dijese a Hoggs o a Halkett que el viejo Jinks es un asesino se morirían de risa delante de mis propias narices. Y aunque estemos de acuerdo en que su risa no sería una risa inocente, hay que reconocer que en cierto modo resultaría completamente legítima. Ellos aprecian al viejo Jink y no podrían prescindir de él. Yo mismo no podría decir que soy inocente. A mí Hoggs me cae bien, y no le deseo que se derrumbe. Y para él significaría el desahucio que Jink no pudiera pagarse su propia corona. Trabajaron codo con codo en el mismo bando durante las últimas elecciones, se lo puedo asegurar. Pero, a pesar de todo, la única objeción de verdad es que es algo imposible. Nadie lo creería. No es parte del plan. La veleta torcida siempre estaría ahí para hacer de todo ello una broma.

—¿No cree usted que todo esto es infame? —preguntó March con un hilo de voz.

—Yo creo muchas cosas —respondió el otro—. Si por casualidad ustedes logran algún día hacer saltar por los aires todo este tinglado que es la sociedad, no creo que la raza humana llegue a encontrarse peor que ahora. Pero no sea usted demasiado duro conmigo por el simple hecho de que sepa lo que es la sociedad. Ésa es precisamente la razón por la que prefiero dedicar mi tiempo a otras cosas. Como, por ejemplo, a esos hediondos peces.

Hubo una pausa durante la cual volvió a sentarse junto al arroyo. Luego, añadió:

—Ya le dije antes que siempre tenía que devolver el pez gordo al agua cuando lo pescaba.

II. EL PRÍNCIPE FUGAZ

Esta historia arranca de entre una maraña de otras historias que giran en torno a un nombre que resulta a la vez próximo y legendario. El nombre aludido es el de Michael O’Neill, popularmente llamado el Príncipe Michael, en parte porque se proclamaba descendiente de antiguos príncipes fenianos, y en parte porque se le atribuía un plan urdido para erigirse Príncipe Presidente de Irlanda, tal y como el último Napoleón hizo en Francia. Indudablemente, se trataba de un hombre de honorable linaje y numerosas virtudes, si bien de estas últimas había dos que destacaban por encima de las demás. Tenía la habilidad de aparecer cuando menos se le esperaba, así como la de desaparecer cuando más se le requería, especialmente cuando quien le requería era la policía. A esto podría añadirse que sus desapariciones iban siempre ligadas a situaciones que entrañaban mucho más riesgo y peligro que las que se asociaban con sus apariciones. En lo que respecta a estas últimas, rara vez llegaban más allá de lo sensacional: pegaba carteles sediciosos, arrancaba carteles oficiales, profería ardientes discursos y desplegaba banderas prohibidas. Pero a la hora de llevar a cabo las primeras, llegaba a defender su libertad con una sorprendente energía de la que los demás tenían a veces la buena fortuna de escapar con un simple golpe en la cabeza en vez de con la crisma rota. No obstante, sus hazañas de fuga más famosas se debían más bien al ingenio que a la violencia, como pronto tendremos ocasión de comprobar.

 

Una despejada mañana de verano, tras recorrer un camino rural blanco y polvoriento, se detuvo frente a la entrada de una granja y allí le dijo a la hija del granjero, con una elegante indiferencia, que la policía local andaba pisándole los talones. La chica, una belleza de aspecto hosco y sombrío cuyo nombre era Bridget Royce, lo miró enigmáticamente y le dijo:

—¿Y quiere que yo le esconda?

Pero él, por toda respuesta se echó a reír, saltó alegremente el muro de piedra y se encaminó a grandes pasos hacia la granja despidiéndose por encima del hombro con esta observación:

—Gracias, pero por lo general me basto y me sobro a la hora de esconderme.

Con esta forma de proceder demostró una trágica ignorancia de la naturaleza femenina, lo que hizo que cayese una sombra de perdición en su camino, el cual siempre había sido, al menos hasta entonces, bendecido por la fortuna.

Mientras él desaparecía a través de la granja, la chica permaneció un rato observando el camino. Al poco tiempo, dos sudorosos policías llegaron arrastrando los pies hasta la puerta en la que ella se hallaba apostada. Si bien todavía estaba enojada por la manera en que el fugitivo la había tratado, permaneció en silencio, por lo que un cuarto de hora más tarde los agentes, después de haber registrado toda la casa, pasaron a inspeccionar el huerto y el maizal situados detrás de ésta. En un peligroso cambio de humor, la chica podría muy bien haberse sentido tentada a delatar al fugitivo de no haber sido por una nimia dificultad: que ella no tenía más idea que los propios policías de dónde podía haberse escondido. El huerto se hallaba cercado por un muro muy bajo al otro lado del cual el maizal se extendía oblicuamente como un remiendo cuadrado sobre una gran colina verde. En ésta aún se le hubiera podido vislumbrar como un punto a lo lejos, pero no era así. Por lo demás, todo permanecía exactamente en su lugar de siempre. El manzano resultaba demasiado pequeño para soportar o esconder a alguien. El único cobertizo se hallaba abierto y a todas luces vacío. No se oía sonido alguno salvo el zumbido estival de las moscas y el ocasional revoloteo de algún que otro pájaro lo bastante inexperto para ser sorprendido por el espantapájaros del maizal. Apenas había sombra, excepto por unas pocas líneas azules que caían desde el arbolillo. Cada detalle se veía resaltado por la brillante luz del día como en un microscopio. La chica, perpleja, describiría la escena más tarde con todo el apasionado realismo propio de su clase. Y en cuanto a los policías, éstos, si bien no eran capaces de apreciar los detalles puramente sensacionalistas como ella lo hacía, sí tenían vista para los hechos del caso, con lo que se vieron abocados a desistir de la búsqueda y retirarse de la escena.

Bridget Royce permaneció allí, como en una especie de trance, mirando fijamente el jardín iluminado por el sol en el que un hombre acababa de desvanecerse como un fantasma. Aún se encontraba de un humor de perros, por lo que el milagro adoptó en su mente un carácter de hostilidad y miedo, como si el fantasma fuese, decididamente, un ser malvado. El sol, que relucía sobre el resplandeciente jardín, la deprimía más de lo que hubiese logrado la oscuridad, a pesar de lo cual continuó observándolo con gran atención. Y fue entonces cuando el mundo entero se volvió patas arriba y ella profirió un grito.

El espantapájaros se movió a la clara luz del sol. Había permanecido todo el rato de pie, dándole la espalda bajo un ajado sombrero negro y unas andrajosas ropas y ahora, con todos sus harapos flotando al viento, se alejaba a paso largo a través de la colina.

La chica fue incapaz de comprender al instante la audaz treta por medio de la cual el hombre había puesto de su parte los sutiles efectos de lo esperado y lo obvio, pues se hallaba todavía bajo una nube de prejuicios de carácter más personal. Sin embargo, pudo darse cuenta, antes de cualquier otra cosa, de que el fugaz espantapájaros ni siquiera se había vuelto una sola vez para mirar hacia la granja.

Todas esas hazañas que se iban tornando tan desfavorables a su emocionante carrera en pos de la libertad hicieron que su siguiente aventura, aunque alcanzó idéntico éxito en otros aspectos, aumentara el peligro en lo referente a las mujeres. De entre las muchas aventuras similares relacionadas con él de esta manera se cuenta también que algunos días más tarde otra chica, una tal Mary Cregan, lo encontró escondido en la granja en la que trabajaba. Si la historia es cierta, ella debió de haber sido también víctima de una poderosa impresión ya que, mientras se hallaba sola en el patio ocupada en alguna tarea, oyó una voz proveniente del pozo, encontrándose un momento más tarde con que el excéntrico se las había ingeniado para descolgarse metido en el cubo, que se hallaba ligeramente por debajo del borde al estar el pozo sólo parcialmente lleno de agua. En este caso, sin embargo, tuvo que apelar a la mujer para enrollar la cuerda y poder así salir de su escondite. Y se dice que, cuando esta noticia llegó a oídos de Bridget Royce, el alma de ésta cruzó la frontera de la traición.

Tales eran, al menos, las historias que se contaban en la campiña. Pero había muchas más, como aquella en la que, haciendo gala de una gran insolencia, se había apostado, vestido con una espléndida bata verde, en lo alto de la escalinata de un gran hotel para, desde allí, conducir a la policía en una frenética persecución a través de un gran número de habitaciones, llegar finalmente a su propio aposento y alcanzar acto seguido el balcón de éste, que pendía sobre el río. Tan pronto como los perseguidores pusieron el pie en el balcón, éste cedió bajo el peso y todos se precipitaron en tropel a las arremolinadas aguas mientras Michael, tras despojarse de la bata y zambullirse, se alejaba de allí a nado. Se decía que había manipulado hábilmente los puntales que sostenían el balcón hasta casi cortarlos, de tal manera que no fuesen capaces de soportar el peso de un policía. Aquí, una vez más, tuvo suerte en un principio, si bien a la larga no lo fue tanto, ya que se cuenta que uno de los hombres pereció ahogado, dejando tras de sí un cierto resquemor que abriría una brecha en su popularidad.