El doctor Thorne

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Z serii: Ópera magna #5
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8. Perspectivas matrimoniales

Debe recordarse que la conversación mantenida entre Mary y las otras muchachas de Greshamsbury tuvo lugar dos o tres días después del generoso ofrecimiento de la mano y del corazón de Frank. Mary estaba por completo decidida a considerarlo todo una locura y a no contárselo a nadie, pero, aun así, le dolía el corazón. Estaba llena de orgullo y sabía que debía inclinarse ante el orgullo de los demás. Al no poseer un nombre, no podía menos que sentir cierto antagonismo terco y resuelto, el antagonismo de alguien demócrata, hacia los que estaban bendecidos con aquello de lo que ella carecía. Tenía este sentimiento y, aun así, de todas las cosas que codiciaba, lo que más codiciaba, para enorgullecerse de ello, era, lo había decidido, despreciar a los demás. Se decía a sí misma, con jactancia, que la obra de Dios consistía en el hombre interior, en la mujer interior, el ser desnudo animado por el alma, que todos los demás accesorios eran el ropaje del hombre, tanto lo cosido por los sastres como lo ideado por los reyes. ¿No podía ella hacer con nobleza, amar con verdad, adorar al Dios del Cielo con una fe tan perfecta como si la sangre hubiera descendido a ella desde sus progenitores con pureza? Así se decía a sí misma y, con todo y con eso, sabía que si ella fuera hombre, como el heredero de Greshamsbury, nada la tentaría a manchar la sangre de sus hijos uniéndose a nadie de cuna innoble. Sentía que si ella fuera Augusta Gresham, ningún señor Moffat, por muy rico que fuera, obtendría su mano a menos que poseyera honor y linaje familiar.

Y así, con tales conflictos, se hallaba dispuesta a emprender batalla contra los prejuicios mundanos, contra esos prejuicios que ella amaba tanto.

¿Iba a prescindir de sus viejos afectos, de su cariño femenino, porque había averiguado que no era prima de nadie? ¿Ya no iba a abrir su pecho a Beatrice Gresham con toda la locuacidad infantil de un igual? ¿Iba a separarse de Patience Oriel y desaparecer —o hacerse desaparecer— del lugar que libremente ocupaba en los distintos cónclaves femeninos mantenidos en la parroquia de Greshamsbury?

Hasta entonces, lo que Mary Thorne decía, lo que la señorita Thorne sugería en tal o cual asunto, era con frecuencia la opinión de Augusta Gresham, a menos que diera la casualidad de que se encontraran en la casa las muchachas De Courcy. ¿Iba a dejar esto también? Estos sentimientos habían crecido con ellas y no los habían puesto en tela de juicio. Ahora Mary Thorne los ponía en tela de juicio. ¿No sería que su posición había sido falsa y debía cambiar?

Tales habían sido sus sentimientos cuando protestó alegando que no sería dama de honor de Augusta Gresham y ofreció el cuello para ponerlo a los pies de Beatrice, cuando echó a Lady Margaretta de la habitación y dio su propia opinión sobre el verbo «humillarse», tales habían sido sus sentimientos cuando había tendido la mano con rigidez mientras Frank mantenía abierta la puerta del comedor a su paso.

—Patience Oriel —se dijo para sus adentros— puede hablarle de su padre y de su madre. Que Patience acepte su mano y que le hable.

Entonces, no mucho después, vio que Patience le hablaba y, al verlo, echó a andar en silencio entre la gente mayor y con grandes esfuerzos evitó que las lágrimas inundaran sus mejillas.

Pero ¿por qué tenía lágrimas en los ojos? ¿No le había dicho a Frank con orgullo que su declaración no era más que la tonta palabrería de un muchacho? ¿No se lo había dicho cuando tenía razones para creer que su sangre era tan buena como la suya? ¿No había notado a simple vista que su declaración amorosa era digna de ridiculizarse y de nada más? Y aun así había una lágrima en sus ojos porque ese muchacho, a quien había regañado, cuya mano, ofrecida como señal de pura amistad, había rechazado, porque él, a quien había desairado, había sido divertido y galante con alguien que se había enfadado con él.

Había alcanzado oír al andar que, mientras Lady Margaretta se hallaba con ellos, sus voces eran alegres y audibles, y su agudo oído también había logrado escuchar, cuando Lady Margaretta se alejó, que la voz de Frank se volvió tierna y suave. Y se alejó andando, sin decir nada, mirando al frente y, paulatinamente, separándose de los demás.

Las tierras de Greshamsbury estaban a un lado del pueblo. Por ese lado había un camino que se extendía con la misma longitud que una de las calles del pueblo y, al extremo del camino, cerca de los jardines y cerca también de una verja que daba al pueblo y que se podía abrir desde el interior, había un banco, bajo un tejo, desde el que, a través de las casas, podía verse la iglesia parroquial, que se alzaba en el parque al otro lado. Hasta allí anduvo Mary a solas y allí se sentó, decidida a librarse de las lágrimas y de su rastro antes de regresar al mundo.

—Nunca más volveré a ser feliz aquí —se dijo—, nunca más. Ya no soy uno de ellos y no puedo vivir entre ellos a menos que lo sea —y entonces una idea se cruzó por su mente: que odiaba a Patience Oriel, y luego, al momento, otra idea la siguió, con la rapidez de los pensamientos: que no odiaba en absoluto a Patience Oriel, que le agradaba, mejor dicho, que la quería, que Patience Oriel era una muchacha dulce y que esperaba que llegara el día en que la viera como la señora de Greshamsbury. Y después la lágrima que no había controlado se adueñó de ella y acudió con otras que se deslizaron por los ojos y, a su caída, mojaron las manos que tenía en el regazo.— ¡Qué tonta! ¡Qué idiota! ¡Qué cobarde y cabeza hueca soy! —dijo, levantándose del banco.

Mientras se levantaba oyó voces cercanas, junto a la verja. Eran las de su tío y Frank Gresham.

—¡Que Dios te bendiga, Frank! —dijo el médico al pasar al jardín—. ¿Disculparás el sermón de un viejo amigo? Aunque ya eres un hombre, discreto, claro, por decreto del Parlamento.

—Claro que sí, doctor —respondió Frank—. A usted le disculparía un sermón más largo.

—Pero no será esta noche —dijo el médico, mientras desaparecía—. Y si ves a Mary, dile que estoy obligado a irme y que enviaré a Janet para que la venga a recoger.

Janet era la antigua criada del médico.

Mary no se podía mover sin que se notara. Por consiguiente, permaneció quieta hasta que oyó el sonido de la puerta, y luego empezó a andar rápidamente hacia la casa por el mismo camino por el que había venido. Sin embargo, en cuanto lo hizo, halló que alguien la seguía y, al cabo de un instante, Frank estaba a su lado.

—¡Oh, Mary! —exclamó, llamándola, pero no en voz alta, antes de alcanzarla—. ¡Qué raro que me encuentre contigo justo cuando tengo un recado para ti! ¿Por qué estás sola?

El primer impulso de Mary fue el de repetirle la orden de que no la llamara por su nombre de pila, pero un segundo impulso le advirtió de que tal mandato en esos momentos no sería prudente por su parte. Todavía tenía el rastro de lágrimas y sabía que la más mínima muestra de ternura por parte de él, el más mínimo esfuerzo de parecer indiferente por parte de ella le traería más lágrimas. Es más, sería mejor fingir que había olvidado todo lo que había tenido lugar. Siempre que estuvieran juntos los dos en Greshamsbury, él podía llamarla Mary si quería. Pronto se iría él y, mientras se hallara en su casa, ella se alejaría de él.

—Tu tío se ha visto obligado a marcharse a visitar a una mujer anciana en Silverbridge.

—¡En Silverbridge! ¡No regresará en toda la noche! ¿Por qué no habrá llamado esa mujer al doctor Century?

—Supongo que porque pensaba que dos personas centenarias no se llevarían bien.

Mary no pudo evitar sonreír. No le gustaba que su tío saliera de viaje tan tarde, pero para él era un triunfo que le llamaran desde el cuartel de sus enemigos.

—Y Janet va a venir a recogerte. Pero yo le he dicho que no hacía falta molestar a otra anciana porque yo te llevaré a casa.

—Oh, no, señor Gresham. Usted no va a hacer eso.

—Ya lo creo, ya lo creo que lo haré.

—¡Cómo! En este gran día, cuando todas las damas le están buscando y hablando de usted. Supongo que quiere poner para siempre en mi contra a la condesa. Piense, también, en lo muy enfadada que se pondrá Lady Arabella si se ausenta por un recado como éste.

—Oyéndote hablar, Mary, cualquiera pensaría que eres tú quien va a Silverbridge.

—Pues a lo mejor sí.

—Si yo no fuera contigo, lo hará otro muchacho. John o George...

—¡Por Dios, Frank! ¡Imagínate a uno de los De Courcy yendo a casa conmigo!

Se había olvidado del estricto tratamiento que había decidido ante la imposibilidad de renunciar al chiste contra la grandeur De Courcy. Se había olvidado y había llamado a Frank con el antiguo tono de voz impaciente y libre y luego, recordando lo que acababa de hacer, se detuvo, se mordió los labios y decidió que en adelante estaría doblemente en guardia.

—Bien, quizás sea o uno de ellos o yo —dijo Frank—. A lo mejor preferirías a mi primo George en vez de a mí.

—Preferiría a Janet que cualquiera de los dos, pues con ella no sufriría la molestia de saber que soy un aburrimiento.

—¡Un aburrimiento, Mary! ¿Para mí?

—Sí, señor Gresham, un aburrimiento para usted. Tener que andar a través del barro con jóvenes del pueblo es un aburrimiento. Cualquier caballero lo sentiría así.

—No hay barro. Si hubiera, no te dejarían ir andando.

—¡Bah! A las jóvenes del pueblo no nos importan tales cosas, pero a los caballeros elegantes sí.

—Te acompañaría a casa, Mary, si con eso te hiciera un favor —dijo Frank, con voz patética.

—¡Oh, Dios! Le ruego que no lo haga, señor Gresham. No me gustaría en absoluto. Preferiría ir en carreta.

 

—Claro. Cualquier cosa es preferible a mi brazo, ya lo sé.

—Es natural, cualquier cosa como medio de transporte. Si yo fuera un bebé y usted una niñera, no sería cómodo para ninguno de los dos.

Frank Gresham se sentía desconcertado, aunque apenas sabía por qué. Se esforzaba en decir cosas tiernas a su amada, pero todas las palabras que pronunciaba se volvían bromas. Mary no le contestaba ni con frialdad ni con poca amabilidad, pero, no obstante, se sentía disgustado. A nadie le gusta, cuando se ama de verdad, que le devuelvan en forma burlesca sus pequeños ofrecimientos amorosos. Las burlas de Mary brotaban con soltura, parecía nacer de un corazón despreocupado. Esto era causa de aflicción para Frank. Si lo hubiera sabido todo, tal vez se habría sentido a gusto.

Decidió que su ternura no sería motivo de risa. Cuando, hacía tres días, le habían rechazado, se había retirado creyéndose derrotado, creyéndolo con mucha tristeza y mucha vergüenza. Desde entonces había cumplido la mayoría de edad; desde entonces había pronunciado un discurso y habían pronunciado discursos en su honor; desde entonces había reunido el coraje suficiente para coquetear con Patience Oriel. Los corazones débiles nunca conquistan a las mujeres adecuadas: de eso era consciente. Por consiguiente, resolvió que su corazón no desfallecería y que vería si no podía conquistar por medio de su audacia a la mujer adecuada.

—Mary —dijo, deteniéndose en medio del camino, pues se hallaban cerca de donde se abría el césped y ya se podía oír la voz de los invitados—. Mary, eres cruel conmigo.

—No me he dado cuenta, señor Gresham, pero si lo soy, no se desquite. Soy más débil que usted y estoy en su poder. No sea cruel conmigo.

—Hace poco ha rechazado la mano que le ofrecía —prosiguió él—. De todos los que están hoy en Greshamsbury, tú eres la única que no me ha deseado lo mejor, la única que...

—Le deseo lo mejor. Le deseo lo mejor. Aquí tiene mi mano —y con sencillez le tendió la mano sin el guante—. Ya es lo bastante mayor para entender esto: aquí tiene mi mano. Se la confío para que se sirva de ella sólo como debe ser.

Él le tomó la mano y se la apretó con cordialidad, como lo habría hecho con otra amiga si fuera el caso. Pero no se la soltó, como debería haber hecho. No era un San Antonio[1] y, además, había sido muy imprudente por parte de la señorita Thorne haberle tentado.

—Mary —dijo—. ¡Querida Mary! ¡Queridísima Mary! ¡Si supieras cuánto te quiero!

Decía esto, sujetando la mano de la señorita Thorne y hallándose de pie en medio del camino. Daba la espalda al césped y a la casa y, en consecuencia, no vio a su hermana Augusta, que se acercaba en esos momentos. Mary se ruborizó hasta el sombrero de paja y, con un rápido tirón, se soltó la mano. Augusta se percató del gesto y Mary vio que Augusta lo había visto.

Por mi tediosa manera de contarlo, el lector se imaginará que la retirada de la mano había sido un gesto prolongado, con una duración incompatible con la protesta por parte de la dama, pero el error es del todo mío, en modo alguno de ella. Si yo poseyera un estilo narrativo espasmódico, habría sido capaz de incluirlo todo en cuatro palabras, media docena de pinceladas y comillas: la mala conducta de Frank, la furia inmediata de Mary, la llegada de Augusta y su inspección aguda, digna de Argos[2], y la consiguiente aflicción de Mary. Así habría contado el episodio, pues, para justicia de Mary, no dejó la mano en poder de Frank ni un minuto más de lo inevitable.

Frank, al notar que la mano se retiraba y al oír, cuando ya era demasiado tarde, los pasos en la grava, se volvió de inmediato.

—¡Ah, eres tú, Augusta! ¿Qué quieres?

Augusta no era de naturaleza maliciosa, dado que en sus venas la noble sangre De Courcy estaba compensada con una mezcla de los atributos Gresham, ni estaba predispuesta a volverse enemiga de su hermano haciendo pública esta tierna escena, pero no pudo menos de acordarse de lo que su tía había dicho en cuanto al peligro de tales encuentros como el que acababa de contemplar. No pudo menos que estremecerse al ver así a su hermano, justo al borde del precipicio contra el que la condesa había prevenido a su madre. Ella, Augusta, como bien sabía, estaba cumpliendo con su deber para con la familia casándose con el hijo de un sastre, el cual le importaba un comino, debido a que el hijo del sastre poseía una fortuna indecible. Pues bien, cuando un miembro de una familia se sacrifica por ella, duele contemplar que el provecho de tal sacrificio se ve anulado por la locura de otro miembro. La futura señora Moffat se sintió agraviada por la fatuidad del joven heredero y, en consecuencia, adoptó la actitud de la tía De Courcy lo mejor que supo.

—Y bien, ¿qué quieres? —repitió Frank, bastante disgustado—. ¿Qué te hace alzar la barbilla y mirar de este modo?

Hasta entonces Frank había sido déspota con sus hermanas y se olvidó de que la mayor de ellas pasaba de su dominio al del hijo del sastre.

—Frank —dijo Augusta, en un tono de voz que hacía honor a las grandes lecciones que había recibido últimamente—, la tía De Courcy quiere verte de inmediato en el salón pequeño—. Dicho esto, decidió dirigir unas palabras de advertencia a la señorita Thorne en cuanto su hermano les hubiera dejado.

—¿En el salón pequeño? Bueno, Mary, podemos ir juntos. Supongo que es la hora del té.

—Sería mejor que fueras cuanto antes, Frank —dijo Augusta—; la condesa se enfadará si la haces esperar. Te espera desde hace veinte minutos. Mary Thorne y yo podemos regresar juntas —hubo algo en el tono en que había pronunciado las palabras «Mary Thorne» que hizo detenerse a Mary—. Supongo que Mary Thorne no te lo impedirá.

El oído de Frank también percibió que había algo en el tono de voz de su hermana que no presagiaba nada bueno para Mary. Percibió que la sangre De Courcy de las venas de Augusta se estaba rebelando contra la sobrina del médico, aunque se había dignado a rendirse ante el hijo del sastre.

—Está bien, voy para allá —dijo Frank—, pero mira, Augusta. Si dices algo de Mary...

¡Oh, Frank! ¡Frank! ¡Qué muchacho! ¡Qué muchacho! ¡Ganso! ¡Más que ganso! ¿Es ésta la manera que tienes de cortejar, diciéndole a una que no diga nada de la otra, como si fuerais tres niños que se rompen los vestidos y los pantalones por meterse en el mismo seto juntos? ¡Oh, Frank! ¡Frank! ¡Tú, el heredero hecho y derecho de Greshamsbury! ¡Tú, dotado de la discreción de un hombre! ¡Tú, el jinete avanzado, que acabas de amenazar al joven Harry Baker y al honorable John con eclipsarlos por tu destreza en el campo! ¿Tú, mayor de edad? ¡Aún debes de estar cosido a las faldas de tu madre!

—Si dices algo de Mary...

Hasta ahí llegaba el mandato a su hermana, pero más allá no logró ir, pues la indignación de Mary Thorne se lanzó sobre él, enmudeciéndole antes de que el sonido de la voz de Mary alcanzara sus oídos. Ella habló con la rapidez con que las palabras vienen a la mente y en voz alta.

—¡Decir algo de Mary, señor Gresham! ¿Y por qué no puede decir ella todo lo que guste de Mary? ¡Ahora te lo cuento todo, Augusta! Y debo pedirte que no estés callada por mi culpa. En lo que a mí concierne, cuéntaselo a quien quieras. Es la segunda vez que tu hermano...

—¡Mary! ¡Mary! —suplicó Frank, desaprobando su locuacidad.

—Discúlpeme, señor Gresham. Ha hecho necesario que se lo cuente todo a su hermana. Dos veces ha pensado divertirse diciéndome palabras que por su parte eran maliciosas y...

—¡Maliciosas, Mary!

—Que por su parte eran maliciosas —prosiguió Mary— y que era absurdo por la mía escuchar. Es probable que haga lo mismo con otras —añadió, al ser incapaz de olvidar la herida más aguda: su coqueteo con Patience Oriel—. Pero conmigo es casi cruel. Otra muchacha se reiría de él o le escucharía, según su elección, pero yo no me quedo ni con lo uno ni con lo otro. Me mantendré alejada de Greshamsbury hasta que él se haya marchado, y, Augusta, sólo te ruego que comprendas que, en lo que a mí respecta, no hay nada que no pueda contarse al mundo entero.

Dicho esto, se adelantó unos pasos, con el orgullo de una reina. Si la misma Lady de Courcy se la hubiera encontrado en ese momento, casi se habría apartado de su camino.

—¡No hablar de mí! —repitió, todavía en voz alta—. Ni una sola palabra quedará sin decir por mí, ni una.

Augusta la siguió, pasmada por su indignación. Frank también la siguió, pero no en silencio. En cuanto hubo desaparecido su primer estupor ante el enojo de Mary, se sintió impelido a decir unas palabras que disculparan a su amada y otras también de protesta en cuanto a sus propósitos.

—No hay nada que pueda decirse, nada, como mínimo, de Mary Thorne —dijo, dirigiéndose a su hermana—. Pero de mí puedes decir esto, en nombre de tu hermano: que amo a Mary Thorne con todo mi corazón y que nunca amaré a ninguna otra.

Para entonces habían llegado al césped y Mary pudo alejarse del camino que conducía a la casa. Cuando se alejaba dijo en voz baja:

—No puedo evitar que diga tonterías, Augusta. Sé testigo de que no lo escucho queriendo.

Diciendo esto, echó a correr a una parte remota del jardín, donde había visto a Beatrice.

Frank, mientras se aproximaba a la casa con su hermana, se esforzó en conseguir que le prometiera que no contaría nada de lo que había visto y oído.

—Claro, Frank. Todo es una tontería —dijo ella—. No deberías divertirte de este modo.

—Ya, pero Guss, vaya, siempre hemos sido amigos. No nos peleemos justo cuando te vas a casar.

Sin embargo, Augusta no le prometió nada.

Frank, en cuanto hubo llegado a la casa, halló a la condesa esperándole a solas en el salón pequeño, algo impaciente. Al entrar se dio cuenta de que había cierta peculiar solemnidad en la conversación venidera. Tres personas —su madre, una de sus hermanas menores y Lady Amelia—, una tras otra le detuvieron para hacerle saber que la condesa le estaba esperando. Se percató de que eran una especie de guardias que vigilaban la puerta para evitar a Su Señoría intrusos indeseables.

La condesa frunció el ceño en el momento en que entró, pero pronto se relajó y le invitó a sentarse en una silla preparada para él enfrente del reposabrazos del sofá en que ella se hallaba. Ante ella tenía una mesa pequeña, donde estaba la taza de té, de manera que podía predicarle casi tan bien como si estuviera cómodamente instalada en un púlpito.

—Mi querido Frank —le dijo, con una voz adecuada a la importancia del momento—. Hoy has cumplido la mayoría de edad.

Frank observó que entendía que tal era el caso y añadió que «era la causa de todo el jaleo».

—Sí, hoy has cumplido la mayoría de edad. Tal vez debería estar contenta de ver esta ocasión señalada en Greshamsbury con más gestos de alegría.

—¡Oh, tía! Creo que todo se ha hecho muy bien.

—Greshamsbury, Frank, es o, en cierto modo debería ser, el hogar del primer plebeyo de Barsetshire.

—Bien, ya lo es. Tengo la certeza de que no hay nadie mejor que mi padre en todo el condado.

La condesa suspiró. Su opinión del pobre hacendado era muy distinta de la de Frank.

—No tiene sentido —dijo ella— mirar al pasado, pues no se puede cambiar. El primer plebeyo de Barsetshire debería mantener una posición... no diré que igual, por supuesto, a la de un noble.

—Oh, claro que no —dijo Frank. Un espectador podría pensar que había cierto aire satírico en su tono.

—No, no igual a la de un noble, pero, aun así, de primordial importancia. Por supuesto, mi primera ambición se centra en Porlock.

—Claro —dijo Frank pensando en lo muy débil que era la persona sobre la que descansaba la ambición de su tía, pues la carrera del joven Lord Porlock no había dado precisamente completa satisfacción a sus padres.

—Se centra en Porlock —y luego la condesa se acomodó, pero la madre suspiró—. Y después de Porlock, Frank, mi preocupación eres tú.

—Le aseguro, tía, que le estoy muy agradecido. Todo irá bien, ya lo verá.

—Greshamsbury, mi querido muchacho, no es ahora lo que solía ser.

—¿No, tía? —preguntó Frank.

—No, Frank, en absoluto. No deseo decir ni una palabra en contra de tu padre. Puede, tal vez, haber sido una desgracia más que un error suyo...

«Siempre se mete con el viejo, siempre», se dijo Frank para sus adentros, decidido a ponerse con valentía del lado de la familia a la que había elegido pertenecer.

—Pero para nosotros está el hecho, Frank, demasiado claro: Greshamsbury ya no es lo que era. Es tu deber devolverle su anterior importancia.

 

—¡Mi deber! —exclamó Frank con perplejidad.

—Sí, Frank, tu deber. Ahora todo depende de ti. Como es natural, sabrás que tu padre debe una gran cantidad de dinero.

Frank murmuró algo. Habían llegado a sus oídos noticias de que su padre no vivía una buena situación en lo concerniente al dinero.

—Por eso ha vendido Boxall Hill. No puede esperarse que Boxall Hill se vuelva a comprar a cierto hombre horroroso, alguien que hace ferrocarriles, creo...

—Sí, es Scatcherd.

—Bien, me han contado que se ha construido una casa ahí, así que supongo que no se puede volver a comprar. Sin embargo, tu deber, Frank, es pagar todas las deudas que hay sobre la propiedad y adquirir algo que, en cierto modo, sea igual que Boxall Hill.

Frank abrió los ojos de par en par y se sobresaltó por su tía, como si dudara de que se hallara en su sano juicio. ¡Saldar él las deudas de la familia! ¡Comprar él una propiedad de cuatro mil libras al año! No obstante, permaneció muy tranquilo, esperando desentrañar el misterio.

—Ya me comprendes, Frank, por supuesto.

Frank se vio obligado a declarar que justo en ese momento no hallaba tan clara como siempre a su tía.

—Sólo te queda una línea de conducta, Frank: tu posición, como heredero de Greshamsbury, es buena, pero tu padre, desafortunadamente, te ha estorbado tanto con respecto al dinero que, a menos que arregles el asunto por tu cuenta, nunca podrás disfrutar de tu posición. Está claro que tienes que casarte por dinero.

—¡Casarme por dinero! —exclamó él, pensando por primera vez que la fortuna de Mary Thorne no sería muy grande—. ¡Casarme por dinero!

—Sí, Frank. No conozco a nadie cuya situación lo exija más imperiosamente. Para tu suerte, nadie tiene más facilidades que tú para hacerlo. En primer lugar, eres muy guapo.

Frank se ruborizó como una muchacha de dieciséis años.

—Y luego, como el asunto está claro a edad tan temprana, careces, por supuesto, de compromisos indiscretos o absurdos.

Frank volvió a ruborizarse y, después, diciéndose «¡Cuánto sabe la vieja!», se sintió un poco orgulloso de su pasión por Mary Thorne y de la declaración que le había hecho.

—Y tu relación con Courcy Castle —prosiguió la condesa, ahora repasando la lista de las ventajas de Frank— te facilitará tanto las cosas que, en realidad, apenas tendrás dificultades.

Frank no pudo menos que decir lo muy agradecido que se sentía a Courcy Castle y sus habitantes.

—Por supuesto, no deseo entrometerme de manera indirecta, Frank, pero te diré lo que se me ha ocurrido. ¿Has oído hablar de la señorita Dunstable?

—¿La hija del de la pomada del Líbano?

—Y, por supuesto, sabrás que su fortuna es inmensa —continuó la condesa, sin dignarse notar la alusión de su sobrino al ungüento—. Más inmensa aun si se la compara con las necesidades y la posición de un plebeyo. Pues ahora va a venir a Courcy Castle y yo deseo que vengas a concerla.

—Pero, tía, precisamente en estos momentos tengo que estudiar para graduarme. Ya sabes que voy a la Universidad en octubre.

—¡Graduarte! —exclamó la condesa—. Pero, Frank, te estoy hablando de tu vida futura, de tu futura posición, de la que todo depende, y tú me hablas de tu graduación.

Frank, sin embargo, insistió con obstinación en que debía graduarse y en que debía empezar a estudiar mucho a la seis de la mañana del día siguiente.

—También puedes estudiar en Courcy Castle. La señorita Dunstable no se meterá en eso —dijo la tía, que sabía lo conveniente que era a veces ceder—, pero debo pedirte que vengas a conocerla. Te parecerá una joven encantadora, notablemente bien educada según me han dicho y...

—¿Qué edad tiene? —quiso saber Frank.

—No te lo sé decir con exactitud —respondió la condesa— pero supongo que no es una cuestión de mucha importancia.

—¿Tiene treinta años? —preguntó Frank, que consideraba a una mujer soltera de esa edad como alguien que se queda para vestir santos.

—Me atrevo a decir que tal vez tenga esa edad —dijo la condesa, que contemplaba el asunto desde un punto de vista muy distinto.

—¡Treinta! —exclamó en alto Frank, pero hablándose a sí mismo.

—No es una cuestión de mucha importancia —dijo la tía, casi enfadada—. Cuando el asunto en sí es de importancia vital, no hay por qué presentar objeciones de poca monta. Si quieres mantener la cabeza alta en el condado, si quieres representar al condado en el Parlamento, como lo ha hecho tu padre, tu abuelo y tus tatarabuelos, si quieres mantener una casa y dejar Greshamsbury a tu hijo, debes casarte por dinero. ¿Qué más da si la señorita Dunstable tiene veintiocho o treinta años? Tiene dinero y, si te casas con ella, puedes considerar que tu posición en la vida está resuelta.

Frank estaba atónito por la elocuencia de su tía. Sin embargo, a pesar de su elocuencia, decidió que no se casaría con la señorita Dunstable. ¿Cómo podría, si había dado su palabra de casamiento a Mary Thorne en presencia de su hermana? Pero prefirió no discutir esta circunstancia con su tía, así que recapituló todos los inconvenientes que se le presentaban a la mente.

En primer lugar, le preocupaba tanto su graduación que no podía pensar en casarse por el momento. Luego, sugirió que sería mejor posponer la cuestión hasta que se acabara la temporada de caza. Declaró que no podía visitar Courcy Castle hasta que le enviara el sastre una serie de trajes nuevos y, por último, recordaba que tenía un compromiso particular para ir de pesca con el señor Oriel la semana siguiente.

No obstante, ninguna de estas razones válidas fueron lo bastante poderosas para hacer cambiar de idea a la condesa.

—Tonterías, Frank —dijo—. Me maravilla que hables de ir de pesca cuando está en juego la prosperidad de Greshamsbury. Mañana irás con Augusta y conmigo a Courcy Castle.

—¡Mañana, tía! —dijo, en el tono con que un condenado exclamaría al enterarse de que lo ejecutarían al día siguiente—. ¡Mañana!

—Sí, regresamos mañana y estaremos muy felices de tener tu compañía. Mis amigos, incluida la señorita Dunstable, vienen el jueves. Estoy completamente segura de que te gustará la señorita Dunstable. Ya lo he arreglado todo con tu madre, así que no hay nada más que añadir. Y ahora, buenas noches, Frank.

Frank, como no había nada más que decir, se retiró y salió en busca de Mary. Pero Mary se había ido a casa con Janet hacía media hora, así que se reunió con su hermana Beatrice.

—Beatrice —le dijo—, mañana me voy a Courcy Castle.

— Se lo he oído decir a mamá.

—Bien, hoy he cumplido la mayoría de edad y no voy a empezar a llevar la contraria. Pero óyeme: no me quedaré en Courcy Castle más de una semana ni por todos los De Courcy de Barsetshire. Dime, Beatrice, ¿has oído hablar de una tal señorita Dunstable?

[1] Célebre por su resistencia a la tentación en forma de mujer.

[2] Tenía cien ojos.

9. Sir Roger Scatcherd

Ya se ha contado antes al lector de esta narración que Roger Scatcherd, que era un albañil bebedor de Barchester y que había vengado con tanta rapidez el daño hecho a su hermana, se había convertido en un gran hombre de mundo. Se había convertido en contratista, primero para cosas pequeñas, tales como media milla más o menos de trazado de la vía ferroviaria, o tres o cuatro puentes sobre el canal, y luego en contratista para grandes obras, tales como hospitales del gobierno, esclusas, muelles y diques. Últimamente tenía entre manos la construcción de toda una línea ferroviaria.

De vez en cuando colaboraba con un hombre como socio para una cosa o con otro para otras cosas. Sin embargo, había guardado para sí sus intereses y, en la época de nuestra historia, era un hombre muy rico.