El doctor Thorne

Tekst
Z serii: Ópera magna #5
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Pues qué —decían los enemigos sensatos—. ¿No hay que enseñar a leer a Johny porque no le guste?

—Por supuesto que Johny tiene que leer —solía contestar el médico—. Pero ¿es inevitable que no le guste? Si el preceptor se esfuerza, ¿no puede Johny aprender no sólo a leer sino también gustarle aprender a leer?

—Pero —dirán los enemigos— hay que controlar a los niños.

—Y también a los hombres —dirá el médico—. Yo no puedo robarte los melocotones, ni seducir a tu esposa, ni calumniarte. Por mucho que yo desee, dada mi natural depravación, ser indulgente con tales vicios, se me prohíben sin pesar y casi puedo afirmar que sin desdicha.

Y así proseguía la discusión, sin que una parte convenciera a la contraria. Pero, entre tanto, los niños de la vecindad se encariñaban con el doctor Thorne.

El doctor Thorne y el hacendado eran aún amigos leales, pero se dieron circunstancias, que duraron muchos años y que casi hacían sentir incómodo al pobre señor en compañía del médico. El señor Gresham debía una gran suma de dinero. Es más, había vendido parte de sus propiedades. Desafortunadamente, había sido el orgullo de los Gresham que la finca hubiera pasado de uno a otro sin imposiciones, de modo que cada poseedor de Greshamsbury tuviera plenos poderes para disponer de la propiedad a su gusto. Hasta entonces no había habido ninguna duda de que fuera a parar a manos del heredero masculino. Alguna vez había sido gravada, pero las cargas se habían liquidado y la propiedad había cambiado de manos sin cargas hasta el actual señor. Ahora se había vendido parte de ella y se había vendido en cierto modo por mediación del doctor Thorne.

Esto hacía del hacendado un hombre desgraciado. Nadie amaba a su apellido y a su honor, a su blasón familiar más que él. Era todo él un Gresham de corazón, pero sus ánimos eran más débiles que los de sus antepasados y, en su época, por primera vez, los Gresham iban a ser desechados por inútiles. Diez años antes del principio de nuestra historia, había sido necesario reunir una gran suma de dinero para enfrentar el pago de una cantidad apremiante y se halló que se podría lograr con más ventajas materiales si se vendía una parte de la propiedad. En consecuencia, se vendió una parte, aproximadamente un tercio del valor total.

Boxall Hill está situado entre Greshamsbury y Barchester y se le conoce por tener la mejor caza de perdices del condado y por tener también el conocido coto de zorros, Boxall Gorse, muy reputado entre los deportistas de Barsetshire. No había residencia en la inmensa hacienda y se desgajó de la restante propiedad de Greshamsbury. Esto permitió al señor Gresham que se vendiera, con muchas quejas interiores y exteriores.

Se vendió, y se vendió bien, mediante contrato particular a un nativo de Barchester, quien había prosperado en el mundo de los rangos sociales y había hecho una gran fortuna. Debemos contar algo del carácter de este personaje. Por ahora basta con decir que confiaba en el doctor Thorne para que le aconsejara en cuestiones de dinero y que, a sugerencia del doctor Thorne, había adquirido Boxall Hill, con el coto de perdices y de zorros incluido. No sólo había comprado Boxall Hill, sino que, además, había prestado grandes sumas de dinero al hacendado como hipoteca, habiendo participado en toda la transacción el médico. Como resultado, el señor Gresham tenía que discutir con el doctor Thorne con cierta frecuencia sobre sus asuntos financieros y, de vez en cuando, someterse a charlas y consejos que, de otro modo, se habría ahorrado.

Hasta aquí el doctor Thorne. Ahora hay que decir unas cuantas palabras sobre la señorita Mary antes de adentrarnos en nuestra historia. Así se partirá la corteza y se abrirá la tarta para los invitados. La pequeña señorita Mary vivió en una hacienda hasta los seis años; entonces la enviaron a un colegio de Bath y se trasladó, unos seis años después, a la casa recién amueblada del doctor Thorne. No debe suponerse que él la hubiera perdido de vista los años anteriores. Era muy consciente de la naturaleza de la promesa que había hecho a la madre cuando partió de viaje. A menudo había visitado a su pequeña sobrina y, mucho antes de que cumpliera los doce años de edad, había olvidado la existencia de su promesa y su deber para con la madre, a cambio del lazo más fuerte del amor personal hacia la única criatura que le pertenecía.

Cuando Mary llegó a su casa, el médico se puso como un niño alegre. Preparó sorpresas con tanta previsión y premeditación que parecía que estuviera tendiendo trampas para derrotar al enemigo. Primero la llevó a la tienda, luego a la cocina, de ahí a los comedores, después a sus dormitorios y así sucesivamente hasta que llegó a la gloria del nuevo salón, aumentando el placer con pequeñas bromas y diciéndole que él nunca se atrevería a entrar en el nuevo paraíso sin su permiso y sin quitarse las botas. A pesar de ser una niña, entendió la broma y la siguió como una pequeña reina. Y así se hicieron muy pronto los mejores amigos.

Pero aunque Mary fuera una reina, hacía falta educarla. Eran los días en que Lady Arabella se había humillado y, para manifestar su humildad, invitó a Mary a compartir las clases de música con Augusta y Beatrice en la casa grande. Un maestro de música de Barchester iba tres días a la semana y se quedaba tres horas. Si el médico elegía enviar a la niña, ella podría enterarse de lo que pasaba sin hacer daño a nadie. Esto decía Lady Arabella. El médico, con mucha gratitud y sin vacilación, aceptó el ofrecimiento, añadiendo sencillamente que tal vez sería mejor contratar por separado al Signor Cantabili, maestro de música. Le estaba muy agradecido a Lady Arabella por permitir a su niña unirse a las clases de las señoritas Gresham.

Apenas hace falta decir que Lady Arabella se exaltó enseguida. ¡Contratar al Signor Cantabili! No, claro; ella lo haría. ¡No había gasto que escatimar en este arreglo en nombre de la señorita Thorne! Sin embargo, ahí, como en la mayoría de las cosas, el médico se salió con la suya. Al ser su época de humillación, la Lady no podía emprender una lucha como en otro tiempo la habría emprendido y así, para su disgusto, se encontró con que Mary Thorne aprendía música en su casa en condiciones de igualdad, en lo concerniente al pago, con sus propias hijas. Habiendo quedado en esto, no se podía echar atrás, en especial porque la niña no era en absoluto desagradable y, más aún, porque las señoritas Gresham la querían mucho.

Y así aprendió música Mary Thorne en Greshamsbury y con la música aprendió además otras cosas: cómo comportarse entre muchachas de su edad, cómo hablar y expresarse como las demás damas, cómo vestirse y cómo moverse y andar. Todo lo cual, al ser rápida en el aprendizaje, lo aprendió sin darse cuenta en la casa grande. También aprendió algo de francés, puesto que la institutriz francesa de Greshamsbury siempre estaba en la clase.

Luego, unos años después, vino un rector y la hermana del rector. Con esta última Mary estudiaba alemán, y también francés. Aprendía mucho del médico: la elección de libros ingleses para su lectura y el hábito de pensar igual que él, aunque modificado por la suavidad femenina de su mente.

Así creció y se educó Mary Thorne. De su aspecto personal me corresponde en verdad como autor decir algo. Es mi heroína y, como tal, debe ser necesariamente hermosa, pero, sinceramente, su mente y sus cualidades internas son más nítidas para mí que sus cualidades y rasgos externos. Sé que estaba lejos de ser alta y de ser llamativa, que tenía manos y pies pequeños y delicados, que los ojos le brillaban al mirar, pero no brillaban para hacerse visibles a su alrededor, que el cabello era castaño oscuro y que lo llevaba sencillamente peinado desde la frente, que los labios eran delgados y la boca, quizás, era en general inexpresiva, pero que, cuando estaba ilusionada al hablar, se mostraba animada con maravillosa energía, y que, tranquila como era en sus gestos, sobria y recatada en su apariencia, podía hablar, llegado el momento, con una energía que en verdad sorprendía a aquellos que no la conocieran y, a veces, a los que sí la conocían. ¡Energía! Mejor dicho, era, a veces, pasión concentrada, que la dejaba momentáneamente inconsciente de lo demás, pero atenta a lo que sentía.

Todos sus amigos, incluido el médico, se habían sentido a veces desgraciados por la vehemencia de su carácter, pero su misma vehemencia la hacía tan querida de los amigos. Casi la había alejado al principio de las clases de Greshamsbury, sin embargo acabó por continuar y Lady Arabella no pudo oponerse, incluso aunque deseaba hacerlo.

Hacía poco que había llegado a Greshamsbury una nueva institutriz francesa que era, o iba a ser, la protegida de Lady Arabella, por poseer todas las cualidades propias de una persona de tal cargo y por ser, además, la protégée del castillo. Decir el castillo, en el lenguaje de Greshamsbury, siempre significaba el de Courcy. Poco después de su llegada, desapareció un valioso guardapelo pequeño que pertenecía a Augusta Gresham. La institutriz francesa se había opuesto a que lo llevara en clase y lo había mandado de vuelta a la habitación por medio de una joven criada, hija de un granjero de la hacienda. Había desaparecido el guardapelo y, al cabo de poco, después de haberse armado considerable alboroto, se encontró, por diligencia de la institutriz, en algún sitio entre las pertenencias de la criada inglesa. Grande fue el enojo de Lady Arabella, altas fueron las protestas de la muchacha, muda fue la aflicción de su padre, piadosas las lágrimas de la madre, inexorable el juicio de los habitantes de Greshamsbury. No obstante, ocurrió algo, no importa el qué, que apartó a Mary de la opinión general. Habló claro y acusó del robo en su misma cara a la institutriz. Dos días estuvo en desgracia Mary, casi tanto como la hija del granjero. Pero en su desgracia no estaba ni callada ni muda. Como Lady Arabella no la escuchaba, acudió al señor Gresham. Obligó a su tío a intervenir en el asunto. Puso de su parte, uno a uno, a la gente importante de la parroquia y acabó por hacer arrodillar a Mam’selle Larron con la confesión de los hechos. A partir de entonces Mary Thorne fue muy querida entre los terratenientes de Greshamsbury y, en especial, en una pequeña casa, donde un inculto padre de familia declaraba que por la señorita Mary Thorne se enfrentaría con un hombre o con un magistrado, con un duque o con el diablo.

 

Y así creció Mary Thorne bajo la supervisión del médico. Al principio de nuestro cuento era una de las invitadas reunidas en Greshamsbury con motivo de la mayoría de edad del heredero, habiendo ella llegado a la misma edad.

[1] Es la única de las cuatro revistas mencionadas que existe en la realidad.

[2] De Las alegres casadas de Windsor, II, ii, 2-3.

[3] Véase Proverbios 23, 24: «Mucho se alegrará el padre del justo/ y el que engendró a un sabio se gozará en él».

4. Lecciones de Courcy Castle

Era el uno de julio, cumpleaños del joven Frank Gresham. No había terminado la temporada de Londres; sin embargo, Lady de Courcy había logrado ir al campo para honrar la mayoría de edad del heredero, llevando consigo a todas las ladies, Amelia, Rosina, Margaretta y Alexandrina, junto con los honorables John y George, reunidos para la ocasión.

Lady Arabella había planeado pasar este año diez semanas en la ciudad, lo cual, alargándolo un poco, podía pasar como la temporada. Más aún, había conseguido al fin amueblar, magníficamente, el salón de Portman Square. Había viajado a Londres con el pretexto, imperioso, de los dientes de Augusta —la dentadura de las jóvenes es frecuentemente valiosa para estos casos— y, como había obtenido permiso para comprar una nueva alfombra, que era muy necesaria, hizo tan hábil uso de la autorización como para acudir corriendo al tapicero por culpa de una factura de seiscientas o setecientas libras. Había dispuesto, como es natural, de carruaje y caballos, las muchachas habían tenido que salir, había sido de lo más necesario recibir amigos en Portman Square y, en total, las diez semanas no habían sido ni desagradables ni baratas.

En unos minutos de confidencias anteriores a la cena, Lady de Courcy y su cuñada estaban sentadas juntas en el vestidor de esta última, discutiendo la irracionabilidad del hacendado, que se había expresado con más amargura de lo corriente acerca de la locura —probablemente usó una palabra más fuerte— de tal proceder en Londres.

—¡Santo cielo! —exclamó la condesa, con impaciencia—. ¿Y qué se puede esperar? ¿Qué es lo que quiere que hagas?

—Le gustaría vender la casa de Londres y enterrarnos aquí para siempre. Fíjate: sólo he estado allí diez semanas.

—¡Apenas el tiempo necesario para que examinen los dientes de las muchachas! Pero, Arabella, ¿qué te dice? —a Lady de Courcy le preocupaba aprender la exacta verdad del asunto y enterarse, si podía, de si el señor Gresham era realmente tan pobre como pretendía.

—Ayer me dijo que ya no va a haber más viajes a la ciudad, que apenas puede pagar las facturas ni mantener esta casa y que no...

—¿No qué? —quiso saber la condesa.

—Dijo que no arruinaría del todo al pobre Frank.

—¡Arruinar a Frank!

—Es lo que dijo.

—Pero, Arabella, seguramente no está tan mal como dice. ¿Qué razón puede haber para que esté endeudado?

—Siempre habla de las elecciones.

—Pero, querida, Boxall Hill saldó el gasto. Claro que Frank no recibirá tantos ingresos como cuando tú te casaste y entraste en esta familia, todos lo sabemos. ¿Y a quién se lo tendrá que agradecer sino a su padre? Pero si Boxall Hill saldó esa deuda, ¿por qué tiene que haber problemas ahora?

—Fueron los dichosos perros, Rosina —contestó Lady Arabella casi con lágrimas.

—Bien, enseguida me opuse a que trajeran los perros a Greshamsbury. Cuando se han puesto en juego las propiedades, no hay que incurrir en gastos que no sean absolutamente necesarios. Es una regla de oro que debería recordar el señor Gresham. En realidad casi se lo dije a él con estas palabras, pero el señor Gresham nunca ha recibido ni nunca recibirá con sentido común nada que venga de mí.

—Ya sé, Rosina, que es así. ¿Qué habría sido de él si no fuera por los De Courcy?

Esto preguntó, llena de gratitud, Lady Arabella. En honor a la verdad, sin embargo, si no fuera por los De Courcy, el señor Gresham estaría en estos momentos al frente de Boxall Hill, monarca de todo cuanto se dominaba con la vista.

—Como te decía —continuó la condesa—, nunca aprobé que vinieran los perros a Greshamsbury; pero, aun así, querida, los perros no se lo pueden haber comido todo. Alguien con diez mil al año debería ser capaz de mantener a los perros, sobre todo recibiendo unas cuotas de los demás.

—Dice que las cuotas eran poco o nada.

—Tonterías, querida. Veamos, Arabella, ¿qué hace con el dinero? Esa es la cuestión. ¿Juega?

—Bueno —dijo Lady Arabella, con mucha lentitud— no lo creo. —Si jugaba lo debía de hacer muy disimuladamente, porque rara vez se ausentaba de Greshamsbury y, en verdad, pocas personas con aspecto de jugadores solían venir como invitados—. No creo que juegue —Lady Arabella hizo énfasis en la palabra «juegue», como si su marido, tal vez, por caridad, desconocedor de dicho vicio, fuera verdaderamente culpable de cualquier otro conocido en el mundo civilizado.

—Sé que solía hacerlo —dijo Lady de Courcy, con aspecto de persona sabia y llena de suspicacia. Tenía suficientes motivos domésticos para que le disgustara tal propensión—. Sé que solía hacerlo y, cuando se empieza, apenas se puede curar.

—Pues si lo hace, no lo sé —dijo Lady Arabella.

—El dinero, querida, debe de irse por algún lado. ¿Qué excusa te da cuando le dices que quieres esto y lo otro, todas las necesidades comunes de la vida a la que estás acostumbrada?

—No me da ninguna excusa. A veces dice que la familia es muy grande.

—¡Tonterías! Las muchachas no cuestan nada. Sólo está Frank, y aún no le cuesta nada. ¿Puede estar ahorrando dinero para recuperar Boxall Hill?

—¡Oh, no! —exclamó Lady Arabella con rapidez—. No esta ahorrando nada. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará, aunque sea tan tacaño conmigo. Anda muy escaso de dinero. Eso lo sé.

—Entonces, ¿por dónde se va? —preguntó la condesa de Courcy, con una mirada de terca decisión.

—¡Sólo el cielo lo sabe! Ahora que Augusta se va a casar, tengo que reunir unos cientos de libras. Deberías haber oído cómo se quejaba cuando se lo pedí. ¡Sólo el cielo sabe a dónde se va! —y la esposa herida se secó una lastimera lágrima de los ojos con su fino pañuelo de batista—. Sufro todo el padecimiento y las privaciones de la esposa de un hombre pobre, pero ni uno de los consuelos. No me tiene confianza. Nunca me cuenta nada. Nunca me habla de sus asuntos. Si habla con alguien es con ese horrible médico.

—¿Quién, el doctor Thorne? —la condesa de Courcy odiaba al doctor Thorne con toda su alma.

—Sí, el doctor Thorne. Creo que lo sabe todo y que también le aconseja en todo. Todos los problemas que el pobre señor Gresham tiene, creo que los causa el doctor Thorne. Eso es lo que creo, Rosina.

—Es sorprendente. El señor Gresham, con todos sus defectos, es un caballero. Y no me puedo imaginar cómo puede hablar de sus asuntos con semejante farmacéutico. Lord de Courcy no se ha portado siempre conmigo como debería, lejos de eso —y Lady de Courcy reflexionaba acerca de las heridas más graves que había sufrido su cuñada—. Pero nunca he visto nada parecido en Courcy Castle. Seguramente Umbleby está enterado de todo, ¿no?

—Ni la mitad de lo que sabe el médico —contestó Lady Arabella.

La condesa movió lentamente la cabeza. La idea del señor Gresham, un caballero de una hacienda como la suya, teniendo como confidente a un médico rural, le causaba una impresión demasiado fuerte para sus nervios y, durante unos instantes, se vio obligada a sentarse antes de poderse recuperar.

—De todas formas, una cosa es cierta, Arabella —dijo la condesa, en cuanto se encontró lo bastante serena para ofrecer consejo de una manera dictatorial—. De todas formas, una cosa es cierta. Si el señor Gresham está tan comprometido como dices, a Frank no le queda más que un deber por cumplir: debe casarse por dinero. El heredero de catorce mil libras al año puede ser indulgente consigo mismo y buscar una familia noble, como hizo el señor Gresham, querida —debe entenderse que había muy poco cumplido en estas palabras, ya que Lady Arabella siempre se había considerado una belleza—. O buscar belleza, como hacen algunos hombres —prosiguió la condesa, pensando en la elección que había hecho el actual Conde de Courcy—. Pero Frank debe casarse por dinero. Espero que esto lo entienda pronto: hazle comprender esto antes de que haga el ridículo. Cuando un hombre lo comprende del todo, cuando sabe lo que requieren las circunstancias, se le facilita el asunto. Espero que Frank entienda que no le queda otra alternativa. En su situación debe casarse por dinero.

Pero ¡ay!, Frank Gresham ya había hecho el ridículo.

—Bueno, muchacho, te deseo felicidad de todo corazón —dijo el honorable John, dando un golpe en la espalda a su primo, mientras andaban cerca de las caballerizas antes de la cena para inspeccionar un cachorro de setter de peculiar raza que habían enviado a Frank como regalo de cumpleaños—. Desearía ser un primogénito, pero no todos podemos tener esa suerte.

—¿Quién no querría ser el hijo menor de un conde en vez de ser el primogénito de un hacendado? —dijo Frank, deseando decir algo cortés a cambio de la cortesía de su primo.

—Yo sí —respondió el honorable John—. ¿Qué oportunidades tengo? Ahí está Porlock, tan fuerte como un caballo. Y luego George. Y el viejo está bien desde hace veinte años —y el joven suspiró mientras meditaba la pequeña esperanza que había de que todos los que le eran más cercanos y más queridos se borraran de su camino y le dejaran el dulce gozo de la corona y fortuna de un conde—. Tú tienes el juego asegurado. Como no tienes hermanos, supongo que tu padre te dejará hacer lo que gustes. Aparte, no está tan fuerte como mi viejo, aunque es más joven.

Frank nunca antes había contemplado su fortuna bajo este aspecto y era tan torpe e inexperto que no le entusiasmaba la perspectiva que se le ofrecía. Le habían enseñado, no obstante, que mirara a sus primos, los De Courcy, como hombres con los que sería muy conveniente que intimara. Por consiguiente, no se manifestó ofendido, pero cambió de conversación.

—¿Cazarás en Barsetshire esta temporada, John? Espero que sí. Yo sí.

—Bueno, no lo sé. Es muy lento. Aquí todo es cultivo o bosque. Supongo que iré a Leicestershire cuando se acabe la caza de perdices. ¿Con qué lote acudirás, Frank?

Frank se sonrojó al contestar.

—¡Oh! Con dos —dijo—. Con la yegua que tengo desde hace dos años y el caballo que me ha regalado mi padre esta mañana.

—¡Qué! ¿Sólo con dos? Si la yegua no es más que un pony.

—Mide quince palmos —dijo Frank ofendido.

—Bueno, Frank, yo no lo soportaría —replicó el honorable John—. Pues qué. ¡Salir ante el condado con un caballo desentrenado y un pony, tú, el heredero de Greshamsbury!

—Estará tan entrenado antes de noviembre —dijo Frank— que nada en Barsetshire lo podrá detener. Peter dice —Peter era el mozo de cuadras de Greshamsbury— que pliega las patas traseras muy bien.

—Pero, ¿quién demonios piensa en ir a trabajar con un caballo, o con dos, si insistes en llamar cazador al viejo pony? Te propongo una prueba, compañero: si crees que lo soportarás todo, si no quieres ir en andadores toda la vida, es hora de que lo demuestres. Ahí está el joven Baker, Harry Baker, ya sabes, el año pasado cumplió la mayoría de edad y tiene un montón de jacas que a cualquiera le gustaría poner la vista encima: cuatro caballos de caza y un rocín. Pues si el anciano Baker tiene cuatro mil al año es todo lo que tiene.

Esto era cierto y Frank Gresham, quien por la mañana había sido tan feliz por el regalo del caballo por parte de su padre, empezó a sentir que se había hecho lo justo con él. Era verdad que el señor Baker sólo tenía cuatro mil al año, pero también era verdad que no tenía más hijos que Harry Baker, que no tenía una gran hacienda que mantener, que no debía un chelín a nadie y que estaba tan loco como para animar a un simple muchacho a imitar todos los caprichos de un hombre rico. Sin embargo, Frank Gresham sintió por un instante que le habían tratado muy indignamente.

 

—Toma las riendas del asunto, Frank —dijo el honorable John, al ver la impresión que había logrado—. Claro que el viejo sabe muy bien que no soportas unas caballerizas así. ¡Que Dios te bendiga! He oído que cuando se casó con mi tía, y eso fue cuando tenía tu misma edad, tenía la mejor yeguada de todo el condado y que entró en el Parlamento antes de cumplir los veintitrés.

—Ya sabes que su padre murió cuando era muy joven —dijo Frank.

—Sí. Sé que tuvo un golpe de suerte que no tiene cualquiera, pero...

El rostro del joven Frank se oscureció en vez de sonrojarse. Cuando su primo adujo la necesidad de tener más de dos caballos para su propio uso, podía escucharle. Pero cuando el mismo guía le hablaba del momento de la muerte de un padre como un golpe de suerte, Frank se sintió tan disgustado que no fue capaz de pasarlo por alto con indiferencia. ¡Cómo! ¿Iba a pensar así en su padre, cuyo rostro siempre se iluminaba con placer cada vez que se le acercaba su hijo, cuando normalmente no brillaba tanto en otra ocasión? Frank había observado a su padre tan de cerca como para darse cuenta de ello. Había tenido motivos para imaginar que su padre tenía muchos problemas y que se esforzaba en borrarlos de la memoria cuando su hijo se hallaba con él. Amaba a su padre sincera, pura y completamente, le gustaba estar con él y le enorgullecería ser su confidente. ¿Podía entonces escuchar tranquilamente mientras su primo hablaba del momento de la muerte de su padre como un golpe de suerte?

—Yo no lo consideraría un golpe de suerte, John. Lo consideraría la desgracia más grande de toda mi vida.

¡Es tan difícil para un joven proclamar sentenciosamente un principio de moralidad, o incluso expresar un buen sentimiento corriente, sin darse aires ridículos, sin asumir fingida grandeza!

—¡Oh, claro, colega! —dijo el honorable John, riéndose—. Es lo más natural. Ya nos entendemos sin decirlo. Por supuesto que Porlock sentiría exactamente lo mismo del viejo. Pero si el viejo echara a andar, creo que Porlock se consolaría con treinta mil al año.

—No sé lo que haría Porlock. Siempre está peleándose con mi tío, lo sé. Sólo hablaba de mí. Nunca me he peleado con mi padre y espero no hacerlo nunca.

—Está bien, muchacho crecido. Me atrevo a decir que no te pongan a prueba, pero si alguien lo hace, antes de que pasaran seis meses te parecería que está muy bien ser el amo de Greshamsbury.

—Estoy seguro de que no me lo parecería.

—Muy bien, que así sea. No serías como el joven Hatherly, de Hatherly Court, en Gloucestershire, cuando su padre estiró la pata. Conoces a Hatherly, ¿verdad?

—No; nunca le he visto.

—Ahora es Sir Frederick y tiene, o tenía, una de las mayores fortunas de Inglaterra para ser un plebeyo. La mayor parte ya ha volado. Bueno, cuando se enteró de la muerte del viejo, estaba en París, pero regresó a Hatherly tan rápido como le pudo llevar el tren y los caballos de posta y llegó a tiempo para el funeral. Al dirigirse a Hatherly Court desde la iglesia, estaban poniendo la señal de luto en la puerta. El amo Fred vio que los de pompas fúnebres habían puesto en la parte inferior: Resurgam. ¿Sabes lo que significa?

—¡Oh, sí! —dijo Frank.

—«Volveré» —dijo el honorable John, traduciendo el latín en beneficio de su primo—. «No», dijo Fred Hatherly, mirando el luto. «¡Ojalá no lo hagas, viejo! Sería demasiada broma. Me cuidaré de eso». Así que se levantó por la noche, se fue acompañado de unos amigos, y pintaron, donde estaba el Resurgam, Requiescat in pace, lo que significa, como sabes, «sería mucho mejor que te quedaras donde estás». A esto yo lo llamo bueno. Fred Hatherly hizo esto, tan cierto como... como... como te lo digo.

Frank no pudo evitar reírse de la historia, en especial por la manera de traducir de su primo el lema de las pompas fúnebres. Luego se dirigieron de las caballerizas a la casa para vestirse para la cena.

El doctor Thorne había llegado a la casa poco antes de la hora de la cena, a petición del señor Gresham, y se hallaba sentado con el hacendado en la sala de lectura —así llamada— mientras Mary hablaba con alguna muchacha arriba.

—Debo reunir diez o doce mil libras, diez como mínimo —dijo el señor, que estaba sentado en su habitual sillón, cerca de la mesa camilla, con la cabeza apoyada en la mano y con aspecto muy diferente al del padre del heredero de una noble propiedad, que ese día cumplía la mayoría de edad.

Era el uno de julio y, como era natural, no estaba encendida la chimenea; pero, no obstante, el médico se encontraba de espaldas al hogar, con los faldones recogidos en los brazos, como si estuviera ocupado, ahora que era verano como solía hacer en invierno, en hablar y en calentarse a la vez.

—¡Doce mil libras! Es una cantidad muy grande de dinero.

—He dicho diez mil —dijo el señor.

—Diez mil es una cantidad grande de dinero. Sin duda se las dará. Scatcherd se las entregará, pero sé que esperará a cambio los títulos de propiedad.

—¡Qué! ¿Por diez mil libras? —preguntó el hacendado—. No hay más deuda registrada contra la propiedad que la suya y la de Armstrong.

—Pero la suya ya es muy grande.

—La de Armstrong no es nada: unas veinticuatro mil libras.

—Sí, pero él va en primer lugar, señor Gresham.

—Bueno, ¿y qué? Oyéndole hablar, cualquiera pensaría que no queda nada en Greshamsbury. ¿Qué son veinticuatro mil libras? ¿Sabe Scatcherd cuáles son los ingresos de los alquileres?

—Oh, sí, lo sabe de sobra. Desearía que no lo supiera.

—Pues, entonces, ¿por qué molesta tanto por unas cuantas miles de libras? ¡Los títulos de propiedad!

—Lo que quiere es sentirse seguro para cubrir lo que ya ha adelantado antes de dar más pasos. Yo desearía por su bien que no tuviera necesidad de pedir otro préstamo. Creía que las cosas ya estaban arregladas desde el año pasado.

—Oh, si hay problemas, Umbleby lo hará por mí.

—Sí, y ¿cuánto tendrá que pagar?

—Pagaría el doble para que no se me hablara así—, dijo el hacendado, enfadado. Mientras hablaba, se levantó bruscamente del sillón, se metió las manos en los bolsillos traseros, anduvo con rapidez hacia la ventana y volvió de inmediato, sentándose de nuevo en el sillón—. Hay cosas que un hombre no puede soportar, doctor —dijo, dando un taconazo con el pie—, aunque Dios sabe que ahora debería ser paciente, pues voy a tener que soportar muchas cosas. Sería mejor que le dijera a Scatcherd que le agradezco su oferta, pero que no le molestaré.

El médico, durante este arranque de enojo, había permanecido en silencio, dando la espalda a la chimenea y sujetando en los brazos los faldones. Sin embargo, aunque no dijera nada, su rostro era muy elocuente. Se sentía desdichado. Le apenaba mucho ver que al hacendado le volvía a faltar dinero tan pronto y también que esta falta le amargara tanto y le hiciera tan injusto. El señor Gresham le había atacado, pero, como estaba decidido a no pelearse con él, se abstuvo de contestar.

El hacendado también permaneció en silencio unos minutos, pero como no estaba dotado para el silencio, pronto se vio obligado a volver a hablar.

—¡Pobre Frank! —exclamó—. Estaría del todo tranquilo si no fuera por el daño que le he hecho. ¡Pobre Frank!

El médico dio unos pasos, salió de la alfombra y, sacando la mano del bolsillo, la posó con suavidad en el hombro del señor.