El doctor Thorne

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Z serii: Ópera magna #5
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No pretendemos dilucidar la cuestión. Por desgracia, ambos pareceres no encajaban por igual con la suerte familiar. Tantos cambios habían tenido lugar en Inglaterra, que los Gresham no hallaron ningún salvaje que pudiera protegerlos. Debían protegerse a sí mismos como el pueblo llano, o vivir sin protección. En la actualidad no era necesario que los vecinos temblaran de aprensión cuando un Gresham frunciera el ceño. Sería deseable que el actual Gresham fuera indiferente al ceño de algunos de sus vecinos.

Pero los viejos símbolos permanecían y muchos de tales símbolos siguen permaneciendo entre nosotros. Son todavía apreciados y dignos de ser apreciados. Nos hablan de emociones auténticas y viriles de otros tiempos, y para quien sepa leerlos explican más verdadera y plenamente que la historia escrita cómo se han convertido los ingleses en lo que son. Inglaterra ya no es un país comerciante en el sentido en que este adjetivo se usa. Esperemos que no lo sea. Podría calificarse de feudal o caballeresca. En la civilizada Europa del oeste existe una nación en la cual hay grandes señores, quienes, con los propietarios de las tierras, constituyen la genuina aristocracia, la aristocracia que se juzga mejor y más adecuada para gobernar, siendo esa nación la inglesa. Elijamos diez hombres de cada pueblo europeo grande. Escojámoslos de Francia, de Austria, Cerdeña, Prusia, Rusia, Suecia, Dinamarca, España, y luego seleccionemos diez de Inglaterra cuyos nombres sean tan célebres como los de sus gobernantes. El resultado mostrará en qué país aún existe una unión inextricable, y la más sincera confianza, entre el feudalismo y los ahora denominados intereses de los hacendados.

¡Inglaterra un país comerciante! Sí, como lo fue Venecia. Inglaterra supera a otros pueblos en el comercio, pero, aun así, no es de lo que más se enorgullece, no es en lo que sobresale. Los mercaderes no son los primeros entre nosotros, aunque tienen el camino abierto, apenas abierto, para convertirse en uno de ellos. Comprar y vender es bueno y necesario; es muy necesario y es posible que sea muy bueno, pero no es el trabajo más noble para el hombre. Esperemos que en nuestra época no se considere el trabajo más noble para un inglés.

Greshamsbury Park era muy grande. Se alzaba en el ángulo externo formado por la calle del pueblo y se extendía a ambos lados sin límite aparente o frontera visible desde la carretera del pueblo o desde la casa. De hecho, el terreno estaba tan dividido por abruptas colinas, montículos de forma cónica cubiertos de robles, visibles si se asomaba uno, que la verdadera extensión del parque se agrandaba ante la mirada. Era muy posible que un desconocido entrara y hallara difícil salir por alguna de las verjas ya conocidas. Así era la belleza del paisaje: un enamorado del panorama se sentiría tentado de perderse en él.

He dicho que a un lado estaba la perrera, lo que me dará la oportunidad de describir aquí un episodio especial, un episodio largo, en la vida del actual señor. Una vez había representado a su condado en el Parlamento y, cuando lo dejó, aún sentía la ambición de relacionarse de modo peculiar con la aristocracia del condado, aún deseaba que los Gresham de Greshamsbury fueran algo más en Barsetshire del este que los Jackson de Grange, o los Baker de Mill Hill o los Bateson de Annesgrove. Todos ellos eran amigos y muy respetables caballeros rurales, pero el señor Gresham de Greshamsbury debía ser más que eso: era tanta su ambición como para ser consciente de tal deseo. Por consiguiente, en cuanto se dio la ocasión se aficionó a la cacería.

Para esta ocupación estaba bien dotado, a menos que fuera un asunto de finanzas. A pesar de que en sus años de mocedad había ofendido su indiferencia a la política familiar, y a pesar de que en cierto modo había fomentado el recelo luchando en el condado y contraviniendo los deseos de los demás señores, no obstante, ostentaba un apellido querido y popular. La gente lamentaba que no hubiera sido lo que deseaba que fuera, que no hubiera sido como había sido el anciano hacendado, pero, cuando se descubrió que no haría gran cosa como político, todavía se deseaba que destacara en otra cosa, si estaba dotado para ello, en nombre de la grandeza del condado. Ahora se le conocía como gran jinete, como completo deportista, como entendido en perros y tierno como una madre que cría una camada de zorros. Cabalgaba por el condado desde los quince años, tenía buena voz para saludar la presa, conocía por su nombre a cada perro de caza y podía hacer sonar el cuerno con la música que anuncia la cacería. Es más, residía en su propiedad, como era bien sabido en todo Barsetshire, con unos ingresos netos de catorce mil libras al año.

Así es que, en cuanto se localizó al cazador mayor, un año después del último intento de presentarse al Parlamento por el condado, pareció a todos que era un arreglo bueno y racional que los perros se quedaran en Greshamsbury. En verdad era bueno para todos salvo para Lady Arabella, y racional, quizás, para todos salvo para el mismo señor.

Durante esta época ya estaba considerablemente endeudado. Había gastado mucho más de lo debido, y lo mismo su esposa en esos dos espléndidos años en que habían figurado como grandes entre los grandes. Catorce mil libras al año bastan para que un miembro del Parlamento, con una esposa joven y dos o tres hijos, viva en Londres y mantenga la casa solariega. Pero entonces los De Courcy eran muy poderosos y Lady Arabella eligió vivir como estaba acostumbrada y como vivía su cuñada la condesa: Lord de Courcy tenía mucho más de catorce mil libras al año. Luego llegaron las tres elecciones, con su coste inmenso, y después esos dispendios a los que los caballeros se ven obligados a incurrir porque han vivido por encima de sus ingresos y hallan imposible reducir la servidumbre para vivir con más ahorro. Así es que cuando llegaron los perros a Greshamsbury, el señor Gresham ya era un hombre pobre.

Lady Arabella se opuso a su llegada, pero Lady Arabella, a pesar de que era difícil decir de ella que estuviera sometida al marido, no tenía derecho a jactarse de que él sí lo estuviera con respecto a ella. Llevó a cabo su primer gran ataque en cuanto al mobiliario de Portman Square y fue entonces cuando se le informó de que dicho mobiliario no era asunto de importancia, pues en el futuro no haría falta trasladar allí la residencia de toda la familia durante la temporada social de Londres. La clase de diálogo que se entabló a partir de este principio puede imaginarse. Si Lady Arabella hubiera preocupado menos a su esposo, quizás él habría considerado con mayor frialdad el disparate de un incremento del gasto tan enorme. Y si él no hubiera gastado tanto dinero en la caza, de la que no disfrutaba su esposa, quizás ella habría reprimido su censura ante su indiferencia por los placeres de Londres. Tal y como estaban las cosas, llegaron los perros a Greshamsbury y Lady Arabella fue a Londres cierto tiempo al año, de modo que los gastos familiares no se redujeron en absoluto.

Sin embargo, la perrera estaba ahora vacía. Dos años antes de la época en que nuestra historia empieza, se habían llevado los perros a la casa de un deportista más rico. El señor Gresham lo sintió más que cualquier otra desgracia que le hubiera acontecido. Había sido cazador mayor durante diez años y esa tarea la había desempeñado bien. El prestigio como político que había perdido entre los vecinos lo había recuperado como deportista y de buena gana habría sido autocrático si hubiera podido. Pero permaneció así mucho tiempo y al fin se fueron, no sin señales y sonidos de visible alegría por parte de Lady Arabella.

Hemos dejado esperando bajo los robles a los arrendatarios de Greshamsbury demasiado tiempo. Sí, cuando el joven Frank cumplió la mayoría de edad aún quedaba bastante de Greshambsbury, «aún» significa suficiente, a disposición del señor, para encender la lumbre y asar, con toda la piel, un toro. La mayoría de edad no le llegaba a Frank de modo discreto, como llegaría la del hijo del párroco o la del hijo del abogado. Aún se informaba en el conservador periódico de Barsetshire Standard de que «Las barbas se mueven»[7] en Greshamsbury, como lo habían hecho durante muchos siglos en similares ocasiones. Sí; así se informó. Pero esto, como muchas otras informaciones, tenía una pequeña parte de verdad. «Se sirvió licor», es verdad, a los que allí estaban; pero las barbas no se movieron como solían moverse antaño. Las barbas no se moverán para la narración. El hacendado estaba que se volvía loco por culpa del dinero, y los arrendatarios lo sabían. Se les había aumentado el alquiler; se había acabado la gallina de los huevos de oro; el abogado de la hacienda se estaba enriqueciendo; los comerciantes de Barchester, mejor dicho, del mismo Greshamsbury empezaban a murmurar, y hasta el señor había dejado de ser feliz. En estas circunstancias, la garganta de un arrendatario aún tragará, pero no se le moverá la barba.

—Recuerdo bien —dijo el granjero Oaklerath a su vecino— cuando el hacendado cumplió la mayoría de edad. ¡Que Dios le bendiga! Ya lo creo que nos divertimos. Se bebió más cerveza que la que hay en la casa desde hace dos años. El viejo señor era uno de los bebedores.

—Yo recuerdo cuando nació el hacendado; lo recuerdo bien —dijo el granjero que se sentaba enfrente—. ¡Qué días aquellos! No hace tanto tiempo de eso. El señor aún no ha cumplido los cincuenta, no, ni está cerca, aunque lo parezca. Las cosas han cambiado en Greshamsbury —decía con la pronunciación de la región—. Han cambiado tristemente, vecino Oaklerath. Bueno, bueno; pronto me marcharé, pronto, así que es inútil hablar, pero después de pagarles una libra y quince peniques durante cincuenta años, creo que no me despedirán por cuarenta chelines.

Así era la clase de conversaciones que se desarrollaban en las distintas mesas. Lo cierto es que tenían otro tono cuando nació el señor, cuando cumplió la mayoría de edad y cuando, dos años después, nació su hijo. En cada uno de estos momentos hubo parecidas fiestas campestres y el hacendado, en esas ocasiones, frecuentaba la compañía de sus invitados. En primer lugar, lo había paseado su padre seguido de una serie de damas y niñeras. En segundo lugar, había frecuentado la compañía de los demás gracias a los deportes, el más alegre entre los alegres, y todos los arrendatarios se habían empujado unos a otros para coger sitio en la hierba y poder contemplar a Lady Arabella, quien, como ya se sabía, iba de Courcy Castle a Greshamsbury para ser su señora. Poco les importaba ahora Lady Arabella. En tercer lugar, él mismo había llevado a su hijo recién nacido en brazos como su padre lo había llevado a él. Su orgullo entonces estaba en todo su apogeo y, aunque los arrendatarios murmuraban que se mostraba algo menos familiar con ellos que antes, que se había contagiado algo de los aires de los De Courcy, aún era su señor, su amo, el hombre rico en cuyas manos se encontraban. Cuando el anciano hacendado desapareció, se sintieron orgullosos del joven y de su esposa a pesar de su hauteur. Ahora ya nadie se sentía orgulloso de él.

 

Anduvo por entre los invitados y pronunció unas palabras de bienvenida en cada mesa. Mientras, los arrendatarios se levantaban para inclinarse y desear salud al anciano señor, felicidad para el joven y prosperidad para Greshamsbury. No obstante, todo era aburrido.

Había otros visitantes, de buena cuna, que honraban la ocasión, pero no eran una multitud, a diferencia de antaño, cuando se reunía la aristocracia de la mansión y la vecina en las fiestas de gala. En realidad, la fiesta de Greshamsbury no era muy grande. Se componía principalmente de Lady de Courcy y su comitiva. Lady Arabella aún mantenía, en la medida de lo posible, una estrecha relación con Courcy Castle. Allí iba en cuanto podía, a lo que nunca se oponía el señor Gresham, y siempre que podía llevaba consigo a sus hijas , aunque, por lo que respectaba a las dos mayores, a menudo lo impedía el señor Gresham y, no infrecuentemente, las propias hijas. Lady Arabella estaba orgullosa de su hijo, aunque no fuera su favorito. Sin embargo, él era el heredero de Greshamsbury, hecho del que iba a sacar partido, y era un joven apuesto, afectuoso, al que cualquier madre querría. Lady Arabella le quería mucho, aunque sentía una especie de decepción con respecto a él, al ver que no era tan De Courcy como debería. Le quería mucho y, por consiguiente, cuando cumplió la mayoría de edad, hizo que se reunieran en Greshamsbury su cuñada y todas las Ladies, Amelia, Rosina, etc. También, con cierta dificultad, persuadió al honorable Georges y al honorable John por ser igualmente superiores. El mismo Lord de Courcy se hallaba en la corte —al menos dijo eso— y Lord Porlock, el hijo mayor, sencillamente dijo a su tía cuando le invitaron que jamás se aburría con este tipo de eventos.

Luego estaban los Baker y los Bateson, y los Jackson, quienes vivían cerca y regresaron a casa por la noche. Ahí estaba el Reverendo Caleb Oriel, el rector de la Iglesia anglicana conservadora, con su bella hermana, Patiente Oriel. Ahí estaba el señor Yates Umbleby, abogado y representante. Ahí estaba el doctor Thorne y su modesta y tranquila sobrina, la señorita Mary.

[1] Tierra de promisión en Egipto destinada por José a los israelitas (Génesis, 45, 10-11).

[2] Relativo a Sir Robert Peel, quien, siendo Primer ministro, ocasionó la división del partido tory al introducir la abrogación de la Ley del cereal en 1846, contra los intereses de los terratenientes.

[3] En 1832 Wellington suscitó el odio de los opositores a la Reforma parlamentaria al retirar su oposición al Proyecto de Reforma en la Cámara de los Lores.

[4] Es la capilla del Palacio de Westminster donde se reunían los comunes desde 1550 hasta el incendio de 1834.

[5] Mansión del Marqués de Bath en Wiltshire, construida en 1567-80 por Sir John Thynne y calificada por John Aubrey como «la casa más augusta de toda Inglaterra».

[6] Hatfield House, mansión construida en 1611 por Robert Cecil, primer conde de Salisbury, para el rey Jaime I.

[7] Casi un proverbio de Thomas Tusser.

2. Hace mucho, mucho tiempo

Como el doctor Thorne es nuestro héroe —o debería decir mi héroe, dejando al lector el privilegio de elegir por sí mismo—, y como Mary Thorne es nuestra heroína, aspecto cuya elección no queda en manos de nadie, es necesario presentarlos, justificarlos y describirlos de un modo apropiado y formal. Casi siento que es mi deber pedir disculpas por empezar una novela con dos largos y aburridos capítulos llenos de descripciones. Soy perfectamente consciente del peligro de tal proceder. Al hacerlo así peco contra la regla de oro que nos exige hacerlo lo mejor posible. La sabiduría de esta regla la reconocen los novelistas, yo entre ellos. Apenas puedo esperar que nadie avance en esta ficción que ofrece tan poco encanto en sus primeras páginas. Pero por retorcido que sea, no lo sé hacer de otro modo. No puedo hacer que el pobre señor Gresham se revuelva inquieto en el sillón de una manera natural hasta que haya dicho que se siente inquieto. No puedo hacer que el doctor hable libremente ante la aristocracia hasta haber explicado que esto concuerda con su carácter. Esto no es artístico por mi parte y muestra falta de imaginación, además de falta de habilidad. Si puedo o no expiar esta culpa a través de la narración directa, sencilla y llana, esto, verdaderamente, es muy dudoso.

El doctor Thorne pertenecía a una familia en cierto sentido tan buena y en otro sentido tan antigua como la del señor Gresham, y mucho más antigua, según estaba dispuesto a jactarse, que la de los De Courcy. Se menciona primero este rasgo de su carácter pues era su debilidad más llamativa. Era primo segundo del señor Thorne de Ullathorne, un señor de Barsetshire que vivía en la población de Barchester y que se jactaba de que su hacienda hubiera permanecido más años en manos de su familia, pasando de Thorne a Thorne, que cualquier otra hacienda o cualquier otra familia del condado.

Pero el doctor Thorne no era más que un primo segundo y, por consiguiente, aunque tuviera derecho a hablar de la sangre familiar, no tenía derecho a reclamar ninguna posición en el condado que no fuera la que ganase por sí mismo si escogía establecerse ahí. Era un hecho del que no había nadie más consciente que el propio médico. Su padre, primo hermano de un anterior señor Thorne, había sido una autoridad clerical en Barchester, pero había muerto hacía muchos años. Había dejado dos hijos, uno formado como médico y otro, el menor, que había recibido formación para ser abogado, y no tuvo ninguna vocación satisfactoria. Este hijo había sido primero suspendido en Oxford y luego expulsado y, de regreso a Barchester, fue causa de sufrimiento para su padre y su hermano.

El anciano señor Thorne, el clérigo, murió cuando ambos hermanos eran aún jóvenes y no les dejó nada más que la casa y otras propiedades cuyo valor ascendía a dos mil libras, que legaba a Thomas, el hijo mayor, mucho más que lo que había gastado en saldar las deudas contraídas por el menor. Hasta entonces había reinado la armonía entre la familia Ullathorne y la del clérigo; pero uno o dos meses antes de la muerte del médico —el período del que hablamos se remonta veintidós años antes del principio de nuestra historia— el entonces señor Thorne de Ullathorne dio a entender que ya no recibiría más a su primo Henry, a quien consideraba la desgracia de la familia.

Los padres tienen derecho a ser más indulgentes con sus hijos que los tíos con los sobrinos o los primos entre sí. El doctor Thorne aún tenía esperanzas de reformar a su oveja negra y pensaba que el cabeza de familia manifestaba severidad innecesaria interponiendo obstáculos. Y si al padre le entusiasmaba apoyar al hijo pródigo, al aspirante a médico aún le entusiasmaba más apoyar al hermano pródigo. El joven doctor Thorne no era un libertino, pero quizás, por su juventud, no aborrecía lo bastante los vicios de su hermano. De todas formas, permaneció valientemente junto a su hermano y, cuando al final se indicó que no se consideraba deseable la compañía de Henry en Ullathorne, el doctor Thomas Thorne mandó decir al señor que, en tales circunstancias, cesarían sus visitas.

No fue una resolución muy prudente, pues el joven galeno había decidido establecerse en Barchester, principalmente por contar con la ayuda que podría darle su parentesco con los Ullathorne. Sin embargo, el enfado le impidió pensar. No se supo nunca si, en su juventud o en su vida adulta, consideró esta cuestión, que merecía mayor consideración. Tal vez esto tuvo una importancia menor, ya que sus enfados no eran duraderos, desaparecían con frecuencia antes de que le salieran las palabras de enojo de la boca. Con la familia de Ullathorne, no obstante, la pelea fue permanente y de perjuicio vital para su futuro como médico.

Y luego murió el padre. Los dos hermanos pasaron a vivir juntos con muy pocos medios. En esa época vivía en Barchester una familia cuyo apellido era Scatcherd. Sólo nos importan, de esta familia, dos miembros, un hermano y una hermana. Ocupaban una posición baja en la sociedad, pues el primero era albañil y la segunda, aprendiz de sombrerera. Sin embargo, eran, en cierto sentido, gente muy notable. La hermana tenía fama en Barchester de ser un modelo de belleza del tipo fuerte y robusto, y aún tenía mejor reputación como muchacha de buen carácter y conducta honesta. Su hermano se sentía orgulloso tanto de su belleza como de su prestigio, y aún se sintió más cuando la pidió en matrimonio un decente comerciante de la ciudad.

Roger Scatcherd también tenía fama, pero no por su belleza o por la propiedad de su conducta. Se le conocía como el mejor albañil de los cuatro condados y como quien, en determinadas ocasiones, podía beber más alcohol en todo ese territorio. Como trabajador, en realidad, su fama era insuperable: no sólo era un albañil rápido y bueno, sino que además tenía la capacidad de convertir a los demás en albañiles. Tenía el don de saber lo que alguien podía y sabía hacer. Y, gradualmente, le enseñaba lo que cinco, diez y veinte y, finalmente, mil y dos mil hombres podrían realizar entre todos. Esto lo sabía hacer sin la ayuda de papel y lápiz, con los que no estaba familiarizado, ni lo estaría. Tenía otros dones y otras inclinaciones. Podía hablar de manera peligrosa para sus adentros y para los demás. Podía convencer sin saber que lo hacía y, al ser en extremo demagogo, en los días ajetreados anteriores al Proyecto de Reforma, originó una barahúnda en Barchester, de la que ni él mismo tuvo noción.

Entre sus otros defectos, Henry Thorne tenía uno que sus amigos consideraban peor que los demás y que quizás justificaba la severidad de la familia de Ullathorne: le encantaba relacionarse con gente de posición social inferior. No sólo bebía —eso podría perdonarse— sino que bebía en garitos con gente vulgar; eso decían sus amigos y eso decían sus enemigos. Él negaba la acusación al estar hecha en plural y declaraba que el único compañero de juerga vulgar era Roger Sactcherd. Con Roger Scatcherd se relacionaba y se volvió tan demócrata como el propio Roger. En cambio, los Thorne de Ullathorne eran tories de la clase más alta.

Si Mary Scatcherd aceptó enseguida la oferta del respetable comerciante, no lo sé decir. Después de que ocurrieran ciertos sucesos que deben ser contados con brevedad, ella declaró que nunca lo hizo. Su hermano afirmaba que ella sí lo hizo. El respetable comerciante rehusó hablar del asunto.

Es cierto, sin embargo, que Scatcherd, quien hasta entonces había guardado silencio sobre su hermana en esas horas de relaciones sociales que pasaba con sus amigos, se jactaba del compromiso cuando, según decía, se hizo, y también se jactaba de la belleza de la muchacha. Scatcherd, a pesar de su ocasional intemperancia, tenía sus aspiraciones en esta vida, y el futuro matrimonio de su hermana era, a su juicio, conveniente para sus ambiciones familiares.

Henry Thorne había oído hablar y había visto a Mary Scatcherd, pero, hasta entonces, ella no había caído en sus garras. No obstante, en cuanto él oyó contar que se iba a casar decentemente, el diablo le tentó e hizo que él la tentara a ella. No hace falta contar toda la historia. Resultó para todos claro que él le hizo varias promesas de matrimonio, incluso se las llegó a dar por escrito. Después de haber compartido con ella los días de fiesta —domingos o tardes de verano— él la sedujo. Scatcherd le acusó abiertamente de haberla intoxicado con sus drogas, y Thomas Thorne, quien se ocupó del caso, creyó al final la acusación. Se supo en todo Barchester que Mary tuvo un hijo y que el seductor era Henry Thorne.

 

Roger Scatcherd, cuando le llegó la noticia, se emborrachó totalmente y juró que mataría a ambos. Con gran cólera, sin embargo, se dirigió armado primero al encuentro de él. No llevaba consigo más que sus puños y un gran palo cuando salió en busca de Henry Thorne.

En ese tiempo los dos hermanos se alojaban en una hacienda cerca del pueblo. No era el hogar deseable para un médico, pero el joven doctor no logró establecerse convenientemente desde la muerte de su padre y, como deseaba controlar a su hermano, se instaló allí. A esta hacienda llegó Roger Scatcherd una bochornosa noche de verano. La furia relucía en su mirada enrojecida, la rabia se convertía en locura a medida que daba pasos rápidos desde la ciudad. Su vehemente estado de ánimo estaba conmocionado.

Justo en la puerta del corral, de pie, plácidamente, con el cigarro en la boca, encontró a Henry Thorne. Había pensado buscarlo por toda la casa, reclamar a su víctima con grandes gritos y dirigirse a él a pesar de todos los impedimentos. En lugar de eso, ahí estaba el hombre, ante él.

—Y bien, Roger, ¿qué hay? —preguntó Henry Thorne.

Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Le respondió un golpe dado con un palo de un árbol. Sobrevino una pelea, que terminó con el cumplimiento de su palabra por parte de Scatcherd, como correspondía al ofensor. Nunca pudo determinarse con exactitud cómo el golpe dio en la sien: un médico afirmó que se había dado en una pelea con un palo pesado; otro pensaba que se había usado una piedra; un tercero sugirió que podría haber sido con un martillo de albañil. Sea como fuere, se probó que no había sido un martillo y el mismo Scatcherd insistió en declarar que en sus manos no hubo más arma que el palo. No obstante, Scatcherd estaba bebido y, aunque pretendiese decir la verdad, podía haberse equivocado. Sin embargo, estaba el hecho de que Thorne había muerto, de que Scatcherd había jurado matarle una hora antes y de que había cumplido su amenaza sin más dilación. Lo arrestaron y juzgaron por asesinato. Todas las desagradables circunstancias del caso salieron a relucir en el juicio: le encontraron culpable de asesinato y le condenaron a seis meses de prisión. Quizás a nuestros lectores les parezca demasiado severo el castigo.

Poco después del fallecimiento de Henry Thorne llegaron al lugar Thomas Thorne y el granjero. Al principio el hermano se puso furioso y deseoso de vengar el crimen de su hermano, pero, vistos los hechos, cuando se enteró de la provocación y de cuáles eran los sentimientos de Scatcherd al salir de la ciudad, decidido a castigar a quien había arruinado la vida de su hermana, se operó un cambio en su corazón. Fueron días de prueba para él. A él le correspondía hacer lo que pudiera por impedir las injurias que merecía la memoria de su hermano; también le correspondía salvar o intentar salvar del castigo indebido al desdichado que había derramado la sangre de su hermano; y también le correspondía, o al menos así lo creía, cuidar a la pobre mujer caída cuya desgracia no desmerecía a la de su hermano.

Y él no era la clase de persona que haría algo así a la ligera o con la tranquilidad con que en otra situación habría actuado. Pagaría por la defensa del prisionero; pagaría por la defensa de la memoria de su hermano, y pagaría por el bienestar de la pobre muchacha. Haría todo esto y no dejaría que nadie le ayudara. Se hallaba solo en el mundo e insistía en seguir así. El anciano señor Thorne de Ullathorne se volvió a ofrecer con los brazos abiertos, pero él había concebido la disparatada idea de que la severidad de su primo había conducido a su hermano a ese final trágico y, en consecuencia, no aceptó la bondad de Ullathorne. La señorita Thorne, la hija del anciano señor —una prima considerablemente mayor que él, con quien había tenido mucho trato—, le envió dinero y él lo devolvió en un sobre blanco. Ya tenía bastante para el desdichado propósito que tenía en mente. En cuanto a lo que pudiera suceder después, le era indiferente.

El asunto fue sonado en el distrito y lo siguieron muy de cerca muchos magistrados del condado y alguien en particular: John Newbold Gresham, que estaba vivo entonces. Al señor Gresham le conmovió la energía y el sentido de la justicia mostrados por el doctor Thorne en tal ocasión y, cuando acabó el juicio, lo invitó a Greshamsbury. La visita acabó con el establecimiento del doctor en el pueblo.

Debemos regresar un momento con Mary Scatcherd. Se libró del necesario enfrentamiento con la ira de su hermano, pues su hermano se hallaba bajo arresto por asesinato antes de que pudiera reclamarle algo. Su suerte inmediata, no obstante, era cruel. Por profunda que fuera la causa de su rabia contra el hombre que tan inhumanamente la había tratado, aun así era natural que pensara en él más con amor que con aversión. ¿En quién más podía buscar amor en semejante situación? Cuando, por consiguiente, se enteró de que lo habían matado, se le partió el corazón, volvió el rostro a la pared y deseó morir: morir una doble muerte, la suya y la del hijo sin padre que crecía rápido en su interior.

Pero, de hecho, la vida aún le ofrecía mucho, tanto a ella como a su hijo. A ella, el destino la enviaba a una tierra lejana para ser la digna esposa de un buen marido y la madre feliz de muchos hijos. Para el bebé, su destino era... No lo digamos con tanta rapidez: para describir su destino se ha escrito el presente volumen.

Incluso en esos días de amargura, Dios templó el viento que envolvía a la oveja abandonada. El doctor Thorne estuvo junto a su lecho poco después de que la noticia fatídica hubiera llegado a oídos de la joven, e hizo por ella más de lo que habría hecho su amante o su hermano. Cuando nació el bebé, Scatcherd aún estaba en prisión y aún le quedaban tres meses más de reclusión. Se habló mucho de la historia de la gran equivocación de la joven y del cruel trato que recibió. Los hombres decían que alguien que había sido tan herido no debería considerarse pecador.

Así pensaba, en cierto modo, un hombre. A la luz del crepúsculo, al anochecer, le sorprendió al doctor Thorne la visita de un modesto comerciante de productos de ferretería de Barchester, a quien no recordaba haberse dirigido ni una vez tan siquiera. Era el primer amor de la pobre Mary Scatcherd. Fue a hacer una propuesta, que era la siguiente: si Mary consentía en abandonar el país de inmediato, abandonarlo sin despedirse de su hermano, ni hablar del asunto, él vendería todo lo que tenía, se casaría y emigrarían los dos. Sólo había una condición: ella debía abandonar el bebé. El hombre podía encontrar generosidad en su corazón, podía ser generoso y leal a su amor, pero no poseía la suficiente generosidad para convertirse en el padre de la hija del seductor.

—Nunca lo podría soportar, señor, si procedemos así —decía—. Y ella... ella, con el tiempo, verá que es lo mejor.

Al alabar su generosidad, ¿quién podría censurar tal muestra de prudencia? Él aún podía convertirla en su esposa, por muy deshonrada que estuviera ante la mirada de la sociedad, pero ella tenía que ser la madre de sus propios hijos, no la madre de la hija de otro.