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CAPÍTULO 1. PRIMERA CITA

CAPÍTULO 1. BIENVENIDA AL INFIERNO

Llegó, al fin, el famoso sábado. El día en que conocería al chico que, desde luego, cambiaría mi vida por completo.

Estaba nerviosa, no, nerviosísima. Me cambié de ropa un millón de veces antes de decidirme. Y, cuando estaba vestida del todo, me vi reflejada en el espejo de la habitación de mi madre mientras hablaba con ella y fui directa a cambiarme otra vez. ¿Cómo había podido elegir este pantalón? ¡Me quedaba fatal!

Estaba cambiándome cuando, de repente, sonó el interfono. Imposible que fuera él, habíamos quedado 45 minutos más tarde. Escuché a mi madre al otro lado del pasillo: sí, ¡sube!

¡¿SUBE?!

—¡Mamá! ¿Qué significa sube? —grité desde mi habitación mientras intentaba andar y meter la pierna en el camal del pantalón a la vez.

—Hombre, Mía, pues que yo quiero verle la cara. ¿Y si es un violador? ¿O un secuestrador? Yo tengo que verle la cara para luego describirlo en comisaría.

—¡Pero mamá! ¿Cómo voy a presentártelo el primer día? ¡Por favor, qué vergüenza! —supliqué, intentando quitarle la idea de la cabeza, aunque sabía perfectamente que habría sido más fácil enseñarle a hacer el suricata a un perro que hacerla cambiar de opinión.

—Mía, salgo, le veo la cara y me vuelvo a meter dentro de casa, pero yo quiero verle la cara, y no se habla más del tema. Punto final —sentenció mi madre.

Aterrorizada anticipando la catástrofe abrí la puerta y, ahí estaba él, sonriendo tímido porque, por supuesto, había escuchado toda la conversación desde el otro lado de la puerta.

—Hola… —saludó.

—¡Hola, guapo! Soy la madre de Mía —se autopresentó mi madre.

—Vale, mamá, ya le has visto la cara, ahora métete para dentro y deja de molestar —le dije a mi madre con una mirada de por favor, por una vez en tu vida, HAZME CASO.

—Bueno, chicos, pasadlo bien. Mía, sé puntual. Aquí a las 11.30 h COMO MUY TARDE —se despidió.

—Sí, mamá. Adiós.

En cuanto mi madre cerró la puerta, me giré y le besé. Me salió instantáneo, no sé exactamente por qué, como un acto reflejo. Se suponía que era mi novio, ¿no? Pues teníamos que saludarnos así.

Él me devolvió el beso, aunque sorprendido, pero no me abrazó ni me pasó el brazo por la cintura. Igual era por respeto, porque le pareció que sería abusar.

—Bueno, ¿a dónde quieres ir? Tenemos una hora y media… —advertí.

—Pues… no me conozco la ciudad así que tú mandas —contestó todavía tímido.

—Vale. Conozco un sitio que te gustará. Vamos.

Le cogí la mano y me dirigí a la Avenida Gaudí, un paseo que había justo al lado de mi casa. Allí había bancos y podíamos estar tranquilos.

Esa hora y media me pasó volando. No hablamos mucho, pero estuvimos mirando cómo los perros se parecen a sus amos y fue muy divertido. Me contó que había venido con un amigo suyo que le había acompañado, que no tenía hora de vuelta a casa, que pasarían el día en la ciudad y luego volverían otra vez en tren.

Cuando nos despedimos eran las 11.30 h justas. Al entrar en casa mi madre me recibió con una sonrisa porque llegaba puntual.

—¿Cómo ha ido? —preguntó.

—Ay, mamá, pues ha ido muy bien —contesté embobada, aún recordando la que había sido mi primera cita, y fui directa a mi habitación.

Me gustaba estar sola, valoraba mucho tener mi propia habitación para poder estar tranquila. Era mi sitio en casa, mi rincón, mi pequeño refugio que podía decorar a mi manera, donde podía estar conmigo misma y reflexionar sin que nadie interfiriera. Aunque, tengo que decir que tan íntima no era, ya que mi armario era el más grande de la casa y allí guardaban el stock de detergente, la plancha, la caja de hilos y agujas para coser y las sábanas. Así que era mi guarida, pero a la vez servía de almacén, lo que significaba que la mayor parte del tiempo que pasaba en mi alcoba podía estar sola, pero en cualquier momento podía entrar alguien a buscar cualquier cosa del armario. Aun así, yo valoraba mucho tener mi propia habitación y no tener que compartirla con mi hermano, como le pasaba a una de mis mejores amigas, que tenía una hermana y no podía estar casi nunca sola, siempre que la llamaba por teléfono estaba ella a su lado. Así que apreciaba el hecho de poder ir a la habitación a encerrarme y, así, aislarme del mundo exterior que a veces me parecía injusto y cruel, y eso me hacía enfadar. Sí, siempre he sido muy justiciera. Me da toc el hecho de que un tema no quede cerrado de forma equitativa para ambas partes, me desequilibra y no soy capaz de tener paz mental sabiendo que hay una injusticia. Cuando eso pasa, manifiesto mi opinión y, como tengo carácter, la mayoría de veces me pierden las formas y lo digo mal, lo cual enfada a la otra persona y al final acabo discutiendo con media sociedad, encerrándome en mi habitación (y en mí misma) para desahogarme llorando.

CAPÍTULO 2. PRIMERA MENTIRA

CAPÍTULO 2. PRIMEROS CELOS

Los meses fueron pasando y, al fin, el curso escolar terminó. Aprobé sociales por pena, porque el profesor vio mi esfuerzo y mi voluntad a la hora de estudiar, pero se dio cuenta de que mi memoria no daba para más y que, evidentemente, era incapaz de aprenderme todos los ríos de Europa. Con las mates no tuve tanta suerte, suspendí y tuve que ir a la prueba extraordinaria, pero, finalmente, conseguí aprobar con un 5 raspado.

Como era de esperar, me pusieron deberes para las vacaciones de verano, pero me los repartí de tal forma que hice un esfuerzo al principio para luego estar libre el resto de días.

Con Ricardo nos habíamos ido viendo cada fin de semana: él venía el sábado por la mañana y estábamos juntos paseando por mi barrio hasta la hora de la comida, que me acompañaba a casa y se iba a coger el tren para volver a la suya. Entre semana le echaba mucho de menos, pero nos llamábamos por teléfono todos los días y hablábamos un rato.

El día de mi cumpleaños vinieron mis amigas a casa, estuvimos en mi habitación llamando por teléfono a números al azar para hablar con ellos. En una de esas llamadas, coincidimos con un chico, Nil, con el que hablamos casi toda la tarde. Congeniamos tanto que nos guardamos los números de teléfono respectivos para seguir hablando más días. Así que, cada día, después de hablar con Ricardo, nos llamábamos con Nil para charlar un rato y contarnos qué tal había ido nuestro día. Me reía mucho con él. Hasta que Ricardo tuvo miedo de perderme y empezaron a entrarle inseguridades. Fue entonces cuando me pidió que dejara de hablarme con él, y yo obedecí, pero solo unos días. Al cabo de una semana me di cuenta de que no quería perder a un amigo de verdad, Nil me aportaba mucho y no quería perderle, así que seguí hablando con él a escondidas de Ricardo.

Un día, la que se suponía que era mi mejor amiga del pueblo, Dúnia, le mandó un mensaje que ponía: dile a Mía que le mande recuerdos a Nil de mi parte, como habla tanto con él…

Fue un mensaje claro, directo y mandado con mala leche. Automáticamente Ricardo me llamó:

—Oye Mía, ¿es cierto que te hablas todavía con Nil?

—¿Cómo sabes tú eso? —pregunté asustada.

—He recibido un mensaje de Dúnia —contestó seco.

—No quería que te preocuparas… Solo me apetecía hablar con él, no quería perderle… —empecé a justificarme.

—¿PERDERLE? ¿ES QUE A CASO ESTÁS ENAMORADA DE ÉL? —gritó desde el otro lado del teléfono.

—¿Enamorada de él? ¡No! ¡Yo estoy enamorada de ti! —lloré.

Pero no obtuve respuesta. Me colgó. En seguida marqué el número para llamarle de vuelta, pero no me lo cogió. Me fui a llorar a mi habitación.

Por la tarde, lo volví a intentar, pero no obtuve respuesta. Lo seguí intentando a lo largo de las horas, a la vez que aumentaba mi angustia y la sensación de opresión en el pecho. Era como si me hubieran arrancado una parte de mí. Jamás volvería a hablar con él, le prometí algo y no lo cumplí, le había fallado y eso no me lo perdonaría nunca. En un gesto de desesperación volví a coger el teléfono para marcar su número, ya me los sabía de memoria, y, finalmente, escuché su voz:

—¿Qué quieres? —contestó.

—Hablar contigo… —dije temerosa.

—Dímelo rápido porque no tengo tiempo —dijo en un tono de voz totalmente neutro, sin ningún tipo de sentimiento. Eso me asustó y me bloqueó, no me salían las palabras ni el discurso lleno de argumentos que me había repetido mentalmente millones de veces aquella tarde.

—Pues… quiero pedirte perdón, sé que te he fallado y no quiero que esto suponga nuestra ruptura. Sé que no me lo merezco, pero me gustaría que me perdonaras. Por favor…

—No lo sé, Mía, me has hecho mucho daño. Te pedí que no volvieras a hablar con él y te ha dado igual. No puedo confiar en ti.

—Por favor… Me gustaría vernos y hablarlo en persona… — supliqué empezando a llorar de nuevo.

—No lo sé… Bueno, si quieres ven tú. Mis padres se van mañana por la tarde, ven a mi casa mañana por la noche y lo hablamos. —Al oír estas palabras se me iluminó un brillo de esperanza. Significaba eso que me iba a perdonar… O a eso me cogí como a un clavo ardiendo.

—Sí! ¡Claro que sí! No sé si mis padres me van a dejar, pero me las apañaré —contesté al momento.

—De acuerdo, hasta mañana —se despidió.

—Hasta mañana, te quiero… —esperé respuesta por su parte, pero lo único que escuché fue el ruido de su teléfono al colgar.

Bueno, se había despedido seco, pero por lo menos había accedido a vernos… Ahora me tocaba negociar con mis padres, otra vez.

Me dirigí dudosa hacia el comedor, donde se encontraba mi familia jugando a cartas y me senté junto a ellos:

 

—Mamá… —empecé.

—¡Sí…? —preguntó mirándome de reojo.

—Ricardo me ha invitado a su casa… mañana por la tarde —comenté.

—Muy bien, mientras no vuelvas tarde puedes ir. Tu padre te recogerá en la estación de tren a las 21 h —determinó ella.

—Es que… no puede quedar hasta las 19 h, y una hora es muy poco… ¿puedo dormir allí? Estarán sus padres y dormiríamos en habitaciones separadas —dije apresurada, con miedo a que me cortara, pero deseando que lo hiciera porque no tenía más argumentos.

—No —me cortó rápida.

—Pero ¿por qué? —pregunté indignada.

—Porque no, Mía, y no me hagas hablar —empezó a enfadarse.

—¡Pero mamá! ¿Tú sabes que hay más probabilidades de tener sexo pasando un día entero en su casa que yendo solamente a dormir? ¡Por la noche la gente duerme, mamá! ¡LA GENTE DUERME!

—Mía, no empieces. Te he dicho que no.

Me fui a mi habitación llorando por el camino. Era mi oportunidad de arreglar las cosas con Ricardo y no pensaba perderla, así que, me dejaran o no, yo me quedaría a dormir.

Mis padres me han dicho que sí. Ya te contaré. Te espero mañana a las 19 h en la estación de tren. Te quiero…

Al momento me llegó su respuesta:

Genial, allí estaré. Te quiero…

¡Bien! Leer eso fue una bocanada de aire, pude respirar al darme tregua la presión que hasta entonces se había instalado en mi pecho. Seguía queriéndome. Ahora tenía que preparar la maleta sin que se enteraran mis padres, porque había cosas imprescindibles: cepillo de dientes, compresas (porque, qué raro, tenía que venirme la regla) y recambio de ropa interior. Así que me dispuse a reunirlo todo y meterlo apretujado dentro del bolso que me llevaría. Cuando lo tuve todo, escondí el bolso dentro del armario hasta el día siguiente, no fuera que a mi madre le diera por hurgar en él y descubriera todo el pastel. Así que me fui a dormir sin cenar, no quise ni salir, pues estaba muy enfadada con el mundo.

Al día siguiente, me desperté con sentimientos encontrados: por un lado estaba enfadada con mi familia por no dejarme ir, pero por el otro estaba feliz de saber que dormiría con él. Me levanté muerta de hambre y me decidí a salir a ver el panorama. Estaban todos desayunando y me uní a ellos en la mesa de la forma más discreta que pude. En silencio y sin decir nada cogí una tostada y empecé a untármela con mantequilla. Mi madre me puso una mano en la pierna a modo de buenos días, pero yo no cedí y seguí con lo mío. Cuando terminé, cogí mis cosas y me fui a la playa sola, pues un baño de agua fría no me iría mal y quizás me servía para aplacar un poco el genio que me caracterizaba y que, en aquel momento, tenía bastante a flor de piel. Al volver, ya habían comido y estaban todos durmiendo la siesta. Mejor, no tenía ganas de entablar ningún tipo de conversación. Cada vez me sentía más incomprendida en aquella familia.

Al caer la tarde llegó mi hora. Cogí el bolso con todo el material secreto y fui directa a la puerta, pues mi autobús para ir hasta el pueblo de al lado para coger luego el tren estaba a punto de salir. Me dirigí a la plaza y tuve que correr porque ya estaba en la parada esperando a los últimos pasajeros. Compré el billete y me senté en el primer asiento de todos, me encantaba ver las vistas desde allí arriba, la carretera era de curvas y bastante estrecha y se podía ver perfectamente el mar en su azul más bonito.

Cuando bajé, comprobé que todo estuviera en su sitio y seguí andando hasta la estación de tren. Tenía que darme prisa, pues había un buen trozo andando, ya que tenía que cruzar todo el pueblo hasta llegar casi a las afueras y solo tenía quince minutos. Al llegar, estaba sudando y miré si tenía suelto para comprarme un agua, ya que no había cogido ninguna botella de casa al no caberme nada más en el bolso. Tenía dos minutos para comprar el billete y la botellita. No me dio tiempo ni a sentarme en uno de los bancos que había allí porque escuché las campanas del tren. Siempre que escuchaba ese ruido algo en mi interior se alteraba, sentía los nervios recorrerme desde los pies hasta situarse en mi estómago y no moverse de allí hasta que no bajaba. Me gustaban los trayectos, iba tranquila escuchando música y pensando en mis historias, pero ese era distinto. No sabía si Ricardo iba a perdonarme y me arriesgaba a quedarme tirada en aquella ciudad desconocida, pues el último tren salía a las 21 h y si discutíamos mucho rato no tendría tiempo de cogerlo para irme.

Mientras miraba por la ventana, situada en mi asiento, noté que algo pasaba: la regla. ¡Menos mal que llevaba compresas en el bolso! Me levanté y busqué con la vista el cartel de aseos. Sabía que había lavabos, pero no estaban en todos los vagones, solamente en algunos. Así que empecé la excursión en busca de un cubículo en el que poderme meter para ponerme una compresa y no mancharme los pantalones cortos, porque solo tenía esos para pasar hasta mañana. Fui andando de vagón en vagón hasta que vi el ansiado cartel. Abrí la puerta donde estaba colgado y me metí dentro. Ahí, haciendo equilibrios como pude, conseguí ponerme la compresa.

También era mala suerte que justo el día que iba a dormir con Ricardo me viniera la regla. Pero bueno, igualmente no habríamos hecho nada porque yo no estaba preparada para tener relaciones, ¡tenía 13 años! Así que me consolé con eso y volví a relajarme en mi asiento hasta que llegó el momento de bajar.

CAPÍTULO 3. ADIÓS VIRGINIDAD

CAPÍTULO 3. PRIMERA VIOLACIÓN

Al bajar, sentí como los nervios del estómago me apretaban tanto hasta el punto de hacerme daño. Me invadió un sudor frío en la nuca y empecé a marearme. Se me secó la boca y me vi incapaz de articular palabra. Mientras intentaba aparentar normalidad, quise encontrar con la mirada la moto azul de 49cc con la que tenía que venir a buscarme. Y lo vi. Ahí estaba, esperando mi llegada. Al acercarme, me dedicó una mirada fija e intensa, pero no me besó. Permanecimos en silencio durante todo el camino hasta casa y, al entrar por la puerta me dijo:

—Puedes dejar tus cosas en esta silla, si quieres.

En silencio, retiré la silla del comedor donde me había indicado e, intentando no llevarle la contraria ni en lo más mínimo, dejé mi bolso ahí y la botellita de agua que había comprado en la estación encima de la mesa.

—Ricardo, yo… —quise empezar.

Pero no me dio tiempo de terminar la frase porque me cortó con un beso y, cogiéndome por la cintura, me llevó hasta el pasillo. Me cogió de la mano y me dijo:

—Hoy dormiremos aquí —y se me abalanzó, cogiéndome con fuerza para tumbarme en la cama de matrimonio de sus padres mientras me besaba sin separarse de mí. Apenas podía respirar, pero lo pasé por alto. ¿Significaba eso que Ricardo me había perdonado? Por su actitud deduje que sí, así que hice lo mismo que él y le besé tumbada hacia arriba mientras intentaba no morir ahogada.

Estuvimos así mucho rato, seguramente menos de lo que a mí me pareció, y, cuando quise darme cuenta, sacó un condón y se lo puso.

—¿Qué haces…? —pregunté algo asustada. Nunca antes lo había hecho con nadie, tenía 13 años… Además, ¡tenía la regla!

—Venga… demuéstrame que me quieres… —me susurró al oído.

—No… Es que yo… no sé si estoy preparada… —dudé nerviosa.

—Venga… que después de la discusión viene la reconciliación… —insistió.

—No lo sé… Es que no sé si es el momento… Y tengo la regla… —seguí.

—Venga, Mía… Si tienes la regla no me importa, igualmente vas a sangrar. Yo te he perdonado, pero me tienes que demostrar que me quieres… Ahora te toca a ti. – sentenció.

—Sí, yo te quiero mucho… —empecé de nuevo.

—Pues demuéstramelo —me cortó él.

—Vale… pero poquito a poco, por favor… —accedí.

Notaba como si el corazón se me fuera a salir del pecho, mi respiración estaba agitada y eso jugó en mi contra, pues él creyó que jadeaba de excitación. Me dolió. Aunque le pedí que fuera poco a poco respetando, por lo menos, mi tiempo (y lo hizo), me dolió. No estaba excitada porque tenía miedo y, por lo tanto, no estaba lubricada. Al ser el primer día de mi ciclo tampoco no manchaba mucho y eso no ayudaba a que hubiera algo de lubricación. Sentía miedo por si me saldría mucha sangre, porque nunca lo había hecho con nadie y no sabía ni como se hacía, por si me juzgarían en el colegio… ¿A quién se lo podría contar que me comprendiera? Mis amigas todavía jugaban a las Barbies, y dudo que ninguna de ellas tuviera la menor idea de cómo va el tema del sexo hetero. Por lo tanto, pensé que no podía saberlo nadie. Estaba asustada, pero no podía decirle que no, al fin y al cabo yo le había fallado, tenía que compensárselo para que pudiera volver a confiar en mí. Intenté concentrarme y dominar mis temores para poderme relajar, ya que supuse que así no me dolería tanto. Y así fue: intenté aceptar el dolor en vez de negarlo a la vez que relajaba los músculos de forma consciente. De esa manera conseguí que, por lo menos, no me doliera tanto. Pero me dolió. Y me salió sangre, mucha.

Me levanté para ir al comedor a por mi móvil. Las 21 h, genial. Le mandé un mensaje a mi madre diciéndole que había perdido el último tren, que había ido corriendo a la estación pero que salió cinco minutos antes y no llegué a tiempo. Al momento me llamó:

—¿SE PUEDE SABER POR QUÉ NO ESTABAS EN LA ESTACIÓN 15 MINUTOS ANTES DE QUE SALIERA EL MALDITO TREN? —escuché apartándome el teléfono de la oreja.

—Lo siento… No he llegado a tiempo… —me disculpé con la esperanza de conseguir su comprensión.

—No has llegado a tiempo porque no has salido con antelación, ¡eres una irresponsable, Mía! —me riñó.

—Si hombre, mamá! Que he perdido un tren, no la vida entera. Que lo apruebo todo, siempre llego a casa temprano, nunca salgo sin decirte nada, intento no preocuparos… Y que me llames irresponsable por perder un tren no es justo —me enfadé.

—Bueno, Mía, ¿y cuando piensas volver? —aflojó.

—Pues… mañana por la mañana —dije cerrando los ojos esperando la reprimenda. – como he perdido el último tren…

—Uff… Mía, no quiero que te quedes a dormir, no me hace gracia —dijo apurada.

—Mamá, no pasa nada, volveré temprano por la mañana, aquí estaré bien.

—Está bien, pero antes de comer te quiero aquí —decidió finalmente.

—Allí estaré, como un clavo —sonreí.

Aquella noche no dormí pensando en lo ocurrido. Ya no era virgen, había hecho el amor por primera vez en mi vida, había perdido mi virginidad. Era la primera de mi clase, y hasta de mi curso. Definitivamente, no se lo contaría a nadie porque seguro que me juzgarían y no me apetecía, una vez más, ser la comidilla del colegio.

A la mañana siguiente, nos levantamos temprano, ya que yo no podía llegar muy tarde a casa. Me dolía mucho la vagina y toda la zona, y el movimiento que hacía al andar me escocía, sentía como me rozaba y era muy incómodo. ¿Tendría que ir al ginecólogo? Al pensarlo se me encogió el estómago e intenté desviar los pensamientos hacia algo más agradable. Cogí mi bolso y salimos de casa para ir andando hasta la estación de tren. Eran unos 20 minutos que se me hicieron una eternidad porque al andar me molestaba mucho.

Durante el camino, yo creía que nos daría tiempo a hablar sobre lo ocurrido el día anterior, quería saber si me había perdonado y si podría volver a confiar en mí. Pero no hablamos nada. No hubo charla. Él cogió su móvil y le hizo tres llamadas perdidas seguidas a Miguel, su mejor amigo. Me contó que eso era una señal, que una vez se prometieron que el día que perdieran la virginidad se harían tres llamadas perdidas para que el otro lo supiera al momento. Y así lo hizo. Al instante lo llamó su amigo y estuvieron hablando todo el camino hasta la estación. Al llegar, mi tren estaba a punto de salir. Él colgó el teléfono y solo me dio tiempo a comprar mi billete y subir hasta donde estaba mi andén. Allí nos despedimos con un beso y un hablamos luego. Subí al tren y entré en el vagón en busca del sitio perfecto para sentarme y poder pensar con calma. Acto seguido, llamé a mi madre para avisarla de que ya estaba en camino y que no tardaría en llegar. El viaje se me hizo corto, visualicé cada momento de la noche, ajena a cómo ese día influiría en mi vida.

Al bajar, tuve que correr. Una vez más se me solapaban los horarios y no llegaba a tiempo de coger el bus que me llevaría a mi pueblo. Podría haber llamado a mi padre para que me recogiera, pero siempre he sido más partidaria de hacerlo todo por mi cuenta y conseguir sola mis objetivos. Así que preferí correr y llegar asfixiada. Subí al autobús casi haciéndole una reverencia al conductor por haberme esperado. Me senté en mi asiento favorito, me enchufé la música y volví a pensar. Estaba contenta pero tampoco emocionada, me podía el miedo al qué dirán, miedo a ser juzgada y a que corriera la voz y, una vez más, formar parte de las habladurías de mis compañeros de clase.

 

También me daba miedo mi madre, la conocía bien y sabía perfectamente que me obligaría a ir al ginecólogo para que me revisaran y ver que todo estaba bien, cosa que no me hacía ni pizca de gracia porque tenía 13 años y para mí el ginecólogo era algo de señoras, no de niñas de mi edad. Pero, por otra parte, pensé que tendría que asumir las consecuencias, si hacía actos de mayores tendría que asumir responsabilidades de mayores, así que pensé que, si mi madre me obligaba a ir al médico, no opondría resistencia.

Al llegar a casa, no había nadie, y casi que me alegré. Seguramente estarían en la playa como todas las mañanas. Sí que es verdad que me habría gustado sentir el calor de los abrazos de mi madre, pero en aquel momento no me importó estar sola. Aproveché que nadie me escuchaba y llamé a mi amiga Elena para contarle lo ocurrido. No le di muchos detalles porque sabía que no lo iba a entender, pero le conté que había perdido mi virginidad. Ella no contestó demasiado emocionada, estoy segura de que pensaba que era demasiado pronto y que me estaba saltando etapas vitales. Pero, aun así, me apoyó y me preguntó. Estuvimos hablando largo y tendido y en aquel momento me arrepentí un poco de haberlo hecho, sentí como si ya no tuviera tanto en común con las niñas de mi edad, había pasado a otra etapa y eso me inquietaba un poco.

Me sentí rara todo el día, me costó recomponerme. Estaba contenta pero no sabía exactamente lo que me había pasado. Quería hacerlo, pero quizás no había sido el momento. Tenía la esperanza de que así Ricardo volvería a confiar en mí y que, por lo menos, hubiera servido de algo. Pero no las tenía todas conmigo porque Ricardo solamente estuvo cariñoso en el momento de hacerlo, pero luego no me habló demasiado y parecía que seguía molesto conmigo. Así que me sentí frustrada. ¿Y si no había servido de nada? Él me dijo que me tocaba demostrarle que le quería, pero yo creía que se lo demostraba todos los días… Me entró una sensación de desorientación y vacío que tardó un tiempo en desaparecer.

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