Experiencias y retos en supervisión clínica sistémica

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Por último, es importante pensar en las cualidades de la conversación, reflexionando sobre cómo esta permite la conexión de diferentes niveles de la experiencia, como lo propone Maturana desde el lenguajear que da cabida a una emergencia compleja de la biología, la emoción y la acción. Un reciente trabajo de grado sobre narrativa y neuropsicología (Machado, 2019) suscitaba ideas interesantes en cuanto a cómo el lenguaje es clave en la maduración de la zona frontal del cerebro y cómo los relatos sí tienen una conexión con lo biológico, como cuando se tiene un relato tenso y las manos están frías y sudan, o como cuando el relato es tranquilizador o estético y se empieza a sentir calor. El lenguaje y la conversación sí tienen conexión con los distintos niveles de la experiencia, lo que genera un movimiento integrado y complejo en la conversación.

Por otra parte, el comprender desde la complejidad viene ligado al concepto de emergencia. La complejidad está hecha de simplicidad que interactúa y reitera, y en esa reiteración crea un orden distinto con reglas básicas que hay que reiterar en el tiempo —tú y yo vamos a conversar mientras tú escuchas—, con lo cual se originan unas emergencias que no dependen solo de otros individuos, sino también de las relaciones. Entonces: ¿cómo estas reglas, que se pueden entender como básicas —vamos a generar distinciones, vamos a generar acuerdos y vamos a generar propósitos— y se reiteran a lo largo de un semestre en las relaciones con supervisores, estudiantes y sistemas consultantes, generan emergencias autoorganizadas del cambio, del conocimiento, de las prescripciones, de los protocolos y del mismo aprendizaje de los estudiantes? Resulta sugerente seguir profundizando en cuáles serían las cualidades de la conversación como dispositivo que permite crear conexiones.

No se puede cerrar esta introducción sin resaltar la claridad de trabajar con la incertidumbre. Si la vida escapa a la entropía, es precisamente porque se enfrenta con la incertidumbre y se mantiene alejada del equilibrio. La vida se mantiene alejada del equilibrio, gestionando pequeñas crisis todos los días. La invitación es a reflexionar en torno a cómo una conversación terapéutica permite gestionar la crisis, enfrentar la incertidumbre y reiterar en los procesos de lo humano, para generar un orden espontáneo en un nivel distinto de complejidad.

Referencia

Machado, B. (2019). Comprensión identitaria en la experiencia de autolesión desde dominios narrativos y neuropsicológicos (tesis de maestría). Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia.

PARTE I

Del estudiante al psicólogo: transformaciones identitarias en procesos de supervisión

JUAN CARLOS FONSECA FONSECA

En cuanto a mí, no os diré cómo me llamo, no por ahora al menos. — Una curiosa sonrisa, como si ocultara algo, pero a la vez de un cierto humor, le asomó a los ojos con un resplandor verde. —Ante todo me llevaría mucho tiempo; mi nombre crece continuamente; de modo que mi nombre es como una historia. Los nombres verdaderos os cuentan la historia de quienes los llevan.

TOLKIEN (1994, p. 454)

El proceso de supervisión de prácticas clínicas implica un acompañamiento del docente al estudiante, no solo basado en referentes disciplinares y profesionales, sino también personales, que se ligan a las historias de vida de los psicólogos en formación tras relacionarse con los diversos actores que en ellas participan (familia, amigos, etc.). En la vida académica, el tránsito a la etapa de las prácticas conlleva una transformación de la identidad del estudiante, basada en el nuevo papel que debe desempeñar, que se nutre, además, de diferentes versiones canónicas sobre el deber ser, las cuales pueden suscitar confrontaciones y cuestionamientos sobre las versiones de los practicantes que han organizado sus experiencias, así como su continuidad narrativa. Con base en lo anterior, la supervisión puede entenderse como un contexto reflexivo que facilite la articulación de las nuevas versiones de la identidad en las historias de los psicólogos en formación, en las que los procesos autorreferenciales conjuguen lo personal con lo profesional.

Desde el inicio de la formación en psicología, muchos estudiantes se proyectan hacia posibles futuros frente a su quehacer como profesionales en la disciplina. Para aquellos que se visualizan como clínicos, esta prospectiva organiza sus experiencias previas a la práctica, ya que dirige sus acciones de formación hacia el fortalecimiento de saberes y procesos coherentes con dicho ejercicio.

Sin embargo, aun cuando la entrada a las prácticas clínicas haya sido ampliamente esperada, implica un momento de ajuste y transformación de la vida y, como tal, conlleva también posibles dificultades enmarcadas en distintos órdenes, como la realización de tareas nuevas, el asumir un papel diferente, que atraviesa y es atravesado por la historia personal, y enfrentarse a los dilemas humanos de aquellos que acuden a consulta. Aquí se tiene en cuenta que en buena parte de las veces estas personas buscan iniciar procesos psicológicos como último recurso, luego de historias más o menos largas de intentos infructuosos por resolver las dificultades.

Por todo esto, es necesario un proceso de supervisión que cumpla con al menos dos funciones cruciales: por una parte, dar continuidad a un proceso formativo, a través del fortalecimiento conceptual/epistemológico de lo que se ha venido construyendo en los semestres anteriores, a lo cual se suma un fortalecimiento en el orden técnico, referente a la evaluación y la intervención psicológica; por otra parte, en el marco de una formación integral —promovida por las políticas institucionales—, así como en coherencia con la apuesta autorreferencial del paradigma sistémico-constructivista-construccionista-complejo, una formación de la persona del psicólogo que reconoce y busca potencializar los recursos personales, en la medida en que comprende que el trabajo clínico se nutre considerablemente de la propia historia del psicólogo.

En este escenario el practicante expresa sus avances en su ejercicio, así como las dificultades que co-construye con sus consultantes, junto con sus temores, sus angustias y bloqueos frente a la construcción de hipótesis y de estrategias de intervención. Incluso puede manifestar sus sentimientos de incompetencia frente al ejercicio clínico.

Si el proceso formativo se limitara a realizar un abordaje de las dificultades desde una mirada profesionalizante, basada en la idea de privilegiar el cumplimiento del deber por encima de los aspectos personales, el psicólogo en formación tendría que sobreadaptarse a sus funciones, lo que podría llevarlo a manifestar confusiones y cuestionamientos respecto a la idoneidad en su papel y en su proceso de formación. Algunas de estas formas de sobreadaptación se refieren a cumplir con las tareas de la práctica, lo que deja de lado otras actividades que representan entretenimiento, descanso o simplemente gratificación personal, como si la vida en ese momento de la historia del estudiante se centrara solo en el ejercicio de la práctica, generando sensaciones de agotamiento físico y emocional. En ocasiones, estas formas de agotamiento pueden manifestarse con mensajes corporales que pueden ser comprendidos como verdaderas somatizaciones.

Por esta razón, la supervisión se ha venido asumiendo —tanto en la Maestría en Psicología Clínica y de la Familia como en los proyectos de prácticas del pregrado enmarcados en lógicas sistémicas— con base en un modelo clínico que resulta isomórfico de los procesos de intervención. De este modo, como refieren Niño et al. (2015): “lo que suceda de un lado del espejo entre supervisor, terapeuta-consultor en formación y equipo ocurre de manera similar en el otro lado entre terapeuta-consultor y sistema consultante” (p. 23).

En este contexto, así como se espera que en los procesos de intervención haya transformaciones en las construcciones de las realidades en las negociaciones de sentidos entre terapeutas/psicólogos en formación y consultantes, se apunta también a que los escenarios de supervisión permitan transformaciones en las historias, identidades y prospectivas vitales de quienes están en procesos de formación, junto con las del supervisor clínico.

Partiendo de varios años de experiencia en supervisión, se podría plantear que en varias ocasiones el cambio en las historias de los consultantes comienza con la transformación de las versiones de los psicólogos en formación sobre los consultantes en relación con ellos mismos y sus propias historias. Es decir, el cambio del consultante puede iniciar con el del psicólogo.

La supervisión invita a procesos de crecimiento profesional y personal que implican el encuentro con las versiones proyectadas anteriormente sobre lo que sería el sí mismo al final de la carrera. Dicho encuentro está lleno de revisiones, cuestionamientos y confrontaciones con la disciplina psicológica, así como con la propia historia de vida. Por esto se plantea que la supervisión, como los contextos clínicos, debe tener una apuesta clara hacia las conversaciones generativas, en la que los supervisores asuman su responsabilidad en la co-construcción del último capítulo de la formación de los estudiantes en la carrera de psicología, que no se limita solo a los aspectos disciplinares o puramente técnicos, sino que repercute con profundidad en la dimensión personal del psicólogo en formación, incluyendo su prospectiva vital. Al asumir esta apuesta, la supervisión puede ser comprendida, según White (2002a), como una conversación de reescritura de la vida, en la que continuamente se re-construyen las identidades de los actores participantes.

 

Procesos co-evolutivos y formación en psicología

Con base en la metáfora del ciclo vital, las propuestas sistémicas han venido planteando transformaciones que obedecen a movimientos de los sistemas humanos, tanto internos como externos. En el transcurso de estas transformaciones se realizan ajustes que permiten un mejor desenvolvimiento de acuerdo con las exigencias biológicas, psicológicas, afectivas y sociales/relacionales. Esto ha llevado a usar la metáfora de las etapas o momentos dentro del ciclo vital como manera de organizar las comprensiones sobre las distintas formas de funcionamiento de los sistemas y sus integrantes, en relación con diferentes contextos a través del tiempo.

Al comprender los procesos de desarrollo, las perspectivas sistémicas proponen una aproximación que tiene en cuenta las versiones centradas en el desarrollo individual, y para ello plantean que la familia, como un todo, se mueve en un proceso co-evolutivo en el que los cambios individuales se conectan con las transformaciones más amplias del sistema (Minuchin, 1974; Hernández, 1997). Este proceso se entiende a su vez como epigenético, por lo que se asume que dichos procesos co-evolutivos se organizan en etapas —definidas, desde luego, por un observador—, y cada una de estas supone el cumplimiento de tareas que consolidarán las bases para las etapas posteriores. Sobre esta idea, tomando como préstamo esta metáfora del ciclo vital y sus etapas, se propone plantear comprensiones acerca del proceso formativo de los estudiantes de psicología, además de algunos retos que deben afrontar cuando dicho proceso los lleva a elegir culminar su formación profesional en el campo de la psicología clínica.

Usualmente, cuando el estudiante inicia la práctica profesional (noveno semestre), comienza a confrontarse con el nuevo papel y los nuevos modos de acción que este conlleva. Basados en las posturas ligadas al constructivismo, y especialmente al construccionismo social, diferentes autores (Anderson, 1999; Fishbane, 2001; Payne, 2000, Gergen, 1992) han venido planteando que la identidad no es estática, sino que cambia continuamente, y que, además, nuevas dimensiones del self emergen en la participación dentro de diferentes escenarios. Dichas dimensiones novedosas no pueden visibilizarse fuera de tales contextos interaccionales (p. ej.: la dimensión identitaria de ser abuelo solo puede hacerse visible cuando se empieza a desempeñar este papel). Hay un primer ajuste identitario con el ingreso a la universidad, ya que, aunque se sigue siendo estudiante, se cuenta también con un rango más amplio de libertades, que llevan a organizaciones distintas y más autónomas del tiempo, contando además con otras actividades propias de las construcciones sociales sobre la vida universitaria.

Posteriormente, siguiendo con la extrapolación de la lógica del ciclo vital al contexto educativo, podría plantearse que la llegada a las prácticas —correspondientes al último año de carrera— representa una nueva etapa en el proceso co-evolutivo de formación universitaria en psicología. Continuando con la analogía familiar1, así como otros miembros deben hacer ajustes frente al cumplimiento de las tareas evolutivas, docentes y practicantes también se transforman en sus relaciones, para favorecer el desempeño de estos últimos en el contexto de las prácticas. No es lo mismo relacionarse con el estudiante en el aula de clase que en la supervisión.

Desde esta articulación de las lógicas del desarrollo con el proceso formativo, es válido plantear que el último año de carrera corresponde a una etapa distinta de los semestres anteriores, dado que estos se enfocaban en procesos teórico-académicos, mientras que las prácticas apuntan al trabajo con diferentes realidades humanas, que buscan conexiones con la teoría. Así mismo, la invitación de las prácticas a posicionarse como psicólogos plantea una cercanía a las posibilidades del mundo laboral y, por ende, a un momento diferente de la historia de vida: la posibilidad de la desvinculación (Cancrini y De la Rosa, 1996).

De este modo, es pertinente comprender que, sumados a los retos de la práctica, por la edad en la que suele llevarse a cabo esta tarea, el practicante debe continuar con su proceso de búsqueda de autonomía, aspecto que necesariamente remite al proceso co-evolutivo con la familia de origen, que facilita la salida del hogar, la entrada al mundo laboral y la posibilidad de hacerse cargo de la propia vida de manera autónoma. La familia, por su parte, debe brindar el espacio para que el joven construya esta autonomía, transformando sus límites, reorganizando sus formas de relación, etc. El proceso de desvinculación no es individual, sino que involucra a todos los miembros del sistema.

Otras maneras de transformación identitaria vienen por vía de la re-construcción del pasado desde los procesos autorreferenciales promovidos por las resonancias (Elkaïm, 2000) de las historias de los consultantes con la propia vida del practicante. Al conectarse con los relatos de los consultantes, el practicante puede revisar, en su propia narración, situaciones y formas de relación similares o abiertamente distintas, que invitan a hacer cuestionamientos sobre la propia postura. Esto lleva, en ocasiones, a asumir perspectivas diferentes (emergentes) y nuevas significaciones de los acontecimientos, así como de las formas actuales de relación con otros significativos. Estas confrontaciones pueden ser aprovechadas como movilizadoras de procesos de crecimiento personal, que a su vez pueden redundar circularmente en formas generativas de conversación en los procesos de intervención. En ese orden de ideas, son frecuentes los relatos de los practicantes que aluden a cómo un consultante les recuerda a uno de sus padres y los motivos de consulta los remiten a situaciones similares con sus propias familias. Estas resonancias suscitan procesos de reflexión que cuestionan sus propias posturas y modos de relación con sus familiares, al posicionarlos ahora como observadores.

Por consiguiente, más que limitarse a la co-construcción de habilidades clínicas, conceptuales y epistemológicas, la supervisión se enfoca también en el proceso de re-construcción o actualización identitaria. El supervisor comprende que el practicante está “descubriendo” novedades en el sí mismo, ligadas a las emergencias implicadas en las relaciones con los sistemas consultantes, con sus compañeros, con su sistema familiar, con el supervisor y consigo mismo. Por esto es importante dirigir parte de las reflexiones en el contexto de la supervisión a las re-comprensiones que el practicante hace de sí mismo.

Para quienes se han desempeñado en escenarios de supervisión, no resulta extraño escuchar a algunos practicantes decir que están “desubicados” o sentirse “menos ellos mismos”, como si cuestionaran su autenticidad personal con la llegada a las prácticas. Al parecer, el desarrollo de actividades diferentes, ligadas al papel profesional, junto con un manejo distinto de las relaciones interpersonales desde el nuevo papel asumido, llevan a la emergencia de novedades identitarias, que son experimentadas por el estudiante como una especie de re-descubrimiento y que en algunos casos son vistas como extrañas o ajenas. Para algunos resulta sorpresivo verse asumiendo comportamientos que connotan como “serios”, o utilizando un lenguaje formal, como si se tratara de otras personas que llegaran a “reemplazarlos”. En otros casos, las versiones identitarias previas parecen hacerse rígidas, por lo que devienen excluyentes de las versiones emergentes en el ejercicio de la práctica, como el practicante que ha venido dedicándose a algún tipo de manifestación artística, y luego piensa que debe elegir entre la nueva identidad, el ser psicólogo y la que venía narrando: el ser artista.

En algunas ocasiones, las historias que se salen de lo hasta ahora canónico llevan a que las identidades se descentren y se alejen de lo establecido (McNamee, 1996). Por eso devienen en versiones empobrecidas del sí mismo que dificultan la articulación de capacidades y recursos personales. Estas narraciones organizan experiencias de incapacidad frente al manejo de los dilemas humanos abordados. Es casi como si no pudieran integrarse competencias disciplinares ni profesionales para el desarrollo de las tareas de la práctica.

Por lo tanto, el supervisor puede invitar a reflexionar al practicante acerca de la plasticidad —como capacidad de transformarse en contextos de relación— de la identidad, planteando que puede haber diferentes formas de autenticidad identitaria, de acuerdo con el momento vital en que se encuentra una persona. En efecto, los discursos dominantes sobre el yo —muchos de ellos de orden disciplinar— los asumen como constantes y duraderos a través del tiempo, por lo que se supone que un yo auténtico debe mostrarse casi sin modificaciones en distintos escenarios y en los diferentes momentos de la vida. Estas versiones privilegiadas atraviesan también la narrativa identitaria del practicante. No obstante, desde la re-comprensión narrativa sobre la identidad, se entiende que esta es dinámica y se encuentra en continua renegociación en diferentes contextos, por lo que no suele ser igual en todos los momentos de la historia de vida. De este modo, puede plantearse que la identidad no es un atributo del sujeto, sino un proceso continuo que fluye en las relaciones ecosistémicas.

A partir de esta re-comprensión, es válido afirmar que ser auténtico no constituye una expresión estable del relato identitario, sino que en la medida en que avanza y se desarrolla la historia de vida, emergen nuevas versiones que actualizan la identidad y, por ende, las formas de autenticidad.

Es por esto por lo que el trabajo en supervisión debe encaminarse a articular estas nuevas versiones identitarias de los practicantes con las versiones privilegiadas que venían narrándose con otros y consigo mismos. Este ejercicio de articulación puede desarrollarse mediante estrategias de re-membrar o re-integrar (en términos de White, 2002a, 2002b; Payne, 2000), que permitan la conversación entre las versiones dominantes y las emergentes, así como la inclusión de estas últimas en la trama que se co-construye en el contexto de supervisión, y que contribuye con la re-construcción de la identidad del practicante.