La consulta espiritual y física del pueblo kággaba

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Actualmente, el país está abriendo los caminos del postconflicto y, en esa medida, el proceso de elaboración del plan kággaba continúa tejiéndose. Sin embargo, tal vez el desafío más grande que afronta este esfuerzo es, por una parte, que la reparación se pueda dar en el marco de un entendimiento de la ontología kággaba. Por otra parte, se debe propender a que la reparación no se vea como un equilibrio que se reestablece por la violencia ejercida en las últimas décadas, sino que sea reconocida como una situación estructural, pues para los kággaba la reparación es una arista más dentro del cúmulo de afectaciones que han experimentado desde la época de la colonización y, por lo tanto, la definición de conflicto armado no es acorde a la realidad que han experimentado, ya que ellos prefieren usar el término “conflicto histórico”, no armado (en otro apartado se explicará este punto detenidamente).

En cuanto a la estructura del libro, el texto contiene cinco capítulos. El primero presenta al lector o lectora la descripción del problema de interés y contextualiza cuáles fueron las causas que condujeron a la elección de este. También se delimita el estado del arte tomando diversas fuentes, para posibilitar un acercamiento a la literatura especializada. Seguidamente, se examinan las categorías conceptuales en el análisis de la implementación del Plan de Salvaguarda Kággaba y el componente metodológico de la pesquisa. El segundo capítulo clarifica las condiciones sociales, económicas y políticas que sentaron las bases para la confrontación armada colombiana y la incidencia de la sociedad civil en el surgimiento de los movimientos sociales en la región. El tercer capítulo narra el conflicto armado dentro de la SNSM y expone las distintas crestas de violencias acaecidas en la montaña (bonanza marimbera, bonanza de la coca, cartografía de guerra y participación de los actores armados legales e ilegales en la Sierra). El cuarto capítulo es una caracterización sociocultural de los kággaba (ubicación geográfica, Ley de Origen y demás principios ancestrales), con el fin de clarificar el impacto diferencial de la guerra en la vida de este pueblo. El quinto capítulo ilustra la estructura y los alcances de la política pública en cuestión, y se registra a su vez el trabajo de campo durante la formulación, el diseño y la construcción del plan kággaba. Finalmente, se presentan las consideraciones para futuras investigaciones que pretendan realizar etnografía del Estado y políticas públicas aplicadas a poblaciones étnicas.

1. Se aclara que la idea del libro surgió a partir de la experiencia profesional de la autora en la formulación de planes de salvaguardas en el país y se consolidó en el marco de la maestría en políticas públicas para el desarrollo, cursada en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Argentina, además de la experiencia de la investigadora en calidad de docente catedrática en la Universidad del Magdalena. Entre sus temas de interés están el conflicto armado, los grupos étnicos, las políticas públicas y la violencia en género.

Capítulo 1
Génesis del estudio de caso: planteamiento y descripción del problema

La guerra, como se afirma en Prado (2018),

ha sido una desgracia para gran parte del pueblo colombiano. De acuerdo con Esther Sánchez (1999), el mayor peso de la guerra lo han vivido las poblaciones más vulnerables, quienes en situaciones de pobreza y miseria suelen residir en áreas rurales, alejados de las cabeceras municipales y asentados, por lo general, en zonas fronterizas [ubicadas en áreas geoestratégicas]. Sumado a esta situación de abandono estatal, las comunidades han visto cómo el conflicto armado y la expansión minero-energética se extienden cada vez más por sus territorios con ambición depredadora y bajo técnicas de despojo propias de una política de muerte (p. 108).

Esta situación de violencia es estructural, dada la configuración de Colombia y en general de los países otrora conocidos como del tercer mundo, o en vías de desarrollo, como enclaves en la producción de mercancías ilícitas y commodities (Curry-Machado, 2013).

Así mismo, es conocido que las principales violaciones de Derechos Humanos han sido realizadas por los grupos armados ilegales, como son las guerrillas de las FARC y el ELN, al igual que grupos paramilitares de extrema derecha. Además, existe evidencia sobre infracciones cometidas por la fuerza pública quienes, con ocasión de su participación en esta guerra, también han desplazado, masacrado, asesinado, señalado y reclutado a diferentes miembros de estas comunidades. Ante esta lamentable situación, la Corte Constitucional se pronunció a través de la sentencia T-025 de 2004, ordenando al Estado colombiano a tomar medidas cautelares para la atención y protección de la población civil víctima del conflicto, con el fin de brindar atención y reparación a la población afectada (Prado, 2018, p. 108).

La génesis de este modo de operar del Estado está relacionada con la formación de unidades entrenadas por mercenarios ingleses e israelitas, que apoyaron la lucha contra el narcotráfico que se dio en la presidencia de Virgilio Barco (1986-1990). Como lo relata Gabriel García Márquez en “Noticia de un secuestro”, una de las justificaciones de la crueldad de Pablo Escobar radicaba en la venganza por la brutalidad con la cual escuadrones de la fuerza pública torturaban y asesinaban a jóvenes de las comunas de Medellín para conocer los movimientos de dicho narcotraficante (García, 2011). En este orden de ideas, es claro que Colombia ha servido como modelo para la instauración de un orden donde el Estado pasa a ser un apéndice de corporaciones que están enfocadas en la producción de capital; de ahí la imposibilidad de que movimientos alternos y democráticos hayan prosperado en el país en las últimas décadas (Gómez, 2014).

En el 2005 el Estado colombiano, bajo el mandato de Álvaro Uribe, promovió una iniciativa en materia de justicia transicional que, entre otras cosas, sería la primera del siglo XXI de este tipo en el país:

Se trata de la Ley 975 de 2005, más conocida como la Ley de Justicia y Paz, la cual buscaba facilitar el proceso de desmovilización de grupos paramilitares en el país.

De acuerdo con Maestre (2007), uno de sus defensores más acérrimos fue Álvaro Uribe, quien pretendió mostrar el proceso de “negociación” con los grupos paramilitares como ejemplo de garantía de los derechos de las víctimas (Prado, 2018, p. 108).

A pesar de eso, el Gobierno de Uribe se caracterizó por negar rotundamente la existencia de un conflicto armado interno. Esta paradoja de implementar una política en materia transicional pero a la vez negar la existencia de un conflicto armado es un interrogante para futuras investigaciones, pues no es el objetivo de este libro profundizar en esa contradicción. Lo cierto del caso es que en el mandato de Uribe la política de la seguridad democrática tomó fuerza, lo que agudizó la crisis en materia de violación de derechos humanos y, como resultado, se incrementó el escándalo de los falsos positivos.

Esta negación e invisibilización de un fenómeno latente y aterrador como lo fue el conflicto colombiano es análoga con lo que Oszlak y O´Donnell (1995) explicitan frente al “surgimiento de una cuestión”, en el marco de los debates sobre identificación de problemas y maneras de resolverlos a través de la política pública. Estos investigadores consideran que una clase política, organizaciones, incluso un grupo de individuos, o un individuo estratégicamente situado, como el expresidente Uribe, pueden poner de manifiesto la problematicidad de una cuestión o la negación de esta dentro de la agenda de gobierno. En este sentido, la aceptación de lo que “sucede” se teje en un juego de fuerzas desiguales con actores ubicados en diversas posiciones, incluso ontológicas, como el caso que acá se narra. En todas las situaciones, es claro el ejercicio de poder, por lo cual los actores pueden definir qué es un falso o un verdadero problema, y reprimir o alentar a quienes intentan plantearlo o repelerlo. De este modo, se comprende que la definición de un problema desde la esfera de lo público no es el reconocimiento de una situación fenoménica, sino el resultado de un juego de poderes donde una hegemonía se enfrenta a disidencias.

Retomando la Ley de Justicia y Paz, esa legislación

recibió un mar de críticas. Entre ellas, se destaca, por ejemplo, que en su aplicación se permitieron condenas generosas (entre cinco a ochos años a los desmovilizados), mientras que los paramilitares no estaban obligados a la confesión total de sus crímenes, sino que prevalecía la figura de versión libre. Sin duda, ello sería un obstáculo para el esclarecimiento de los hechos y, por consiguiente, sería, en estas condiciones, una utopía alcanzar la verdad histórica (Prado, 2018, p. 109).

Este no es el escenario para evaluar esa política, pero hay indicios claros de que fue una estrategia que favoreció intereses de implicados en crímenes de lesa humanidad.

Siguiendo con lo afirmado en Prado (2018),

la Ley citada nunca definió concretamente cómo se repararía a las víctimas [a lo que cabría sumar: cómo se garantizarían la no repetición y el esclarecimiento de los hechos]. Entre otras cosas, porque el proceso de Justicia y Paz se caracterizó por la ambigüedad y la ambición en cuanto a lo que significa el término reparación. Término que fue asociado con frecuencia a una indemnización económica (p. 109).

Posterior a dicha ley, según el académico Pablo Jaramillo (2014), el Legislativo emitió el Decreto 1290 de 2008, una norma que canalizó la reparación en términos financieros, descuidando la revisión de los factores estructurales que generan la marginación social. Es claro que un efecto complejo de la monetización de la reparación fue la proliferación de organizaciones de víctimas que vieron una oportunidad instrumental, y en esta coyuntura los indígenas aparecieron como las víctimas ideales, dado su lugar tangencial dentro de la vorágine de reclamaciones económicas. Por ello, la reparación por vía administrativa se vio como una forma de pago a la deuda histórica, dándose con ello una definición desde arriba del problema histórico y de la manera de resolverlo. A partir de eso se instaló el vínculo entre indígenas y Estado, de tal suerte que los primeros interpretaron la reparación como un medio para que el segundo empezara a resarcir esa deuda. Por eso, “la reparación fue vista como una política social para requilibrar su condición asimétrica, de abandono, exclusión y marginación. Así las cosas, podrían acceder a salud, educación, vivienda, asistencia y atención a población indígena desplazada” (Prado, 2018, p. 109).

 

A pesar de lo anterior, la masiva vulneración de derechos a pueblos indígenas continuó a tal grado que el alto tribunal se vio en la tarea de pronunciar el Auto 004 de 2009, mediante el cual ordena al Estado formular 34 planes de salvaguardas a grupos étnicos en alta probabilidad de peligro. En esa lista aparecen los pueblos serranos: wiwas, arhuacos, kankuamos y kággaba.

Al revisar el contexto citado arriba, quedaba claro que el Estado, por medio de la rama judicial, respondía a las condiciones estructurales que atentaban contra las comunidades de la SNSM. Ahora bien, a pesar de ello, el brazo armado del Estado parecía desarticulado de las consideraciones que se emitían desde el poder judicial y que exhortaban al Ejecutivo a actuar.

En el 2011, el Gobierno de Juan Manuel Santos formuló la Ley de Víctimas 1448 de 2011, de la cual se deriva la Ley de Víctimas para Pueblos Indígenas. El instrumento generado en este proceso fue el Decreto 4633 de 2011. A causa de esto, y en el caso de las poblaciones indígenas, la falta de claridad sobre los procesos de reparación hizo que el espíritu de la norma no acogiera los problemas estructurales que han manifestado dichas comunidades, esto es, no más intromisión en sus territorios, recuperación de estos y autonomía en todas las esferas, como salud, educación y derecho propio. En consecuencia, la indeterminación de la reparación en estos términos generó un instrumento con poca capacidad de reparación y poca recepción local (Jaramillo, 2014). Si se analiza este proceso, se aprecia que la reparación se pensó, desde el Estado, como un instrumento casi simbólico de reconocimiento de las vejaciones, pero sin un rechazo de las condiciones estructurales que las permitieron.

A pesar de todos los instrumentos emitidos para salvaguarda de los pueblos de la SNSM,

solo hasta finales del 2017, el pueblo kággaba fue inscrito en el Registro Único de Víctimas como sujeto de reparación colectiva; es decir, siete años después de haberse emitido dicho Decreto-Ley de Víctimas antes mencionado..

[…]

Pese a esto, los indígenas kággaba se han reconocido como víctimas del conflicto armado previo a esta notificación, pues para ellos la reparación es una asignatura pendiente por parte del Estado. Un claro ejemplo es que, en el marco del proceso de elaboración del diagnóstico del Plan de Salvaguarda, la reparación se constituyó como un foco de discusión permanente dentro de sus espacios de concertación interna. De manera que los indígenas esperan que esto sea más que un trámite burocrático y, por ende, se generen las condiciones para que por fin empiece la reparación [integral y estructural] (Prado, 2018, p. 109).

La descrita es, entonces, una reparación basada en la ontología local y el manejo particular del territorio. Dicho esto, queda claro que el presente documento responde al proceso de elaboración y diseño del Plan de Salvaguarda Kággaba.

Estado del arte: lecciones aprendidas y desafíos para el caso colombiano

Se dice que el hombre es siempre un problema para sí mismo y que reniega de sí cuando pretende no serlo. Según esto, parece que debe ser posible describir una primera dimensión de todos los problemas humanos. Más concretamente: todos los problemas que se plantee el hombre respecto del hombre pueden referirse a esta pregunta: “Con mis actos y mis abstenciones, ¿No he contribuido a una desvalorización de la realidad humana?” (Fanon, 1963, p. 11).

El conflicto colombiano ha obligado a la reflexión desde distintos campos del conocimiento. Por esta razón, existe un estado del arte extenso sobre las múltiples aristas de ese flagelo. Por ejemplo, se encuentran los análisis relacionados con desplazamiento forzado y reparación a población no étnica y étnica. También hay investigaciones con base en los diferentes pronunciamientos de la Corte Constitucional (Sentencia T-025 de 2004, Auto 218 de 2004, Auto 004 de 2009, Auto 382 de 2010, Auto 174 de 2011, Auto 173 de 2012, Auto 009 de 2012, Auto 051 de 2013). En este documento se referencian los estudios más relevantes en los planos internacional, nacional y local y que brindan elementos para la comprensión de las políticas públicas dirigidas a indígenas en contextos de guerra.

Según lo anterior, conviene aclarar que el término “conflicto interno” hace alusión a aquellos provocados por tensiones y desigualdades políticas, económicas y sociales, generando revoluciones, guerras civiles, surgimiento de guerrillas y diferentes formas de concebir el gobierno de la ciudadanía. Por su parte, los “conflictos de carácter externo” son las guerras entre naciones, originados, entre otras causas, por las cuestiones de límites que provienen desde tiempos de la independencia y la época de la Colonia (De Arce y Temes, 1984).

En ese contexto, el estudio de Burbano y García (2016) es pertinente, pues las autoras elaboran un recuento de diferentes países con conflictos internos. Su trabajo describe las causas y los mecanismos que los Estados desarrollaron para la resolución y construcción de la paz y, en una primera parte del texto, narran las atrocidades durante las dictaduras chilena y argentina. Luego realizan una caracterización sobre el caso de Liberia y Sierra Leona: en el primer país estos enfrentamientos estaban liderados por disputas por el poder del Estado, mientras que en Sierra Leona la guerra se originó por la explotación y comercialización de diamantes. En ambos casos, un número considerable de mujeres, niños y niñas fueron víctimas de violencia sexual, secuestros, torturas, reclutamiento, entre otros excesos. Lo llamativo de la investigación es que Burbano y García documentan los procesos adelantados por la Comisión de Verdad y Reconciliación en cada país y dejan en claro que, en el marco de conflictos internacionales, los impactos internos suponen procesos de jurisdicciones transicionales. Igualmente, destacan el rol desempeñado por los sobrevivientes en los procesos de reparación y reconciliación, pues sin la dignificación de las víctimas dichos esfuerzos hubiesen sido espurios. Por último, describen las falencias y los desafíos de esos procesos, como la falta de equilibrio entre las partes de negociación, y la tendencia a la definición del problema desde un solo ángulo (Burbano y García, 2016).

En esta misma vía, Dominguez y Rosero (2017) documentan a grandes rasgos el conflicto en Ruanda. Las autoras explican los alcances de los Tribunales de Gacaca y las enseñanzas del caso ruandés para el contexto colombiano. Dicen que los Gacaca se basaron en una justicia de tipo restaurativo y no punitiva, ya que la finalidad no era identificar culpables, sino dar a conocer qué sucedió en Ruanda y, por supuesto, trabajar en el perdón. Al igual que en la investigación anterior, en esta se muestra el curso de la implementación de los Gacaca y las críticas que estos recibieron. En términos muy específicos, Gacaca fue el nombre que recibió el sistema comunitario de justicia basado en el derecho consuetudinario.

Siguiendo esa línea de estudios, sobresalen dos trabajos del conflicto guatemalteco y su afectación diferencial a la población indígena maya (Parra, 2008; Viaene, 2013). La pesquisa de Parra se interesa en documentar la masacre de 1982, en la aldea Plan Sánchez.

Allí fueron violadas y maltratadas mujeres del pueblo Maya-Achi. Asimismo, aparecieron más de doscientos miembros de la comunidad asesinados por funcionarios de la fuerza pública. Frente a esos hechos, la Corte Interamericana ha enfrentado diversos dilemas al momento de ordenar las reparaciones adecuadas. […] ¿Cuáles son las reparaciones adecuadas frente a este tipo de genocidios que han sufrido pueblos indígenas? ¿Cuáles son los elementos que deben incluir las reparaciones en pro de garantizar la diversidad cultural? (Prado, 2018, p. 101).

Finalmente, Parra (2008) ahonda en la discusión sobre la responsabilidad del Estado y las garantías de no repetición. Como se aprecia en el trabajo de este autor, se da una paradoja porque los procesos de reparación, en el marco de acuerdos estatales, suponen involucrar al Estado como una parte del proceso en calidad de victimario. Además de que el Estado ha participado en prácticas estructurales, se ve limitado, para el caso latinoamericano, a respaldar poderosos procesos de reparación.

En cuanto a la reflexión de Viaene (2013), su trabajo reconstruye los episodios de violencia en la comunidad maya q’eqchi’ en Guatemala. Esta comunidad, a diferencia del pueblo maya-achi citado arriba, “no exigió una reparación económica y tampoco el encarcelamiento para sus victimarios, puesto que el concepto de impunidad, como lo define el Derecho Internacional, no hace sentido a la cosmovisión y la ontología de ese pueblo” (Prado, 2018, p. 101). La investigadora concluye que es esencial integrar al debate de la justicia transicional el enfoque de la diversidad cultural y el estudio de la antropología jurídica (Viaene, 2013).

Una conclusión que se puede sacar de los estudios citados arriba es que, en el marco de procesos de paz y de reparación, la posibilidad de que se defina el problema desde abajo y no desde arriba es crucial. Así mismo, la sociedad debe ser comprensiva y reconocer la necesidad de marcos de transición que operen conociendo las lógicas locales. Es decir, la reparación y la búsqueda de la paz no se dan en sociedades carentes de particularidades históricas, sino que son esas particularidades las que deben definir la organización de las agendas.

Según lo anterior, los documentos relacionados a los procesos de reparación a la población maya en Guatemala son fundamentales para elucidar el caso kággaba, por cuanto plantean la relevancia de la perspectiva indígena en la resolución de los conflictos, así como la incorporación de las ontologías locales en los diálogos para la ejecución de políticas dirigidas a comunidades étnicas. Además, apuntalan a la necesidad de construir un diálogo intercultural entre los diversos actores, que incluya la conceptualización de esas poblaciones sobre las categorías de justicia, conflicto, salvaguarda, reparación y reconciliación.

En el plano nacional aparece el estudio de Catalina Díaz (2009), que da cuenta de las tareas pendientes en materia de decisiones políticas hacia las víctimas, al igual que de las obligaciones en inversión y gasto en aras de garantizar los derechos de estas. La investigación de Díaz describe los procesos de elaboración de diagnósticos donde participaron comunidades indígenas y afrocolombianas afectadas por la guerra. Ante todo, la autora se interesa por conocer cómo las poblaciones imaginan las medidas de reparación colectivas por implementarse. El caso mencionado se asemeja a lo que acá se propone examinar, que, en resumidas cuentas, es etnografiar el proceso de construcción del Plan de Salvaguarda Kággaba.

Si se hace un paréntesis y se recapitula lo dicho hasta acá, es evidente que, una vez el Estado colombiano reconoció a los kággaba como sujetos colectivos víctimas del conflicto interno, la tarea que se desprendió de allí fue una evaluación o diagnóstico que debería permitir la generación de una ruta crítica. A esta ruta se le conoce como plan salvaguarda y, a la fecha, es el paso que el Estado ha dado siguiendo la directriz de la rama judicial de garantizar la existencia de los pueblos étnicos del país.

Como se puede apreciar, ha existido en la academia un interés por comprender los obstáculos a los procesos de reparación. De esta suerte, el libro Reparar en Colombia: los dilemas en contextos de conflicto y exclusión, de Díaz, Sánchez y Uprimny (2009) es interesante por varias razones. La primera de ellas es la conclusión que supone el éxito de la reparación en una efectiva garantía de desarrollo de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es decir, no basta con reestablecer un equilibrio si las víctimas estaban en condiciones de pobreza extrema en el momento de sufrir las afectaciones. La segunda razón es que Colombia es el único país del mundo donde se ha venido implementado una política de atención, asistencia y reparación antepuesta a la culminación de la guerra, lo cual supone grandes retos. Por último, estos autores son enfáticos en señalar que la participación de las víctimas de comunidades afrodescendientes e indígenas es necesaria en las discusiones académicas, dado que su percepción nutre el estudio de las políticas que directamente los van a beneficiar (Díaz et al., 2009).

 

En este orden de ideas, los tres rasgos distintivos mencionados (generación de condiciones de democracia plena, implantación de un marco de reparación en medio del conflicto, y generación colectiva de herramientas de análisis) constituyen derroteros de un efectivo proceso de implementación de políticas públicas construidas desde abajo. Sin embargo, una evaluación preliminar señala las dificultades con relación a estos tres tópicos. Hoy día, las condiciones de saneamiento básico siguen siendo problemáticas, y el acceso y la calidad de la educación en todos sus niveles es crítica, a pesar de los esfuerzos hechos en las últimas décadas. Con relación a esto, la capacidad de garantizar derechos básicos se reduce, y se genera una avalancha de normativas progresistas que se dan dentro de un Estado con poco poder de movilización. Finalmente, la capacidad de organizar herramientas de análisis interculturales se ve minimizada por el centralismo del Estado y su negativa a permitir, por ejemplo, el libre desarrollo de las jurisdicciones especiales, en específico la jurisdicción especial indígena (Santamaría, 2008).

Continuando con esta línea, Carlos Lozano (2009) examina las diferentes intervenciones estatales realizadas en Bojayá, Chocó, posteriores a la masacre de 2002. Este es uno de los casos más importantes del país, no solo por la gravedad de los hechos, sino por el alto monto de recursos destinados en la reconstrucción del municipio. La investigación es crucial para la reflexión de este estudio debido a que allí se narran las representaciones de las víctimas afrodescendientes en el proceso de reparación y el resultado de reasentamiento de la población. Este análisis nos señala que el éxito en cualquier política pública de reparación supone la participación de la población local, sin que sea configurada como objeto de asistencialismo, sino como sujeto reflexivo.

En el plano regional, el Observatorio de Políticas Públicas y Derechos Étnicos (2008) difunde la propuesta presentada ante la Comisión de Reconciliación y Reparación por diversas voces indígenas en representación de sus pueblos locales. Lo sustancial del texto es que detalla las alternativas que líderes serranos y wayúu construyeron en materia de reparaciones colectivas ante el Gobierno nacional. Un elemento claro de esta mesa de construcción desde abajo es, precisamente, que invita a los actores estatales a ver el conflicto no como un suceso coyuntural, sino como una condición estructural. Efectivamente, las comunidades tienen fuertes argumentos para esta visión, dado que el Estado en muchos casos ha sido un actor generador de violencia.

Finalmente, sobresalen dos investigaciones de corte etnográfico que fueron de gran ayuda para la maduración de la presente investigación. Se trata de las disertaciones doctorales de Pablo Jaramillo y Silvana Pellegrino: ambos antropólogos brindan un aporte irremplazable para la reflexión que acá interesa. La segunda autora elabora una descripción del proceso de implementación del Auto 004 de 2009 con dos pueblos de la sierra (kankuamo y wiwa). Este trabajo se distingue por la forma magistral en que Pellegrino documentó el proceso del Plan Salvaguarda Wiwa, y ni hablar del acompañamiento que realizó en la concertación y socialización del Plan Salvaguarda Kankuamo. Es más, la investigadora demuestra que el Estado “cumple incumpliendo”, es decir, cumple en la medida en que hace efectivo el desembolso de recursos para un estudio de este tipo, pero incumple porque, en el momento de negociar con los líderes kankuamos, los representantes de las diferentes instituciones manifiestan déficit presupuestal para ejecutar las soluciones.

Dice Pellegrino que los funcionarios públicos no tienen mayor capacidad de decisión en el manejo de la negociación, y la solución más fácil es posponer un asunto para una próxima reunión, o sea que se vuelve natural dilatar la cuestión cuantas veces sea necesario para evitar materializar las propuestas. Paralelamente, la autora narra su paso por las oficinas de la Dirección de Etnias y Asuntos Indígenas en Bogotá y la dinámica de quienes tienen a su cargo la puesta en marcha de los planes de salvaguardas en el país. El trabajo de observación es tan microscópico que, finalmente, su texto puede considerarse una etnografía burocrática, ya que retrata en minucia los procedimientos internos, trámites y diversos papeleos de quienes ejecutan la política citada y su interacción con diversos líderes indígenas (Pellegrino, 2017).

A diferencia de Pellegrino, Pablo Jaramillo (2014) enfoca su trabajo de campo en diferentes lugares de La Guajira. Su etnografía rastrea, durante dos años, un colectivo femenino wayúu que trabaja por la defensa de los derechos humanos y derechos colectivos. En el libro, el autor indaga cómo la victimización ha desempeñado un rol importante en la identificación étnica. De tal modo, Jaramillo abre el debate entre etnicidad y la categoría de victimización, o sea, por qué esta última ha influido de forma preponderante en el curso de imaginar la indigenidad.

De esta suerte, los dos casos citados permiten inferir que los actores estatales, ante el poco margen de actuación dada la cooptación del Estado por parte de corporaciones, encauzan sus acciones en la generación de instrumentos, normativas y directrices que no se traducen en inversiones, brindar oportunidades y garantía de autonomía política. Así, el Estado es uno en el papel y otro en la práctica. Este hecho hace que ciertos colectivos, al reconocer estas limitaciones, traten de aprovechar al máximo los recursos existentes y terminen cediendo a la práctica de permitir que se les incumpla cumpliendo. El lado fenoménico de esta práctica son infinidad de talleres, reuniones y encuentros donde, por lo general, una élite local termina aprendiendo un lenguaje estatal.

Para terminar, en el plano local está el libro Shikwakala, el crujido de la madre tierra: desde el pensamiento del pueblo kággaba, un llamado a cuidar los hilos invisibles que en el territorio ancestral tejen la delicada trama de la vida (Mestre y Rawitscher, 2018). La obra es una contribución de suma importancia dado que fueron los mismos kággaba quienes decidieron aunar esfuerzos y tejer un documento que permitiera desmantelar las representaciones construidas por los académicos sobre la etnia. Esta publicación contiene la historia de la etnia kággaba tejida por ellos mismos, por supuesto, desde sus marcos ontológicos. Lo atractivo de este texto es que en él se retratan los procesos de resistencia de la población para proteger el territorio, al igual que los perjuicios causados por los “hermanos menores”: daños, destrucciones a espacios sagrados, e infracciones a la vida. A lo largo del libro se puede apreciar la molestia que tenían los mamos kággaba por las afrentas a su territorio, entre ellas la expropiación de tierras y, lo más grave aún, el saqueo de sitios sagrados de parte de guaqueros y arqueólogos. Frente a este punto, una investigación reciente señaló que los primeros estudios arqueológicos hechos en territorio kággaba destruyeron sitios y dieron lugar al robo de objetos ancestrales (Londoño, 2020).

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?