Escolaridad y política en interculturalidad

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Interculturalidad y escuela

El término “intercultural” ha cobrado mayor fuerza alrededor del mundo, en un nuevo marco de exigencias internacionales por el reconocimiento a la pluralidad, donde se plantea una nueva relación y negociación entre los grupos étnicos y el Estado, y donde lo que está en juego es el dilema entre igualdad y diversidad.

Esta interculturalidad relacionada con la etnicidad, y que tiene entre sus mecanismos la escolarización, se define a continuación a partir de la distinción de la interculturalidad señalada por Gonzalo Aguirre Beltrán y de su diferenciación de la educación bilingüe-bicultural.

Aguirre Beltrán introdujo el término “intercultural” para designar una situación regional, de la que forman parte las comunidades indígenas, que reproducen el colonialismo y son denominadas regiones de refugio. Es decir, las comunidades indígenas no estaban aisladas ni eran autosuficientes ni autocontenidas, sino que se encontraban en una situación de subordinación social y explotación económica de acuerdo con los intereses de una ciudad satélite que les brindaba servicios. Por esto a la ciudad le convenía mantener la cultura de las comunidades indígenas y sólo impulsaba el cambio coercitivo de elementos que podían dificultar el estado de subordinación.

La acción indigenista del Estado se encaminaba a encauzar el proceso de integración sociocultural al propiciar el desarrollo de todas las partes del sistema intercultural y lograr la aculturación “moderna”, la nueva cultura mestiza.

La integración de la comunidad a la sociedad, según lo postula la tesis aculturativa, pretende lograr el manejo conjunto de dos culturas que a la larga alcanzarán su conjugación y, explícitamente, hace uso de los instrumentos a que obliga el proceso democrático (Aguirre Beltrán, 1992: 13).

Como se observó anteriormente, la escuela fue un importante mecanismo para la integración. Para Aguirre Beltrán, dos de los presupuestos para el sistema de educación formal en una situación intercultural son:

1. El establecimiento de las escuelas debe involucrar la imposición de una innovación cultural3 que, como todas las innovaciones, puede ser pasiva o violentamente rechazada, en tanto el grupo afectado no disponga del tiempo necesario y la actitud favorable para realizar los ajustes que requiere su aceptación.

2. En la situación intercultural, la socialización es el proceso de integración de la comunidad indígena dentro de la sociedad nacional, y la escolarización el difícil proceso de renovación cultural.

Lo que ahora se llama interculturalidad difiere del planteamiento de Aguirre Beltrán desde el ámbito al que se circunscribe hasta, y sobre todo, la finalidad que se busca. Si bien también se parte de la concepción de una realidad en la que las comunidades indígenas se encuentran en un estado de subordinación, esta interculturalidad no se restringe a relaciones regionales sino que se amplía a las relaciones entre las etnias y el Estado nacional en el marco de la globalización de la economía y la cultura.

La educación escolarizada, como importante mecanismo para la aculturación en la política indigenista, ahora bajo esta concepción de interculturalidad puede contribuir al cambio de relaciones entre las etnias y el Estado en el marco de reconocimiento de un pluralismo incluyente, que implica un diálogo respetuoso y relaciones sociales más simétricas (Gigante, 1995a).

Bajo la nueva concepción intercultural, la escolarización no es el medio para imponer la innovación cultural, ni para la difusión de la “cultura nacional” que logre una homogeneización del país y acabe con el “problema del indio”, o un enfrentamiento entre culturas: la “propia” y la “ajena”.

Los poderes económicos, políticos y sociales y por ende culturales no pueden continuar operando con una estrategia de difusión —en el sentido estricto del término— porque el surgimiento de múltiples procesos de identidad entre los pueblos llamados “originarios”, y de los países que los alojan, están impulsando un proceso contrario —la diversificación— que requiere relaciones interculturales horizontales ante las cuales la idea de la difusión deberá sustituirse por la de intercambio y vinculación (Vera, 1997: 17).

Por esto la educación intercultural debe aplicarse a todos los niveles y modalidades y no sólo ser una educación “especial” para los pueblos indígenas, y de esta manera poder lograr un intercambio que impulse el cambio en la relación étnica y propicie así un pluralismo incluyente.

La ahora llamada educación intercultural no es una tesis acabada; actualmente constituye un reto que se va enriqueciendo con planteamientos exploratorios. Respecto de las diferencias culturales, la educación intercultural se basa en una concepción interactiva de la cultura que rompe con la dicotomía que se planteaba en la educación bicultural (Gigante, 1995a; Bertely, 1998a).

Enrique Hamel, María Bertely y Arturo Ruiz, en entrevistas realizadas por Educación 2000 (Hernández, 1995), señalan que el término “biculturalidad” es difuso, ya que hoy en día no se pueden distinguir claras fronteras entre culturas, y también es confuso, ya que es difícil que el individuo pueda participar realmente en dos culturas, entendidas éstas como entes separados. Además, la biculturalidad es practicada en una relación de cultura dominante contra cultura dominada.

Elba Gigante (1995a) apunta algunas limitaciones de la educación bicultural que parten de la concepción de cultura y van hasta el tratamiento pedagógico y la conceptualización de las categorías que sustentan el modelo. En la perspectiva bicultural, los contenidos de la cultura local son un agregado en el diseño curricular, en el que se relacionan de una manera excluyente, lo que propicia conflictos entre “lo propio” y “lo ajeno”. A la lengua y a la cultura se les asigna un papel emblemático que sustituye su potencial pedagógico, y se les relaciona con la etnia, otorgándoles cualidades exclusivas y esencialistas; existe un énfasis ideológico vinculado con el relativismo cultural y la teoría del colonialismo interno.

La educación intercultural busca la complementariedad entre los saberes y conocimientos locales, regionales, nacionales y universales, articulando lengua, cultura y etnicidad. De esta manera, la relación de culturas se encuentra en términos de intercambio y no de confrontación ni exclusión. Implica una reflexión mediante un diálogo cultural que haga posible la complementariedad.

En este enfoque de educación se enfatiza el papel de la interacción social y la comunicación en el proceso educativo. Ana Teresa Martínez (1996) propone que se debe superar el falso dilema del universalismo y el particularismo culturales y enfocarse en las relaciones entre los diferentes actores, la forma como éstas se desarrollan: de qué manera se rigen y cómo se entrelazan los juegos de poder. Así, se presenta la oportunidad de establecer un suelo de legitimidad común que permita el intercambio.

La educación intercultural implica además una pedagogía que cree los espacios para una construcción de conocimientos en lugar de la transferencia e interiorización de información, en la que los alumnos puedan experimentar más que memorizar, y así lograr o crear significados en función de sus necesidades de aprendizaje (Rockwell, 1997; Sepúlveda, 1996; Speiser, 1996).

Al referirse la educación intercultural a la construcción de significados más que a la transferencia de informaciones culturales, se sientan las bases para negociar y revalorar significados sin que esto produzca un contraste entre diferentes mundos de vida. “Desde esta perspectiva las tradiciones culturales respectivas no son un obstáculo para la comunicación intercultural, pues más bien la constituyen” (Sepúlveda, 1996: 99).

Existe un elemento que es importante tomar en cuenta al hablar de significados y construcción de conocimientos, me refiero al acervo de conocimientos y experiencias previas con que cuentan los alumnos. Los diferentes grupos indígenas en México a lo largo de la historia han tenido relaciones con diversos proyectos de la cultura dominante. María Bertely (1992) muestra, en el caso de los indígenas zapotecos de la Sierra Norte de Oaxaca, cómo en esta relación que se ha dado desde la época prehispánica hasta nuestros días, se pueden ubicar estrategias de defensa y adaptación que mantienen cierto grado de continuidad a lo largo de la historia.

Esta “habilidad intercultural sedimentada” se distingue por la creación y construcción de respuestas en la relación cultural según las situaciones presentes en cada momento histórico, entre las cuales señala: la dispersión geográfica, el engaño, la simulación, el ocultamiento, la pertenencia comunitaria, actitudes de desconfianza y oposición, el aprendizaje restringido de la lengua española y el predominio de medios de aprendizaje informales en detrimento de los formales y escolarizados; relaciones conflictivas entre lo viejo y lo nuevo y, más tarde, la escuela.

 

La escuela aparece como estrategia intercultural de defensa, ya que es considerada por los zapotecos como un medio para superar las desventajas en la interacción con la sociedad mayoritaria y evitar el sufrimiento. Las diferentes respuestas interculturales, al tener cierto grado de continuidad, se van acumulando y transmitiendo en la educación familiar e intervienen en las expectativas y el aprovechamiento escolar.

Bertely (1998a) señala cómo los hijos de familias zapotecas que migraron a la ciudad de México renuevan y difunden sus referentes étnicos en la ciudad e inventan una tradición que les permite desenvolverse en la sociedad mayoritaria. La escolarización, el uso del castellano escrito y la profesionalización intervienen en este proceso e influyen en el fortalecimiento de los vínculos económicos y políticos de estos jóvenes con su comunidad de origen.

Al entrar a la escuela, los maestros y alumnos llegan con concepciones y significados previos respecto de la relación intercultural, que influyen como punto de partida para la modificación y creación de significados y la construcción del conocimiento. Pero también la interacción escolar y el sentido que se le otorgue a ésta juegan un papel importante en este proceso.

Estas estrategias interculturales surgen por una situación de dominación que la ahora llamada educación intercultural pretende superar a través del diálogo cultural y una pedagogía que propicie la significación y la construcción; procesos encaminados a buscar un cambio de la relación étnica, a la aplicación de un pluralismo incluyente que propicie relaciones más simétricas. Por esto es necesario tomar en cuenta la dimensión política, como nos lo hace ver Jorge Gashé (1996), quien señala que la interculturalidad se construye a partir de lo políticamente significativo para los actores que se ubican detrás de las apariencias culturales. Es la articulación de las técnicas y los saberes locales con los conocimientos científicos producidos en las sociedades industriales, según un marco teórico rector establecido de acuerdo con los objetivos y necesidades de los indígenas en relación con la interacción étnica, lo que justifica los contenidos culturales e interculturales. Es decir, los contenidos culturales derivan de los objetivos políticos.

Esto implica un cambio direccional en el punto de partida de la educación, en el que se toman realmente en cuenta las necesidades, intereses y demandas —todos diversos— de los pueblos, y que lleve a una reivindicación de los indígenas como sujetos sociales que tomen parte en las decisiones sobre el tipo de educación que quieren para sus hijos.

Por lo que se ha visto hasta el momento, la interculturalidad se compone de tres dimensiones principales relacionadas entre sí. Éstas son:

Dimensión política: Los fines de la educación intercultural se encaminan a cambiar las relaciones de los indígenas con el Estado. Pretende fortalecer las comunidades étnicas en diálogo con la nación, buscar espacios de participación. En este sentido se debe partir de las necesidades y exigencias políticas de los indígenas en relación con un fortalecimiento comunal. En tal punto la interculturalidad se vincula con los conceptos de etnicidad y de política.

Dimensión cultural: Se busca una complementariedad de saberes y conocimientos de diferentes culturas en lugar de una sustitución. Esto es, contribuye a fortalecer las culturas locales, diferenciándolas y al mismo tiempo relacionándolas con otras externas, sin verlas como mundos aparte ni estáticos. Se quiere lograr un diálogo entre culturas.

Dimensión pedagógica: Al tener fines políticos se deben tomar en cuenta los intereses que en este sentido tienen los actores para construir la propuesta pedagógica. Esto, junto con la relación entre contenidos culturales, sienta una base para poder elaborar una pedagogía que tenga que ver con la construcción de significados más que con la transmisión de contenidos. Por lo que es necesario considerar tanto el acervo de experiencias en lo referente a la relación étnica, como los mundos de vida y las expectativas a futuro en cuanto a la posición de los indígenas dentro de la sociedad nacional. Es sobre todo en esta dimensión donde la interculturalidad tiene que ver con la socialización y la escolaridad.

Los elementos de esta nueva corriente de pensamiento en torno a la educación intercultural expuestos hasta el momento permitirán ubicar analíticamente el centro educativo Tatutsi Maxakwaxi dentro de esta nueva modalidad educativa. Para lograr este objetivo, en los siguientes capítulos se desarrollará la práctica concreta de un proceso educativo que es posible pensar como intercultural desde sus puntos de partida: originado y desarrollado principalmente por huicholes, creado a partir de sus intereses, necesidades y expectativas, y en el que se pretende reforzar la cultura huichola al tomar de otras culturas los elementos que le sirvan para fortalecerse.

El concepto de política de Hanna Arendt permitirá analizar el proceso educativo de la secundaria a la luz de los fines de la educación intercultural. Permitirá observar cómo se va forjando desde la práctica escolar, a partir de la pluralidad de los sujetos mismos, su práctica y palabra en relación con la trama de relaciones e intereses, el camino hacia un nivel más amplio de reivindicaciones étnicas.


Alumnas del centro educativo Tatutsi Maxakwaxi, secundaria que los propios huicholes crearon de acuerdo con sus intereses.

CAPÍTULO I
Los indígenas y la educación escolar. Recorrido histórico
Educación indígena en México

La conformación multiétnica de los países de América Latina los ha llevado a implementar políticas respecto de la relación indígenas-Estado, a partir de la consolidación de los Estados-nación hasta la fecha. En este caminar, la concepción de la relación étnica ha girado de un indigenismo que pretende fusionar las culturas para lograr el desarrollo y la modernidad, desde preceptos populistas, hasta un reclamo del reconocimiento de la pluralidad y respeto a las culturas, motivado por movimientos indios y legislaciones internacionales que obligan al Estado a sumarse al discurso de la indianidad (Gross, 1997; Favre, 1998; Bastos, 1996).

En México, a partir de la Revolución se considera al indio un problema para lograr la consolidación de la nación. La política indigenista se desplazó sobre el fondo de la reforma agraria y la educación escolarizada tomó un lugar privilegiado en su implementación.

A lo largo de la historia del México independiente la educación indígena ha sido guiada desde el Estado y basada en diferentes concepciones de la relación étnica. Éstas se pueden identificar en al menos tres corrientes de pensamiento: la incorporación cultural, la integración socioeconómica y posteriormente el reconocimiento de la pluralidad cultural, étnica y lingüística.

La escolarización ha sido un instrumento central para llevar a cabo, en la práctica, las diferentes políticas estatales, aunque su función, ámbito de acción y planes de desarrollo varían de acuerdo con las diferentes concepciones respecto de la relación indígenas-Estado. En general, la escolaridad ha constituido un mecanismo de control social que difunde la visión de la sociedad mayoritaria de acuerdo con los intereses del Estado. Según De la Peña (1995), en la ideología del indigenismo los indígenas carecían de estatus político y su única representación era en tanto ciudadanos individuales. La creación de este tipo de ciudadanía constituye el telón de fondo de las políticas de educación indígena. Fue en los años ochenta cuando líderes indígenas impulsaron con mayor fuerza un discurso de reivindicación política y de valorización cultural, esto es, de ciudadanía étnica.

Incorporación

A partir de la Revolución, los indígenas fueron reconocidos por sus diferencias culturales y no sólo socioeconómicas, como sucedía anteriormente, cuando además se pretendía negar su existencia. Alrededor del año 1830 se propuso en el Congreso el destierro de la palabra indio del uso público, como si ya no existieran, pero lo más que se logró fue que en ese tiempo se les hiciera referencia como los “llamados indios”.

En lo que se refiere al problema educativo la concepción de los educadores revolucionarios diferirá de los ideólogos inmediatamente anteriores —incluso de críticos de la dictadura de Andrés Molina Enríquez y Francisco Bulnes— en cuanto a que el indio se define en términos negativos (carente de riqueza, educación y derechos: un ser redimible) sino que se reconoce en él aportaciones positivas —reales y potenciales— al orden social traído por la Revolución Mexicana (De la Peña, 1987: 308).

En ese cambio, Manuel Gamio tiene un papel importante. En 1917 funda, dentro de la Secretaría de Agricultura y Fomento, la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos, que tiempo después sería la Dirección de Antropología. Desde esta dependencia se originó un programa de estudio antropológico multidisciplinario sobre los factores socioculturales de las diferentes regiones indígenas, con el fin de conocer sus especificidades culturales. Se buscaba seleccionar los valores “positivos” en función de su ciudadanía nacional —referidos a una dimensión estética—, que habrían de conservar; y los valores “negativos”, que habrían de ser eliminados, ya que obstruían la incorporación de estos pueblos a la sociedad nacional. El mismo Gamio propuso diseñar la legislación tomando en cuenta los intereses de todos: “el México mestizo y el indígena debían reconocerse y aceptarse como no excluyentes” (Bertely, 1998b: 2).

Gamio abrió el camino para reconocer los mismos derechos a los indígenas y al resto de la población, por lo que correspondía al Estado incorporar a aquéllos a la sociedad nacional. Así comenzó a perfilarse la política indigenista que “concebía la incorporación como un proceso para hacer un solo mundo de dos totalmente diferentes, lo que significaba la absorción de una cultura por otra, enterrando los valores del grupo incorporado” (Calvo y Donnadieu, 1992: 11).

Con base en la información obtenida mediante el estudio antropológico, se llevó a cabo un programa de alfabetización y castellanización para abatir el retraso cultural en el que se encontraban los pueblos indígenas. Esta política educativa proponía una educación integralista que tenía por objetivo la incorporación de los indígenas a la sociedad nacional, a su ritmo, de acuerdo con sus tendencias naturales al progreso, con el fin de “hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y [haciendo] convergente la cultura” (Gamio, 1916: 10).

Durante la presidencia de Álvaro Obregón se creó la Secretaría de Educación Pública, que dirigió José Vasconcelos (1920-1923). Vasconcelos aprobó e impulsó la formación de las misiones culturales, esto es, una campaña educativa con el propósito de castellanizar y proporcionar las herramientas necesarias para formar parte de la sociedad en general, entre las cuales se incluía la práctica de oficios y técnicas agrícolas. La institución encargada de tal propósito sería la Casa del Pueblo, que más tarde se llamaría Escuela Rural, donde la educación se dirigiría a toda la comunidad para promover un desarrollo integral.

En el año 1926 se fundó en la ciudad de México la Casa del Estudiante Indígena; su propósito era educar a jóvenes indígenas mediante la convivencia con los citadinos. La idea era que los jóvenes regresaran a sus comunidades y difundieran y multiplicaran los conocimientos, inquietudes y hábitos aprendidos en esta experiencia, posicionándose como intermediarios culturales entre la nación y sus lugares de origen. Pero la realidad fue otra, estos jóvenes ya no quisieron regresar a sus comunidades. Para Aguirre Beltrán (1973), si bien esta experiencia no dio los resultados esperados, sí obtuvo logros en la concepción de la capacidad intelectual de los indígenas. Según este autor, la supuesta falta de capacidad intelectual era una de las razones con las que se justificaba el fracaso de los intentos educativos anteriores; sin embargo, la experiencia de la Casa del Estudiante Indígena demostró que este argumento era infundado.

 

Moisés Sáenz, subsecretario de Educación durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, quien en un principio pugnaba por la incorporación de los indígenas, después de instalar la Estación Experimental de Incorporación Indígena en Carapan, Michoacán,4 cambió sus puntos de vista respecto de la educación. Después de esta experiencia concluyó que la escuela no es el vehículo suficiente para alcanzar las metas propuestas, se trata más bien de un problema de medios de comunicación.

La incorporación del indio es un problema de ingenieros, querámoslo o no; un problema de zapapico, pala y asfalto. Otro instrumento eficaz para cambiar al indio es la modificación de su régimen de trabajo, lo cual equivale a cambiar su economía (Sáenz en Aguirre Beltrán, 1970: XXIII).

Después de esta experiencia, Sáenz elimina el término “incorporación” y lo sustituye por el de “integración”. El plan de integración no pretendía suprimir la cultura indígena, sino más bien agregarle los elementos de la cultura nacional que contribuyeran al progreso de estas poblaciones. La escuela integrante debía castellanizar desde las propias actividades, tomando en cuenta la socialización de los adultos, manteniendo un equilibrio entre el individuo, el grupo y la nación (Sáenz, 1939).