Estudios de responsabilidad civil

Текст
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Se trata igualmente de un tópico de inocultable interés jurídico comoquiera que la responsabilidad de las sociedades comerciales es directa, y no con fundamento en el sistema de responsabilidad por el hecho de otro, según lo tiene dicho la Corte Suprema de Justicia, especialmente a partir de la interpretación armónica que sobre el punto consideraron tanto la Sala de Casación Civil como la extinguida Sala de Negocios Generales, en sendas sentencias del 30 de junio de 1962. A partir de este supuesto, se ha impuesto la teoría del órgano, según la cual la persona jurídica actúa por medio de sus agentes y no hay lugar a aplicar la concepción de culpa in vigilando o culpa in eligendo, propia de las personas naturales, por cuanto no se puede predicar que frente a sus agentes dichos entes morales tienen una obligación de vigilancia o elección, desde el momento en que se reconoce a la persona jurídica, desde luego, plena capacidad para actuar en el comercio jurídico mediante la actividad de otros que estructuran su voluntad.

Por lo demás, y como otro desarrollo de los anteriores asertos, se tiene que, según interpretación de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema, la responsabilidad de las sociedades comerciales queda comprometida cuando el hecho es cometido por los administradores, en ejercicio o con ocasión de sus funciones, fórmula amplia que ha sido aplicada y sostenida en el derecho colombiano en sentencias del 28 de octubre de 1975 y el 20 de mayo de 1993, entre otras. De igual manera, al adoptarse la teoría del órgano, la voluntad de la persona jurídica se exterioriza mediante la actuación de sus representantes, que deben moverse dentro del preciso marco de las potestades que se les haya conferido con el fin de cumplir el objeto social y la realización de los actos que permiten su desarrollo y existencia, por lo que, en el derecho colombiano, el artículo 200 del Código de Comercio establece, con la modificación introducida por el artículo 24 de la Ley 222 de 1995, que “los administradores responderán solidaria e ilimitadamente de los perjuicios que por dolo o culpa ocasionen a la sociedad, a los socios o terceros”. Por su parte, el artículo 23 de la Ley 222 indica que aquellos deben obrar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios, por lo que se puede concluir que, si se alude al prototipo de “buen hombre de negocios” y a la imputación de responsabilidad por culpa o dolo, necesaria e ineludiblemente se está en presencia de factores subjetivos, atributivos de responsabilidad, y no frente a aspectos objetivos, constitutivos de responsabilidad objetiva.

La doctora Hincapié Gómez desarrolla su análisis partiendo de determinar quiénes son los administradores en las diferentes formas corporativas, cuál es la gestión de los administradores, cuáles son las conductas omisivas del administrador, las actuaciones desleales en las que puede incurrir el administrador, para concretar después el rol de los administradores en el derecho societario colombiano, y así plantear la disyuntiva: responsabilidad latente que coarta actuaciones, o la gestión libre, innovadora, competitiva y talentosa del administrador, para concluir, según sus palabras, que desde la práctica se ha de entender que el interés social está soportado en los principales aspectos del derecho de sociedades, tales como el querer estar asociado, la diligencia puesta a disposición para la persecución del objetivo propuesto –que conlleva de suyo la inversión y el querer hacer–, la acertada elección de los administradores, la gestión de los mismos, la evaluación permanente de su gestión, y el cabal cumplimiento de las obligaciones de los socios para con la sociedad.

Por último, en el estudio 12, el doctor Mateo Posada Arango plantea el interrogante de quién responde por los daños causados con la construcción de edificios que se arruinan, y en resumen, sostiene con muy buen criterio que, en Colombia, la responsabilidad civil por daños y perjuicios causados con ocasión de la construcción de edificios puede ser contractual o extracontractual, como consecuencia de la desatención de acuerdos contractuales, el ejercicio de la actividad constructiva y, en los diez años siguientes a la entrega del edificio, por su ruina o amenaza de ella, total o parcial y analiza el papel de los distintos agentes que intervienen en la construcción de edificios, con el fin de determinar si les son atribuibles o no los daños y perjuicios causados por su ruina.

En materia de responsabilidad contractual, por supuesto, la medida y extensión, así como la naturaleza de la obligación asumida, le dan sentido y contenido a la obligación de indemnizar, por cuanto esta última tiene una función vicaria o sucedánea de aquella otra. En consecuencia, para precisar la naturaleza de la responsabilidad civil contractual de los empresarios y constructores, es necesario establecer a su vez cuál es la naturaleza de la obligación que contraen frente al comitente o dueño de la obra. Ante todo, es incuestionable que los constructores contraen una obligación de resultado teniendo en cuenta la naturaleza del contrato de obra, pues, en términos generales, existe contrato de obra cuando una persona pone a disposición de otra a título oneroso su actividad, de forma que le prometa la realización de una obra determinada o, en caso de que no se trate de una manifestación corpórea, la producción de un determinado resultado, como lo plantea J. W. Hedemann en su Tratado de derecho civil.

De esta descripción, surge de manera irrebatible la existencia de un resultado que las partes tuvieron en mente al celebrar el contrato, ya sea que ese resultado se materialice en una obra corpórea o que se contraiga a la actividad prometida exclusivamente, sin perjuicio de que ambos estén presentes, pues no son excluyentes.

En materia de responsabilidad civil extracontractual, de manera panorámica, puede decirse que todos los sistemas de responsabilidad civil, es decir, por el hecho propio, por el hecho de otro y por el hecho de las cosas, responden al postulado según el cual toda persona es responsable del daño antijurídico que ocasione a otro como consecuencia del incumplimiento de un deber jurídico a su cargo. La responsabilidad civil extracontractual derivada de la construcción encuentra su fundamento en la responsabilidad por causa de las cosas. En consecuencia, existe cuando el agente causante del daño incumple un deber jurídico relacionado con la custodia y vigilancia que se tiene sobre edificios, ya sea en el momento de la construcción, por razón de su ruina, por la demolición de estos o por un defecto de construcción.

En los anteriores términos dejo expuesto este prólogo con la seguridad de que estos estudios de responsabilidad civil constituyen un aporte muy valioso que, a no dudarlo, serán leídos con provecho por todos aquellos que se acerquen a estos temas con rigor científico.

Jorge Santos Ballesteros

Estudio 7 El principio de oponibilidad del negocio jurídico y su incidencia en el ámbito de la responsabilidad civil

Juan Carlos Gaviria Gómez*

https://doi.org/10.17230/9789587207026ch1

Introducción

En el ordenamiento colombiano se puede reconocer un principio de oponibilidad del contrato, que le impone a los terceros el respeto por el contrato ajeno, y que no se puede confundir con el postulado del efecto relativo de los negocios jurídicos. Dicho reconocimiento tiene como pilares la existencia de las formalidades de publicidad, el deber jurídico general de respetar intereses jurídicos ajenos, la pérdida de vigencia de distinciones tradicionales entre los derechos reales y los derechos personales, y la concesión a terceros de acciones excepcionales para cuestionar la eficacia de contratos en los que no fueron parte. La libre competencia se erige en un límite del principio. La infracción de dicho postulado puede ser fuente de responsabilidad extracontractual.

Ahora bien, el postulado de la relatividad o del efecto relativo de los negocios jurídicos, coherente con la autonomía privada, explica que por regla general los contratos no generan efectos jurídicos frente a terceros.

De allí que las disposiciones de los contratantes solo puedan, en principio, favorecer o afectar a las partes (o a sus causahabientes) o, en términos de la doctrina tradicional, generar derechos u obligaciones para ellas.

El reconocimiento de que el negocio jurídico no conlleva de manera directa una posición de ventaja (atribución) o de desventaja (imposición) para los terceros, no impide admitir que aquel puede proyectarse sobre la órbita de estos, incidiendo en su situación jurídica.

A este respecto, la Sala de Casación Civil ha explicado que

[...] el principio de la relatividad contractual [...] parece hacer una pausa para que los efectos del acuerdo de voluntades puedan extenderse un poco más allá de los lindes del acto, para tocar a quienes, a pesar de no estar explícitamente atados por la relación sustancial –en este caso la de mutuo– hállase en una posición especial que los compromete con las secuelas del negocio jurídico [...].1

En la misma línea, la Corte ha sostenido, en relación con la pertinencia de darle un alcance mayor al principio de relatividad, que:

En el pasado la Sala ha reconocido nuevas realidades que tozudamente buscan identidad, en especial, frente a los efectos relativos de los contratos, en tanto, dijo que tal principio es de los más “ampliamente explicados por los estudiosos del Derecho, pero también es el que más fácilmente es distorsionado”. Tratando de buscarle a esto una explicación, bien podría antojarse que todo empieza porque la frase sentenciosa con que suele identificarse el principio no termina por expresar de modo acabado el genuino sentido de tal fenomenología jurídica. A la verdad, decir a secas que el contrato no afecta a terceros, conlleva vaguedades. Sin necesidad de ir tan lejos dígase de entrada que todo contrato válido, como acaecer fáctico que es, impone el reconocimiento de su existencia por absolutamente todos; en este sentido, nadie podría desconocerlo, sin que quepa la idea, es cierto, de que sea un deudor propiamente dicho; asimismo podría sacarse provecho de esa existencia, sin que quien lo haga sea un acreedor literalmente hablando. No es estólido sostener desde ahí que el contrato es “oponible”. Y si contra esta abstracción, que de veras lo es, alguien se levantase y reclamara sin faltarle motivo para hacerlo, una explicación concreta sobre el particular, habría que recordar que no son pocos los casos en que los negocios jurídicos afectan o aprovechan a personas que no son sus celebrantes en sí […].2

 

La incidencia del negocio jurídico en la situación de los terceros –salvo casos de excepción, en los cuales aquel genera efectos jurídicos directos para estos–3 no tiene soporte en el principio del efecto relativo, sino en el reconocimiento de que le es oponible a los terceros.

La oponibilidad implica que el tercero no puede desconocer el contrato ajeno ni interferir en su desarrollo; pero, igualmente, que puede prevalerse del mismo.

De allí que estimo pertinente elucidar si en la concepción del ordenamiento jurídico colombiano se puede reconocer un principio de oponibilidad del contrato, que implique admitir que los terceros –absolutos y relativos– deben respetar los contratos ajenos, sin interferir en su ejecución; e inclusive, invocar su existencia.

El análisis que se propone parte de la base de la ausencia de un reconocimiento explícito de la legislación nacional sobre el postulado en mención, e implica la revisión de: 1) normas que regulan casos particulares relevantes; 2) doctrina nacional y extranjera en la materia; y 3) sentencias emitidas por la Corte Constitucional y por la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia.

1. Sobre el principio de oponibilidad

En la actualidad existe una tendencia en la doctrina extranjera a reconocer un principio de oponibilidad de los contratos que tiene sustento en el deber jurídico general de no causar daño a otro y en la no interferencia en las relaciones ajenas.

Dicha concepción parte de la base de admitir que todos los derechos subjetivos deben ser respetados, sin que se pueda pregonar una situación de ventaja o prerrogativa para los derechos reales, quedando superado el aserto de que mientras los derechos reales generan efectos jurídicos erga omnes, los derechos de crédito solo producen efectos jurídicos inter partes.

El contrato obliga no solo a sus otorgantes al cumplimiento de las reglas que lo regulan, sino que establece un marco de respeto de su existencia y de los efectos que produce, para todos aquellos que no hicieron parte de aquel, sobre la base de que hayan tenido conocimiento de este.

José Luis Lacruz Berdejo explica al respecto que:

El efecto vinculante se da entre las partes, pero los terceros no pueden pretender ignorar que ha tenido lugar: el contrato, con todas sus consecuencias, en principio es oponible a terceros. O sea: el efecto directo del contrato es la obligación que ha creado. Decir que el efecto del contrato es relativo, significa que el contrato no puede hacer nacer una obligación a cargo o en provecho de persona extraña a su conclusión; pero esto no suprime el deber de los terceros de respetar las relaciones que la convención ha establecido entre las partes: cuando éstas la oponen al tercero, no pretenden vincularle sin su voluntad extendiendo a él las deudas, sino hacerle respetar los efectos que dicho contrato ha producido entre ellos.4

En similar sentido, Miguel Federico de Lorenzo afirma que:

Cabe deducir, en consecuencia, que entre el principio de los efectos relativos (arts. 1195 y 1199 C.C.) y el alterum non laedere (art. 1109 C.C.) no existe un conflicto, sino dos planos de operatividad. Por el primero, se limita los efectos de las obligaciones contractuales a las partes y eventualmente a sus causahabientes; con el segundo, a diferencia, se extiende el deber de no dañar a los intereses que derivan del contrato. Esta distinción permite superar la confusión entre el problema de la eficacia contractual y el de la posibilidad de lesión de las posiciones contractuales por parte de terceros ajenos a ella. La “relatividad” contractual queda redimensionada: las obligaciones nacidas del contrato son relativas (art. 503 C.C.) en el sentido que sólo el deudor está obligado a su cumplimiento. Por el contrario, tanto la existencia del contrato como sus efectos son oponibles a todos. Con este entendimiento puede decirse que el crédito es también, como la relación real, como toda relación jurídica, un derecho absoluto: no con el alcance –se entiende– que todos los terceros están llamados a cumplirlo, sino en el sentido que todos los terceros tienen el deber de respetarlo no dañándolo injustamente.5

A su vez, Renato Scognamiglio se refiere a la implicación del negocio jurídico frente a terceros aduciendo que

[…] lo mejor es reafirmar que el negocio, unilateral o bilateral, sirve para la disciplina de los intereses privados, exclusivamente en lo que hace a sus autores, para quienes, del mismo modo, realiza sus efectos típicos. Otra cosa, y en esto consiste el problema, es que el contrato (negocio) constituya un acto valedero para todos, por la relevancia que adquiere en el mundo del derecho, y que por ello los llamados efectos contractuales se produzcan frente a todos. Esta oponibilidad a los terceros de los efectos jurídicos válidamente constituidos rebasa la eficacia del contrato en sentido estricto, en cuanto éste puede influir en la situación jurídica de otros sujetos, y se integra en el campo más amplio de las interfaces entre los derechos de los distintos sujetos a que da lugar la circulación de bienes donde debe examinarse los posibles conflictos entre aquellos.6 7

En la doctrina nacional, Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta exponen que la oponibilidad de los negocios jurídicos no se contrapone al principio de relatividad, pues este “[...] se limita a impedir que los agentes pretendan imponerles derecho u obligaciones concretos a los terceros”,8 mientras que con la inoponibilidad “se trata de evitar que estos, a su vez, invadan la órbita jurídica de las partes, negando la eficacia de actos que la propia ley reconoce”.9

Es claro que el principio de oponibilidad no se corresponde ni puede ser confundido o asimilado con el principio del efecto relativo del contrato. Se trata de conceptos disímiles, tanto en su acepción como en las repercusiones que generan frente a las partes y frente a los terceros.

Sobre la distinción que existe entre ambos principios contractuales –efecto relativo y oponibilidad–, Díez-Picazo y Gullón explican que

[...] una cosa es que el contrato no pueda crear derechos y obligaciones para terceros sin su consentimiento, y otra distinta que estos terceros tengan que contar con él y sus efectos, [...] con razón decía Ihering que todo negocio jurídico produce un efecto reflejo para los terceros porque, al igual que ocurre en el mundo físico, todo hecho jurídico no se puede aislar en el mundo jurídico, sino que se relaciona con su entramado.10

Delimitado el alcance del principio de oponibilidad, y diferenciado este con nitidez del principio de relatividad, resulta preciso fijar las condiciones para su reconocimiento en el ordenamiento jurídico colombiano.

2. El principio de oponibilidad de los contratos en el ordenamiento jurídico colombiano y los requisitos para su aplicación

Los principios que de manera explícita consagra la legislación civil colombiana con respecto a la etapa de ejecución de los contratos son el de normatividad, el de buena fe y el de diligencia y cuidado (artículos 1602 a 1604 del Código Civil).

La legislación de derecho privado en Colombia no consagra de manera expresa el principio de relatividad ni el principio de oponibilidad. La doctrina nacional reconoce de manera general el primero, pero no el segundo.

La falta de consagración expresa del principio de oponibilidad justifica el análisis acerca de si este puede o no ser admitido en la legislación colombiana como un postulado rector de los negocios jurídicos.

En la legislación nacional se regulan supuestos expresos que consagran la oponibilidad de ciertos negocios jurídicos, sobre la base de que las partes cumplan con una formalidad de publicidad, que se erige en el presupuesto para que los terceros deban respetar los efectos del acto jurídico ajeno, en el entendido de que se trata de actos que pueden incidir en la situación jurídica de aquellos.11

Son ejemplos de normas que consagran formalidades de publicidad: 1) el artículo 47 de la Ley 1579 de 2012 contentiva del Estatuto de Registro de Instrumentos Públicos, en cuanto dispone que “Por regla general, ningún título o instrumento sujeto a registro o inscripción surtirá efectos respecto de terceros, sino desde la fecha de su inscripción o registro”; 2) el artículo 1960 del Código Civil al prescribir que la cesión del crédito le debe ser notificada al deudor, so pena de no producir efectos frente a este y frente a terceros; 3) el artículo 888 del Código de Comercio al establecer que la cesión de contratos de ejecución periódica o sucesiva y de ejecución instantánea que consten en escritura pública podrá realizarse por escrito privado, pero que la misma no producirá efectos frente a terceros “mientras no sea inscrita en el correspondiente registro”; y 4) el artículo 196 del Código de Comercio al disponer que las limitaciones y restricciones de las facultades de la persona que represente a la sociedad que no consten en el contrato social inscrito en el registro mercantil no serán oponibles a terceros.

El problema por elucidar es si se puede admitir la existencia, en cabeza de los terceros, de un deber jurídico de respetar los contratos respecto de los cuales la legislación no consagró formalidades de publicidad; y como antes se dijo, si dichos terceros pueden inclusive prevalerse del acto jurídico ajeno.

Existen dos posibilidades interpretativas: 1) entender que la exigencia de la formalidad de publicidad atañe a un asunto de interés especial, que le impone al tercero el deber excepcional de respetar el contrato ajeno, sin que sea posible reconocer un verdadero principio de oponibilidad; o 2) asumir que por principio, cuando el contrato ajeno es conocido por el tercero, las partes le pueden aducir su contenido; perspectiva dentro de la cual la formalidad de publicidad genera una especie de presunción no desvirtuable, de conocimiento del contrato, pero sin que la oponibilidad se agote en este supuesto.

Personalmente, encuentro razones idóneas para acoger el segundo criterio. En efecto, el deber jurídico genérico, ligado necesariamente al propósito de una convivencia social pacífica, implica el respeto por los intereses legítimos ajenos, en tanto no afecten a su vez intereses jurídicos propios dignos de mayor tutela. Así, siendo indiscutible que el contrato genera una situación jurídica que vincula a las partes y que tiene especial relevancia jurídica, en principio el tercero no tiene el poder de desconocer dicha relación, ni de afectar o interferir su cabal desarrollo.

 

De otro lado, y en respaldo del criterio que se defiende, solo por excepción la legislación les atribuye a terceros mecanismos jurídicos para impugnar negocios jurídicos ajenos, en tanto estos resulten lesivos de sus intereses jurídicos. Ello evidencia que el ordenamiento jurídico reconoce que los contratos pueden incidir en la esfera de terceros, y que, solo por vía de excepción, estos pueden entrar a desconocer dichos actos. En este contexto se destacan la acción de simulación y la acción pauliana.

Si bien la doctrina discute la naturaleza jurídica de dichas acciones,12 lo cierto es que la atribución de estas a terceros afectados tiene como base el reconocimiento de que tales contratos (el que entraña fraude pauliano o el simulado) no pueden afectar la situación jurídica de los terceros, es decir, que dichos negocios no les pueden ser oponibles.

Como dichos mecanismos –que tienden a evitar que los efectos del negocio se proyecten negativamente sobre la esfera de terceros– son excepcionales, ello permite afirmar que, en situaciones normales, vale decir, de no mediar el fin fraudulento, el contrato sí sería oponible al tercero.

Es incuestionable, además, que el ordenamiento protege al tercero que de buena fe se ampara en un negocio jurídico ajeno; y ello es así por cuanto el contrato originario le es oponible. Por ello, en eventos de simulación o de resolución del contrato, e inclusive de nulidad, la voluntad real de las partes o las fallas que se presenten en la ejecución del contrato o los vicios que afecten el negocio le son inoponibles al tercero, que se confió legítimamente en la seriedad y eficacia negocial.13

De allí que el principio de oponibilidad de los contratos se cimente en: 1) el deber de respeto por la situación jurídica ajena surge con independencia de que la misma involucre derechos reales o derechos de crédito, dignos ambos de tutela jurídica; 2) la buena fe como parámetro de conducta social; 3) la existencia de las formalidades de publicidad en relación con negocios jurídicos que en el orden normal de las cosas pueden tener incidencia frente a terceros; y 4) el carácter excepcional de los mecanismos jurídicos que le atribuyen a los terceros la posibilidad de incidir en la órbita del contrato ajeno.

De lo expuesto, igualmente se puede concluir que las condiciones para que se imponga el deber jurídico de respeto del contrato ajeno, son dos: 1) el conocimiento del contrato ajeno por parte del tercero, y 2) que dicho contrato no lesione un interés legítimo del tercero que merezca especial protección.

En relación con el primer punto, se enfatiza que dicho conocimiento debe ser efectivo en los casos en los que la legislación no impone la formalidad de publicidad, y potencial en los eventos en los que la legislación consagra dicho formalismo. Mientras que, en el primer caso, es necesario que se demuestre que el tercero sí conocía efectivamente el contrato (o por excepción, que estaba en una posición jurídica que le exigía su conocimiento), en el segundo caso el tercero no puede alegar el desconocimiento de la formalidad de publicidad cumplida, ni la buena fe para negar los efectos de la oponibilidad.

En lo concerniente al segundo punto, es preciso insistir en que el contrato le será inoponible al tercero en los casos en que este afecte un interés jurídico suyo que sea merecedor de especial tutela, tal como sucede: 1) con el acreedor cuando el acto ajeno le lesiona el derecho de crédito por afectar el patrimonio del deudor como prenda general de garantía; 2) con el cónyuge en los eventos de lesión de los gananciales; o 3) con el representado, cuando el representante excede los poderes conferidos.

Pero igualmente, la imposición del deber de respeto del contrato ajeno encuentra un límite concreto en el postulado de la libre competencia, de tal forma que, si el negocio jurídico va en contravía de esta, dicho acto le es igualmente inoponible al tercero, salvo que el ordenamiento jurídico haya adoptado otro remedio jurídico frente a tal situación.

Sobre la libre competencia la Corte Constitucional ha afirmado que

[…] es una garantía constitucional de naturaleza relacional. Quiere esto decir que la satisfacción de esta depende del ejercicio de funciones de inspección, vigilancia y control de las actuaciones de los agentes que concurren al mercado, con el objeto de evitar que incurran en comportamientos abusivos que afecten la competencia o, una vez acaecidos estos comportamientos, imponer las sanciones que prevea la ley. Sobre el particular, la Corte ha insistido en que “se concibe a la libre competencia económica, como un derecho individual y a la vez colectivo” (artículo 88 de la Constitución), cuya finalidad es alcanzar un estado de competencia real, libre y no falseada, que permita la obtención del lucro individual para el empresario, a la vez que genera beneficios para el consumidor con bienes y servicios de mejor calidad, con mayores garantías y a un precio real y justo. Por lo tanto, el Estado bajo una concepción social del mercado, no actúa sólo como garante de los derechos económicos individuales, sino como corrector de las desigualdades sociales que se derivan del ejercicio irregular o arbitrario de tales libertades.

[...] Por ello, la protección a la libre competencia económica tiene también como objeto, la competencia en sí misma considerada, es decir, más allá de salvaguardar la relación o tensión entre competidores, debe impulsar o promover la existencia de una pluralidad de oferentes que hagan efectivo el derecho a la libre elección de los consumidores, y le permita al Estado evitar la conformación de monopolios, las prácticas restrictivas de la competencia o eventuales abusos de posiciones dominantes que produzcan distorsiones en el sistema económico competitivo. Así se garantiza tanto el interés de los competidores, el colectivo de los consumidores y el interés público del Estado.14

Este carácter relacional de la libre competencia económica también ha servido para que la jurisprudencia constitucional defina las libertades básicas de los participantes en el mercado, que operan como mecanismos para resolver la tensión generada por los intereses opuestos de dichos agentes. Así, a partir de la revisión de la doctrina sobre la materia, la Corte ha dispuesto que estas libertades refieran a:

a) la necesidad que los agentes del mercado puedan ejercer una actividad económica libre, con las excepciones y restricciones que por ley mantiene el Estado sobre determinadas actividades; b) la libertad de los agentes competidores para ofrecer, en el marco de la ley, las condiciones y ventajas comerciales que estimen oportunas, y c) la libertad de los consumidores o usuarios para contratar con cualquiera de los agentes oferentes, los bienes o servicios que requieren.15

La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia ha privilegiado el principio de libre competencia afirmando que:

La competencia, esto es, la oposición de fuerzas entre dos o más rivales entre sí que aspiran a obtener algo, tiene su significado propio en el campo de las relaciones mercantiles, pues aquello que se busca obtener no se consigue como fruto de un esfuerzo momentáneo, sino como resultado de un proceso en el que influyen factores de muy diversa índole, tales como el prestigio comercial, la calidad de los productos o servicios ofrecidos, los antecedentes personales y profesionales del empresario, las condiciones de precios y de plazos, la propaganda y el lugar de ubicación de los establecimientos de comercio.

Considerada objetivamente, la competencia debe significar una emulación entre comerciantes tendiente a la conquista del mercado con base en un principio según el cual logrará en mayor grado esa conquista el competidor que alcance la mejor combinación de los distintos elementos que puedan influir en la decisión de la clientela.

Así concebida la competencia, encaja perfectamente dentro del esquema de la libertad de empresa (art. 32 C.N., hoy art. 333) y, por tanto, la posibilidad de competir por la clientela se convierte en un verdadero derecho para el empresario, garantizado en las disposiciones constitucionales [...].16

Se sigue de lo expuesto que los negocios jurídicos que atenten contra el dinamismo del mercado, contra la libertad de los agentes que intervienen en este o contra la libertad de elección del consumidor son inoponibles a terceros, sin perjuicio de que, como antes se dijo, la legislación imponga otras consecuencias jurídicas (v. g. nulidad o ineficacia), que igualmente tienden a su protección evitando abusos de posición dominante, monopolios, prácticas restrictivas o desigualdades significativas.