Querido Milo

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–No digo que te olvides de tus amigos... Olvídate de las cosas que no salieron bien, que te hace mal recordarlas a cada momento.

–¡¿Me estás pidiendo que me olvide de las fatalidades que tuvimos que vivir?!

–Diecisiete años son muy pocos para tanto resentimiento. –Salió del canil y puso su mano con olor a perro sobre mi mejilla–. Emita, a veces las cosas no resultan como uno quisiera y es difícil, muy difícil, continuar el camino de la vida. Pero no tenemos alternativa, Dios sabe por qué hace las cosas.

–¡Si escucho de nuevo que Dios sabe por qué hace las cosas, te juro que voy a vomitar! ¡Esto no tiene nada que ver con Dios!

–No digas esas cosas, que Dios te va a castigar...

–¡No quiero escuchar más de Dios! ¿Cómo me va a castigar? ¡Dios no existe, entiéndelo de una buena vez, no existe! –la interrumpí y salí corriendo a encerrarme en el dormitorio para escribirte, porque en ese momento necesitaba poder llamarte y escuchar tu voz, incluso tus regaños por ser tan pesada con la Normi. Mi abuela quedó estupefacta, nunca le había hablado de esa manera.

Ya sé que me dirás: “ella te adora y además es vieja, ubícate”. Creo que tienes razón, así que cuando estaba comenzando a atardecer, me ubiqué.

–Perdóname, Normi –le dije al entrar a la cocina mientras mi abuela escribía en un cuaderno.

–Está bien, pero que no se repita... –Me quedó mirando con sus ojitos vidriados–. Ven –me dijo apuntando con una mano a la silla junto a ella–. Yo te quiero cuidar, te quiero acompañar, quiero estar contigo.

–Lo sé.

–Deja que el campo te apacigüe y que los perros te den su amor... Te hará bien... No sé si escribirles a todas las autoridades sea la solución, pero si lo quieres hacer, yo te respeto... –Me miró con ternura–. Pero por ahora, ¿me puedes ayudar con los rescatados?

¿Recuerdas que la Normi llegó con seis perros a instalarse en la parcela? Ocurrió cuando todos los viejitos que vivían cerca de la Plaza Egaña, en el pasaje con ínfulas de condominio, vendieron sus casas a una inmobiliaria que tenía un proyecto de edificios y locales comerciales. Hasta tu abuelita terminó entusiasmada contando billetes, y a ti y a tu mamá no les quedó más alternativa que mudarse a un departamento, cosa impensada en otros tiempos. Ahora, cuando paso por la esquina de Américo Vespucio con Irarrázaval, me da pena ver las grúas de la construcción de esa enorme mole que está ocupando los mismos espacios por donde antes andábamos en bicicleta. Y que destruirá la pieza de servicio, al fondo del patio de mi abuela, donde planeábamos cómo salir de más de un lío en los que nos habíamos metido. Los perros, acostumbrados a vivir en espacios reducidos, casi enloquecieron al tener a su disposición tanto terreno y una infinidad de árboles y recovecos para ocultarse de mi abuela. Mi pobre abuela en un principio se desesperaba cada vez que al pasar lista le faltaba uno de sus regalones.

Ahora ya tiene veintitrés perros, aunque mamá y mi tía Paula juran que son solo diez porque, cada vez que ellas vienen, la Normi esconde el resto de la manada en un sector que tiene cercado al fondo de la parcela y que parece ser parte del terreno del vecino. A pesar de la reducción del número de canes que simula tener mi abuela, mi mamá y mi tía siguen opinando que está un poco loca por su estilo de vida ermitaño y la causa animalista.

–¿Me vas a ayudar? –insistió.

–Obvio que sí –le dije, casi en el instante en que comenzamos a escuchar unos gemidos.

Al mirar por la ventana hacia el patio, nos dimos cuenta de que todos los perros corrían hacia el canil, rodeándolo con nerviosismo, mientras las ráfagas de viento que se habían levantado sacudían con fuerza las copas de los árboles. El tan apreciado silencio campestre se convirtió de pronto en un alboroto de aullidos, acompañados por el repicar de las campanas de viento que tú le regalaste y que la Normi colgó en los aleros de la casa.

–¡Apúrate, ponte el traje de agua, que se va a largar a llover! –Mi abuela sacó del baúl ubicado en la puerta de salida de la cocina las botas de agua y dos trajes de hule amarillo.

Estoy acostumbrada a disfrutar, sola o con mis amigos, de los cielos estrellados y las brisas cálidas del verano. Sin embargo, jamás había visto el cielo tan negro y las nubes tan bajas, tanto que parecía que flotábamos en medio de ellas mientras caminábamos rumbo al canil, iluminando el sendero con las linternas.

–¡Apúrate! –el grito de mi abuela fue acallado por el bramido del viento.

Los focos exteriores de la casa apenas alcanzaban a iluminar el canil en donde Mamita, inquieta y gimiendo, caminaba semiagachada de un lugar a otro, como buscando donde escarbar. El destello de un relámpago iluminó el cerro y al cabo de pocos segundos el estruendo ensordecedor de un trueno espantó a los perros que, sin importar su tamaño o lo feroces que parecieran, corrieron a refugiarse lejos de nosotras.

Primero fue una gota, luego otra y otra, y de la nada el cielo se nos quería caer encima. El terreno se tornó resbaladizo y más de una vez aterricé sobre las piedras y el barro. Te hubieras reído mucho de mi facha completamente mojada y salpicada de lodo.

–¡No puede parir! –advirtió la Normi, mientras, agachada junto a la perra, le tocaba el vientre, la cabeza y las patitas. Podía ver la desesperación en su cara–. Vamos, Ema, tenemos que llevarla a la casa.

Varias veces caímos al suelo fangoso antes de conseguir llevar a Mamita hasta la cocina. La ubicamos sobre una manta junto a la estufa de parafina, de esas que funcionan con electricidad y que tú nos aconsejaste reemplazar por una a leña, porque de seguro se cortaría la luz cuando más se la necesitara. Pues bien, Milo, debo decirte que tuviste razón.

–¡¿Qué hacemos?!

La perra nos miraba con semblante de pena, y yo comenzaba a desesperarme.

–¡No sé! Supongo que tendría que llamar a un veterinario. –Mi abuela caminaba de un lado a otro con el teléfono celular en la mano, marcando números que nadie contestaba.

–¡Pero, Normi! No se puede pretender tener un refugio de perros, sin saber qué hacer en estos casos –le reclamé.

–¡Te estás pareciendo cada día más a tu madre! ¿Acaso querías que dejáramos morir a la pobre Mamita en la calle? –me regañó mientras seguía llamando sin resultados.

De pronto, la perra pareció concentrarse y, como por milagro, poco a poco comenzó a emerger un perrito envuelto en una membrana gelatinosa.

–¡Nació uno, Normi, nació el primero! –grité con una felicidad que hacía mucho tiempo no sentía.

Al primer cachorrito decidimos llamarlo Apagón, porque apenas se asomó al mundo la luz eléctrica nos abandonó y tuvimos que continuar iluminando el parto con linternas. Fueron nueve los perritos que uno a uno llegaron a engrosar la lista de refugiados. Mi abuela, siempre tan diligente, tomó su cuaderno para ir anotando la fecha y hora del nacimiento, el sexo y el nombre de cada miembro de tan destacada camada.

–No se te ocurra contarle a tu tía Paula ni a tu mamá que ahora tengo treinta y dos perritos, porque si se enteran me internarán por loca –me dijo con la seriedad de una orden militar, aunque no era necesario que lo hiciera, pues me he dado cuenta de que los adultos comienzan a tratar a sus padres ya viejos como si fuesen niños que no saben lo que hacen.

–Tranquila, Normi, será un secreto de las dos –le respondí, mirando embobada cómo los cachorritos buscaban y se aferraban a las tetillas de su madre.

Milito de mi corazón, al final hoy resultó ser un buen día y no el desastre que esperaba. Sigo pensando en ti en cada segundo de mi vida.

Siempre juntos.

Ema S.

Martes 2 de septiembre, a la luz de una linterna

Querido Milo:

Son las tres de la madrugada, la electricidad aún no llega y me he despertado en medio de un sueño angustiante que trajo a mi mente sucesos que ya tenía por olvidados.

Al día siguiente de recibir la noticia de tu leucemia, con mamá nos levantamos temprano para visitarte en el hospital. El día estaba gris, lluvioso y tétrico. Caminamos por los interminables pasillos del Hospital Universitario, cuya pulcritud, puertas vidriadas, plantas artificiales y cuadros impresos en serie no lograban ocultar las caras apesadumbradas de pacientes o familiares que aguardaban en las salas, esperando que alguien se asomara para levantarles las esperanzas.

En la zona de espera de la UCI se encontraba sentada tu mamá, aferrada con fuerza a las cuentas de un rosario, que se enredaban entre sus dedos y que seguramente apenas podía ver a través de sus lentes salpicados de lágrimas.

Mamá me tomó de la mano y juntas avanzamos lentamente hasta llegar a su lado. Mi mamá se sentó cuidadosamente, abrió su cartera y sacó una estampita con la imagen del Padre Hurtado.

–Se la manda la Normi. –Puso la figura sobre la falda de tu mamá–. ¿Cómo sigue Milo? –le preguntó con esa complicidad que solo tienen entre ellas las mujeres que están a cargo de una familia. Tu mamá suspiró y se secó los ojos con una manga de su abrigo. La piel clara de su rostro se veía más pálida aún en contraste con las ojeras oscuras que se habían instalado bajo sus ojos, las que, junto con su pelo castaño enmarañado, delataban que había pasado la noche en espera.

Me dio mucha pena verla tan desvalida y sola. Después supe que tu papá andaba haciendo trámites en la Isapre y que Diego, sí, el pesado de tu hermano, hablaba con la enfermera jefe porque la señora Marité no era capaz de hacerlo.

–No sé, dicen que mal, que tengo que rezar mucho, porque para Dios nada es imposible... –Su voz se quebró, tragó saliva y se tomó la cabeza con ambas manos–. También aseguran que el ser tan joven le puede favorecer.

 

A mamá se le escapó una lágrima solidaria, quizás pensando en la fortuna de no ser ella la que se aferraba a un rosario.

–Yo sé que va a estar bien –se me escaparon las palabras–. Lo siento aquí –me golpeé el pecho–, en el corazón.

–Ema, viniste... Milo ha preguntado por ti. –Tu madre me miró por un instante. No te puedo negar que me alegró saber que, pese a todo y a lo delicado que estabas, te acordabas de mí.

–Me enteré ayer, señora Marité, y vine apenas pude –apreté los labios para disimular la voz entrecortada–. ¿Se puede entrar para ver a Milo?

–Sí... Yo salí porque no quería que me viera con esta cara... Pero, anda, estoy segura de que se pondrá muy contento.

Las dejé sentadas y atravesé la puerta de vidrio que conducía a las piezas. El pasillo me pareció interminable, porque había olvidado averiguar el número de tu habitación y tuve que ir mirando a través de cada una de las ventanas para ver si estabas dentro.

–¡Milo! –casi te grité al momento de abrir la puerta y verte en el catre clínico con la mirada perdida en el cielo de la pieza.

–Viniste... Qué rico verte, flacuchenta.

–Mira quién habla. ¿No encontraste un lugar mejor para disfrutar la flojera? ¿La playa, por ejemplo? –No supe de dónde saqué fuerzas para no ponerme a llorar al verte conectado al oxígeno y a las mangueritas del suero.

–Aquí es más barato, lo paga la Isapre. –Sonreíste.

–¡Tonto!

–Estúpida... jajajaja.

Caminé los pasos que me separaban de tu cama y te di un largo beso en la frente.

–¿Qué te pasó? –Me senté en la silla, al lado de tu cama.

–Nada, son exageraciones de mi mamá. La semana pasada parece que me desmayé un poco en Educación Física y armaron un tremendo alboroto. Me llevaron al doc y, claro, como estos lo único que quieren es captar clientes, me tienen aquí haciéndome exámenes.

–Ah... ¿Cómo te sientes? –En ese momento me di cuenta de que no tenías idea de nada.

–Estoy cansado, el colegio y el preu me tienen chato... –regañaste desde tu cama.

–Como no falta mucho para las vacaciones de invierno, tienes que aguantar un poco más.

–Sí sé, pero ni los médicos ni mi mamá entienden, y me mantienen aquí.

Te vi tan inocente e ignorante de la sombra que se había instalado sobre tu cabeza, que me resultaba imposible seguir disimulando. Reír era un esfuerzo sobrehumano y fingir que ignoraba tu estado me atormentaba, porque lo único que quería era abrazarte y decirte que la leucemia no te ganaría. Pero estaba paralizada.

–Oye, mono... Me tengo que ir, porque me arranqué de la profe de Matemática, y tú sabes cómo se pone esa vieja cuando no me encuentra en la casa...

–Lo sé, esqueleto. –Me tomaste una mano.

–Cuídate, mira que tienes que estar bien, porque hemos planeado un montón de programas para las vacaciones...

–Sí, las vacaciones... –Te veías cansado, como si hubieras corrido una maratón.

–Chao, Milo –te dije, y tú me regalaste una sonrisa.

Le di una última mirada a tu habitación: tu cuerpo posado en la cama estaba rodeado de aparatos y el monitor de signos vitales emitía un persistente bip-bip en sintonía con los latidos de tu corazón, al tiempo que mostraba varias cifras en color blanco que variaban constantemente.

Cerré la puerta, caminé unos pasos y ya no pude contener las lágrimas. Me dirigí hacia un mesón tras el cual tres enfermeras miraban concentradamente unas pantallas.

–¡Señorita! –Me sequé la cara con un pañuelo desechable.

–Sí, dime. –Una de las mujeres vestidas de impecable uniforme azul me miró a los ojos.

–A mi amigo Milo le gusta ver los árboles. ¿Usted cree que es posible abrir las persianas de su ventana?

–Claro que sí. –La mujer me sonrió y me dio una palmadita en la espalda.

–Es la pieza diez...

–Lo sé.

Arrastré los pies para regresar a la sala de espera y me senté en uno de los sillones junto a tu madre.

–¿Acaso él no sabe? –La miré fijamente.

–No le dijiste nada, ¿verdad? –Tu mamá parecía asustada.

–No, cómo se le ocurre, pero me di cuenta de que no tiene idea.

–No sé cómo decirle esto a mi niñito, no sé... –confesó tu mamá y se puso a llorar desconsoladamente.

Ignoro si te diste cuenta, o si también se borraron tus recuerdos como me pasó a mí, hasta ahora que aparecieron en un sueño; pero tu pobre mamá había dejado de ser la mujer alegre de siempre. Más aún, se le habían venido encima por lo menos diez años en apenas un par de semanas. Y me puse a pensar: “¿Qué se le pregunta a una madre en la sala de espera de la UCI? ¿Qué se le dice?”.

Afortunadamente hoy son solo recuerdos de las cosas que pasaron hace un año, algunas gratas y otras malas. Recuerdos que aparecen sin invitación por mi cabeza y, como creo que también puedes haber olvidado ciertas cosas, es que te los escribo.

Te quiero, calcetín con rombos. Siempre juntos.

Ema S.

P.S. Olvidé contarte que las nueve guaguas de Mamita son iguales a su madre, pero gordas y chillonas, y que me gusta verlas pelear por sus tetillas porque no alcanzan para todas. En eso se nota que no tiene idea de cómo ser mamá. La Normi les prepara un sustituto de leche materna mientras yo le voy ayudando a alimentar a cada cachorro.

Lunes 8 de septiembre

Querido Milo:

Después de la lluvia siempre sale el sol, me decías cada vez que yo tenía un problema o simplemente cuando notabas que estaba afectada por la que llamabas mi “depresión invernal”. Hoy salió el sol, pero uno tímido que se escondía tras las nubes y se reflejaba en las gotas de lluvia de los árboles como si fueran cristales. Sin embargo, el temporal nos dejó aisladas porque cayó un árbol que cortó el único camino que nos comunica con el pueblo.

Aquí no es fácil saber qué día es, porque todos parecen iguales y, si no fuera porque los voy marcando en un calendario, ni siquiera podría fechar las cartas. Internet rara vez funciona, el teléfono de red fija es un adorno porque la línea casi siempre está cortada y los celulares pocas veces tienen cobertura. Si no fuera porque mi abuela no se pierde la misa de los domingos, ni siquiera me enteraría de que pasan las semanas. Pese a todo, pareciera que el invierno se me hace más soportable lejos del bullicio y las aglomeraciones de Santiago, y me he sentido tranquila.

–¡Arriba, Ema! Tenemos trabajo. –Esta mañana mi abuela entró en el dormitorio como un bólido, recogió la ropa que estaba sobre la silla del escritorio, descorrió las cortinas y abrió las ventanas para asomar la cabeza y dar una gran inspiración de aire puro–. ¿Sientes el olor? –preguntó con los ojos cerrados y una sonrisa de comercial de desodorante ambiental–. Huele a campo, amo la fragancia del campo –comentó mientras se acercaba a mi cama–. Vamos soltando el cuadernito –me lo arrebató de las manos para guardarlo en el cajón del escritorio–, y ponte linda que hoy tenemos visitas.

–¿Visitas? ¿Quiénes vendrán?

–Sí, visitas... ah, y apúrate que el desayuno ya está servido...

Después de tomar leche de almendras acompañada de tostadas con miel, me dirigí al canil para ver cómo había amanecido Mamita y sus cachorritos. A uno que tiene el pelo algo ondulado y de color caramelo lo he apodado Milo, como tú, también porque me gusta como suena tu nombre en mis labios. Espero que no seas de ese tipo de personas a las que no les gusta que los animales tengan nombres humanos y que por eso termines enojándote conmigo.

A eso del mediodía, cuatro autos se estacionaron en fila frente al portón de la parcela y de ellos descendió el conjunto más estrafalario de personas que he visto en toda mi vida. A una mujer morena y muy delgada, con apariencia de chamán de película, la rodeó y olfateó nuestra manada de perros, mientras inspiraba profundamente y alzaba las manos al cielo para elevar una oración inentendible. Otra señora, rubia teñida y con un moño descuidado, tiraba de la mano a un niño chillón de unos cinco años, que me recordó mucho a Nico. También apareció un muchacho como de mi edad, de lentes y paso calmo, acompañado de una chiquilla que insistía en aferrarse a su brazo. Por último se bajó un señor que parecía algo mayor que la Normi, ataviado con poncho mapuche y una boina que no alcanzaba a cubrirle por completo el pelo blanco.

–Mi nieta Ema –me presentó la Normi a sus invitados. Tú sabes lo orgullosa que se siente de mí, aunque no estoy segura del motivo. Los saludé con una sonrisa, que ellos retribuyeron del mismo modo.

Lo primero que hicimos fue dirigirnos al canil para ver los perritos de Mamita. Mientras subíamos el cerro, la rubia con su mocoso iba reclamando lo lejos que habían fijado la reunión y el gran trabajo que le daban los perros de la calle.

–Se ven sanitos, abuela, los tiene que cuidar mucho... Acuérdese que tengo las vacunas, no sea cosa que se nos enfermen antes que podamos darlos en adopción. –La rubia se agachó y examinó a cada uno de los cachorros mientras el resto observábamos cómo los manipulaba.

–Ya lo sé, Andrea, quédate tranquila que con mi nieta los estamos cuidando bien.

Cuando terminó, la Normi cerró la puerta del canil y caminamos en fila hasta la casa.

Tengo que confesar que nunca supe en qué momento mi abuela había decidido asentarse arriba de este cerro. Lo único que tenía claro era que no quería regresar a “Santiasco”, como ella lo llama, y que si no fuera porque mi mamá la obligaba a hacerse los chequeos médicos en la clínica de siempre, ni siquiera pisaría las calles de la capital. Ahora comenzaba a entender que no estaba recluida ni menos abandonada, que tenía su mundo, sus amigos y hasta una misión que cumplir.

En la mesa de centro de la sala, la Normi había dispuesto bandejas con galletas de avena y jarras con jugos de frutas. Los invitados se ubicaron en los sillones sin dejar de hablar de “hogares temporales”, “jornadas de esterilizaciones” y otros temas por el estilo. El niño chillón le tiraba el chaleco a su madre, la que ya parecía haber comenzado a perder la paciencia.

–Oiga, abuela ¿y si lo dejamos viendo tele? –le suplicó a la Normi mientras intentaba con poco éxito controlar al chiquillo.

La dueña de casa me hizo una seña y llevé al niño al dormitorio de mi abuela, lo senté en la cama y le sintonicé un canal de dibujos animados.

–¡Te quedas quieto! –le ordené y el chiquillo me dio una mirada asustada.

Como no tenía otra tarea, regresé a la sala para escuchar de qué se trataba la reunión. Aunque no lo creas, pero te juro que es verdad, para sorpresa mía en ese momento estaban desplegado cuatro lienzos escritos con pintura de color rojo sangre en los que se leía: NO AL RODEO, EL RODEO NO ES UN DEPORTE, EL SUFRIMIENTO ANIMAL NO ES DIVERTIDO y LIBEREN A LOS NOVILLOS.

–Me quedaron finos –dijo con orgullo el chico joven.

–Sí, Cristián, están muy buenos. –La mujer con aspecto de adivina se paró de su sillón para mirarlos de más cerca.

–Creo que es mejor que la abuela no vaya. –La chiquilla que no se despegaba de Cristián habló con seriedad.

–¡¿Qué?! Yo fui la de la idea, así que por ningún motivo me dejan fuera.

–Entienda, abuela, a sus años no puede andar saltando cercas –insistió la muchacha.

–No me faltes el respeto, chiquilla, que, así como me ves, no tengo ningún problema en subir y bajar este cerro, ni menos de echarme al hombro los sacos de comida de los perros.

Se quedaron en silencio mirándose las caras. La Normi salió hacia la cocina con el ceño fruncido y yo la seguí.

–¿Qué onda, Normi? –La sostuve por un brazo mientras abría el grifo de agua.

–Nada, solo es una reunión de la agrupación animalista.

–¿Y esos carteles? –insistí.

–Son para un plan que tenemos.

–Pero cuéntame.

–Ahora no, después, cuando sea el momento... Mejor anda a ver al hijo de la Andrea que de seguro ya destruyó mi dormitorio.

Quedé asombrada. ¿Qué hacía mi abuela metida en esas cosas? Ella, la que no haría nada que fuera en contra de la ley de los hombres ni de la Iglesia. En ese momento intuí de dónde provenía mi alma luchadora y justiciera. Ahora ya sabes a quien reclamarle cuando me meta en líos puesto que, como dice el refrán, “lo que se hereda no se hurta”.

Te quiero montones. Siempre juntos.

Ema S.

En la parcela, 13 de septiembre

 

Querido Milo:

No he podido dejar de pensar en el par de meses y unos días más en que estuviste en el hospital mientras nosotros, me refiero al grupo, nos quebrábamos la cabeza tratando de comprender lo que ocurría. Es difícil de entender que un joven de nuestra edad se enferme al punto de arriesgar la vida, porque hasta ese momento la muerte no era parte de nuestra realidad. Menos aún los hospitales, con su olor a desinfectante, ni el ejército de médicos y enfermeras que pululan sonriendo, como haciendo una burla inconsciente de esos desgraciados que se aferran a sus vidas.

Habíamos escuchado que tu enfermedad era casi siempre letal, a menos que se siguiera un tratamiento radical, y que podía tener una cura mediante un trasplante de médula ósea proveniente de alguien compatible. Por suerte, Diego era un candidato.

Los chicos y yo te visitábamos a diario en ese cuarto de hospital, el que fuimos adornando con dibujos y fotos nuestras para darle un poco más de alegría a las paredes blancas. Pero tu cuerpo postrado en la cama nos evidenciaba por lo que estabas pasando: habías perdido peso, el pelo y, muchas veces, las ganas de seguir luchando. Las quimioterapias eran espantosas: envenenaban tu organismo sin distinguir entre células buenas y malas, y a todas luces te ibas consumiendo lentamente. No entendíamos por qué no se hacía nada, si existía un tratamiento que te regresaría a tu estado normal.

–No entiendo por qué a Milo le están haciendo quimio si existe la posibilidad de un trasplante. –Gera se sentó en mi cama después de regresar de una corta visita al hospital en que nos lanzaste un vaso de plástico para que te dejáramos tranquilo.

–Me preocupa lo mal que se pone, sus estados de ánimo; nunca sé si está contento o nos echará a patadas –dijo Cote con un suspiro.

–Ema, ¿ya hablaste con la señora Marité? –Gera me miró.

–No.

–¿Por qué? Quedamos en que averiguarías lo que está pasando. Nosotros no podemos hablar con los médicos, porque no somos parte de la familia –Gera me regañó.

–No me atrevo, me da pena, ¿acaso no la has visto?

Tu mamá parecía un fantasma: estaba muy delgada y la tristeza no abandonaba su rostro. Varias veces intenté hablar con ella, pero cada vez tenía la sensación de que el solo hecho de pronunciar el nombre de tu enfermedad la destruiría un poco más.

–Claro que la hemos visto, pero tenemos que averiguar. ¿Puedes hacerlo o lo hago yo? –Se notaba su molestia.

–Puedo, mañana sin falta. –Le lancé una mirada de reproche.

Esa noche le mandé un wasap a tu mamá preguntándole si podía pasar por su departamento para que conversáramos. Quedamos en reunirnos a las nueve.

Mi departamento no estaba lejos del tuyo, apenas cinco cuadras, así que las recorrí lentamente ensayando las palabras correctas que debía utilizar. Me detuve frente al conjunto de edificios rojos de cuatro pisos y toqué el citófono, sin dejar de mordisquearme las uñas.

–¡Aló! –reconocí la voz de tu madre.

–Soy Ema.

–Pasa –dijo. Zumbó un pip eléctrico y la puerta se abrió al instante. Caminé por los senderos entre los jardines para llegar al último edificio y tocar el timbre del departamento del primer piso.

–¿Cómo está? –saludé a tu madre con un beso en la mejilla.

–Aquí, como me ves. –Con un ademán, me invitó a pasar a la sala.

–¿Y Milo? –Entrar a tu casa era incómodo, ver a tu mamá me perturbaba y siempre sentía que las palabras sobraban.

–En un rato más parto al hospital... ha tenido malestares por la quimio... –Se sentó en el sofá.

–Señora, hace días que he estado pensando en algo que no entiendo y que quizás usted me lo podría explicar.

–Siéntate –me indicó uno de los sillones–, pregunta lo que quieras.

Miré las murallas del departamento que se habían transformado en una suerte de oda a tu persona: fotos tuyas cubrían las paredes y, entre los dos sitiales, una mesita sostenía un crucifijo y tres velas encendidas.

–Me parece que usted dijo que el tipo de leucemia que tiene Milo se cura con un trasplante de médula...

–Sí –me interrumpió–, y por eso todos en la familia nos hicimos los exámenes para determinar si tenemos compatibilidad con Milo. Gracias a Dios, Diego la tiene.

–Ahh, entonces ¿significa que lo trasplantarán?

–No es tan simple.

–Eso es lo que no entiendo.

Tu mamá se acomodó en el sofá y se quitó los lentes para limpiarlos con el borde de su falda.

–La intervención cuesta alrededor de doscientos millones de pesos, que debemos pagar anticipadamente, o, al menos, garantizar que tendremos el dinero, para que le hagan el trasplante. –Se puso los lentes nuevamente.

–¿Y qué ocurre con la ley de urgencias? Según entiendo, cuando alguien está en riesgo vital, lo tienen que atender sin la obligación de garantizar el pago.

–Es que sí lo están atendiendo: le han hecho la quimio y los exámenes... Además, supuestamente, Milo no está en riesgo vital y el trasplante se puede posponer hasta que consigamos los recursos.

–Discúlpeme, señora Marité, pero eso me parece una estupidez. –No pude disimular mi molestia–. ¿Tiene que estar muriéndose para que hagan algo?... ¡No lo puedo creer!

–M’hijita, solo se cree cuando lo estás viviendo en carne propia.

Salí de tu departamento sintiendo la vergüenza de vivir en un país de mierda, donde nada más que la plata importa y con la convicción de que los chicos y yo tendríamos que hacer algo, lo que fuera, para que la gente tomara conciencia de lo que estaba ocurriendo.

Esa tarde fui con Sofí, Cote y Gera a visitarte. Estabas en tu cama, ahora aislado, porque tu cuerpo débil no se podía exponer al contagio de algún virus o bacteria. Por eso, tuvimos que ponernos unas batas azules, mascarillas y cubre zapatos.

–Qué buena onda que vinieron, me moría de aburrimiento –nos dijiste mientras con el control remoto saltabas de canal en canal. De tu muñeca derecha salía una manguerita transparente hacia una bolsa de suero que colgaba de un atril.

–¿Cómo se siente el paciente más divertido de todo el hospital? –Sofí te habló a más de un metro de distancia, tal como nos habían advertido antes de entrar.

–La quimio me tortura... me dan unos mareos terribles y vomito todo lo que como...

–Eso es lo que yo necesito, un poco de quimio para ver si vomitando logro bajar de peso –dijo Sofí.

–No hables tonteras, si adelgazas más parecerás un esqueleto como la Ema. –A Milo se le escapó una sonrisa.

–¿Y yo qué te he hecho para que digas que soy un esqueleto?

–Nada, pero serías el modelo ideal en las clases de Biología para que aprendiéramos cómo es la osamenta del cuerpo humano...

Todos reímos de buena gana y hasta creo que la palidez de tu rostro se tiñó de color, y por un minuto te viste más sano.

–Mira lo que te trajimos –Gera desdobló un papel que sacó del bolsillo de su pantalón color caqui, y lo pegó con cinta adhesiva en una de las ventanas.

–“Para que no olvides que te amamos” –leyó Milo mientras sus ojitos recorrían las caricaturas de nosotros cinco abrazados–. Eres demasiado bueno para el dibujo, Gera. Gracias.

–Yo te daría un beso y un abrazo –le dijo Cote–, pero la paca que tienes por enfermera nos dijo que no nos podemos acercar a menos de un metro. Creo que nos encontró cara de infecciosos...

–Esto pasará, ya lo verán... –dijiste luego de pensar durante unos segundos–. Digamos que es un traspié, ya saldré de este lugar y seguiremos siendo los mismos de siempre.

La visita fue corta, apenas veinte minutos en que intentamos alegrarte el día, sin darle importancia a lo complicado de tu estado. Una vez fuera de la habitación no nos pudimos contener. Este era el rito que se repetía a diario: reír contigo para luego sentarnos en la sala de espera en silencio y acongojados. No sé qué pensaban los demás, pero por mi mente pasaba un féretro y eso me aterraba.

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