Violencias de género: entre la guerra y la paz

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1 Caso Fiscal v. Kunarac, Kovac, Vukovic. Los hechos ocurrieron entre 1992 y 1993 en la región de Foca, al este de Bosnia. Los acusados, miembros de las fuerzas serbobosnias, fueron condenados por violaciones sistemáticas, torturas y esclavitud sistemática de mujeres y niñas musulmanas, llevadas a cabo en campos de violación como parte de una estrategia de guerra de aniquilación de los musulmanes bosnios. La sentencia se considera histórica pues reconoció por primera vez la violación como un crimen contra la humanidad y la Convención de Ginebra. Véase el caso en: https://www.icty.org/en/case/kunarac.

2 Así, por ejemplo, Ruth Gavison señala tres elementos que componen la privacidad y que no son extensivos a toda la esfera privada: el anonimato, la soledad y el secreto (Gavison, 1980).

3 No olvidemos, en este sentido, que del término griego oikos —hogar— deriva la palabra “economía”.

4 Una variante actual desde la reinterpretación de la teoría feminista contemporánea es la idea de “autonomía relacional”, defendida por autoras como Jennifer Nedelsky o Catriona Mackenzie.

5 Véase, en este sentido, el trabajo de Dora Elvira García-González en este libro, donde analiza la obra de Galtung desde esta perspectiva.

6 Como señala María Camila Correa Flórez, uno de los mitos más extendidos, que permea el derecho penal de un gran número de países, es el “mito de la violación real”, esto es, la definición de “violación” como un acto realizado por un agresor desconocido, armado, que ejerce violencia y la mujer resulta lesionada físicamente por la oposición de resistencia ante el ataque (Correa, 2021).

7 En el mismo sentido, véanse también: la Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Convención Belém do Pará) 1994 y, en el contexto europeo, el Convenio de Estambul (2011).

8 Concretamente, uno de los puntos de la sentencia, se titulaba “Alegados estereotipos proyectados por los funcionarios hacia los familiares de las víctimas”.

9 Incluso, esta simbología de remasculinización del espacio público también opera en situaciones en las que no hay un conflicto armado declarado como, por ejemplo, puede observarse en las imágenes de Putin con el torso descubierto cazando osos o montando a caballo. Imágenes que se reproducen en souvenirs rusos para consumo interno (Ryabova y Ryabov, 2011).

10 El término surgió, en la década de los 70, en el seno del movimiento feminista y el activismo contra la violación. Recordemos en este punto que, en 1975, se publicó la primera gran obra dedicada exclusivamente a la violación como una cuestión política: Against our Will: Men, Women and Rape, de Susan Brownmiller.

11 A este “rapto”, se unen otros en la mitología grecolatina —el rapto de Proserpina, el rapto de las hijas de Leucipo— todos ellos reproducidos siglos después en la pintura clásica de pintores como Rubens, la cual ofrece una visión estetizante y normalizadora de la violación. Un relato de ello puede encontrase en https://elpais.com/elpais/2017/04/24/mujeres/1493048334_513144.html.

12 La Malinche era una mujer originaria de la región de Veracruz. Junto con otras veinte mujeres fue entregada como esclava a Hernán Cortés. Puesto que era una mujer educada, sirvió como intérprete a Cortés y representó un importante rol en la conquista.

13 Para un completo análisis de la posición teórica de Rita Segato cuando describe las “nuevas guerras”, véase el trabajo de Virginia Maquieira D’Angelo en este libro.

14 Véase, en este sentido, el capítulo de Gloria María Gallego García y de Marda Zuluaga Aristizábal en este libro sobre las violaciones oportunistas en el conflicto colombiano. Son violaciones que suelen estar presentes en todos los escenarios de conflictos y que pueden ser perpetradas individual o colectivamente.

15 Esto último se relata en el libro anónimo Una mujer en Berlín (2005).

16 “El coito no se realiza en el vacío; aunque parece constituir en sí una actividad biológica y física, se halla tan firmemente arraigado en la amplia esfera de las relaciones humanas que se convierte en un microcosmos representativo de las actitudes y valores aprobados por la cultura” (Millet, 1995, p. 67).

17 La Oficina de Violencia Sexual en Conflicto de las Naciones Unidas se creó en el año 2010 por mandato de la Resolución 1888 del 2009 de las Naciones Unidas. Desde 2017, la Representante especial es Pramila Patten. Véase: https://www.un.org/sexualviolenceinconflict/.

18 “En el contexto de la migración en masa, la violencia sexual siguió siendo un ‘factor de expulsión’ del desplazamiento forzado en Colombia, Iraq, la República Árabe Siria y el Cuerno de África” (S/2018/250, p. 6).

19 En las viejas guerras, la financiación se daba por la vía de los impuestos estatales.

20 Así, por ejemplo, Boesten distingue tres categorías de regímenes de violación en la guerra peruana: la violación como arma de guerra, la violación como consumo (como un acto sexual deseable y deseado por parte del perpetrador) y la violencia sexual invisible (una supuesta “aceptación” de la mujer de la relación sexual como estrategia de supervivencia) (2010, pp. 77-87).

21 Así, por ejemplo, MacKinnon utiliza una analogía entre el antisemitismo y la violencia de género para explicar esta última en los términos comentados: “las violaciones genocidas son a las violaciones diarias (en tiempos de paz), lo que para el Holocausto fue el antisemitismo diario” (2006, p. 161).

22 Véase: http://cu-csds.org/wp-content/uploads/2009/10/unwomen2012vdk.pdf.

23 Me refiero aquí a un famoso caso judicial de violación grupal en España que tuvo lugar en Pamplona en el 2016 durante las fiestas de San Fermín. Los agresores se autodenominaban “La manada”. El juicio movilizó en las calles las protestas de las mujeres por todo el país.

24 Como los medios de comunicación exponen, no dejan de cometerse crímenes sexuales extremadamente crueles que incluyen tortura, mutilaciones y otras atrocidades en distintos lugares del mundo: Argentina, Chile, India, México, entre otros.

II

GUERRAS NECROPOLÍTICAS Y CONFLICTOS DE GÉNERO (LA VIOLENCIA COMO CONTINUUM)

Ángela Sierra González

A. LA GUERRA COMO ORDEN Y “EL ORDEN DE LA GUERRA”

Ivan Poczynok se preguntaba, hace casi una década: “¿Qué sucede cuando economías enteras se edifican alrededor de la guerra? ¿Qué implica comprender la guerra ya no como un estado de excepción, sino como una regla del orden global?” (2011, p. 283). Esta pregunta es ciertamente pertinente después de décadas y décadas de guerras sucesivas, particularmente, sobrevenidas en las periferias neocoloniales; hecho que constituye una evidencia irrefutable de que no se trata tanto de preservar un orden, como de asegurar la constitución de otro mediante la estrategia de una “guerra sin fin”1. Así pues, se asiste a un cambio de paradigma de las guerras y de sus propósitos últimos. Esta circunstancia se refleja en las violencias multidimensionales, sobrevenidas en el seno de este nuevo orden, contra las mujeres.

El cambio de paradigma acaecido ha supuesto el protagonismo de ejércitos privados transcontinentales o interregionales al servicio de corporaciones interesadas en la guerra como proceso de expropiación del valor de cuerpos y territorios2. Los resultados de sus “intervenciones”, en las sociedades periféricas, se destacan por los procesos emergentes de “desciudadanización”3. La soberanía, como expresión de poder, la ejercen no sus desgarrados Estados; sino corporaciones y ejércitos privados que violan los derechos propios de sus ciudadanos, mediante la aplicación de mecanismos jurídicos de excepción, restrictivos de las libertades civiles, sobre el cuerpo social, bajo el convencimiento de que no hay nada que “construir”, sino todo que destruir para el nuevo “orden”. Ese es el marco práctico de la violencia-agresión y de la violencia-castigo que se proyecta contra las mujeres, particularmente, en zonas desinstitucionalizadas4.

La respuesta ante la “guerra sin fin”, como orden, es la necropolítica como estrategia; y se define por su condescendencia hacia la muerte violenta. La necropolítica constituye, pues, una universalización instrumental del uso de la violencia ilimitada, rasgo distintivo de los conflictos bélicos. Desde esa perspectiva, las acciones de la necropolítica son análogas a las estrategias de guerra, con la salvedad de que los conflictos en los que se aplica son hoy menos interestatales que internos. Esto se debe al desdibujamiento actual de fronteras y límites, causado por los conflictos bélicos y por la globalización. Por ello, en los límites, aparece un tipo de sociedad fronteriza con conciencia de la otredad, pero en la que el otro no es reconocido ni como subjetividad ni como alteridad, sino como causa de inestabilidad.

El desdibujamiento de las fronteras es un hecho que ha conducido a la relativización del Estado nacional o, dicho de otro modo, a una situación de vacío del Estado como mediador sobre los actores sociales con respecto a sus intereses cuando resultan antagónicos. Además, de esta circunstancia de pérdida de las atribuciones estatales se produce el “secuestro” de los contenidos distintivos de la identidad y la pertenencia nacional; las fronteras no son solo materiales y territoriales, sino también discursivas y simbólicas. De esta manera, la guerra deja de ser una violencia lejana, que les sucede a otros, para convertirse en una experiencia de cercanía, casi de intimidad.

 

En este contexto global de ascenso imparable de conflictos bélicos diversos, la necropolítica se presenta como un conjunto de acciones, que se adueñan de la totalidad de la existencia social humana, cuyo desarrollo afecta el estatus de ciudadanía. Es un ejercicio de necropoder desplegado sin mediaciones, por una virilidad depredadora5, que se glorifica en narraciones que encubren bajo máscaras heroicas la historia real del sufrimiento inferido contra ciudadanías vulnerables desterritorializadas y, particularmente, contra las mujeres pertenecientes a esos grupos “desciudadanizados”, convertidas en cuerpos humanos sin cualidades políticas, sin derechos; cuerpos, por así decirlo, “matables”.

B. MEDIOS Y FINES

La necropolítica esconde narrativas que la disfrazan como proceso de acción. Las narrativas lo admiten todo. Aunque disten de la realidad más de lo imaginable, lo que se pretende con ellas no es otra cosa más que transmitir a otros imágenes, no procesos de razonamiento. Frecuentemente, se emplean esas imágenes de dominación como herramientas, argumentos de persuasión política e incluso de destrucción moral del otro.

Los medios usados por la necropolítica forman parte de una geometría variable de la violencia ejercida sobre los cuerpos fragmentados y las minorías dispersas, a los que se suman expresiones de degradación moral, mutilación corporal y, finalmente, de la muerte como recurso punitivo razonado desde una cultura del “castigo”6. Para ello, se estructura un discurso al que le siguen operaciones semánticas, dirigidas a convertir al otro en algo menos que humano, recurriendo a las tecnologías del terror y a la desposesión de historias y vocabularios para representarse a sí mismos. En su libro, Winter in the Morning (1986), Janina Bauman considera que lo más cruel de la crueldad —así se expresa— es que deshumaniza a las víctimas antes de destruirlas. Como víctimas, para las mujeres, la necropolítica es un ejercicio doblemente letal y alienante, habida cuenta que, mediante esta, se le presenta su cotidianeidad vital como una situación de pérdida, desposesión o extravío de la que no pueden escapar en contextos de conflicto bélico, de límites fronterizos borrosos o en el caso de Estados ausentes donde la vida se desarrolla bajo el principio de su ‘desechabilidad’.

La protagonista de la necropolítica, como estrategia de acción, es una virilidad depredadora ficticiamente heroica. Sus acciones se basan en el abuso y se dirigen a la apropiación de territorios y de cuerpos a través de movimientos bélicos violentos “transfronterizos” y transversales, representativos de la expansión de los imperios pasados y de los neoimperios presentes. Se caracteriza por un ejercicio de la violencia como parte de una soberanía derivada de su fuerza intimidatoria privatizada. En sus acciones, hay un sesgo de violencia sexual ininterrumpida contra las mujeres, a quienes se trata, en algunos conflictos bélicos, como si fueran meros cuerpos violables o enajenables en todos los sentidos.

Por otra parte, las violencia sexuales no se reducen históricamente a la violación; también abarcan el secuestro, el abuso sexual en cautiverio, el embarazo forzado y la esclavitud sexual. Así, una mirada retrospectiva al pasado imperial confirma que no hubo límites a la dominación sexual masculina en los procesos expansivos de los imperios coloniales. De hecho, tuvo lugar una suerte de depredación sexual a escala mundial en los territorios colonizados por las potencias imperiales. Sin embargo, en la historia de los imperios —y hoy de los neoimperios— las violencias sexuales inferidas contra las mujeres aparecen como una cuestión básicamente periférica en los conflictos, aunque tengan un rol central en estos7. Sin embargo, se debe tener en cuenta que las violencia sexuales ejercidas contra las mujeres son polisémicas, puesto que sirven para varios propósitos: como táctica bélica; como botín de guerra y como mensaje simbólico enviado a los hombres, asediados a través de las mujeres “contaminadas” (Eriksson Baaz y Stern, 2009, p. 498).

C. LA GUERRA NO DECLARADA CONTRA LAS MUJERES

En torno a esta virilidad violenta —protagonista tanto en el presente como en el pasado de la destrucción— se formulan causas, discursos y acciones “heroicas” que quedan imbricados en la política. De esta manera, la violencia se desplaza hacia limbos jurídicos, hacia zonas borrosas generadas ficticiamente sin variar su esencia, pero cambiando su nombre; una épica fraudulenta que es programa y consigna de una violencia difusa y confusa. Así, dos nociones contradictorias como orden y guerra se conjugan en una interesada maraña conceptual, formulada con el propósito de otorgar a la guerra la causalidad de un orden sin dar cuenta de sus efectos.

Quizá para entender esta realidad de la guerra como norma pueda ser útil examinar el significado de orden y desorden en la tradición occidental. Como concepto, la noción de orden se encuentra sometida a una constante recreación teórica producto de las transformaciones del entorno y sus articulaciones culturales, políticas e institucionales. De hecho, aún sin considerar los diversos significados de este concepto cuando se refiere a la acción del sujeto lógico o epistemológico, sigue siendo ambiguo y confuso lo que pueda entenderse por orden8. El significado más común se traduce como la colocación de las cosas en su lugar correspondiente, en su sitio. Ese significado lleva implícito un deber, el encajamiento en un espacio que otorga significado al objeto colocado. Minorías desciudadanizadas y mujeres son situados en el lugar de los ‘desechables’ a los que no se provee de seguridad jurídica alguna. Ciertamente, desde los orígenes de los conflictos bélicos se ha producido la destrucción de los cuerpos de las mujeres como metáfora de dominación. Estos hechos siguen repitiéndose con el mismo significado. Así, en los conflictos bélicos sobrevenidos en los procesos de “guerra sin fin”, se incluyen actos tales como violaciones individuales y colectivas, torturas y mutilaciones sexuales, así como el reclutamiento forzoso de mujeres por los grupos armados privados y estatales para el cumplimiento de los roles tradicionales de género.

Este conjunto de circunstancias ha llevado a que un sector del feminismo haya incursionado en la polemología para dar cuenta de la guerra como clave interpretativa de la violencia contra las mujeres en los conflictos de género. Cabe preguntarse si este es un enfoque congruente. La polemología cubre desde el análisis de las guerras, de los conflictos armados y los estudios sobre el terrorismo hasta el campo de las relaciones internacionales. La hipótesis de una guerra no declarada contra las mujeres constituye un ámbito teórico del feminismo desde que Susan Faludi (1993) y Rita Laura Segato (2016) reflexionaron sobre esta cuestión, interconectando los feminicidios —Segato habla de femigenocidio—, el acoso y la violencia sexual con una estrategia de alcance sistémico normalizada. Esta va más allá de los crímenes de guerra integrados, tanto por violaciones masivas como por esclavitud sexual, y ocurre en los conflictos armados hasta convertirse en parte de la normalidad “civil”. Bajo la guerra como orden hay escenarios de violencia ilimitada contra las mujeres que obligan a reflexionar sobre esta cuestión, aunque el surgimiento de la violencia ilimitada es, actualmente, indisociable de la privatización de los conflictos bélicos y de la declinación de los Estados-nación, desgarrados por tensiones internas y externas, cuyo origen se encuentra en las depredaciones de la globalización neoliberal.

Esta última circunstancia ha sido tenida en cuenta por Segato en su artículo “Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres” (2014), aunque Susan Faludi no atiende a ella. No obstante, cabe añadir que la violencia ilimitada de la guerra como orden, la cual afecta especialmente a las mujeres y las minorías desterritorializadas, debe relacionarse también con dos fenómenos extremos: la postración del Estado-nación y el declive, en paralelo, de la democracia.

D. LA NECROPOLÍTICA ¿EL ORDEN VICARIO?

Hay que mirar los fines de los conflictos bélicos o sociales para analizar la necropolítica como estrategia y su repercusión en las mujeres desciudadanizadas. Actualmente, los Estados-nación generan legislaciones internas que criminalizan y producen formas jurídicas desciudadanizantes. Estas se configuran por un discurso hegemónico neoliberal que inspira posicionamientos, decisiones, cursos de acción y comportamientos relacionados con la violencia. Los efectos de la violencia ilimitada emergen bajo una forma singular de necropolítica9, cuyo resultado, en la práctica, es una actuación de trascendencia cotidiana de la guerra, de episodios o ciclos temporales ilimitados de violencia en el marco de una cotidianeidad conflictiva emergente en la “guerra sin fin”.

El orden impone la guerra y al interior de la guerra está el orden. La infatuación de la épica de la guerra se ensombrece en la necropolítica. El brillo de la épica guerrera desaparece en los paisajes de acción de los “administradores” de la violencia, funcionarios o asalariados por cuenta ajena, como sucede con las corporaciones militares privadas. No podía ser de otra manera, pues según Achille Mbembe, la necropolítica colonial, modelo y referencia de la actual, es una lógica de acción de los Estados-nación imperiales, los cuales imponían la violencia y la muerte como instrumentos de dominación. No obstante, a su juicio, hoy cuenta con actores nuevos, con resultados análogos. Las matanzas metódicas, los ajusticiamientos públicos y las amputaciones ejemplarizantes fueron prácticas comunes durante la colonización, así como lo ha sido tratar los cuerpos de las mujeres como territorios arrasables10. Se trata de una práctica que no representa únicamente una dominación territorial, sino especialmente sumisión corporal. En ese contexto, los “territorios conquistados” eran, además de espacios geográficos, cuerpos y sexualidades. De hecho, las “hazañas” sexuales reafirmaban ayer —como hoy— la virilidad colonial. Una muestra temprana de eso nos la transmite un relato de Michele de Cuneo11, amigo y compañero de Colón, quien acerca de su Segunda Expedición relata:

Estando yo en la barca tomé una cambala bellísima que me regaló el señor almirante [Colón]. Cuando quise poner en ejecución mi deseo, ella se opuso y se defendió con las uñas […] Eché mano de una soga y le di una tunda que no os podéis imaginar los gritos que profería. Finalmente nos pusimos tan de acuerdo que solo os diré que parecía entrenada en una escuela de rameras12. (Marrón, 2018, párr. 4).

Cabe señalar que este tipo de discurso, a la vez despectivo y arrogante, se convierte en la regla de los relatos de colonización pasados y presentes. En estos, los territorios usurpados son representados en la iconografía tradicional como paraísos sexuales, donde los cuerpos sometidos de las mujeres eran un elemento simbólico de las relaciones de poder y la matriz de los estereotipos de virilidad. De este modo, el ejercicio de una sexualidad depredadora y violenta en el contexto colonial no se puede considerar como un asunto privado, individual o grupal, sino como un gran objetivo de la dominación tanto del pasado como del presente, del colonialismo y del neocolonialismo13. Igual consideración merece la tortura ejercida sobre los cuerpos de las mujeres. La violencia del relato citado y su banalidad hacen visible la pretensión de someter provocando dolor a partir de técnicas calculadas —y reglamentadas—, que apelaban al castigo para anular la capacidad de resistencia con el fin de alcanzar el arrasamiento absoluto del cuerpo de la mujer. Las capas sucesivas de esta violencia contra las mujeres constituyen un espacio universal de sufrimiento ininterrumpido sin treguas ni compromisos legales. En consecuencia, se convierte en un continuum que trasciende el orden de la figuración retórica para prolongarse indefinidamente a través del miedo.

 

En ese escenario de acción, la necropolítica no solo forma parte del orden, sino que es en sí misma un orden sobre los cuerpos. Las operaciones destinadas a atrapar, encerrar, amarrar e inmovilizar los cuerpos de los ‘desechables’ van siempre acompañadas de acciones destinadas a esconder, ocultar, tapar y negar sus cuerpos; en una palabra, hacerlos desaparecer. Los feminicidios sexuales sistemáticos y las desapariciones de mujeres14 testimonian como son incluidas en una política de muerte como ‘desechables’, sin derechos.

E. LAS “FUNCIONES” DE LA VIOLENCIA SIN LÍMITES

En ese contexto, ¿cómo opera contra las mujeres la necropolítica en cuánto lógica de acción? La necropolítica se habilita en el marco de una ascendente violencia “discursiva” contra lo que se ha denominado “ideología de género”15. Esta contribuye a la formación de un imaginario, de una estética y de una nueva moral formadoras de un sensus communis. No hay límites a la utilización de la violencia contra esta. La violencia sexual y el maltrato físico se unen en un mismo propósito. En la colonización, el concepto de violación no existía porque se consideraba que la masculinidad imperial depredadora tenía derecho a poseer el cuerpo de la mujer. Actualmente, se recupera esta moral bajo el “orden de la guerra” y en el giro autoritario de las democracias, mediante la culpabilización de la víctima. Es significativo, para entender esta situación, conocer el papel que juega la violencia política en las prácticas constitutivas identitarias (el recuerdo de los hechos pasados) y en las constituyentes (como parámetro de referencia de la construcción de una realidad social futura). En el presente, para las estrategias delineadas por la necropolítica, infringir la muerte se convierte en la principal opción operativa y se ejecuta por parte de expertos como si fuera un trabajo, con indiferencia casi mecánica. Para alcanzar esta impavidez, los “expertos” en violencia han sido entrenados por los gobiernos de los Estados y por organizaciones corporativas transnacionales insertándolos en la “cultura del castigo” opuesta la “civilización de las costumbres” (Garland, 2006).

Puesto que aquí se habla de la violencia como rutina de trabajo16, tal vez no sea ocioso recordar que la palabra “trabajo” proviene del latín tripalium, el cual designa un instrumento de tortura. Como nos recuerda François Vatin: “‘Trabajar’ al torturado evidentemente quiere decir hacer sufrir, pero también según una lógica, que en la época moderna ha perdido sentido, hacer hablar a su cuerpo” (2004, p. 9). Michele de Cuneo, no representa una excepción, es la regla. En consecuencia, las violencias sin límites ejercidas contra las mujeres son rutinarias en territorios de ascenso de los conflictos.

F. LA PEDAGOGÍA DE LA VIOLENCIA

Para aumentar la eficiencia de esta política se erige una pedagogía de desensibilización con respecto al sufrimiento ajeno, según señala Rita Laura Segato (2019, p. 27) de modo que “La repetición de la violencia produce un efecto de normalización de un paisaje de crueldad […]”. Sus métodos de control son la tortura y la desposesión de la dignidad por medio de una devaluación de la propia identidad individual o colectiva. Esto genera un contexto de violencia intimidatoria que se exhibe con una intención, inhibir la acción de resistencia o de oposición. Se trata de ahogar los intentos de rebeldía. Por supuesto, también, se busca sofocar la emancipación de las mujeres sometidas a pactos patriarcales cimentados en una cultura misógina en constante redefinición. Aún, en muchos sentidos, pervive una cultura hegemónica de la que emergen situaciones intolerables de avasallamiento, asociadas a una masculinidad cruelmente paradigmática. Como indica Rita Laura Segato (2019, p. 27):

La masculinidad está más disponible para la crueldad porque la socialización y entrenamiento para la vida del sujeto que deberá cargar el fardo de la masculinidad lo obliga a desarrollar una afinidad significativa —en una escala de tiempo de gran profundidad histórica— entre masculinidad y guerra, entre masculinidad y crueldad, entre masculinidad y distanciamiento, entre masculinidad y baja empatía.

Segato describe este modelo hegemónico de masculinidad, temeraria y violenta, pero funcional a la necropolítica, la cual fusiona en un mismo sujeto la agresividad e impasibilidad ante el sufrimiento del otro17. Por consiguiente, el poder sobre el otro, desnudo de sentimientos, es eficiente para los fines trazados, no solo peligroso. Esto conforma un sistema que, por otra parte, potencia la misoginia y la violencia sexual contra las mujeres, cuya expresión máxima es el asesinato de estas, con el cual, como último recurso individual o colectivo, se cumple “una estrategia de mantenimiento del control” (Ravelo, 2008, pp. 1-2).

G. LOS CÍRCULOS CONCÉNTRICOS DEL CONTROL

La muerte violenta, el acoso sexual, el maltrato y la violación están íntimamente relacionados con la dominación sexual y de género. Son círculos concéntricos de la dominación patriarcal. El núcleo central es la sexualidad en sus diversas manifestaciones. Desde esta perspectiva, resulta escalofriante leer la descripción de Jean Améry de la tortura y con qué la compara:

El primer golpe recibido quiebra la confianza en el mundo. El otro, contra quien yo estoy físicamente en el mundo y con quien yo puedo estar solamente mientras no transgreda la frontera que es la superficie de mi piel, me impone, golpeándome, su propia corporalidad. Levanta la mano contra mí y haciendo esto me aniquila. Es como una violación, un acto sexual cometido sin el consentimiento […]. (1958, p. 172).

La masculinidad que subyace bajo la impavidez ante el sufrimiento ignora con sus actos la autonomía del otro. La ausencia de la soberanía de las mujeres sobre sí mismas permite dilucidar los aspectos que contribuyen a edificar la vulnerabilidad de estas y la forma como el control social incide en la construcción del imaginario simbólico de la violencia sexual. Al respecto, es necesario señalar que la violencia sexual de la “guerra sin fin” se inscribe en un sistema, análogo al colonial, donde la violencia está universalizada, por así decirlo, de forma que sería imposible aislar el delito sexual de otras formas de violencia presentes en la vida cotidiana de las mujeres. Se trata de una violencia originaria y pactada, que deviene, como en el sistema colonial, en derecho para los perpetradores de la misma.

De hecho, hay una tendencia a prestar atención a la violencia individual —incluso biologizándola—, pero se orilla la violencia institucional. Sin embargo, entre la acción individual y las acciones estatales, supraestatales y subestatales hay una relación de continuidad. ¿Cómo interpretar esta relación de continuidad en los conflictos de género? El desarrollo de estos no puede disociarse del poder. Tanto en los discursos políticos y estudios psicosociales como en las prácticas de la vida cotidiana, la significación del poder coincide con la definida por el sociólogo Max Weber a comienzos del siglo XX. Para él, poder “significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (1979, p. 43).

De esa afirmación, se deduce que el poder controla los contextos. ¿Cómo se traduce ese control al ejercicio de la necropolítica? Se traduce en que controla no solo los modelos de contexto, sino lo que representan, es decir, lo que es subjetivamente relevante. Lo mismo ocurre para el rol, las metas y las acciones de los participantes en esos contextos. Las mujeres únicamente han tenido la sumisión como comportamiento posible ante la probabilidad de que se les imponga una voluntad ajena a sí mismas, venga de donde venga. En consecuencia, no es difícil concluir que la desposesión de la facultad de hablar por sí mismas y en favor de sí mismas ha sido una parte fundamental de la historia de la dominación sobre ellas.

H. DE ACUERDO CON CARL VON CLAUSEWITZ

Con base en lo anterior, se evidencia la importancia de la categoría de necropolítica para medir el impacto de la violencia del “orden de la guerra” sobre las mujeres. La categoría posibilita generar una crítica al modelo político recurrente de la excepción al Estado de derecho y muestra que la lógica de la política como administración y trabajo de muerte se ha normalizado, casi en todos los niveles en las relaciones transnacionales y nacionales, con lo cual engendra una violencia sin fin, acompasada a la “guerra sin fin”.