Violencias de género: entre la guerra y la paz

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Sin embargo, esa identificación de la violencia sexual con el poder estaba lejos de ser un terreno no disputado dentro de la teoría feminista. Si mantenemos que la violencia sexual es un acto —performativo— de poder patriarcal, entonces ¿qué papel ocupa el sexo en ello?, ¿por qué se produce una sexualización de la violencia masiva contra las mujeres en escenarios de conflicto armado? Merece la pena que nos detengamos en las distintas respuestas, por su significado relevante para el tema que nos ocupa, analizando distintas posturas dentro de un debate que sigue estando presente en la teoría feminista contemporánea.

Aunque autoras como Brownmiller y otras, mantienen esa identificación de la violencia sexual con lo político, Rita Segato es una de las autoras más relevantes en la actualidad que afirman el carácter político y no sexual de este tipo de violencia13. Podríamos resumir su postura diciendo “no es sexo, es política, es dominación”. Con ello, se marca un claro intento por sustraer la violencia del terreno de la privacidad, de la consideración del sexo como algo que pertenece a la esfera íntima y, por lo tanto, despojado de un sentido político o sistémico. “Mi explicación no es libidinal, es política”, afirma Segato (2018a, p. 76). No hay una motivación sexual en ello, en las “nuevas guerras” se persigue “la destrucción moral del enemigo mediante la profanación del cuerpo de las mujeres” (Segato, 2018b, p. 224). Como señala Joanna Bourke en su estudio sobre la violación, es comprensible la insistencia en esta tesis, toda vez que rechaza los argumentos individualistas y sicopatológicos que refuerzan los estereotipos de género que, precisamente, se pretendían desechar (Bourke, 2007). Adicionalmente, insistir en el carácter sexual comportaría poner la violación del lado de las emociones, de las pasiones y, por consiguiente, del “crimen pasional”, volviendo a situar la violencia sexual en el terreno de la privacidad del cual se había pretendido sacar.

No obstante, otras autoras como Catherine MacKinnon o Joanna Bourke resaltan precisamente el carácter sexual de la violación. MacKinnon, especialmente, defiende esta tesis y plantea varios aspectos. En primer lugar, no tener en cuenta la sexualidad en la violación —entendida como sexualidad violenta— desdibuja el mismo acto. Así, en oposición a Brownmiller, señala lo siguiente:

La violación en circunstancias normales, en la vida diaria, en las relaciones corrientes, cometidas por los hombres sólo como hombres, apenas se menciona. Las mujeres son violadas por las armas, la edad, la supremacía blanca, el Estado y sólo derivativamente, por el pene. (1995, p. 309).

En segundo lugar, cabe preguntarse: si la violación en conflictos armados tiene un propósito estratégico de destrucción del enemigo, ¿por qué no recurrir directamente a la masacre de este?, ¿por qué utilizar la violencia sexual? La respuesta aquí nos conduce ineludiblemente a la misma semántica de la violencia sexual: porque es un acto cargado de significado patriarcal, un mensaje de varón a varón (o de grupo de varones a otro grupo de varones), transmitido a través del cuerpo de las mujeres. Ese mensaje se expresa precisamente no con cualquier tipo de violencia, sino utilizando el sexo, pues condensa el sentido de propiedad de los varones hacia los cuerpos de las mujeres. Por medio del sexo forzado, se produce la muerte social de un grupo. Debido precisamente a su carácter sexual, señala Claudia Card, en una cultura patriarcal la violación tiene un potencial especial para crear una fisura entre la comunidad (2002, p. 129).

En tercer lugar, tras el análisis de MacKinnon y otras autoras de las violaciones masivas ocurridas en las Guerras Yugoslavas, se constató la importancia del sexo, del deseo sexual masculino, exhibido públicamente como una representación pornográfica. En Bosnia-Herzegovina, relata Mac-Kinnon, la pornografía se convirtió en un instrumento del genocidio mediante la filmación teatralizada de las violaciones en los “campos de violación” y la posterior distribución de ese material como propaganda de guerra (MacKinnon, 2006 y Salzman, 1998). Con un enfoque similar a la hora de poner el sexo en primer plano en la violencia contra las mujeres, Jean Franco examinó el genocidio en Guatemala y en Perú, poniendo el acento en la masculinidad extrema, en la que “el montaje grupal de una fantasía colectiva desempeña un papel importante” (2016, p. 34).

En cuarto lugar, incorporar el sexo en el análisis de la violencia en conflictos, nos permite también dotar de significado a las violaciones “oportunistas” frente a las “violaciones genocidas” o “estratégicas”. Un debate recurrente al analizar los patrones predominantes de la violación en las guerras, sobre todo en la década de los noventa a raíz de las resoluciones de los Tribunales Penales Internacionales de Yugoslavia (1993) y de Ruanda (1994), fue la asimilación de la violencia sexual con el genocidio, con una violencia estratégica guiada por un propósito genocida (Sánchez, 2021). Esta asimilación posibilitó, desde un punto de vista jurídico, considerar la violencia sexual como un crimen contra la humanidad.

Sin embargo, la exitosa estrategia de reconocimiento e inclusión de la violencia sexual en el Derecho Internacional supuso el silenciamiento de otras violencias sexuales “oportunistas” con una clara motivación sexual, es decir, aquellas no planificadas como arma de guerra genocida, pero que se aprovechan de la impunidad del marco bélico14. El resultado no deseado del énfasis en el genocidio y no en el carácter sexual de la violencia fue el establecimiento de una jerarquía de las violencias sexuales cometidas en escenarios de conflicto entre una violencia sexual (ordinaria, no genocida) y una violencia sexual genocida (extraordinaria), esta última digna de la atención del derecho internacional.

Por último, no podemos olvidar aquellas situaciones históricas en las que la violencia sexual masiva contra un determinado grupo de mujeres sí ha tenido una clara motivación de satisfacción sexual. Se trata de los casos de esclavitud sexual, donde las niñas y jóvenes son secuestradas por las fuerzas militares, paramilitares o guerrilleras para ejercer la prostitución forzada o actuar como “esposas”; aquellos otros casos masivos históricos, como el de las “comfort women” (esclavas sexuales —la mayoría de ellas coreanas y chinas— confinadas por el Ejército Japonés durante la Segunda Guerra Mundial) (Askin, 2001); o las violaciones de las mujeres berlinesas por parte del Ejército Ruso cuando este entró a la ciudad15.

Por consiguiente, parece que desechar el componente sexual de las violaciones en los escenarios armados elimina aspectos relevantes para el análisis. La tesis que aquí defiendo al respecto es que esta violencia debe interpretarse como una política sexual, acudiendo al término acuñado por Kate Millet en 1970. Si la interpretación de Segato, Brownmiller y otras podía resumirse diciendo “no es sexo, es política”, ahora de la mano de Millet, diremos “es política porque es sexo”.

En su obra, Política sexual, Millet indagaba sobre qué papel juega el sexo como instrumento de dominación y si el sexo es un exponente de las relaciones de poder. Su respuesta, acorde con las preocupaciones teóricas del feminismo radical de la Segunda Ola, era la siguiente: “Aun cuando hoy en día resulte imperceptible, el dominio sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder” (1995, p. 70). De acuerdo con ello, “el sexo es una categoría social impregnada de política” (1995, p. 68). De esta manera, Millet desnaturaliza la sexualidad. Ya no es prepolítica, sino que:

Aunque se considere la tendencia sexual de los seres humanos un impulso, es preciso señalar que esa importantísima faceta de nuestras vidas que llamamos ‘conducta sexual’ es el fruto de un aprendizaje que comienza con la temprana socialización del individuo. (1995, p. 82).

La política sexual, como expresión del patriarcado, desarrolla estereotipos característicos de género —sumisión-pasividad— y decreta para cada sexo un código de conducta altamente elaborado16. Retomar la idea de una “política sexual” no pretende eliminar la idea de la violencia sexual como manifestación de poder y sumisión; contrario a esto, politiza la sexualidad y señala que el sexo contiene en sí un elemento de poder dada la socialización patriarcal. Kate Millet fue realmente pionera al señalar “lo personal es político”, queriendo decir con ello “lo sexual es político”. Trasladar esta afirmación al escenario de los conflictos armados nos permite ver cómo se ejerce el poder —en el sentido weberiano del término, como “poder sobre alguien”— por medio del sexo. Puesto que este es en sí mismo poder no se sitúa al margen de él, tal y como se evidencia en el uso del sexo en las guerras.

Otro elemento importante que introduce Millet en su análisis de la política sexual es la violencia. “La firmeza del patriarcado se asienta también sobre un tipo de violencia de carácter marcadamente sexual, que se materializa plenamente en la violación” (1995, p. 101). Esa violencia sexual se torna cierta y efectiva en escenarios de conflicto armado especialmente —aunque no de forma exclusiva— y, aunque no se produzca en realidad, funciona como una amenaza, en todos los contextos, como “un instrumento de intimidación constante” (Millet, 1995, p. 100) con consecuencias restrictivas en la vida cotidiana de las mujeres. Así, en nuestras sociedades democráticas, las mujeres tienen que planificar y variar sus desplazamientos, principalmente de noche, ante la amenaza de la violación. Las mismas autoridades policiales insisten en difundir mensajes que limitan su libertad de movimientos (“no salgas”, “quédate en casa”). Para las mujeres y niñas, en muy diversos contextos, existe un permanente “toque de queda” interiorizado por ellas mismas e implícito en las normas sociales.

 

D. LA POLÍTICA SEXUAL EN LAS GUERRAS

Una vez visto el marco teórico de la política sexual, profundicemos ahora en cómo se manifiesta en escenarios de conflictos armados, cómo la violencia sexual articula la estrategia geopolítica de las “nuevas guerras” mostrándonos su centralidad. Nos enfocaremos para ello en los informes anuales del Representante Especial para la Violencia Sexual en Conflicto del Secretario General de Naciones Unidas (SRSGSVC)17. El informe del 2018, en el apartado correspondiente a “Panorama general de tendencias actuales y nuevos motivos de preocupación”, señala el aumento o resurgimiento de conflictos, el extremismo violento y el desencadenamiento de patrones de violencia sexual. Entre estos últimos cabe resaltar los siguientes: el uso estratégico de la violencia sexual para forzar los desplazamientos de poblaciones y para impedir el retorno a los lugares de origen18.

Como veíamos, la amenaza de este tipo de violencia lanza un mensaje extremadamente eficaz a la comunidad en su totalidad. Persiste la violencia sexual contra minorías étnicas, en lo que podríamos denominar una política sexual “de depuración étnica”. Sin embargo, además, como señala el informe, esto repercute a su vez en el silenciamiento de la violencia sexual cometida al interior del grupo, ya que no se denuncia la violencia perpetrada por miembros de la misma comunidad debido a las presiones de lealtad al grupo (S/2018/250, p. 5). Otro patrón importante relaciona la violencia sexual con la economía, tanto a nivel micro como macro, en una economía política de la violencia sexual. Por medio de la violencia sexual, se redistribuyen recursos económicos en varios planos: las mujeres son utilizadas como “moneda fungible” entre grupos armados, mediante el secuestro y la trata, aumentando la riqueza de estos. Adicionalmente, las mujeres que tienen títulos de propiedad de tierras huyen de los territorios en disputa, dejando las propiedades abandonadas y listas paras ser ocupadas. De esta manera, mediante prácticas ilícitas, los combatientes complementan y aumentan sus propias micro-economías, “mientras que las mujeres sufren discriminación estructural a nivel macroeconómico” (S/2018/250, p. 6).

Si, tal y como señalaba Mary Kaldor (2013, p. 3), la lógica de las nuevas guerras había cambiado su forma de financiación19 de manera que la violencia política (el secuestro, el tráfico de personas, etc.) tenía un fundamento económico, la violencia sexual, como vemos, supone una forma importante de esas nuevas vías de financiación y muestra una expropiación del valor sexual del cuerpo de las mujeres.

Por último, la violencia sexual conlleva una securitización al interior de las comunidades que implica una merma de los derechos de las mujeres, en términos de movilidad, educación o empleo, bajo el argumento de su protección y salvaguarda frente a la violencia. Esto conduce al desarrollo de “mecanismos de supervivencia negativos y perjudiciales, como el matrimonio infantil” (S/2018/250, p. 6).

El informe del 2020, coincidente con la pandemia mundial sanitaria creada por la covid-19, señala importantes retrocesos, ya que ha supuesto un aumento de la violencia de género en todo el mundo:

La pandemia actual es una crisis que tiene género […]. El Consejo de seguridad de Naciones Unidas reconoció en su resolución 2532, del 2020, que el conflicto podía exacerbar los efectos de la pandemia, y pidió medidas concretas para reducir al mínimo el desproporcionado efecto negativo que la pandemia tenía en las mujeres y las niñas. (S/2021/312, p. 2).

Los confinamientos en los hogares, los toques de queda y el cierre de fronteras se han traducido en muchos contextos en un aumento de la militarización de las calles, en detenciones arbitrarias y en un mayor acoso y violencia contra las mujeres por parte de las fuerzas armadas, bajo un manto de impunidad provocado por la pandemia. Igualmente, los confinamientos han dificultado la posibilidad de denuncias, de transporte y de acceso a los servicios de salud sexual y reproductiva, así como de acompañamiento a las víctimas en general. La impunidad de las agresiones ha aumentado ante la ausencia de control por un lado y de priorización de la pandemia, por otro, produciéndose un retroceso en medidas que se habían logrado. De otro lado, por parte de las víctimas, ante la disminución de recursos y las dificultades económicas, se ha producido un aumento en la activación de mecanismos de supervivencia, los cuales las conducen a la prostitución y al matrimonio infantil.

E. ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA

Como hemos expuesto, la violencia sexual se inscribe dentro de un marco político, dentro de una política sexual. Sin embargo, sería erróneo pensar que esa política sexual se produce únicamente en escenarios de conflicto. Del mismo modo que, como vimos, la tesis del continuum de la violencia es central en la explicación de la conexión entre sus distintas manifestaciones en la vida cotidiana y las experiencias de las mujeres; la teoría feminista ha puesto también de manifiesto el continuum entre la guerra y la paz en términos de violencia contra las mujeres. Así, la violencia contra estas no es algo que irrumpa o se muestre exclusivamente en el momento del conflicto. Se debe comprender como un proceso donde intervienen diversos factores como la progresiva militarización del territorio, las desigualdades económicas, sociales y de género, y la escasa participación de las mujeres en la vida política del país (Cockburn, 2004). En el complejo proceso que transcurre desde el preconflicto al conflicto y, finalmente, al posconflicto, nos encontramos con la aparición de violaciones oportunistas, violencia sexual como arma de guerra o violencia sexual cometida por fuerzas de paz, entre otras manifestaciones20. No se trata, por lo tanto, de una erupción inesperada de la violencia sexual en escenarios de conflicto, sino que esta, entendida como proceso, se ha ido fraguando en momentos anteriores. La idea de proceso también está muy presente en los estudios sobre genocidios cuando se señala que no surgen de la noche a la mañana, sino que se inscriben en imaginarios violentos previos los cuales pavimentan la senda de la violencia21. En consecuencia, podemos decir, teniendo en mente a Galtung, que la violencia masiva contra las mujeres implica previamente unos estereotipos y una “cultura de la violación”, los cuales allanan el camino hacia la violencia física.

La violencia contra las mujeres no termina con el fin declarado del conflicto, con la firma de los tratados de paz. Los marcos culturales que posibilitan esa violencia siguen vigentes y, al mismo tiempo, en el posconflicto, persiste la existencia de armas en las calles, de excombatientes, la militarización de la vida cotidiana, la supervivencia económica extrema y los altos niveles de letalidad (Cohn, 2013, p. 21). Todo ello, sin duda, no facilita la implantación de un régimen político y social de igualdad entre hombres y mujeres. Para autoras como Catherine MacKinnon, ese continuum nos habla de “la guerra diaria que sufren las mujeres” (2006, p. 144), donde en realidad no hay tal paz, sino, en el mejor de los casos, lo que podríamos denominar un permanente estado interbellum.

Cynthia Cockburn sostiene la necesidad de analizar el funcionamiento del género como una relación de poder que crea distintas dinámicas de poder y, en ese sentido, esas dinámicas están presentes tanto en la guerra como en la paz:

[…] el género vincula la violencia en diferentes puntos en una escala que va desde lo personal a lo internacional, desde el hogar y los callejones hasta las maniobras de la columna de tanques y la salida del bombardero furtivo: palizas y violación conyugal, confinamiento, asesinatos por honor y mutilación genital en tiempos de paz; violación militar, secuestro, prostitución y tortura sexualizada en la guerra. (2004, p. 43).

El género —entendido como relaciones de poder— constituye ese hilo conductor en el cual transcurre la violencia. Esta tesis, muy seguida en los análisis de la teoría feminista (MacKinnon, 2014 y 2006; Cockburn, 2004; y Davies y True, 2015), ofrece la ventaja de comprender la violencia como un proceso, y por lo tanto, permite establecer indicadores previos de “alerta temprana”, dada la continuidad de la violencia22.

Por otro lado, el continuum de la violencia también sustenta la idea de que en la guerra (igual que en la paz) la esfera pública y la privada no son vistas como mundos separados, sino como áreas de influencia entrecruzadas, donde, muy especialmente, lo personal se muestra como violento. En este último aspecto, es significativamente relevante el análisis de Rita Segato sobre la territorialización de los cuerpos en las nuevas guerras. Los cuerpos son ahora los nuevos territorios que conquistar mediante la violación, la tortura, el desplazamiento o la muerte. Bajo esta concepción se produce una especial significación territorial de la corporalidad femenina (Segato, 2018b).

El continuum entre la guerra y la paz efectivamente pone el acento en la causa sustentadora común de las violencias contra las mujeres: el dominio, en términos de una política sexual, como hemos visto. No obstante, tanto las manifestaciones de esa violencia —en toda su diversidad— como el propósito concreto presentan variaciones que no podemos dejar de atender. De esta manera, nos encontramos con violaciones genocidas con un propósito instrumental claro, pero también con violaciones oportunistas más próximas a la violencia sexual en tiempos de paz. Por otra parte, si bien se subraya que, en muchas ocasiones, la violencia sexual en las guerras se presenta como una violencia colectiva, perpetrada como gang rape; no es menos cierto que también, en escenarios de paz, hay un aumento de las violaciones colectivas, cometidas por “manadas”23. Podríamos incluso decir que hay una cierta “contaminación” de las características de la violencia sexual en guerras con “un aumento de la crueldad” (Segato, 2018a), en la violencia sexual cometida en escenarios pacíficos24. Es ese espacio “entre” la guerra y la paz, como espacio intersticial, donde podemos observar cómo confluyen dinámicas de género muy similares que conllevan el dominio violento del cuerpo de las mujeres.

Sin embargo, si bien la tesis del continuum de la violencia explica su sustrato común, también requiere matices, tal y como señalan algunas autoras. En este sentido, resulta imprescindible acudir a los testimonios de las víctimas y analizar qué supone para ellas la violencia, pues el impacto sobre la vida de las mujeres puede diferenciarse:

Lo que la teoría reconstruye conceptualmente como un continuo puede no corresponder a las impactantes y traumáticas experiencias de violencia de las víctimas en los conflictos y en situaciones de represión. Ésta es la experiencia contrastada de muchas víctimas de violaciones masivas, esclavitud sexual o mutilación sexual, incluso cuando las vidas ordinarias de estas mujeres incorporaban componentes significativos de duro control masculino, crueldad física, coerción, agresión sexual y silenciamiento. (Walker, 2009, p. 29).

En definitiva, se trata de atender la experiencia de las víctimas como una de “discontinuidad” catastrófica en sus vidas (Walker, 2009, p. 29). Esto es especialmente relevante a la hora de implementar un sistema de reparaciones. El continuo de la violencia, en este sentido y con estos matices, nos resulta muy útil a la hora de analizar las distintas violencias cruzadas (sexuales, económicas, culturales), tanto en la guerra como en la paz, y a la hora de pensar qué conexiones se producen en los procesos que van de la paz a la guerra y viceversa al posconflicto en términos de género. Con esto, se desecha la ecuación de la paz como sinónimo de no violencia contra las mujeres, por un lado, y de guerras o conflictos como los escenarios donde tienen lugar las violencias contra las mujeres, por otro.

Como examinamos en estas páginas, el género, las relaciones de género y su violencia incorporada para mantener el control sobre las mujeres, recorre tanto la esfera privada como la esfera pública, los escenarios de paz y los de guerra. Las desigualdades de género, en este sentido, atraviesan nuestras sociedades, mostrándonos continuidades en las distintas violencias que nos interpelan acerca de nuestras actitudes, valores y estereotipos que posibilitan y legitiman severos daños contra las mujeres. En definitiva, sacar a la luz estas violencias supone también cuestionar el alcance tanto de la paz, de las democracias, como de los conflictos o posconflictos en términos de repensar las estructuras políticas sobre las cuales se asientan nuestras sociedades.

 

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