Superior

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Wolpoff siempre ha sido muy sensible a esta controversia. Tuvo que hacer frente a un aluvión de críticas cuando Thorne y él publicaron el artículo. «Éramos el enemigo», recuerda, «porque si teníamos razón, los seres humanos no podían proceder de un único tronco común […]. Nos dijeron que en realidad estábamos hablando de una evolución de las razas humanas en lugares diferentes e independientemente unas de otras».

Su teoría no se ha podido demostrar. La mayoría de los académicos occidentales y africanos aceptan la teoría de que los seres humanos se volvieron modernos en África y luego se adaptaron a los entornos en los que se integraron, por cierto, bastante recientemente, si tenemos en cuenta la escala evolutiva. Suponen que se adaptaron para sobrevivir asumiendo cambios superficiales como el color de la piel. Sin embargo, no todos están de acuerdo. En China, tanto el público como los académicos más punteros creen que sus ancestros se remontan a un pasado anterior a la supuesta migración desde África. Uno de los colaboradores de Wolpoff, el paleontólogo Wu Xinzhi, de la Academia China de las Ciencias, ha afirmado que cuentan con fósiles que demuestran que el Homo sapiens evolucionó en China independientemente, a partir de especies humanas arcaicas que ya vivían allí hace más de un millón de años. Sin embargo, los datos demuestran que las poblaciones chinas modernas tienen las mismas aportaciones genéticas de los humanos modernos que abandonaron África que cualquier otro pueblo no africano.

«A muchos pueblos les desagrada la idea de su origen africano», afirma Eleanor Scerri, una arqueóloga de la Universidad de Oxford que investiga en torno a los orígenes de los humanos. «Se han apropiado de la teoría multirregional para dejar claro que creen que la idea del origen común es simplista, que las razas son reales y que los pueblos de un área específica siempre estuvieron ahí». Me comenta que esta forma de pensar, habitual en China, empieza a difundirse asimismo por Rusia. «Se niegan a aceptar que alguna vez fueron africanos».

A veces se niegan los orígenes africanos por nacionalismo o por racismo, pero no siempre es así. En algunos casos se trata simplemente de fusionar viejas historias sobre los orígenes con la ciencia moderna. Griffiths me cuenta que en Australia, por ejemplo, muchos indígenas aceptan la teoría multirregional porque se ajusta a su propia creencia de que llevaban en la tierra desde el principio. En realidad, este es un mito de origen compartido por muchos pueblos del mundo. Mientras no hallemos nuevas pruebas (y tal vez incluso después), podemos elegir una teoría u otra por motivos personales o basándonos en los datos. Como nunca llegaremos a conocer el pasado del todo, la hipótesis multirregional clásica persiste pese a la poca credibilidad que le conceden los expertos. De hecho, confiere poder político.

Aunque no es muy probable que el multirregionalismo clásico constituya la historia de nuestro pasado, el hecho de que ahora sepamos que nuestros ancestros se mezclaron con otro tipo de humanos arcaicos tiene sus implicaciones. Alimenta la imaginación de aquellos a los que les gustaría resucitar íntegra la teoría multirregional. Es una pepita de oro fáctica que alimenta la libre especulación sobre las raíces de las diferencias interraciales. Los más férreos defensores de la hipótesis multirregional pueden aducir que al menos una de las predicciones de Wolpoff y Thorne ha resultado ser correcta. Estos autores sugirieron que otros humanos hoy extintos, como los neandertales, se mezclaron con humanos modernos o evolucionaron hasta convertirse en lo que llegaron a ser. Hoy tenemos pruebas genéticas de que se mezclaron. Algunos de nuestros ancestros procrearon con neandertales, aunque su contribución al ADN de las poblaciones actuales solo sea de unos pocos puntos porcentuales. No fue una práctica muy difundida, pero existió.

Pregunto a Wolpoff si cree que el hallazgo de estas pruebas le ha hecho justicia y él ríe. «Usted habla de justicia… ¡en realidad nos sentimos aliviados!».

«La genética ha hecho posible lo impensable», señala el experto en arte rupestre Benjamin Smith. «Lo que me preocupa es la dirección en la que avanzan estas investigaciones genéticas […]. Creíamos que los bosquimanos de África del Sur, los aborígenes de Australia Occidental y alguien como yo, de origen europeo, éramos básicamente iguales. La ciencia moderna siempre nos decía que éramos idénticos». Sin embargo, los últimos descubrimientos parecen haber rebobinado la historia hasta el siglo xix. «Esta idea de que algunos de nosotros tenemos más genes neandertales o denisovanos […], podría llevarnos de vuelta a la desagradable conclusión de que todos somos diferentes, por ejemplo, los aborígenes australianos tienen muchos genes denisovanos», advierte. «Está perfectamente claro que se puede dar buen uso a esta idea en el ámbito racial».

Cuando los genetistas revelaron la conexión neandertal, hubo compañías que se ofrecieron rápidamente a hacer pruebas a gente corriente para comprobar cuántos genes de neandertal tenían. Utilizaron sus datos sobre variantes genéticas compartidas por humanos y neandertales para hacerlo y cruzaron los dedos esperando que su producto tuviera demanda. Puede que quienes se hicieran las pruebas creyeran que compartían algunas de las cualidades de sus primos extintos.

El hallazgo también tuvo un efecto perverso en el ámbito de la investigación científica. Poco después de que se descubriera que los europeos actuales (no los aborígenes australianos) son los que más en común tienen con los neandertales, se empezó a describir a estos de una manera radicalmente distinta. Cuando se encontraron los primeros restos en 1856, el naturalista alemán Ernst Haeckel sugirió denominarlos Homo stupidus. Pero en el siglo xxi, esos mismos neandertales a los que el diccionario equipara a débiles mentales, brutos, toscos o seres sin civilizar curiosamente han sido rehabilitados.

Svante Pääbo, director del Departamento de Genética del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Alemania, fue puntero en algunos de los estudios que condujeron al descubrimiento de esta antigua mezcla genética. Decidió emprender la aventura de comparar los genomas de los neandertales con los del Homo sapiens en busca tanto de similitudes como de diferencias. La empresa fue recibida con grandes dosis de especulación. En 2018, un grupo de investigadores suizos y alemanes sugirió que los neandertales desplegaban una «conducta cultural sofisticada», lo que llevó a un arqueólogo británico a preguntarse en voz alta si acaso eran «mucho más refinados de lo que se creía en principio». Un arqueólogo español afirmó que los humanos modernos y los neandertales debieron ser «cognitivamente indistinguibles». Hubo quien formuló la posibilidad de que los neandertales sí hubieran desarrollado pensamiento simbólico, ya que unas marcas halladas en una cueva en España parecían ser anteriores a la llegada de los humanos modernos (los hallazgos no convencen al experto en arte rupestre Benjamin Smith).

«Se ha idealizado a los neandertales», me explica John Shea. Ya no andan por ahí y no tenemos muchos datos sobre cómo vivían o el aspecto que tenían, lo que significa que pueden ser lo que nosotros queramos que sean. «Podemos proyectar buenas cualidades, cosas que admiramos y convertirlos en un ideal». En realidad, fueran como fuesen, «el asunto de la mezcla genética es más importante para nosotros por su aspecto simbólico que por las consecuencias evolutivas que pudo haber tenido».

Sin embargo, la mayoría de los investigadores se han volcado en las consecuencias evolutivas. Un equipo de científicos llegó a afirmar que las pequeñas cantidades de ADN neandertal que tienen los europeos podrían haber alterado su sistema inmunológico hasta hacerlo distinto al de los africanos. En otro artículo se vinculaba el ADN neandertal a toda una serie de diferencias entre humanos, como el color de la piel y del pelo, la estatura, los patrones de sueño, el carácter o la tendencia a hacerse fumador. Un grupo de investigadores norteamericanos llegó incluso a relacionar el ADN neandertal con la forma del cerebro, sugiriendo que los no africanos son mentalmente distintos a los africanos como resultado de la actividad sexual de nuestros ancestros.

La palabra neandertal se asoció a debilidad mental durante más de un siglo, pero en el lapso de una década, desde el momento en el que se empezó a sospechar (y posteriormente se confirmó) que existía un vínculo genético entre los europeos y los neandertales, todo cambió. La prensa mostró entusiasmo por el descubrimiento de unos parientes a los que hasta entonces se había subestimado. Los titulares proclamaban: «No hemos reconocido lo suficiente los logros de los neandertales» (Popular Science); «Demasiado listos para su propio bien» (Telegraph); «Los humanos no superaban en inteligencia a los neandertales» (Washington Post). Mientras, en un artículo publicado en la revista New Yorker se reflexionaba caprichosamente sobre la similitud entre su vida cotidiana y la de los humanos y se comentaba que también padecían psoriasis. Pobrecillos, hasta les picaba como a nosotros. «Cada descubrimiento parece cerrar un poco la brecha entre ellos y nosotros», afirmaba el autor. En la imaginación popular nuestro árbol genealógico había adquirido un nuevo miembro.

En enero de 2017 el New York Times preguntaba: «Si los neandertales también eran personas […], ¿cómo pudo equivocarse tanto la ciencia?». Esa era efectivamente la gran pregunta. Y si la definición de «persona» siempre incluyó a los humanos arcaicos, ¿por qué ha habido que esperar hasta ahora para considerar «personas» a los neandertales? Hoy nadie discute este extremo y se ha elevado al estatus de celebridad a nuestro genial primo, desgraciadamente extinto, cuando no hace mucho tiempo los científicos se mostraban reticentes a aceptar que los aborígenes australianos eran seres plenamente humanos. Privaron de su cultura a la familia de Gail Beck, su propia nación consideró que no merecían sobrevivir y les arrebataron a sus hijos para entregárselos a quienes abusaron de ellos. En el siglo xix se los había metido en el mismo saco que a los neandertales, pues pensaban que ambos eran puntos muertos de la evolución y estaban destinados a la extinción. ¿Y ahora que se ha demostrado que hay parentesco entre los humanos y los neandertales resulta que todos somos personas? ¿Hemos dado con nuestro denominador común?

 

Si hubieran sido los aborígenes australianos los que tenían ese lejano vínculo de parentesco con los neandertales, ¿se hubiera reformado su imagen tan drásticamente? ¿Se les hubiera dado la misma cálida bienvenida, los mismos fuertes abrazos? Cuesta no ver en la aceptación pública y científica de los neandertales una nueva manifestación de la costumbre ilustrada de clasificar a la humanidad desde la perspectiva europea. En este caso, los neandertales se han introducido en el círculo de la humanidad porque se ha descubierto que tienen una lejana relación con los europeos. Lo que se olvida es que fue su supuesta semejanza con los indígenas australianos la que sacó del círculo a seres humanos vivos.

* * *

Milford Wolpoff me dice claramente que no cree que el concepto de raza tenga base biológica alguna, que no hay distintas razas, que se trata de una categoría social. Parece honesto, su intención es buena y yo le creo. Pero una de las implicaciones obvias de su hipótesis multirregional es que, si los distintos pueblos se volvieron modernos cada uno a su manera en sus propios territorios, puede que algunos se convirtieran en lo que hoy entendemos por humanos antes que otros. «Un humano moderno de China tiene un aspecto diferente a un humano moderno europeo, no en lo esencial, pero hay diferencias», me dice. ¿De manera que unos fueron modernos antes que otros? Esta forma de pensar abre una ventana que puede proyectar al pasado la política actual y dar lugar a la especulación racial, aunque no sea intencionadamente.

Por lo pronto, no hay pruebas suficientes que demuestren que los humanos se volvieron modernos fuera de África como sugiere la hipótesis multirregional clásica. Hasta Wolpoff concede que África sigue siendo el centro de la historia. «Yo nunca diré que la modernidad es un asunto exclusivamente africano, pero cabe pensar que en su mayor parte sí lo es», aunque solo sea porque en nuestro pasado remoto es donde vivía el mayor número de personas. Es imposible eliminar a África del linaje de toda persona viva. Las pruebas genéticas de las que disponemos hasta ahora confirman que tuvo que darse alguna versión del escenario «fuera de África».

Sin embargo, con el tiempo, la imagen de África va cambiando a medida que crece la certeza científica de que nuestros orígenes pueden ser algo más difusos de lo que creíamos. En el verano de 2018, Eleanor Scerri, del Instituto de Arqueología de Oxford, y un gran equipo internacional de genetistas y antropólogos publicaron un artículo científico en el que se sugería que los humanos no evolucionaron a partir de un único linaje que tuvo su origen en un pequeño pueblo del África subsahariana, sino que nuestros antepasados descienden de muchas poblaciones que habitaban un área mayor en África misma. Estos pueblos panafricanos pudieron quedar aislados por la distancia o las barreras ecológicas y acabar siendo muy distintos unos de otros. Hablamos de nuevo de multirregionalismo, pero esta vez en el seno de un único continente.

«Surgimos poco a poco a partir de la hibridación ocasional de los pueblos que había dispersos por ahí», me señala Scerri. «Las características que nos definen como especie no aparecen en los individuos aislados hasta mucho más tarde. Antes de eso estaban distribuidas por todo el continente en distintos momentos y lugares». El humano moderno, el Homo sapiens, surgió de este «mosaico». «Debemos rastrear África entera para obtener una imagen adecuada de nuestros orígenes». Según esta versión de nuestro pasado, África sigue siendo el núcleo, el primer hogar de nuestros ancestros. La novedad que aporta es la teoría de que los humanos modernos no aparecieron súbitamente en un sitio con un aspecto sofisticado, pensando simbólicamente y creando arte. El primer humano moderno no surgió de golpe. Nuestras características existían en otros antes que en nosotros.

«Los humanos evolucionaron en África primero», confirma el antropólogo John Shea, «pero no hubo un único Jardín del Edén. Las poblaciones estaban distribuidas en zonas amplias, podemos imaginar sus poblados como paradas de una red de metro. La gente se movía a lo largo de los ríos y las costas». Resumiendo, somos el producto de largos periodos de tiempo y vastos espacios, una mezcla de cualidades que se incubaron en África.

Según el arqueólogo Martin Porr, de Australia, esta versión del pasado es más plausible que otras teniendo en cuenta la distribución de las pruebas fósiles por el continente africano. En su opinión, también encaja con la forma en la que definen lo que es humano los indígenas australianos. Ha realizado la mayor parte de su trabajo en el norte, en Kimberley, y afirma que allí el arte rupestre es mucho más que meros dibujos sobre una roca. «Para los nativos la roca ni siquiera es una roca, sino una formación aún viva de un tiempo de ensueño, que existe en un mundo vivo que acoge la vida humana. Los pueblos y su entorno son una misma cosa». Humano y objeto, objeto y entorno, no están separados por las drásticas divisiones establecidas por las filosofías occidentales.

«Puedes oscilar entre ser humano o no serlo, al igual que los objetos y animales pueden considerarse humanos o no». Un objeto inanimado puede adoptar cualidades humanas, como cuando jugamos con un muñeco como si fuera un bebé. Porr sugiere que lo que se consideraba un ser humano en el pasado también oscilaba.

«Creo que los seres humanos no son especiales en ningún sentido». Me explica que ha partido de esta idea para reflexionar sobre nuestros orígenes. No cree que evolucionáramos de golpe, cree que somos el producto gradual de elementos que ya estaban ahí, presentes en nuestros ancestros africanos, pero también en los neandertales, denisovanos y otros humanos arcaicos. Puede que ciertas características que consideramos exclusivamente humanas actualmente se den asimismo en otras criaturas vivas.

Es una forma totalmente diferente de pensar sobre lo que significa ser nosotros, que socava la idea ilustrada y tiene su origen en las reflexiones de otras culturas y sistemas de pensamiento más antiguos. Es un reto para aquellos investigadores que han dedicado sus carreras a in­­tentar identificar y describir a los primeros humanos modernos, buscándoles las cosquillas a los ilustrados que creían saberlo todo. Los arqueólogos quieren hallar la pintura rupestre más antigua, el primer símbolo que indique la presencia de pensamiento abstracto y demuestre que unos simples primates habían dado el salto que los convertiría en seres sofisticados. Nunca han perdido la esperanza de hallar ese momento y lugar mágicos en los que surgió el Homo sapiens. Los genetistas también están a la caza de los ingredientes mágicos de nuestro genoma que explican lo que nos hace tan especiales. Las pruebas indican que las cosas nunca fueron sencillas.

«A nadie le gusta estudiar el problema del origen de los humanos modernos desde una perspectiva poscolonial, pero es que la historia humana abarca mucho más», afirma Porr. No todos los seres humanos describen a la humanidad como una entidad única y especial al margen del resto de los seres vivos. Eleanor Scerri reconoce que los últimos descubrimientos científicos nos están obligando a redefinir lo que significa ser humano. «La ciencia de divulgación debe dejar atrás la idea de que tuvimos un origen y surgimos de golpe siendo ya nosotros. No dejamos de cambiar en ningún momento», sostiene. «Hay que abandonar la idea de estas formas inmutables y de que surgimos en un lugar específico siendo ya quienes somos».

¿Qué significa esto para nosotros hoy? Si no logramos ponernos de acuerdo sobre lo que convierte en moderno a un humano, ¿dónde queda la idea de una humanidad universal? Si no tenemos claros nuestros orígenes, ¿cómo sabemos que somos todos iguales? ¿Qué implica todo esto para la cuestión de la raza?

En realidad, no debería tener tanta importancia. Cuando hablamos de cómo elegimos vivir y tratarnos mutuamente nos referimos a una cuestión ética y política decidida de antemano. Como sociedad hemos elegido denominarnos humanos y dotar de derechos humanos a todos y cada uno de los individuos. Pero los tentáculos que genera la cuestión de la raza se introducen en nuestra mente exigiendo pruebas. Quienes históricamente han tratado a otros como a inferiores quieren pruebas que demuestren que todos somos igual de humanos, capaces y modernos antes de concederles plenos derechos, libertades y oportunidades. Hay que convencerlos para que no vuelvan a caer en los errores del pasado, para que procedan a la descolonización y desmantelen totalmente las estructuras relacionadas con la raza y el racismo. No van a renunciar a su poder a cambio de nada.

Siendo honestos, puede que debamos convencernos todos. Muchos de nosotros conservamos sutiles prejuicios, sesgos inconscientes, y nos aferramos a estereotipos que revelan que en el fondo sospechamos que no somos iguales. Nos aferramos al concepto de raza, aunque no deberíamos. Una amiga mía británica, de izquierdas y liberal, de origen mestizo (inglés blanco y pakistaní), que nunca ha estado en Pakistán ni conserva vínculo alguno con el país, me confesó recientemente que creía que había algo en su sangre, algo biológico, que la convertía en pakistaní. A veces yo experimento así mi legado hindú, pero ¿dónde está el límite entre la cultura y la etnicidad? Muchos de los que apreciamos nuestras identidades étnicas a veces dejamos traslucir cierto apego a la idea de diferencia racial, al margen de que políticamente nos definamos como de izquierda, centro o derecha.

Este es el problema al que se enfrenta la ciencia. Cuando los pensadores ilustrados echaron un vistazo a su entorno, algunos analizaron toda diferencia entre humanos a través del prisma de la política de sus tiempos. Hoy hacemos lo mismo. Los datos se limitan a matizar lo que ya creemos saber. Ni siquiera cuando analizamos los orígenes del ser humano comenzamos por el principio. Empezamos por el final y convertimos lo que damos por sentado en la base de nuestro análisis. Para renunciar a nuestras creencias previas sobre quiénes somos han de convencernos primero. Son las viejas ideas las que determinan cómo se interpretan los datos en los nuevos procesos de investigación.

«Puedes recurrir al presente para explicar el pasado o utilizar el pasado para analizar el presente», me dice John Shea, «pero lo que no se puede hacer es ambas cosas a la vez». Dotar de sentido a nuestro pasado y entendernos a nosotros mismos no es solo cuestión de reunir datos científicos hasta que demos con la verdad. No se trata de encontrar muchos fósiles o pruebas genéticas. Requiere contrastar los relatos que nos contamos sobre quiénes somos y la nueva información que vaya surgiendo. A veces se quiere recurrir a los nuevos datos para reforzar los viejos relatos, aunque el proceso sea como intentar encajar una pieza cuadrada en una redonda. Otras veces debemos ser conscientes de que estamos ante una historia que hay que descartar y reescribir, porque por mucho que queramos ya no tiene sentido.

Todo lo que aprendemos lo interpretamos a través del prisma de narraciones, mitos, leyendas, creencias e incluso viejas ortodoxias científicas. Estos relatos conforman nuestra cultura y constituyen la mentalidad imperante. Son nuestro punto de partida.

Inne książki tego autora