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Es cierto que las culturas indígenas mantienen vínculos duraderos con sus ancestros preservando una tradición milenaria. «El pasado remoto es un legado vivo», me dice Griffiths. «Los aborígenes australianos lo sienten en sus huesos […] existen asombrosos relatos sobre sucesos dramáticos preservados en una tradición oral que habla, por ejemplo, de la subida de las aguas del océano al final de la última Edad de Hielo, de colinas convertidas en islas, de la erupción de volcanes en Victoria occidental e incluso del impacto de meteoritos en distintos momentos». Pero eso no significa que su estilo de vida no haya cambiado nunca. Los colonos europeos no supieron entenderlo y la imagen que se creó entonces persistió hasta la segunda mitad del siglo xx.

«No mostraron el más mínimo respeto por los extraordinarios sistemas de comprensión de los indígenas australianos ni por su forma de gestionar una tierra que llevaban cultivando milenios», explica Griffiths. «Durante miles de años esta tierra había estado repleta de historias y canciones, la habían cultivado con estacas, con fuego y con sus propias manos. Hubo enormes cambios medioambientales, sociales, políticos y culturales mientras estos pueblos vivieron en Australia». Sus vidas nunca han sido estáticas. El escritor Bruce Pascoe afirma en su libro, Dark Emu, Black Seeds (2014), lo que ya habían dicho otros académicos: que su forma de gestionar la tierra era tan sofisticada y exitosa, incluida la recolección y la pesca, que equivalía a la agricultura y a las labores de granja.

Sin embargo, los colonos no valoraron nada de lo que vieron. Para quienes se han criado y viven en ciudades, la industrialización sigue siendo la imagen de la civilización. «Es absurdo situar a una sociedad industrial por encima de una sociedad de cazadores-recolectores», me recuerda Benjamin Smith. No es algo fácil de aceptar cuando te has criado en una sociedad que te dice que los rascacielos de hormigón son el símbolo de la cultura avanzada. Sin embargo, desde el punto de vista de las gentes que vivieron en la noche de los tiempos durante milenios más que siglos, en un contexto histórico de larga duración, todo se ve con mayor claridad. Los imperios y las ciudades decaen y caen. Han sido las pequeñas comunidades indí­­genas, cuyas sociedades no tienen muchos cientos, sino muchos miles de años de antigüedad, las que han sobrevivido a todo. «La arqueología nos demuestra que todas las sociedades son increíblemente sofisticadas, solo que esa sofisticación se expresa de manera diferente», prosigue Smith. «Ellos pensaron su mundo y quizá consideraran que era un lugar mejor para vivir que el de los blancos. Aunque carezcan de sofisticación tecnológica, los miembros de estas sociedades tienen mucho más tiempo libre que los de las sociedades occidentales, tasas de suicidio más bajas y un mejor nivel de vida en muchos aspectos».

Hace pocas décadas que los australianos han empezado a respetar a las culturas indígenas y a estar orgullosos de ellas. Pero incluso hoy se aprecia la resistencia de algunos australianos no aborígenes, sobre todo porque los datos arqueológicos han dejado muy claro que los nativos, de hecho, llevaban ocupando esos territorios no miles, sino muchas decenas de miles de años. «Cuando a mediados del siglo xx se hizo público que estos pueblos llevaban aquí desde la noche de los tiempos […] la gente se lo tomó como una puesta en cuestión de la presencia de una nación de colonos cuya historia era meramente superficial. Todo esto está entreverado con cierta dosis de ansiedad cultural —afirma Griffiths—, porque cuestiona la legitimidad de la presencia blanca aquí».

Los colonos europeos del siglo xix no lograron conectar con las gentes que hallaron. Se negaron a aceptar que eran los auténticos habitantes de aquellas tierras y los descartaron con un apresuramiento propio de mercenarios. Los nativos de Tierra del Fuego, situada en la punta más extrema de Sudamérica, sorprendieron al biólogo Charles Darwin en uno de sus viajes por su desnudez y su aparente salvajismo. Ocupaban el último peldaño de la jerarquía racial humana junto a los australianos y los tasmanos. Un observador afirmó que «descendían a la tumba», pues, como me explica Griffiths, se creía que estaban condenados a la extinción. «La idea dominante era que se extinguirían pronto. Se habló mucho de “facilitar la extinción de una raza moribunda”».

Facilitar la extinción fue una tarea sangrienta. Las enfermedades que precedieron a la invasión se cobraron el mayor número de víctimas. Pero a partir de septiembre de 1794, seis años después de que la primera flota de buques británicos llegara a lo que posteriormente sería Sídney y hasta bien entrado el siglo xx, cientos de masacres contribuyeron asimismo a reducir el número de los indígenas de forma lenta pero inexorable. Según las últimas estimaciones, su número se redujo hasta en un 80%. Murieron cientos de miles de personas, cuando no a causa de la viruela u otras enfermedades que los barcos europeos llevaron a Australia, directamente a manos de individuos, bandas y en ciertos momentos incluso de la policía. Según Griffiths, el genocidio cultural fue igual de implacable. Tenían prohibido practicar su cultura y hablar su lengua. «Muchas personas ocultaban su identidad, lo que contribuyó asimismo al declive de la población indígena».

En 1869 el Gobierno australiano aprobó una ley que permitía separar a los niños de sus padres, por la fuerza de ser necesario, especialmente cuando se trataba de mestizos, a los que en la jerga de la época se describía como de «media casta», de «cuarto de casta» o de «castas» descritas en fracciones aún más pequeñas. El informe oficial de 1997, que enumera los efectos que tuvo esta política sobre una «generación robada» que quedó marcada para siempre, es un auténtico catálogo de horrores. En Queensland y Australia Occidental, los gobiernos obligaron a la gente a vivir en asentamientos y misiones. Separaban a los niños de sus padres a los cuatro años y los alojaban en dormitorios hasta que cumplían los catorce y podían mandarlos a trabajar. Las niñas indígenas que quedaban embarazadas eran enviadas de vuelta a las misiones o dormitorios hasta que daban a luz, tras lo cual el proceso de separación volvía a empezar.

En la década de 1930, en torno a la mitad de los aborígenes de Queensland vivía en instituciones donde la vida era desoladora, con altas tasas de enfermedad y malnutrición. Controlaban estrictamente su conducta por miedo a que recayeran en la «inmoralidad» propia de sus comunidades de origen. Los niños solo salían de las misiones y dormitorios cuando se necesitaba fuerza de trabajo barata; las chicas solían colocarse de criadas y los chicos ayudaban en el campo. Se los consideraba mentalmente incapaces de realizar cualquier otro tipo de trabajo. La historiadora Meg Parson describe lo que ocurrió cuando se quiso «crear una nueva versión de los aborígenes y convertirlos en súbditos y trabajadores adecuados para el Queensland blanco».

La madre y la abuela de Gail Beck, una activista indígena de Perth, fueron obligadas a vivir así. Gail era enfermera, pero actualmente trabaja en el South West Aboriginal Land and Sea Council e intenta reclamar el derecho a la tierra de su comunidad local, los Noongar. La visito en su casa, en la pintoresca ciudad portuaria de Freemantle, y hablamos mientras cocina. Esperamos la visita de los aborígenes de la rama australiana de su familia. Me doy cuenta de que no sabe cómo cuantificar el dolor y la pérdida.

Gail tiene sesenta años, pero no conoció su verdadera historia familiar, no supo que descendía de indígenas hasta los treinta. Le dijeron que era italiana, una mentira con la que su madre explicaba el tono oliváceo de su piel, aterrorizada ante la posibilidad de que las autoridades la separaran de ella, como había ocurrido en su caso. De manera que se montó una conspiración de silencio y nadie le contó que su abuela había sido una niña de la «generación robada», una «media casta» arrebatada a su familia e internada en una misión católica en 1911, a los dos años. Allí abusaron de ella física, mental y sexualmente. «La mandaron a servir a los trece años y no le pagaban. Así vivió hasta que se hizo adulta». La madre de Gail tuvo un destino similar. Estuvo bajo la tutela de las monjas de la misión desde el día de su nacimiento. Cuando creció, le pegaron y le quemaron. «Las Hermanas de la Caridad eran muy crueles», me cuenta Gail.

Se enteró de repente del pasado de su familia y lo confirmó con la documentación de su abuela. «Lloré un mar de lágrimas». Gail adquirió de inmediato una nueva identidad que quería entender desesperadamente y a la que deseaba sentirse vinculada. Le costó seis años encontrar a la rama de la familia que le habían ocultado y desde entonces se ha dedicado a absorber su cultura. Me enseña sus mantas y dibujos, con motivos que han hecho famosos a los artistas aborígenes australianos. Ha intentado aprender la lengua nativa, pero les resulta muy difícil. Vi­­ve como la mayoría de los australianos blancos, en una bonita casa de un hermoso barrio residencial, y el conocimiento que tiene del modo de vida de su abuela es bastante fragmentario.

«Vivimos en un luto permanente y la gente no lo entiende», me dice. «La pérdida de los niños no afectó solo a la familia nuclear, sino a toda la comunidad». Quizá, la mayor tragedia de todas sea que el modo de vida que hubiera podido tener, los conocimientos y la lengua que le hubieran enseñado de niña, la relación que podía haber tenido con el entorno local acabaron aplastados bajo la bota de quienes se consideraban la raza superior. Tras la lle­­ga­­da de los europeos, hasta la creación artística entró en crisis. Los aborígenes no recuperaron legalmente los de­­rechos sobre sus tierras hasta 1976. Hasta entonces, las víctimas no tuvieron elección. «Se les prohibió practicar su cultura, hablar su lengua o contraer matrimonios interraciales». Les dijeron que eran inferiores, que llevaban una vida vergonzosa, y adoptaron otros modos de vida porque los europeos los consideraban mejores.

 

«Fue una infamia».

* * *

No lloro fácilmente, pero cuando volvía en el coche lloré por Gail Beck. No hay balanza de la justicia que pueda justificar lo que pasó. No me refiero solo a los abusos, a los traumas, a los niños separados de sus padres, a los asesinatos, sino también a las vidas que hombres y mujeres como ellos nunca tuvieron la oportunidad de vivir.

En las últimas décadas los especialistas han intentado reconstruir el pasado pieza a pieza y entender lo que pasó. A medida que avanzan, con ayuda de australianos ordinarios, en el largo proceso de evaluar el daño causado y su impacto, descubrimos un relato más general sobre la diferencia humana. Habla de cómo unas gentes trazaron fronteras en torno a otros grupos humanos, de lo profundamente arraigadas que estaban y de lo antiguas que son. Se trata de los parámetros de lo que hoy llamamos raza.

Ese mismo día vi a Martin Porr, un arqueólogo alemán especialista en los orígenes de la humanidad que trabaja en la University of Western Australia. Cree, como muchos arqueólogos hoy en día, que su profesión sufre el lastre del colonialismo. Cuando tuvieron lugar los primeros encuentros entre europeos y australianos, cuando se fijaron las reglas del trato mutuo, la ciencia y la arqueología fueron parte de todo ello y siguen siéndolo. En opinión de Porr, se fue tejiendo un relato que comienza con la Ilustración y el nacimiento de la ciencia occidental. El pensamiento ilustrado reforzó la idea de la unicidad humana, una cualidad biológica esencial que elevaba a los humanos por encima del resto de las criaturas. Hoy manejamos ese mismo concepto, que consideramos positivo e inclusivo, algo digno de alabanza. Pero hay que advertir, como señala Porr, que esta forma universal moderna de entender el origen humano se fraguó en una época en la que el mundo era muy diferente y se propugnaba mucho menos el entendimiento entre culturas. Cuando los pensadores europeos fijaron los estándares de lo que consideraban un ser humano moderno, muchos tuvieron en cuenta sus propias experiencias y lo que se valoraba en aquella época.

Cierto número de pensadores ilustrados, entre ellos los destacados filósofos alemanes Immanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, definieron a la humanidad sin tener mucha idea de cómo vivían o qué aspecto tenían gran parte de los seres humanos. Las gentes que vivían en otras tierras, incluidos los indígenas del Nuevo Mundo y de Australia, solían ser un misterio para ellos. «La idea de explicar el origen de los seres humanos de forma universal surgió en una época en la que los varones blancos europeos solo tenían un acceso indirecto a la información disponible sobre otros pueblos del mundo, a los que contemplaban a través del prisma del colonialismo», me explica Porr. De manera que cuando salieron al mundo real y encontraron pueblos que no se parecían a ellos y llevaban un modo de vida que ellos habían descartado, lo primero que debieron preguntarse fue: ¿son iguales que nosotros?

«Definir a la humanidad en un sentido universal puede acabar siendo muy restrictivo y la gente del siglo xviii era absolutamente eurocéntrica. Evidentemente, otros pueblos no cumplían los estándares fijados por sus definiciones», prosigue Porr. Los europeos determinaron los parámetros de lo que era un ser humano de forma muy restrictiva; se consideraban un paradigma en el que, obviamente, no encajaban la mayoría de los pueblos. No compartían necesariamente el mismo sentido estético, los mismos sistemas políticos ni idénticos valores morales, por no hablar de la gastronomía y las costumbres. Al universalizar a la humanidad, los pensadores ilustrados habían sentado, sin saberlo, las bases para dividirla.

La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantiene hoy. El antropólogo británico Tim Ingold señala que se trata de una ciencia de los orígenes humanos «que ha escrito la esencia de la humanidad a su imagen y semejanza y mide a otros pueblos según estén más o menos a su altura».

«Cuando estudias a gigantes del siglo xviii como Kant y Hegel te das cuenta de lo racistas que eran. ¡Eran increíblemente racistas!», señala Porr. En Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1794) Kant afirma: «Los negros de África no tienen sentimientos ele­­vados, solo triviales». Cuando se topó con un carpintero espabilado le despidió alegando que, puesto que «el tipo era negro de la cabeza a los pies, evidentemente lo que afirmaba era estúpido». Hubo unos pocos pensadores ilustrados que se resistieran a la idea de la jerarquía racial, pero muchos, incluidos el filósofo francés Voltaire y el filósofo escocés David Hume, no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que los no-blancos eran inferiores a los blancos de forma innata.

En el siglo xix se creía que quienes no vivían como los europeos todavía no habían desarrollado todo su potencial como seres humanos. Aún hoy, señala Porr, cuando los científicos debaten sobre el origen del hombre, se les puede pillar describiendo al Homo sapiens en términos económicos decimonónicos. Se dice que eran «mejores» y «más rápidos» que otras especies humanas. La hipótesis implícita es que una mayor productividad, un mayor dominio de la naturaleza y la existencia de asentamientos y ciudades constituyen los signos del progreso humano, incluso de la evolución. Cuanto más por encima de la naturaleza estemos, mejores seremos como seres humanos. Esta forma de pensar obliga a clasificar a la gente en una escala que va de la cercanía a la naturaleza al distanciamiento de ella, de los menos evolucionados a los más evolucionados, de lo peor a lo mejor. La historia nos ha demostrado que solo hay un pequeño paso de la fe en la superioridad cultural a la creencia en la superioridad biológica que atribuye los logros de un grupo a sus capacidades innatas.

A principios del siglo xix, los europeos no tardaron en mezclar lo que consideraban carencias de otros pueblos con observaciones sobre su aspecto. Los especialistas en estudios culturales Kay Anderson y Colin Perrin explican que, en ese siglo, la raza lo era todo. Un escritor de la época señalaba que los nativos de Australia diferían de «cualquier otra raza humana por sus rasgos, complexión, hábitos y lengua». Su piel oscura y sus rasgos faciales diferentes se convirtieron en marcadores de ajenidad y en signos de su diferencia permanente. Su incapacidad para cultivar la tierra, domesticar animales o vivir en casas se consideró parte integrante de su apariencia, lo que tuvo muchas implicaciones. Se podía recurrir a la raza en vez de a la historia para explicar no ya el fracaso de los aborígenes, sino por qué ninguna raza no blanca lograba estar a la altura del ideal europeo definido por los europeos mismos. Un aborigen australiano se equiparaba a un africano occidental exclusivamente por el color de su piel. Vivían en continentes diferentes, procedían de culturas totalmente distintas y tenían una historia propia, pero lo único que importaba era que ambos eran negros.

La piel blanca se convirtió en la medida visible de la modernidad humana.

Este ideal llegó a adoptar forma legal en Australia. «Cuando Australia se convirtió en un estado federal en 1901, en una única nación, una de las primeras leyes que se aprobaron en el Parlamento fue la Ley de Restricción de la Inmigración: la base de las políticas de la Australia blanca. Se intentó crear un vínculo nacional proclamando la superioridad de los blancos, prohibiendo la inmigración no europea e intentando asimilar primero y eliminar después la identidad de los aborígenes y de los isleños de Torres Strait Island», me explica Billy Griffiths. Lo que le ocurrió a la familia de Gail Beck fue el resultado de esos intentos de eliminar el color de Australia; en su caso, de eliminarlo de su línea materna a lo largo de las generaciones. «Se utilizaban expresiones horribles como “extirpar el color” de las líneas de los mestizos, cuarterones y octavones», añade Griffiths. El objetivo era reemplazar rápidamente a una raza por otra.

Cuando se llevaba a cabo esta limpieza étnica sancionada por el Estado, ya había tenido lugar una crisis en el seno de los círculos científicos. Desde la Ilustración, muchos pensadores europeos habían proclamado que la humanidad era una sola, que todos compartíamos las mismas capacidades comunes, la misma chispa de humanidad que hacía posible la perfectibilidad incluso de los considerados «miserables», siempre y cuando se invirtiera en ello el esfuerzo necesario. Aunque hubiera una jerarquía racial, aunque hubiera seres humanos mejores que otros, todos eran humanos. Pero en el siglo xix, cuando los europeos encontraron nuevos pueblos en otras partes del mundo, cuando empezaron a ver lo variada que era nuestra especie y no lograban «mejorar» a los pueblos como querían, hubo quien empezó a dudar seriamente de esta preciada idea.

A principios del siglo xix algunos pensadores abandonaron la idea ilustrada de una humanidad única con orígenes comunes. Los científicos empezaron a preguntarse si realmente todos formábamos parte de la misma especie.

No fue solo a causa del racismo. Los científicos occidentales pensaron el mundo desde el lugar en el que se encontraban. En los primeros tiempos de la arqueología, Europa fue el punto de referencia para todos los investigadores del globo, que obtuvieron los primeros datos de fósiles hallados en ese continente antes de que nadie pudiera demostrar los orígenes africanos de los seres humanos. John Shea, profesor de Antropología de la Stony Brook University de Nueva York, me explica que esto creó un problema de indexación. «Cuando dispones de una serie de observaciones te dejas guiar más por las primeras que por las últimas. Nuestras primeras observaciones sobre la evolución humana se basaron en los datos arqueológicos de Europa». Las primeras migraciones desde África fueron en dirección este, no oeste; de ahí que haya elefantes tanto en Asia como en África. Los humanos no son oriundos de Europa; de hecho, era un lugar tan poco hospitalario en aquella época que a nadie se le hubiera ocurrido emigrar allí; Australia era, sin duda, un destino mejor. Pero como fue en Europa donde vivieron y trabajaron los primeros arqueólogos, este punto geográfico se convirtió en el núcleo de las teorías sobre el pasado. En algunas de las excavaciones arqueológicas europeas más antiguas se ha encontrado arte rupestre bastante sofisticado, de manera que, a la hora de indexar, estos primeros arqueólogos, que literalmente cavaban en la puerta de su casa, lógicamente asumieron que la utilización de símbolos e imágenes debía ser un signo de la modernidad humana, uno de esos rasgos que nos hacen especiales. Pero el primer Homo sapiens no llegó a Europa hasta hace unos 45 000 años. Cuando se excavó en África se hallaron restos de hasta 200 000 años de antigüedad y no siempre había indicios de símbolos o arte figurativo. «Los arqueólogos hallaron la forma de superar este problema», me dice Shea. «Dijeron: “de acuerdo, estos africanos y asiáticos antiguos parecen morfológicamente modernos, pero su forma de actuar demuestra que no lo son, que aún no son modernos del todo”». Decidieron que, aunque estos pueblos tenían el aspecto de humanos modernos, por alguna razón no actuaban como tales.

En vez de reformular lo que significaba ser un humano moderno —eliminando, por ejemplo, el requisito de la producción artística que el Homo sapiens supuestamente había desarrollado casi inmediatamente después del surgimiento de nuestra especie—, convirtieron la historia del resto del mundo en un rompecabezas que había que resolver. Fue un paso en falso que sigue teniendo repercusiones hoy. Si lo que distingue a nuestra especie de los neandertales y otros es el arte, ¿en qué momento exactamente nos convertimos en nuestra especie? ¿Hace 45 000 años, cuando creamos arte sofisticado en las cavernas de Europa, o hace 100 000 años, cuando, como sabemos ahora, otros pueblos ya usaban el ocre para dibujar? Y si hallamos pruebas de que los neandertales u otros humanos arcaicos desarrollaron el pensamiento simbólico y produjeron arte figurativo, ¿habrá que decir que son modernos? «La modernidad conductual es un diagnóstico», afirma Shea. «Lo único que pueden hacer los arqueólogos es hurgar por ahí buscando más pruebas que confirmen ese diagnóstico de modernidad».

En el siglo xix, la incertidumbre sobre lo que constituía un ser humano moderno se llevó un paso más allá. ¿Podía considerarse modernos a los pueblos que no cultivaban la tierra ni vivían en casas de ladrillos? Y si no eran modernos, ¿pertenecíamos a la misma especie?

 

Australia, con toda su extraña ajenidad, supuso un reto especialmente difícil para los pensadores europeos. Anderson y Perrin afirman que el descubrimiento del continente contribuyó a acabar con la idea ilustrada de una única humanidad. Después de todo, era un lugar remoto donde había animales que no se veían en otra parte, como los canguros y los koalas, con su propia vegetación, flora y paisaje. «Basándose en sus observaciones sobre lo únicas que eran la flora y la fauna australianas, empezaron a sospechar que todo el continente había sido el resultado de una creación paralela», escriben. A los seres humanos de Australia se los consideraba tan exó­­ticos como a todo lo demás.

Martin Porr y su colega Jacqueline Matthews señalan que, cuando en 1856 hallaron en el valle Neander, en Alemania, los restos de lo que luego se denominó «neandertales», procedieron inmediatamente a compararlos con los indígenas australianos. Cinco años después, el biólogo inglés Thomas Huxley, defensor de la obra de Charles Darwin, describió los cráneos de los australianos como «maravillosamente parecidos» a los del «tipo degradado de Neandertal». Lo que insinuaban era evidente. Los científicos europeos asumieron que, si algún pueblo en la tierra tenía algo en común con humanos ya extintos, solo podía ser uno de esos extraños pueblos «salvajes» que llevaban una vida más cercana a la naturaleza y nunca habían encajado en su definición de lo que era un ser humano.

* * *

Nos pasamos la vida persiguiendo nuestros orígenes.

Cuando no encontramos lo que buscamos en el presente, retrocedemos y seguimos retrocediendo hasta que imaginamos que lo hallamos en la noche de los tiempos. Tras volver a introducirnos a la fuerza en el vientre de la humanidad, echamos un buen vistazo a las oscuras brumas del pasado. ¡Hela ahí!, decimos satisfechos. He ahí la raíz de nuestra diferencia.

Hubo un tiempo en el que los científicos creían que los aborígenes australianos iban un paso por detrás en la escala evolutiva y se parecían más a los neandertales que a nosotros, pero en 2010 se demostró que es muy probable que los europeos sean los portadores de la mayor gota metafórica de sangre neandertal del mundo. En enero de 2014, un equipo internacional de destacados arqueólogos, genetistas y antropólogos confirmó que fuera de África hubo mestizaje entre humanos y neandertales. Quienes tenemos antepasados europeos y asiáticos conservamos en nuestros linajes una muestra pequeña (hasta un 4% de nuestro ADN) pero tangible de estos humanos hoy extintos. En los pueblos de Asia y Australia también hay trazas de otro tipo de humano arcaico, el denisovano. De manera que en el pasado hubo todo tipo de cruces genéticos, también entre neandertales y denisovanos. Parece que en la noche de los tiempos los humanos no discriminaban mucho a la hora de tener relaciones sexuales.

«Somos más complejos de los que creíamos en un prin­­cipio», me explica John Shea. «Hace un tiempo creíamos que estos humanos arcaicos se cruzaron a menudo, luego que no lo hicieron en absoluto, y hoy pensamos que la verdad está en algún lugar intermedio».

Este descubrimiento tuvo importantes consecuencias. Sacó a la luz una controvertida teoría científica, a la sazón algo marginal, que había tenido un gran auge en las décadas anteriores. En abril de 1992 se había publicado un artículo en la revista Scientific American que tenía un título incendiario: «Evolución multirregional de los seres humanos». Los autores eran Alan Thorne, un famoso antropólogo australiano fallecido en 2012, y Milford Wolpoff, un agradable antropólogo norteamericano de la Universidad de Michigan, en la que aún sigue trabajando. Formularon una hipótesis sugiriendo que la diferencia entre humanos era más profunda, que quizá no salimos de África como humanos modernos totalmente equipados.

La idea ya se había debatido antes, pero Wolpoff afianzó su teoría en la década de 1970. «Viajé y observé, viajé y observé, viajé y observé», me explica. «Lo que vi fue que, a nivel de regiones extensas —me refiero a Europa, China, Australia… es decir, a regiones grandes, no a localidades pequeñas—, se apreciaba una enorme similitud entre los fósiles. No eran iguales, pero todos estaban evolucionando».

Wolpoff hizo su gran descubrimiento en 1981 cuando estudiaba un cráneo fosilizado en Indonesia, una de las regiones más cercanas a Australia, situada a poca dis­­tancia de sus costas septentrionales. Según las dataciones realizadas, el cráneo tenía un millón de años de antigüedad o más. Un millón de años entra en una escala de magnitud distinta, más antigua que la de los humanos modernos, y nos lleva a una fecha cientos de miles de años anterior al momento en el que nuestros antepasados empezaron a salir de África. No podía ser el ancestro de ninguna persona viva, pero a Wolpoff le sorprendió la similitud entre su estructura facial y la de los australianos de hoy en día. «Había reconstruido un fósil que se parecía tanto a un nativo australiano que casi se me cae de las manos. Me lo puse sobre las rodillas y su rostro me miró […]; cuando lo puse de lado y lo observé bien, me llevé una gran sorpresa».

Ya había trabajado antes con Alan Thorne, que realizaba investigaciones paralelas y compartía su teoría sobre el pasado. Juntos formularon la teoría de que el Homo sapiens no había evolucionado solo en África, sino que algunos de nuestros más vetustos ancestros evolucionaron hasta convertirse en humanos modernos después de haber salido de África y antes de mezclarse con otros grupos humanos para crear la especie única que hoy conocemos. En el artículo de Scientific American que dio a conocer su teoría multirregional al resto de investigadores afirmaron: «Algunos de los rasgos distintivos de grandes grupos humanos como los aborígenes australianos, los asiáticos y los europeos evolucionaron a lo largo de periodos prolongados en los mismos lugares en los que habitan hoy».

Describían a estos «tipos» de población, soslayando cautelosamente el término «raza». «En biología, una raza es una subespecie», me aclara Wolpoff cuando le pregunto. «Es parte de una especie que vive en su propia área geográfica, que tiene una anatomía y una morfología propias y puede procrear con otras subespecies afines […]; ya no hay subespecies. Puede que las hubiera en el pasado, se debate al respecto, pero sabemos con certeza que ya no quedan subespecies».

Muchos académicos hallaron la hipótesis de Wolpoff y Thorne poco convincente, ofensiva o ambas cosas. Según el historiador Billy Griffiths, la hipótesis multirregional de nuestro origen socava de raíz la idea básica de que todos somos humanos y nada más. Recuerda a una tradición intelectual anterior que consideraba a las «razas» especies distintas. «Da igual el lugar del mundo en el que nos encontremos, cuando miramos hacia el pasado remoto y vemos lo que ocurría en aquellos lapsos de tiempo increíblemente largos, lo hacemos a través del prisma del presente, de nuestros prejuicios, de manera que vemos lo que queremos ver», me dice. «La arqueología, como disciplina, está saturada de colonialismo, no puede negar sus raíces». El multirregionalismo se planteó atendiendo a la información disponible por entonces, pero también despertó ecos de colonialismo y conquista. «Los defensores de la hipótesis multirregional nunca podrán librarse de ese feo legado político».

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