Al-Andalus

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Es preciso tener en consideración estas circunstancias para comprender los difíciles avatares históricos en los que se vería envuelto al-Andalus. Como en todas las sociedades complejas interétnicas, existieron unas grandes diferencias en cuanto a riqueza y poder.

Estaba en primer lugar el grupo de los árabes, que formaba la élite social y que procedían, como su nombre indica, de la península Arábiga. En este grupo también se podría incluir a yemeníes y sirios. Sin embargo, entre los musulmanes también se encontraban los llamados bereberes, procedentes del norte de África y punta de lanza del ejército que conquistó la Península. Este grupo étnico apenas si había conseguido privilegios y sólo recibieron los territorios más alejados y montañosos en el reparto del botín de conquista.

Los bereberes no sólo no consiguieron prebendas sino que estaban obligados a pagar elevados impuestos. Por ese motivo, cuando el gobernador de Tánger amenazó con incrementar la presión fiscal, e intentó impedir que la población emigrara desde el norte de África a al-Andalus, estalló una feroz revuelta en aquella región del imperio.

En el 740, la insurrección se había extendido a al-Andalus, y la casta árabe dominante no sabía cómo detener a los amotinados. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el walí decidió solicitar directamente la ayuda del califa de Damasco, y este se vio obligado a enviar a 12.000 hombres del yund o distrito militar sirio.

Estos sirios, acompañados de algunos egipcios y yemeníes, se enfrentaron a los bereberes norteafricanos derrotándolos. A continuación, pasaron a la Península y se dirigieron a la ciudad de Toledo, foco de la rebelión en al-Andalus, donde, tras una batalla en las proximidades del Tajo, derrotaron a los insurrectos.

Pero ahora surgió un nuevo e inesperado problema. Los sirios habían acabado con las revueltas y no desean volver a su país. Prefirieron quedarse en esta nueva tierra que les agradaba más. Mas los árabes andalusíes no estaban dispuestos a aceptar la pérdida de su destacado papel socioeconómico y político. De nuevo, vientos de guerra soplaron en la península Ibérica.

Los califas de Damasco, entretanto, cada vez tenían más problemas en Oriente y, en consecuencia, no deseaban perder más tiempo ni más hombres a 4.000 kilómetros de distancia.

Durante tres años, árabes y sirios mantuvieron sus posturas enfrentadas, pero finalmente se llegó a un acuerdo. Los primeros mantendrían el poder, aunque cederían parte del mismo a los sirios. La solución de compromiso funcionó porque no había más remedio.

Es preciso tener en cuenta que el número total de musulmanes que llegó a la Península fue muy escaso. Las distintas fuentes dan cifras muy dispares que van desde un mínimo de 40.000 a un máximo de 200.000, y es necesario comparar esta cantidad con la de 3 o 4 millones de hispanogodos que formaban el resto de la población y que, de momento, parecían solo limitarse a contemplar las querellas internas entre los recién llegados.

No sólo fueron disputas por la propiedad de las tierras conquistadas o por prerrogativas y privilegios, los únicos que afectaron a esta etapa final del waliato. La naturaleza, como sucede en tantas ocasiones, también quiso imponer su ley, y cuando ella lo hace, las consecuencias suelen ser mucho más terribles que las derivadas de los propios seres humanos.

Entre el año 751 y el 755, se abatieron sobre la Meseta septentrional una serie de años extraordinariamente secos. En una época en la que la productividad de la tierra era muy escasa, al igual que las técnicas para la conservación de alimentos, la única alternativa que quedaba a un lustro de malas cosechas era el hambre.

De esta manera se generó un círculo vicioso, al que los historiadores de la demografía denominan “el ciclo de la muerte”. El hambre traía la muerte por inanición, pero, antes de que eso ocurriera, se debilitaban tanto las defensas naturales de las personas que éstas se convertían en seres totalmente proclives a contraer cualquier tipo de enfermedad. Era entonces cuando llegaba la peste.

La peste es una enfermedad contagiosa producida por las pulgas que viven entre los pelos de determinados roedores, en particular de las ratas. En condiciones normales, la cepa del bacilo que provoca la epidemia no suele ser excesivamente virulenta. Pero cuando sucede una época de debilitamiento generalizado de las poblaciones humanas, unido al contagio, los resultados son catastróficos.

No obstante, hay que resaltar que, comparada con las epidemias que hubo entre el siglo II y el VI, esta peste no fue particularmente mortífera. Y aún lo serían menos las que aparecieron hasta mediados del siglo XIV, cuando el fenómeno se reactivó dramáticamente.

Sequía, hambre y pestes tuvieron consecuencias muy importantes. Buena parte de la población que vivía entre el río Duero y las montañas cantábricas huyó de aquel territorio ante las dificultades que tenían para sobrevivir. De hecho, miles de bereberes que se habían establecido en la zona, decidieron regresar a sus territorios de origen, si hacemos caso a los cronistas del momento.

Para aprovechar la coyuntura, el rey de Asturias, Alfonso I, decidió realizar una serie de violentos ataques contra las poblaciones y fortalezas que habían creado allí los musulmanes. El objetivo era muy claro, expulsarlos de aquel territorio para crear un vacío, una especie de “tierra de nadie”, como se llamó en su época, para garantizarse la seguridad de su frontera meridional y evitar en el futuro nuevos ataques de los musulmanes, dado que éstos se tuvieron que retirar inevitablemente hasta bases más lejanas.

Así, a mediados del siglo VIII, se consolidó una frontera permanente entre cristianos y musulmanes. Aquellos quedaron confinados en sus inaccesibles montañas. Los habitantes de al-Andalus se quedaron con la mayor parte de la Península, que también era la más fértil, en su conjunto.

Esta delimitación cambiaría, como veremos, a lo largo del tiempo, pero durante los tres primeros siglos de la existencia de al-Andalus, la línea fronteriza se mantuvo casi igual, con ligeros retoques de escasa importancia.

El final del waliato. La llegada del príncipe Omeya Abd-al-Rahman

Durante los últimos 27 años del waliato, llegó a haber nada menos que 23 gobernadores, es decir, casi uno por año. La cifra es sin duda muy elevada, pero cobra aún mayor importancia si se tiene en cuenta que, con el sistema de comunicaciones existente en la época, en el trayecto entre Damasco y Córdoba se podía tardar hasta cuatro meses. El dato habla por sí sólo de la inestabilidad que se vivió durante estas primeras décadas de la historia de al-Andalus como provincia del imperio islámico. También de la dificultad de los califas de gobernar sobre un territorio tan lejano.

Para que al-Andalus dejara de ser territorio del imperio, y las relaciones político-administrativas se interrumpieran definitivamente, fue preciso un hecho transcendental en la historia del islam. Para entenderlo mejor, será preciso retroceder hasta el año 750 y ver lo que ocurría en Damasco y, en general, en Mesopotamia.

Durante casi un siglo, la dinastía Omeya había llevado el califato a su máxima extensión. El imperio islámico se había convertido en una gigantesca extensión de tierras que englobaba a pueblos y antiguos reinos de los tres continentes. Parecía como si la doctrina de Mahoma fuese invencible, y los designios de Alá acabarían imponiéndose en todo el mundo.

Pero no ha existido, hasta ahora en la historia, un imperio que, por poderoso que fuere, haya sido capaz de imponer su autoridad al resto del planeta, y el islam no iba a ser una excepción, aunque sí ha sido uno de los que más cerca han estado de conseguirlo.

Poco después de la batalla de Guadalete, los invencibles jinetes árabes, montados en sus ágiles corceles, en camellos y en dromedarios, empezaron a ser vencidos en todas partes. Hasta entonces, habían mantenido varios frentes abiertos a la vez, con una táctica que, contemplada retrospectivamente, parece ser suicida. Pero habían triunfado hasta ese momento; sin embargo, todo tiene sus límites.

Durante la primera mitad del siglo VIII, los ejércitos musulmanes comenzaron a experimentar derrotas en todas partes, y su expansión se detuvo. Las consecuencias pronto se dejaron sentir, y comenzaron las críticas hacia el califato y con ellas la división interna del mismo.

Una familia cuyos miembros son conocidos como los Abbásidas o Abbasíes empezó a reunir partidarios para expulsar del poder a los Omeyas. En el año 750 tuvo lugar el enfrentamiento decisivo. A orillas del río Gran Zab, un afluente del Tigris, al norte de Mesopotamia (en el actual Irak) las fuerzas abbasíes derrotaron completamente a los Omeyas.

Los Abbasíes eran conscientes de que para poder imponer su poderío sobre la totalidad del mundo islámico era imprescindible que ningún miembro varón de los Omeyas quedara vivo. De esta forma, procedieron implacablemente a exterminar uno por uno a todos los Omeyas que habían sobrevivido al desastroso enfrentamiento del Gran Zab.

Sin embargo, hubo un príncipe Omeya, de nombre Abd al-Rahman (731-788) que logró sobrevivir milagrosamente a todas las persecuciones. El joven príncipe contaba solo con 19 años, pero era inteligente, valiente y decidido. Comenzó una larga huida buscando a antiguos partidarios que quisieran apoyar su causa perdida. Pero no los encontró. Durante más de cinco años viajó por todo el Próximo Oriente y por el norte de África, escondiéndose, disfrazándose y viviendo una serie de dramáticas aventuras en lo que constituye una de las peripecias más asombrosas de la historia.

Desesperado en su huida, el príncipe fugitivo marchó a los confines del territorio musulmán, allá donde él creía que el control de los Abbasíes no sería tan férreo.

 

A mediados del año 755, Abd al-Rahman se encontraba en el norte de África. Allí recibió noticias de que en al-Andalus habían estallado de nuevo los enfrentamientos tribales entre árabes, sirios y bereberes. Esta era la oportunidad que estaba buscando. ¿Por qué no aprovecharse de la anarquía reinante allí para ponerse al frente de uno de los grupos y derrotar al otro?

El último de los Omeyas tomó una arriesgada decisión. Atravesó el mar de Alborán con un grupo reducido de partidarios, y en septiembre de ese mismo año desembarcó en la localidad granadina de Almuñécar. Consiguió reunir un grupo de adeptos y marchó hacia Córdoba, la capital de al-Andalus.

En marzo del 756, se produjo el enfrentamiento en la al-Musara, en las afueras de Córdoba. Las tropas de Abd al-Rahman atacaron con brío a las de Yusuf al-Fihri, gobernador y cabeza de la causa abbasí. En un determinado momento del fragor de la batalla, el príncipe Omeya necesitó guiar a sus hombres en una dirección determinada contra el enemigo, y al no poseer en ese momento pendón o bandera que los guiase, se quitó el turbante, que era de color verde, lo ató a una lanza y lo tremoló como estandarte, guiando a sus hombres a la victoria definitiva.

El triunfo tras el turbante verde dio lugar a que este color se convirtiese en el símbolo de la dinastía Omeya. Todavía, hoy día, las banderas oficiales de las comunidades autónomas de Andalucía y Extremadura mantienen en ellas el color verde como símbolo de aquella época histórica.

En recuerdo de su procedencia extranjera, Abd al-Rahman fue apodado por sus contemporáneos al-Dajil, que significa ‘el Inmigrado’.

Una vez asentado en el poder, Abd al-Rahman proclamó a al-Andalus como territorio independiente del califa de Damasco, y él mismo asumió el gobierno como emir, es decir, como representante máximo de la administración del nuevo Estado y como cabeza de su ejército. Así pues, al período que comienza a partir del año 756 y hasta la proclamación de Abd al-Rahman III como califa en el 929, se le conoce como el emirato de Córdoba, independiente de Bagdad.

Y es que seis años después del comienzo del emirato, los Abbasíes decidieron abandonar Damasco, a la que se la recordaba como capital Omeya, para trasladarla a una ciudad nueva que construyeron en Mesopotamia, Bagdad, y que hoy día sigue siendo capital de ese mismo territorio al que conocemos como Irak. No obstante, los califas de Bagdad no aceptaron, como era de esperar, la pérdida de una de sus provincias, por muy lejana que estuviera. De esta forma, fomentaron constantes rebeliones contra el que ellos calificaban como príncipe usurpador, cuando no incluso llegaron a enviar sus propios ejércitos para destronarlo.

Así, entre el 761 y el 768 estallaron hasta cuatro levantamientos pro abbasíes en al-Andalus. Abd al-Rahman, al que numeramos como primero por dar comienzo a una larga dinastía en la que abundaron sucesores con su mismo nombre, no se amedrantó ante las continuas insurrecciones si no que, por el contrario, se enfrentó a ellas con mano dura y firme.

La voluntad del nuevo emir para mantenerse independiente quedó bien demostrada cuando, tras capturar a los cabecillas, no se le ocurrió una venganza mayor que cortar las cabezas a los líderes insurrectos, guardarlas en tinajas, conservándolas en alcanfor y sal, y enviársela al califa de Bagdad para que viera cómo se pensaba tratar a todos aquellos que, a 4.500 kilómetros de distancia, se rebelaban contra el príncipe Omeya.

Aún así, el califa intentó mantener la discordia en al-Andalus y, entre el 768 y el 776, tuvieron lugar nuevas rebeliones organizadas por elementos bereberes en Zaragoza que, como veremos, propiciaron la intervención del rey franco Carlomagno. Al año siguiente, en el 777, desembarcaron en la zona de Valencia tropas enviadas por el califa y allí se mantuvieron durante dos años, intentando que la población se levantara contra el emir. No lo consiguieron y, en el 779, las tropas del emir de al-Andalus aniquilaron a las del califa. Éste no lo volvió a intentar más y, de esta forma, al-Andalus se consolidó definitivamente como un territorio independiente de Bagdad.

Para consolidarse en el poder, Abd al-Rahman se rodeó de una guardia personal en su palacio a la que se conocía como la guardia muda. Tan extraño apelativo se debe a la desconfianza que el emir tenía hacia árabes y sirios, de quienes no se fiaba porque pensaba que podrían asesinarlo. Por ese motivo, eligió a lo que hoy llamaríamos sus escoltas entre eslavos y bereberes, gentes que en general no hablaban el árabe y que, difícilmente, se podrían poner de acuerdo con posibles traidores que quisieran asesinar al emir, de ahí el apelativo de mudos. Esta estrategia ha sido llevada a cabo muchas veces a lo largo de la historia, ya que este tipo de hombres no hacen causa común con las posibles rebeliones populares que puedan estallar, sino que establecen una relación de fidelidad con el soberano, basada en que él es quien los paga directamente y, por tanto, su sustento depende de las órdenes de, en este caso, el emir.

Abd al-Rahman no sólo se rodeó de hombres fieles que le protegieran, sino que también sintió la necesidad de poseer un poderoso ejército que causara temor entre sus enemigos e impidiera las veleidades de los gobernadores de las provincias más alejadas de rebelarse contra su emir.

De esta forma, Abd al-Rahman llevó a cabo una profunda reforma del ejército a cuya cabeza se puso él mismo. Organizó uno de hasta 40.000 hombres con carácter mercenario, pues sus miembros recibían mensualmente una paga por combatir. Eligió sus tropas, principalmente, entre cristianos, bereberes y eslavos, y a su mando puso oficiales sirios que le fueran fieles. Esto le permitió enfrentarse de tú a tú al más poderoso soberano de la Europa cristiana: el rey de los francos, Carlomagno, que por aquella época estaba extendiendo sus dominios constantemente.

El motivo para la intervención de Carlomagno en la Península se lo daría una de las insurrecciones que tuvieron lugar en Zaragoza contra el Omeya en el 776. Los sublevados pidieron la ayuda del rey franco para resistir a las tropas del emir, y aquel se la prometió. Así que se puso al mando de su ejército y atravesó los Pirineos. Pero cuando llegó a la ciudad del Ebro, la facción que había solicitado su ayuda había sido ya expulsada del gobierno de la villa, y el nuevo gobernador nombrado por Abd al-Rahman no estaba dispuesto a rendirse ante el soberano franco.

Carlomagno puso sitio a Zaragoza con la intención de conquistarla, pero cuando comprobó la firme determinación de sus defensores por resistir, y se enteró de que las tropas del emir marchaban en ayuda de los sublevados, se lo pensó mejor y decidió levantar el cerco y regresar, de nuevo, tras la protección de los Pirineos, luego de asolar Pamplona como muestra de su venganza.

Con lo que no contaba Carlomagno era con que los indómitos vascones lo estaban esperando, apostados en las alturas del desfiladero de Roncesvalles. Cuando pasó el grueso del ejército carolingio no se atrevieron a atacarlo, dada la diferencia de fuerzas, pero cuando apareció la retaguardia, los vascones cayeron sobre ella aniquilándola.

Este hecho daría lugar a uno de los cantares de gesta más importantes de todos los tiempos, La canción de Rolando o Cantar de Roldán (Chanson de Roland), que sería la primera obra escrita en francés, pues Roland (Rolando, o Roldán, en castellano) era el nombre del jefe de la retaguardia carolingia que acabaría muriendo en la batalla.

Carlomagno había aprendido la lección y, mientras vivió Abd al-Rahman no se atrevió a volver a enfrentarse con él, a pesar de las continuas escaramuzas y provocaciones en la frontera.

Abd al-Rahman no sólo creó un poderoso ejército al que respetaban hasta sus más poderosos enemigos, también se preocupó por aumentar el nivel cultural y económico de sus territorios, emprendiendo obras muy notables con el objeto de embellecer la capital del emirato de Córdoba, que acabarían por convertirla, dos siglos más tarde, en la ciudad más grande y hermosa del mundo.

Hacia el 785, se iniciaron las obras de la que, con el paso del tiempo, se convertiría en uno de los templos más famosos de todos los tiempos, la Gran Mezquita Aljama de Córdoba. Para ello, el emir llegó a un acuerdo con la, por entonces, comunidad cristiana de la ciudad. Le propuso la compra de la basílica de San Vicente, y aunque al principio se decidió compartir el lugar de culto, finalmente se llegó a un acuerdo y la basílica fue derribada para convertirla en una de las mezquitas más bellas del islam. Estas primeras naves permitieron que en su interior pudieran tener cabida unos cinco mil fieles orando. Se sabe que el monto de las obras ascendió a unos 80.000 dinares, que equivalen a unos 340 kilos de oro, lo que al precio actual supone aproximadamente unos catorce millones de euros.

Abd al-Rahman también inició las obras de lo que se convertiría con el tiempo en el alcázar o palacio de los posteriores emires y califas cordobeses.

Para reclutar un ejército con las proporciones antes descritas y para iniciar las costosas obras artísticas y de remodelación urbana de Córdoba, Abd al-Rahman tuvo que contar con un elevado nivel de ingresos que le permitiera acometer estos gastos. Para ello, el emir llevó a cabo una profunda y eficaz reorganización de los impuestos y la Hacienda.

Existían cinco tipos principales de impuestos. El zakat o diezmo, que se pagaba, según el Corán, para dar limosna a los pobres; el hasd, destinado a subvencionar los gastos militares; la gabala (de donde se derivaría posteriormente la palabra castellana alcabala o ‘impuesto’), que se aplicaba a todo tipo de compraventa de productos y mercancías; la yizya o chizya, un impuesto personal o por cabeza; y el jaray o jarach, que era una tasa de tipo territorial.

En una primera etapa, la chizya y el jarach solo se aplicaban a aquellos contribuyentes que no habían abrazado la religión musulmana, y a los que para permitirles libremente cualquier otro tipo de credo o de religión se les obligaba al pago del mismo. Sin embargo, y por circunstancias que veremos posteriormente, estos impuestos se acabaron extendiendo a toda la población independientemente de cuál fuera su credo.

No solo se reestructuró todo el sistema fiscal, sino que incluso la administración de Abd al-Rahman se permitió el lujo de reducir el porcentaje de contribución que hasta época visigoda se había pagado. Se ha calculado que, en aquel momento, los grandes señores visigodos cobraban al campesinado bajo su control entre un cincuenta y un ochenta por ciento de lo que producían. Abd al-Rahman redujo este porcentaje a solo el veinte o el cincuenta por ciento según los casos.

Esto tampoco quiere decir que la Hacienda cordobesa fuera particularmente generosa con los contribuyentes, en absoluto, estos seguían siendo exprimidos onerosamente por el fisco, pero en menor medida que lo que hasta entonces habían sido.

Pero a cambio, la productividad de la tierra se incrementó gracias a una serie de innovaciones técnicas relacionadas con el regadío, mientras que probablemente la población comenzaba a crecer, con lo que también aumentaba el número de contribuyentes.

A modo de ejemplo, se ha calculado que solo la campiña existente en los alrededores de la ciudad de Córdoba, producía por término medio anualmente unas 16.000 toneladas de trigo y unas 22.000 de cebada. Eso permitió incrementar los ingresos derivados de los tributos hasta los 600.000 dinares anuales en oro, es decir, unos 2.550 kilos de oro, lo que equivale actualmente a más de cien millones de euros.

Para hacer más eficaz este sistema contributivo, se fijó la emisión de tres tipos de monedas. Los dinares de oro, con algo más de cuatro gramos de peso (es decir equivalentes a unos 170 euros actuales por su peso en oro), los dirhems de plata, con una pureza de metal del 99%, y los feluses de bronce, que eran la moneda de uso corriente entre las clases populares.

El sistema financiero ideado por el emir fue tan eficaz que cuando el propio Carlomagno quiso también reorganizar sus finanzas, se basó en la estructura tributaria que poco antes se había llevado a cabo en al-Andalus.

La infatigable labor reformadora del primer Omeya no solo se limitó a las grandes finanzas o a espectaculares realizaciones artísticas, sino que también se plasmó en otros pequeños detalles, menos importantes sin duda, pero no por ello menos significativos.

Así, en un mundo donde las redes de transporte y las comunicaciones eran cada vez más deficientes desde la desaparición del Imperio romano, al-Andalus contó con un excelente (para aquellos tiempos) sistema de correos, mediante la utilización de palomas mensajeras. La colombicultura fue una gran aportación para mejorar la comunicabilidad en el territorio andalusí.

 

En otro orden de cosas, fue en esta época cuando se introdujo la palmera en la Península. Según una tradición, la primera palmera de la que supuestamente descienden todas las que ahora existen en el suroeste de Europa, la mandó traer Abd al-Rahman de Arabia y la plantó en el jardín de su palacio, para que le recordara la tierra de donde procedía. Muchos otros productos llegarían a continuación, incrementando el número de alimentos para una población en crecimiento.

Pero donde sin duda más destacó la labor reformadora del primer Omeya cordobés fue en el campo de la organización del Estado. Abd al-Rahman, descendiente de una antigua familia de gobernantes, conocía a la perfección, a pesar de su juventud, las claves para una correcta administración del territorio que controlaba. Para ello lo dotó de una serie de cargos y de instituciones que le permitieron a él y a sus sucesores administrarlo de una manera muy eficaz como no se había visto desde la época romana.

No toda esta estructura fue debida a la labor del primer emir, pero sí fue él quien estableció las bases fundamentales que posteriormente serían perfeccionadas por sus sucesores en determinados aspectos.

Desde un punto de vista territorial, la organización del Estado andalusí se estructuraba en cuatro grandes divisiones administrativas: el emirato en sí como unidad estatal; las regiones o nahiyas, que en las zonas fronterizas sometidas a los continuos enfrentamientos bélicos dieron lugar a las marcas o thugur (en singular, thagr), que a lo largo del tiempo demostraron ser territorios díscolos y conflictivos.

Los gobernadores de las mismas tenían bajo su responsabilidad amplios territorios que proteger. Estos se gestionaban desde una gran ciudad: Badajoz en la marca occidental, Toledo la central y Zaragoza la oriental. Pero la lejanía de la capital cordobesa, unidas a la fuerte presencia de tropas acantonadas en ellas, le daba un gran poder a sus gobernantes, quienes, en numerosas ocasiones, hicieron uso de él para rebelarse contra los emires y califas cordobeses.

Existían otras dos divisiones territoriales a menor escala. Las coras o kuras, que equivalen aproximadamente a lo que hoy día conocemos como provincias. Su número fluctuó a lo largo del tiempo, pero por lo general llegó a haber entre veinte y treinta. Finalmente se crearon los aqalim (en singular, iqlim) o distritos, cuyo equivalente actual podría ser lo que conocemos como comarcas.

La administración política del Estado giraba en torno a la figura del emir o, posteriormente, del califa. En la historia de al-Andalus hubo ocho emires, aunque el último de ellos, Abd al-Rahman III, fue el primero en convertirse en califa. Este último título uniría a las funciones política y militar que poseía el gobierno del emir la de jefe de la comunidad religiosa musulmana, la denominada umma. Dicho de otra forma, y comparándolo con el momento actual, el emir, como posteriormente el califa, era el Jefe del Estado, pero con unos poderes muy amplios. En torno a su figura se centralizaban todas las decisiones importantes que se tomaban en el Estado.

El segundo en la escala era el hachib o hayib, al que también se le denomina en ocasiones el gran visir. Era el equivalente actual a un primer ministro o un jefe de gobierno y además el jefe supremo de todos los visires o ministros. Estos últimos eran los consejeros o asesores del emir o califa. Podemos considerar a los visires como una especie de ministros o secretarios de Estado que se encargaban de administrar el palacio, las finanzas, el comercio, la justicia, la diplomacia y la guerra.

Todos estos cargos superiores se apoyaban en el denominado diwan. Con este nombre se hacía referencia al conjunto de oficinas de la administración central encargadas principalmente de la responsabilidad de los asuntos económicos, en particular de la emisión de moneda en las cecas o casas donde se acuñaban las monedas, y de la organización y recaudación de los impuestos.

Los valíes o walíes constituían el siguiente nivel de la administración. Aunque en un principio este nombre se había aplicado a los gobernadores militares enviados a la Península desde Damasco, con el tiempo pasó a designar a todos los gobernadores de las provincias del emirato.

La administración estatal se completaba con los cadíes o qadíes, que eran los funcionarios encargados de administrar justicia en nombre del emir, por tanto, eran una especie de jueces municipales. Sus funciones no se limitaban solo a litigios entre particulares, sino que eran mucho más amplias, englobando competencias sobre los impuestos, los mercados, las monedas, el comercio o las propiedades.

La consolidación del emirato independiente: los sucesores de Abd al-Rahman I

La vida del primer emir de al-Andalus fue, como diríamos hoy en día, una vida “de película”. Sin duda, el príncipe Omeya fue un hombre de un gran magnetismo personal sobre quienes le rodeaban. También sobresalió por su inteligencia. Esto lo demostró cuando en una sociedad tan compleja como la andalusí fue capaz de aunar a todas las facciones practicando la tolerancia religiosa y reconciliando a unos bandos con otros.

Cuando en el 788 le llegó la muerte a los 57 años de edad, al-Andalus era ya un territorio independiente consolidado. Con él, también lo hizo el principio dinástico basado en el carácter hereditario de la autoridad que, por espacio de más de dos siglos y medio, recayó en descendientes directos suyos. Todos los emires y la mayor parte de los califas que lo sucedieron pertenecieron a la dinastía Omeya andalusí que él había fundado.

Pero el sentido de la herencia del poder político entre los Omeyas no estaba establecido, por desgracia, en principios claramente determinados. En realidad este problema era común a casi todos los estados del mundo antiguo y medieval, hasta que posteriormente se estableció de forma generalizada el principio de que el heredero de la soberanía debería ser siempre el primogénito varón, y en caso de fallecimiento de este sin que tuviera hijos, el resto de sus hermanos por orden de edad.

Esto que luego llegó a ser aceptado comúnmente y que todavía lo es en las monarquías actuales, no era lo habitual hasta entonces. Imperios como el romano o el bizantino habían adoptado diferentes sistemas a lo largo de la historia para asegurar la sucesión pacífica de unos gobernantes a otros, aunque no siempre habían conseguido que esta fuera tan pacífica como era de desear.

Otros, como el reino franco, recurrieron al concepto patrimonial del Estado. Es decir, actuaban como si este fuese una propiedad exclusiva del rey que, poco antes de morir, lo repartía en partes más o menos iguales entre todos sus hijos varones (y a veces incluso entre las hembras también). Existía la idea de que estos hermanos gobernarían entre sí apoyándose fraternalmente, pero la realidad demostró también que esa forma de actuar se convertía casi siempre en papel mojado y que lo más habitual sería que tras fallecer el rey estallasen guerras civiles entre sus hijos.

Los visigodos habían optado en Hispania por otra alternativa. Aunque en ocasiones defendieron la herencia directa de padres a hijos, a partir del siglo VII se impuso la idea de la monarquía electiva. Es decir, un grupo de personas pertenecientes a las altas jerarquías nobiliarias y eclesiásticas (reunidos en el Aula Regia), elegía entre la alta nobleza al candidato que supuestamente era el más idóneo. Esto es lo mismo que sucedió en el Imperio romano cuando se impuso durante el siglo II la elección de “el mejor”.

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