La fuente última del acompañamiento

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Z serii: Diálogos #7
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2. Para entender la Escritura

La Escritura es palabra de Dios en sus hechos: «El plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente relacionados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas».

(Die verbum 2)

1. ESCUCHAR ES EL VERBO CLAVE DE LA ANTIGUA Y NUEVA ALIANZA

Es el verbo más importante de la Torá. Daniele Fortuna26 nos dice que la raíz shm (shemá ‘escuchar’) aparece 1159 veces en el Pentateuco. YHWH puede llegar al corazón solo a través de la escucha. Escuchar es el verbo de la fe, es el antídoto a la idolatría. La fe no es una cuestión de visión. Eidolon, en griego, quiere decir ‘imagen’, ‘visión’. En nuestra cultura posmoderna, plagada de imágenes que nos invaden sin pedirnos permiso, creemos que la intimidad y el conocimiento se da a través de los ojos; nuestra sociedad está basada en la vista. Pero la visión permanece fuera. La percepción visual enmarca la exterioridad y la distancia respecto de lo que se ve, mientras que las palabras llegan al corazón. Escuchar implica la humilde apertura de una oveja que se confía a su pastor cuando este le silba, porque el conocimiento es y se logra mediante la escucha, que en hebreo significa obedecer.27 Ser y escuchar y luego seguir es una unidad, como el Hijo hizo con el Padre: «Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10:27). Ningún ídolo puede arrebatarlas de su mano porque Él es más potente que todos los ídolos de este mundo. Dios nos da su identidad, por esto nadie puede arrancárnosla. ¡Basta escuchar para renacer! En el mundo en que vivimos, escuchar la voz de Dios, que nos habla desde el monte, es la zarza que milagrosamente sigue ardiendo sin consumirse, como la lámpara en Janucá, mientras duró la purificación del Sancta Sanctorum profanado por Antioco. Somos pobres e inconsistentes, débiles y pecadores, pero «tú, en tú misericordia, te pusiste en pie para ellos en su momento de dolor; tú has librado su batalla… Has puesto al fuerte en las manos de los débiles, los muchos en las manos de unos pocos» (oración al hanisim, literalmente ‘por los milagros’, que se recita durante la fiesta de Janucá).

Jesús es el verdadero Mesías, viene y nos llama para llevarnos hacia él, sacarnos de nuestra confortabilidad, es decir, saca de nosotros esta oveja que se ofrece, que fue aplastada por la idolatría cuando el ídolo le ofrecía pastos verdes y la llevó a terreno baldío, puro sequedal. Y lo hace porque es el siervo sufriente, que arde en el sufrimiento como la zarza de Moisés, pero no se consume, se da a sí mismo como el Shamash, pero multiplica el aceite del Espíritu Santo para pasar la luz de la verdad a las otras lámparas que somos cada uno de nosotros de manera que podamos brillar en el candelabro. El milagro que ocurrió con el candelabro de Janucá, y por lo que la lámpara duró ocho días, se repite: Jesús ha resucitado y ha dado a sus ovejas, a toda persona que escucha su voz, vida eterna, que es precisamente lo que simboliza el octavo día. Para que nadie pueda arrebatar ningún hombre/oveja de su mano, ha bajado a los infiernos para liberar a todos, judíos o griegos, que se encontraban allí.

Esto significa que, al que escucha, siendo acompañado por el mediador, el profeta o el Mesías, no se le consumirá el amor en su matrimonio, no se va a quemar la vida de su hijo, ni su ministerio sacerdotal, ni su vocación consagrada, no temblará cuando lleguen los días aciagos. Y para este milagro que cambia a cada instante en nuestras vidas, podemos creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, que es «uno con el Padre» (Jn 10:30). Porque Él ha escuchado al Padre, ha aprendido a obedecer en el sufrimiento, ha aprendido que la historia es un diseño de amor, incluso en la cruz. Dios no lo ha abandonado en el momento definitivo. Esa cita del salmo 22 en el momento de su muerte es el modo por el que el evangelista nos muestra que está recitando el salmo entero, que está preñado de esperanza, que habla de la confianza en que Dios está con él acompañándolo. Si lo escuchamos a Él, como él al Padre, entenderemos lo mismo. Así acaba el salmo que Jesús está rezando en la cruz de memoria, como buen hijo de Israel:

¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!: 24 «Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza, raza toda de Jacob, glorificadle, temedle, raza toda de Israel». 25 Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó. 26 De ti viene mi alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen. 27 Los pobres comerán, quedarán hartos, los que buscan a Yahveh le alabarán: «¡Viva por siempre vuestro corazón!» 28 Le recordarán y volverán a Yahveh todos los confines de la tierra, ante él se postrarán todas las familias de las gentes. 29 Que es de Yahveh el imperio, del señor de las naciones. 30 Ante él solo se postrarán todos los poderosos de la tierra, ante él se doblarán cuantos bajan al polvo. Y para aquel que ya no viva, 31 le servirá su descendencia: ella hablará del Señor a la edad 32 venidera, contará su justicia al pueblo por nacer: Esto hizo él (Sal 21: 23-32).

No duda de que YHWH escucha, de que su acción es maravillosa, rescata al hombre de las fauces del león, de las garras de los enemigos. Esta experiencia, monstruosa en principio, suscita la alabanza en la gran asamblea. Ha aprendido a esperar en el sufrimiento para contemplar al final que todo estaba en manos de Dios y que Dios todo lo hace bien, como se anunciaba en el Génesis.

Todo lo que Israel tiene que saber y hacer está contenido en esa prescripción de Deuteronomio 6: «Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas». La misma que determina la vida de Jesús y la vida de la Iglesia. Es la clave de la Trinidad, de la vida de Jesús, es la prueba de Israel en el desierto, que se replica en Nicodemo, en las tentaciones en el desierto, en la parábola del sembrador, en el padrenuestro, en la cruz, en los Hechos de los Apóstoles, en san Pablo y hasta la revelación definitiva del Cordero apocalíptico.

2. DIOS ES EL QUE ACOMPAÑA A CADA HOMBRE

YHWH va siempre por delante, abriendo camino cada día protegiéndolos del sol ardiente con la nube y en la noche guiándolos con la columna de fuego. Anticipándose a Moisés y previniéndolo respecto a lo que habrá de pasar. Haciendo a los profetas adelantar los acontecimientos que están por venir de manera inminente si Israel no escucha la palabra de Dios que ellos profieren. Dios va delante de Abraham, de Jacob, de José, de Israel, marcando la pauta, en el marco de una promesa. Estos tienen que aprender a dejarse llevar. Si ellos se dejan llevar de la mano, la promesa está garantizada. Cuando ellos toman las riendas y deciden por su cuenta, solo cometen errores. Una vez más, tocamos el punto que diferencia la fe de la religión. El hombre de fe camina detrás de Dios, lo sigue en el camino que Él va marcando. El hombre religioso tiene su propio proyecto y fuerza a Dios a seguirlo a él, a hacer su propia voluntad.

YHWH es el que hace que Moisés asuma su misión y que sea acompañado por Aarón; que Abraham se ponga en camino hacia Canaán con todo su clan; que Isaac se deje acompañar por su padre dócilmente hacia su propio calvario; que Rafael y Tobías se encuentren y que el primero lo acompañe hasta el encuentro con su futura mujer; que Jacob encuentre en su camino a un ser misterioso con el que tiene que luchar para salir fortalecido para encontrarse con su hermano Esaú, herido por el robo de la primogenitura; que José, causalmente, sea rescatado por unos madianitas camino de Egipto para que, tiempo después, se reencuentre con sus hermanos. Caminos a veces tortuosos y difíciles, pero siempre orientados a la reconciliación del hombre con su historia; es decir, con el plan de Dios para cada uno, después de haber explorado caminos propios desde su libertad intocable y haber experimentado el sufrimiento, la soledad, el dolor que causa el pecado en sus múltiples caras.

3. PRIMER PASO EN EL ACOMPAÑAMIENTO: MOSTRAR UN CAMINO DE RETORNO

Todos tienen que aprender a encarnar en ellos esta revelación dejándose amar a lo largo del camino de la vida. El camino de cómo se hace esto lo marca la Escritura. Previamente al cumplimiento del Shemá, que les abriría a los israelitas las puertas de la Tierra Prometida, han de aceptar la corrección por parte del acompañante (Moisés, los profetas, el Mesías) que evite la interpretación maliciosa de la Escritura. En el combate existencial, el Maligno intentará confundir al hombre e impedirle abrirse al don de ser amado, porque le hace sospechar que el amor de Dios no es sincero. Por eso, en el encuentro con Jesús o el mediador de YHWH de turno, siempre hay un diálogo mediado por palabras que, aunque a veces aparezca capciosamente en boca de los fariseos, saduceos o políticos y sacerdotes como un debate intelectual, siempre es un diálogo con los acontecimientos y en la historia.

La vida del hombre se presenta siempre como camino. No hay magia, no hay imposiciones, no hay adoctrinamiento, solo un reclamo a amar con todo el ser, sin doblez. Ante el fallo trágico que inaugura el pecado original, la libertad del ser humano, YHWH ha previsto la teshuvá, la posibilidad de que se dé un retorno, que aparezca el perdón, el amor, el empezar de nuevo. Se restaura la confianza y al pueblo o al hombre concreto se le concede el descanso: disfrutar de los frutos de la Tierra Prometida, descansar en el banquete nupcial, reconciliar la historia (estar en paz con aquellos sucesos o rasgos de la personalidad que no nos gustan). El que sea acompañado en este itinerario aprenderá a esperar siempre que todo lo que hoy nos hace sufrir al final adquiere sentido con paciencia, poniéndose a la escucha de la voz de Dios.

 

4. LA SANTIDAD ES UNA LLAMADA Y UN PROCESO

Moretti28 hizo un análisis de la escritura de los santos y solo encontró tres con tendencias innatas a la bondad. Los demás eran unos pobres hombres en un combate permanente. Los hagiógrafos nos muestran siempre el producto final del camino, pero no el proceso. San Ignacio era un iracundo y violento; santa Teresa, una lujuriosa y sensual; san Francisco, un vanidoso; santa Teresita de Lisieux decía que nunca rezó un rosario sin distraerse o sin combate.

El santo busca al amado en la noche. En el Cantar de los Cantares (5:8), la amada es tomada por una ramera. En ese proceso de búsqueda, la amada es acompañada solo por el olor del amado, que la impregnó un día. No lo ve desde entonces, ni lo oye. Trata de encontrarlo, pero le huye. Dios se encuentra con el hombre en donde el hombre va a pecar: «Allí donde te concibió tu madre, debajo del manzano…» (Ct 8:5). Eso es la kenosis de Cristo. El amado (novio del Cantar) le hace pasar incluso a la amada por prostituta ante los guardias de las murallas (Ct 5:7). Es la misma historia del santo: un buscador incansable del amado que pasa por todo tipo de pruebas y tentaciones, pero que persiste en su búsqueda.

La santidad no es un resultado mágico que se obtiene después de una serie de pruebas o de contingencias y que, una vez adquirida, adopta una forma estática. YHWH tiene sus tiempos. YHWH habla, pero deja que el pueblo explore sus propios caminos, yerre, pida ayuda, saque conclusiones. La paciencia de Dios es una clave importante. Sabe esperar. Callar no es fácil porque requiere tener paciencia para soportar el sufrimiento del otro que se equivoca o de mí mismo, que, en mi extravío, tengo que sufrir. Esto se entiende muy bien en la dinámica de las relaciones paternofiliales.

El hombre, el pueblo, tiene que despertar, decidir y sostener la decisión29 en el tiempo siendo llevado siempre de la mano de otro puesto en su vida por Dios. Despertar es descubrir que vive en la alienación, confiando en ideas —ídolos— como tabla de salvación; decidir (escuchar y obedecer la voluntad de YHWH es querer seguir sus caminos, sus huellas, pues Él va por delante) es la creatividad de la gracia, del Espíritu; sostener es ponerse siempre a la escucha antes de verse obligado a decidir; es decir, vivir en estado de conversión permanente. Es vital, y nada fácil, captar la enorme y esencial diferencia que existe entre entender la vida de fe así, como un combate permanente, algo dinámico, un ir de estela en estela, de hito en hito, con caídas y victorias —estas últimas de Dios, siempre de Dios—, y no entender la gracia como algo estático que se recibe de una vez para siempre.

5. LA INICIATIVA SIEMPRE PARTE DE YHWH

El hombre, o el pueblo, acompañado tiene tres condiciones en común: ser elegido, convertirse en testigo de la acción de Dios y ser enviado al resto de los hombres y naciones para testificar que Dios es uno, que ama a los hombres, que quiere ser escuchado.

Acompañar es adiestrar para un combate espiritual. Así lo expresa el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et exsultate, en el n.º 159, titulado «El combate y la vigilancia»:

No se trata solo de un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás). Es también una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal. Jesús mismo festeja nuestras victorias. Se alegraba cuando sus discípulos lograban avanzar en el anuncio del Evangelio, superando la oposición del Maligno, y celebraba: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10:18).

El combate al que YHWH convoca al hombre tiene tres frentes: entablar un diálogo sincero con él (la oración), iniciar un camino de conversión para abandonar los ídolos (vida de comunidad) y comunicar las experiencias victoriosas y compartirlas (testimonio).

6. LA OFERTA SIEMPRE ES EN LA LIBERTAD

El problema antropoteológico por excelencia es que esta realización del universo solo se lleva a cabo en la libertad. La potencia de la Resurrección de Jesucristo se manifiesta en el sacramento de la conversión: una decisión del hombre de volverse a Dios para dejarse recrear. El sacramento de la conversión está en el centro del acompañamiento.

La inestabilidad de la Creación residía en que la libertad amenazaba el orden establecido, por eso YHWH previó el camino de retorno al paraíso del que nos expulsamos cuando abandonamos el proyecto de Dios: la conversión. Esta posibilidad precreada, que espera al hombre retornando de su exploración del mundo de la libertad, descansa en la previsión por parte de Dios de que el hombre no iba a encontrar satisfacción en sus intentos de realización personal. Después de que el hombre hubiera probado la muerte óntica, la angustia, el no ser, en un acto afirmativo de su libertad, para que pudiera todavía retornar, Dios tenía que preparar un banquete de acogida como en la parábola del hijo pródigo. Este banquete es la celebración del sacramento de la penitencia. Para volver a entrar en la realización del plan que Dios tenía para el hombre, reconocerlo a Él como creador y aceptar caminar por el camino de Dios, hace falta un acto de libertad igual que para pecar; en términos teológicos: el rechazo o la aceptación de la voluntad de Dios es inconculcable. En el acompañamiento, Dios nunca obstaculiza la libertad del hombre. La conversión es decisión libre del ser libre. Y esta es la reentrada en el paraíso, en la comunión. El acompañar requiere aprender a esperar, porque es el otro el que al final tiene que decidir sin ningún tipo de coerción.

3. Antropología teológica bíblica 30

1. LA PERSONA MUESTRA EL ROSTRO DE DIOS

Nos dice Domínguez:

[El hombre] es ante todo un ser con dignidad propia, libre, responsable, llamado a realizar su vida, personal y comunitariamente, desde una vocación particular y llamada a la plenitud. Y no solo es «una persona» sino que es «esta persona concreta», con su cuerpo, su edad, su lugar, su historia, con su identidad, sus miedos y fragilidades, con sus genialidades y obras. Por ser persona concreta tiene que realizar su vida, y experimenta que es limitada, y, además, que está dañada. Ser persona es, siempre, ser persona frágil, estar incompleto, ser un animal prematuro, no acabado todavía. Por tanto, está sometida a sufrimiento en su proceso de crecimiento personal. Por eso necesita ser acompañada.31

Esa definición de persona encaja con la Revelación. El hombre sellado por el pecado original como alguien aquejado de envidia, de soberbia, que, creyendo realizarse a través de un acto de afirmación de sí mismo, se ve expulsado de la aceptación de sí mismo como criatura (paraíso), tiene que aprender a sobrevivir en soledad a pesar de la compañía del otro, lamentando la pérdida de la confianza en ese otro y en el Otro, construyendo cada día su habitáculo vital. Desde la psicología, nos dice Xosé Manuel, a esta situación de caída se la llama fragilidad, ser inacabado, prematuro, en proceso. Pero este ser está llamado a una vocación enorme: retornar a la relación con el Dios creador, volver a depositar la confianza que le daba el ser, aceptando voluntariamente el reconocimiento humilde de ser criatura, y no dios. Pero es justo este reconocimiento, sellado por los sacramentos, el que le devuelve a la persona su parte divina originaria.

2. EL HOMBRE ES UN SER RELACIONAL

En una época en la que todo el mundo proclama la autonomía y la individualidad, el aislamiento, solo hollado por perfiles en internet, la antropología bíblica defiende que el ser humano no es autónomo, es creado en relación con Dios y con otros hombres para la mutua interdependencia. Es creado por amor y desea regresar a la relación amorosa con su Creador. La creación siempre va acompañada de la bondad de YHWH, de la que depende. Gracias a su presencia permanente en la relación con su criatura, la creación y la historia se hacen inteligibles. En el Nuevo Testamento se encuentra la clave interpretativa del misterio que envuelve a la creación: el ser humano no puede encontrar en sí mismo el fundamento de su existencia y lo busca a través de Dios en su hijo encarnado, que llama a la humanidad a la vocación del amor. Cristo es un acontecimiento singular en la historia que pone en movimiento a los hombres para formar una comunidad en la fe, fruto del Espíritu Santo. Para ser libres nos liberó Cristo (Gal 5:1). La vida es un existir en Cristo para existir en el Reino como don y tarea por realizar en las bienaventuranzas con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. La muerte no tiene la última palabra, porque la resurrección de Cristo ha roto las tinieblas y las fronteras de la muerte y del mal. El pecado es una condición solo comprensible desde Cristo. La debilidad del hombre no lo incapacita para la vida divina, sino que es condición. En cuanto el hombre se reconoce pecador, ha empezado su conversión, su crecimiento interior y su liberación por la Gracia del Espíritu Paráclito, que nos defiende de nosotros mismos.

Acontecimiento que pone en marcha, comunidad que acompaña y reconocerse pecador son tres condiciones para la curación del alma. El pasaje del paralítico de Cafarnaúm, como muchos otros, los contiene todos emblemáticamente. Lo primero que aparece es el acontecimiento (la parálisis), lo segundo en importancia, la comunidad (lo bajaron entre cuatro). El tercer elemento surge cuando se lo presentan a Jesús: el verdadero problema no es la parálisis, sino que es un pecador, y no lo sabe. Es vital entender por qué Cristo pone el énfasis en el perdón de los pecados, y no en enmendar la plana a su Padre acusándolo subrepticiamente de haber hecho una creación chapucera permitiendo parálisis, cegueras o malformaciones. No viene a remendar la obra imperfecta. La curación es un mero recurso para avalar ante los espectadores que lo importante es que el que habla de perdón de los pecados, el que cura, es Dios, y que lo relevante es hablarle del amor de Dios: es el kerigma el que sana el alma, no el no ser ciego o cojo. No es un gurú o un maestro buenista y compasivo, sino que es Dios mismo el que certifica que lo importante es sanar los pecados. Cuando uno peca está intentando reparar aquello que está mal hecho de la creación. El pecado es la compensación de las heridas del corazón que no sanan porque no se experimenta el amor que se demanda o anhela. Cuando uno sufre por alguna razón (no se gusta a sí mismo, no se siente amado como él cree que debería serlo), busca caminos alternativos, atajos, que lo llevan a una soledad mayor, a una frustración mayor que sobrepuja pensando que más intensidad, mayor cantidad de satisfacciones o placer, será reparador… Sin darse cuenta, acaba en la parálisis, las adicciones, la esclavitud moral, afectiva, sexual, etc. El decirle a alguien que Dios lo ama, que lo espera, que anhela ser buscado para gratificarnos con su amor, perdonarle los pecados es recrearlo. Por eso, ese gesto se escenifica de manera enfática en la curación del ciego de nacimiento de Juan 9: le pone barro en los ojos y, con su saliva, le unta los ojos. No le pasa desapercibido a la patrística que el Hijo hace lo mismo que el Padre en el Génesis con la creación de Adán. Surge un nuevo hombre cuando el pecador es ungido por el Hijo del Creador.

La gracia es la que garantiza nuestra dignidad de hijos de Dios y la que nos impide desesperarnos al ver nuestra precariedad. Este ser caído, sin embargo, está bien hecho, es, como dice Berdiaev, un bogodoviche porque es imagen de Dios, es divinohumano.32

 

El hombre que se encuentra con Cristo no puede ser el de antes: es un hombre nuevo, porque percibe la vida de diferente manera y tiene por Cristo un nuevo sentido. Él sabe que ha sido salvado gratuitamente por el amor de Dios, y que este amor le permite verse a sí mismo, a los demás y al mundo de una manera nueva: como un don de Dios.33

El pecador peca para darse a sí mismo el ser porque no acepta el fallo trágico de no ser perfecto a sus ojos y los ojos de los demás. Este acto de afirmación, que trata de suplir las carencias con disfraces, cosmética o lucha titánica por superar los límites, resulta ser una trampa en la que nos vemos atrapados, cada vez más, cuanto más intentamos abrir el cepo. Que se nos perdone haber usado esta vía de escape de la historia nos da la oportunidad de ver la historia iluminada con nuevos ojos. Cuando podemos afirmar en nuestro interior que todo está bien hecho, que la creación está bien hecha, que Dios ha hecho todas las cosas bien…, estamos en disposición de coger la camilla, el matrimonio maltrecho, el trabajo esclavo, el cuerpo dolorido, y convertirnos en testigos de una nueva creación.

3. LA CONVERSIÓN: LA VIDA DIVINA QUIERE INHABITAR LA HUMANA

Aquí entra otro concepto clave en el acompañamiento: la conversión. La relación con los otros y con Dios siempre está contaminada por el pecado original. La envidia, los celos, el egoísmo son connaturales y necesarios en nuestra constitución antropológica. La teoría mimética, actualísima, nos pone en guardia contra el buenismo rousseauniano que nos rodea a partir de los estudios de René Girard y Jean Michel Oughourlian,34 que basan sus intuiciones en la sabiduría bíblica.

El pecado original tiene claros tintes miméticos: es en parte el intento de imitar al modelo porque lo amamos. Tanto lo adoramos que queremos ser como Él. La paradoja es que el amor y el odio están íntimamente unidos. Lo odiamos porque no podemos ser como Él. El afán usurpatorio es un vaivén que la psicología reconoce como double bind (un doble mensaje contradictorio: imítame, no imites). El modelo (Dios) no tiene arte ni parte, no rivaliza con el ser humano, solo quiere su bien. Es el sujeto humano el que se siente agraviado comparativamente y cree que el modelo es el culpable de su carencia de ser, de su no gustarse a sí mismo limitado. La conversión es un camino de aprendizaje inagotable para mirar al modelo no como un competidor rival, sino como alguien que me ama y quiere lo mejor para mí. Como dice el Génesis, ese primer antagonista que no quiere serlo (según Nietzsche es el único rival que el hombre tiene) se transforma fácilmente en el otro, cualquier otro. Aquí empieza la caída progresiva que sume al hombre en la soledad, en la tristeza, y que le despierta la necesidad de retornar a la alegría, al paraíso, después de la experiencia fallida de pretender realizarse fuera de Él.

Es muy importante entender bien el significado de la palabra conversión, pues es muy fácil deslizarse en interpretaciones moralistas y moralizantes muy en armonía con el concepto de vida de gracia comentado antes.

Olivier Clément35 dice que nada ayuda más al crecimiento espiritual, en vertical, de las personas que llegar a ese punto crítico en que uno es simultáneamente consciente de su finitud y de su sed de infinito, «y también de que el hombre no puede satisfacerse, que no tiene en sí mismo la fuente de la alegría». A partir de ese punto crítico, la persona está en condiciones de experimentar eso que se llama conversión.

De este modo, la experiencia de la división y de la sed, inevitable para todo hombre al que se ha prometido despertar, se convierte en el lugar espiritual de la conversión. Cuando la necesidad de infinito que el hombre invierte en las «pasiones» se muestra indefinidamente frustrada, el hombre descubre que solo Dios puede responder a ese deseo que le constituye […]. La distorsión en torno al concepto de conversión corre pareja a la de la palabra «pecado». Si el pecado ha llegado a reducirse a un simple «mal comportamiento», a un no ajustarse a la norma, la conversión ha terminado por entenderse como «un sentimiento moral de culpabilidad» y «un esfuerzo voluntarista por mejorar tal o cual aspecto en la superficie del psiquismo, por vencer tal defecto o tal vicio».36

Es curioso que la palabra griega metanoia, que traducimos como ‘conversión’, tenga menos que ver con los sentimientos y con los actos de voluntad que con el intelecto. Metanoia quiere decir textualmente ‘cambio de mentalidad’. O sea, que el epicentro de la conversión está en la inteligencia, aunque su onda expansiva toque también la voluntad y llegue por supuesto a los estratos más hondos de la afectividad. Dice san Pablo: «Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Ro 12:2).

La conversión comienza, pues, con un fogonazo intelectual que hace entender hasta qué punto uno está dividido y separado y, por lo tanto, mortalmente enfermo. Es un cambio radical de orientación: no es verme imperfecto, con unos fallitos por aquí y unos defectillos por allá, nada que una manita de pintura no pueda arreglar… Es tocar fondo en el conocimiento de la propia realidad, darme cuenta de que lo más nuclear, lo más propio, lo más esencial de mi persona —el encuentro, el amor, la llamada a la comunión— no puede cumplirse y no se cumplirá. Con esa luz se vislumbra a la vez, claro está, una buena noticia, una salida, una mano tendida: la de Jesucristo, aquel que me ama como soy y en quien el deseo que me constituye puede cumplirse. Convertirse, por eso, no es esforzarse por ser mejor, ni pedirle a Dios una ayudita o un empujoncito para ser una mejor persona. Es abandonarse a Él, dejarse abrazar y amar por Él, dejarle a Él los mandos y el control.

Otros pasajes del libro de Clément completan el cuadro:

La conciencia de estar dividido y de tener sed de no estarlo es indispensable al quebranto del yo superficial, al estallido del corazón de piedra. Sin este quebranto, Cristo no podría resucitar en mí. Por eso, los monjes dicen que el arrepentimiento es la «memoria de la muerte», en el sentido muy fuerte de una conciencia existencial de nuestro estado de división.

«Reducir el arrepentimiento a la conciencia de una culpabilidad individual estaría a un paso de ser vanidad», decía san Juan Clímaco. Hacer del pecado una simple culpabilidad individual sería además prescindir de Dios, ya que bastaría para tranquilizarse con cumplir la Ley. Pero, como observa Pablo, la Ley «no puede producir la vida» (Gal 3:21). Para el que toma conciencia de su muerte cotidiana, es decir, del asesinato cotidiano del amor, solo la victoria de Cristo sobre el infierno y la vida puede producir la vida.

El hombre que ha atravesado el diluvio de la gran conversión y que ha presentido las «revelaciones de la muerte» —dice Olivier Clément— está lleno en adelante de una dolorosa alegría. Está penetrado de una ternura que lo capacita para acoger al otro no ya como un enemigo, sino como un hermano —el genuino amor al enemigo—, de acogerlo sin juzgarlo y quizá de encontrar las palabras que lo despertarán a su vez. Las palabras que salen de un corazón curado de la envidia mimética rivalizante dan el ser al otro.

El objetivo de todo acompañamiento bíblico es la conversión. Se trata de liberar al hombre de la idolatría, del politeísmo, desde el que todos los elegidos parten, y abrazar el proyecto de Dios. El medio consiste en aceptar la llamada a la conversión, a cambiar de vida. Carmen Hernández37 tenía una batalla permanente a favor de poner el sacramento de la penitencia en el lugar adecuado, rescatarlo de las deformaciones que la historia de los pelagianismos y moralismos, y sus contrarios irenistas, han hecho de él. Para ella, la clave teológica por excelencia era hablar de la conversión. Es por esto por lo que no perdía oportunidad de insistir en lo que, para ella, era fundamental: la conversión es un acontecimiento de gracia, una nueva creación. Su fórmula ritual no se trata de un teatrillo, ni de un rebajar la importancia del pecado, ni de un cargar las tintas en un protestantismo velado. Reclama que la confesión solo es para aquel que tiene una llamada en lo profundo de su ser a la libertad, que quiere salir de la muerte. No es una pátina de barniz sensible, ni un desahogo expiatorio cuyo pago es flagelarse verbalmente frente a otra persona, ni un castigo moral impuesto por la Iglesia, sino que es una llamada a ser, a convertirse en una nueva creación. Es un hecho constatado también por el santo padre Francisco cuando insiste en la necesidad de superar dos herejías permanentes y omnímodas que sellan la historia de la Iglesia. El pelagianismo y el gnosticismo son los dos mayores enemigos de la santidad.38 Uno porque deposita en el hombre a solas la fuerza para salvarse y ser feliz cumpliendo la Ley, y el otro porque cree que basta solo el conocimiento y disocia o fragmenta al hombre en un dualismo irreconciliable: por un lado, la mente, que puede y quiere, y, por otro, el cuerpo, que se resiste y arrastra.