La fuente última del acompañamiento

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Z serii: Diálogos #7
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San Ireneo nos recuerda que hacer es propio de Dios; y del hombre, ser hecho. El hombre solo es verdadero hombre, hombre pleno, cuando se deja hacer, cuando es dócil. Necesita de otra voz para ser hecho en plenitud. La vida del hombre es la escucha, la fe, la contemplación constante de Dios. La perfección del hombre no es la autonomía, sino la escucha permanente. La obediencia define la perfección del hombre. El hombre espiritual es el que escucha, ob audiens… El creyente trata de distinguir lo malo de lo bueno y lo bueno de lo mejor. No solo trata de reconocer, sino que busca encontrar lo que Dios quiere realmente de él. Discernir es eso. Se trata de una actitud de vida, una disposición. Discernimiento es un estilo de vida; no se improvisa en los momentos de determinaciones o decisiones especiales.

A través del discernimiento buscamos ayudar a que la persona identifique los valores reales, descubrirlos y conocerlos, pero también poder experimentarlos y disfrutarlos. De alguna manera, se le ayuda a caer en la cuenta de la distancia existente entre el valor proclamado y el valor vivido, y cómo esto nos lleva a diferenciar de modo más agudo entre el bien aparente y el bien real. Se trata de caer en la cuenta de que no solo basta proclamar; más aún, detrás de muchas proclamaciones se pueden esconder funciones egocéntricas.

Todo ello es expresión de una formación permanente. Los problemas y acontecimientos diarios son mediación para formarnos en el aquí y ahora de nuestra vida. Concepto no solo pedagógico, sino antropológico-teológico. Es un hacerse más hijo en el Hijo por la acción del Espíritu. El Padre nos forma a través de la vida diaria, de situaciones de cada día… No existe una situación en la vida a través de la cual el Padre no pueda llevar adelante el que el hijo sea más lo que está llamado a ser. Lo importante es la disposición, la predisposición… No solo docilitas, sino docibilitas, como diría Amedeo Cencini. No solo aprender cosas, sino aprender a aprender…, a dejarse formar por la vida, a dejarse formar por el día a día y así hacerse realmente libre. Esto no pasa automáticamente. Muchas personas no se dejan poner en crisis por la vida, no se dejan tocar, no se dejan provocar, educar, instruir, corregir por la vida… No son creyentes. El acompañante debe ayudar y sostener al acompañado en crecer en esa actitud de docibilitas, expresión máxima de la inteligencia y de la libertad interior. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él [cf. 1 Cor 12:7], y no se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero existen muchas formas existenciales de testimonio (GE 11)».

Pero este discernir no puede hacerse solo. Tiene que ser acompañado, so pena de que caminar solo por el desierto de la vida lo extravíe o le haga tomar decisiones equivocadas porque no ha podido cotejarlas con otro que ya ha recorrido el camino, o que junto con él pueda pedir la ayuda de la gracia.

Se trata de ser ayudado a caminar hacia algún sitio. El peligro de andar solo por los desiertos sin orientación es dar vueltas sin sentido con el peligro de deshidratarse. Acompañar requiere ofrecer confianza, prestar conocimiento, ejercer autoridad. En algún momento acompañar nos sitúa ante ciertos rasgos cercanos a la paternidad. No se trata de una paternidad autoritaria o sustitutiva de nuestra libertad, proteccionista o paternalista. El modelo de paternidad en la Escritura está muy bien retratado en multitud de pasajes. Deuteronomio 32:6 anticipa el desarrollo que luego los profetas y el Nuevo Testamento sellarán: «¿Así pagáis al SEÑOR, oh pueblo insensato e ignorante? ¿No es Él tu padre que te compró? Él te hizo y te estableció». Isaías 64:8 recoge el concepto y lo amplia al de Padre/Creador: «Mas ahora, oh SEÑOR, tú eres nuestro Padre, nosotros el barro, y tú nuestro alfarero; obra de tus manos somos todos nosotros». Jeremías 3:19 deja claro que la intención de YHWH es la de la adopción amorosa: «Yo había dicho: “¡Cómo quisiera ponerte entre mis hijos, y darte una tierra deseable, la más hermosa heredad de las naciones!” Y decía: “Padre mío me llamaréis, y no os apartaréis de seguirme”». Los Salmos 103:13 ratifican la paternidad amorosa: «Como un padre se compadece de [sus] hijos, así se compadece el SEÑOR de los que le temen».

La paternidad en las Escrituras no es solo ternura, comprensión y dulzura, también es corrección. «Hijo mío, no rechaces la disciplina del SEÑOR ni aborrezcas su reprensión, porque el SEÑOR a quien ama reprende, como un padre al hijo en quien se deleita» (Pr 3:11-12). «Habéis olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige: hijo mío, no tengas en poco la disciplina del señor, ni te desanimes al ser reprendido por él; porque el señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (Hb 12:5-6). «Con llanto vendrán, y entre súplicas los guiaré; los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy un padre para Israel, y Efraín es mi primogénito» (Jr 31:9). «Él edificará casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí. Cuando cometa iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres» (2 Sm 7:13-14). «El me edificará una casa, y yo estableceré su trono para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí; y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que estaba antes de ti» (1 Cr 17:12-13).

Los evangelistas Mateo (6:26) y Lucas vas aún más lejos reconociendo el valor incalculable que tienen los hombres para Dios. «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y [sin embargo], vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?». «Vosotros, pues, no busquéis qué habéis de comer, ni qué habéis de beber, y no estéis preocupados. Porque los pueblos del mundo buscan ansiosamente todas estas cosas; pero vuestro Padre sabe que necesitáis estas cosas. Mas buscad su reino, y estas cosas os serán añadidas» (Lc 12:29-31). «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7:11). «Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más [vuestro] Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11:13).

Pero, sin duda, el clímax de la paternidad lo constituye la oración que Cristo nos enseñó para dirigirnos al Padre: «Vosotros, pues, orad de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”» (Mt 6:9), y sobre la que descansan las cartas paulinas reafirmando este descubrimiento. «Y yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor 6:18). La más exhaustiva de estas alocuciones de la paternidad de Dios es: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8:14-17). Gálatas enfatiza aquello que es atributivo del hijo adoptivo, la herencia y la posibilidad de llamarlo abbá: «A fin de que redimiera a los que estaban bajo [la] Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios» (4:5-7).

El acompañamiento por parte de Dios al hombre como hijo amado e instruido queda bien sellado en estos pasajes, pero sin duda es la parábola del hijo pródigo en la que esta expresión llega a su éxtasis. La paternidad del padre es paciente, entregada a la libertad del hijo. El padre sabe que no sirve de nada la Ley, que la Ley no salva a nadie si se la toma como un principio fundante de una conducta. No se trata de realizarse en su cumplimiento, ni de perfeccionarse. Lo que Granados llama ley de la imagen es que el hombre está llamado a ser como otro, y eso requiere un aprendizaje.

¿Se trata de obrar de acuerdo con mis perfecciones propias? No. La Ley de la imagen dice otra cosa muy distinta. No habla de autorrealización. Habla de algo más grande. Algo que excede a mis perfecciones individuales. Soy imagen de alguien más grande que yo. Por eso mi destino es más grande que yo, Por eso la ley de la imagen me exige plasmar en mí el proyecto de Otro. Sé como otro.23

El modelo para el hijo que ha de ser acompañado es el padre. Lo primero es que concede al hijo libertad para experimentar sin moralina. El hijo le pide que le dé su ousía, su «esencia». Sabe que, si no experimenta que lo que hay fuera no es satisfactorio, siempre estará frustrado y pensando que se pierde algo fuera de la casa del padre. Se trata de experimentar que la casa del padre es el mejor lugar para vivir. El hermano mayor está en esta situación de insatisfacción permanente. Cumple la ley, que cree que es el del padre, pero es la que él se impone a sí mismo. El verdadero acompañante ha de experimentar muchas veces el dolor de no poder evitar el sufrimiento del acompañado. En el caso de los hijos es un hecho incontrovertible: salirse con la suya es una condición del ser, se tienen que afirmar a sí mismos. Una paternidad proteccionista hubiera insistido en que la experiencia sería negativa y frustrante. ¿Para qué empeñarse en ella? El padre sabe que solo le aportará sufrimiento, pero también que, para saber esto, hace falta hacer esa experiencia arriesgada de libertad. No vale la experiencia del otro. Una paternidad autoritaria hubiera obligado al hijo a quedarse y no malgastar su ousía; no hay tiempo que perder en experiencias de vías muertas. La verdadera paternidad, sin embargo, sabe retirarse, sabe callar y esperar. Cuando vuelva (y eso solo es posible desde la esperanza, porque no hay garantías de que así sea), habrá oportunidad de reparar el entuerto. Pero hay una serie de lecciones más que aprender de este pasaje. ¿Qué compete hacer? La tentación de una paternidad impaciente, de un acompañante directivo, es que saque pronto las conclusiones, que extraiga la moralina de su fracaso. Tantas veces nos anticipamos haciendo la lectura inmediata de las consecuencias que ha tenido, de las lecciones que hay que aprender, que estropeamos el enorme aprendizaje que se obtiene cuando es uno mismo el que saca las conclusiones. Por eso, el padre, en lugar de sermonear, está esperando todos los días desde la colina que el hijo vuelva. Y, cuando lo ve venir, le sale al encuentro. Una serie de gestos escandalosos golpean a las mentes de corte más pedagógico: ahora es el momento. Pero ¿de qué?, ¿de hablar?, ¿de corregir? No. Tres gestos son aleccionadores sin necesidad de palabras: el anillo, el manto y las sandalias. La restitución de las cosas antes de la experiencia como si nada hubiera pasado o, mejor, gracias a lo que ha pasado; todo es nuevo. Ha aprendido que, lejos de la casa del padre, de sus consejos, de su compañía, ha acabado como un goim, comiendo algarrobas con los cerdos, lo más ignominioso para un judío. Ha aprendido que cualquier jornalero de su padre vive mejor que él. ¿Suficiente? Le falta la última lección: el amor del padre es escandaloso, le da el poder sobre su casa (sello y manto) y le otorga de nuevo la posesión de su patrimonio con unas sandalias nuevas para pisar la tierra de su propiedad. Y, por si fuera poco, manda que preparen un banquete para agasajarlo. La paternidad corrige sin malos modos, sin autoritarismos, con misericordia. La lectura de la historia ya la ha hecho el hijo, el padre solo recoge la experiencia apretándole sobre su pecho. Ahora permanecerá en casa agradecido, sin obligación, sin chantajes morales, sin tener que dar la talla. Ha experimentado la gratuidad del amor paterno, puede entrar en su reino con pleno derecho. La paternidad conduce siempre a los sacramentos: el banquete en el Nuevo Testamento es una constante; las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4) acaban con un banquete que unos ángeles preparan para Cristo; las parábolas del reino son todas contextuadas en un banquete; los desposorios acaban con una fiesta en la que el mejor vino es el que se escancia al final. La eucaristía es el modelo de banquete por excelencia. No puede ser otro el destino del acompañamiento. No se abren caminos para no ir a ninguna parte. El destino final de cualquier éxodo que se inicie ha de ser la fiesta. Solo en nuestro tiempo es concebible ponerse en marcha para la muerte, el sinsentido de la existencia nos envuelve. En condiciones normales, el hombre sale de su zona de seguridad solo para mejorar su condición de partida. No se trata tanto de lo que a lo largo de la historia se ha dado en llamar utopías, proyectos mesiánicos, como de aprender a vivir el hoy en una dimensión escatológica, sacramental, como reza el padrenuestro y como trata la celebración eucarística de hacer presente, como memorial, el acontecimiento pascual. La eucaristía actualiza la resurrección de Cristo en nosotros. Este debería ser el objetivo final de todo acompañamiento. En el hombre actual, el recorrido ha de ser mucho más paciente y largo, ya no está protegido por el humus de una cultura cristiana; por eso el acompañamiento es una herramienta fundamental: abriga, invita, mueve a la búsqueda, protege de la intemperie moral y afectiva en la que vivimos y lleva hasta la fiesta por excelencia, la del mejor vino, respetando el camino interior que ha de hacer aquel que no ha recibido todavía el don de la fe o que tiene que asentarlo sobre fundamentos sólidos.

 

Los mediadores —enviados, ángeles, profetas— son encargados de traducir el lenguaje de YHWH hasta en sus detalles y en sus consecuencias prácticas más nimias, ayudarnos a hacer la pregunta adecuada, no victimista, no exigente, no soberbia. Humilde: ¿Qué tengo que aprender de este acontecimiento? YHWH no habla grosso modo, sino que profiere palabras concretas, y si esas palabras no encuentran interlocutor, habla en la historia. Y, si su lenguaje parece críptico, para iniciados, solo lo es por la sordera heredada, fingida o contumaz del receptor, que prefiere regirse por su ego a fiarse de una voz extraña.

En el AT, Dios es quien enseña a su pueblo a través de estos acompañantes, débiles, miedosos como Jonás, quejumbrosos como Jeremías o duros como Ezequiel, pero toda la Escritura muestra que la pedagogía divina se sirve de todo tipo de relaciones y acontecimientos para que Israel escuche de una u otra forma al Dios que le ofrece la mano para salvarlo de sí mismo, su más impertinente y peligroso enemigo.

4.1. DECODIFICAR LAS FIESTAS

El padre de familia es el primer acompañante, responsable de la memoria para que sus hijos nunca olviden la acción de YHWH en la historia: «Estos mandamientos que te doy, tú los repetirás a tus hijos» (Dt 6:7, 11:19). Es un mandato de YHWH la insistencia en todo momento, en el que tenga lugar la conmemoración festiva de algún acontecimiento sucedido en el éxodo por el desierto, que el padre, en tono siempre solemne, recuerde a su hijo que fue el que es, el que «nos sacó el Señor de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido» (Dt 26:8). Liturgia, historia y cultura son una sola cosa. El padre toma pie de las solemnidades de Israel para explicar su sentido y hacer presentes los grandes recuerdos que conmemoran: Séder pascual (Ex 12:26) es una vigilia que dura toda la noche, es la noche de las noches, es un memorial de agradecimiento que actualiza la perenne acción de Dios en la vida de los hombres. Israel sigue celebrando desde su origen estas fiestas que recuerdan cada paso de la acción milagrosa de YHWH: esa noche se hace presente desde la creación al sacrificio de Isaac y todo lo que ha sucedido hasta la llegada a la Tierra Prometida. Esta acción de YHWH en la historia es narrada con una tensión escatológica que tiene por objeto la memoria agradecida a un Dios providente. En esa noche, los niños se han preparado especialmente con ritos especiales, con preguntas acerca de las costumbres, con ritos conducidos por el liturgo más importante de Israel, el padre, que sirven para enseñarles el credo compartido (Dt 6:20-25). Credo que no es más que el programa del éxodo, que empieza en Egipto, pero que en realidad es un paradigma intemporal. En esa noche se cantan los himnos y salmos que forman parte de la tradición (Dt 31:19-22; 2 Sm 1:18s) y todos los miembros realzan los vínculos inextricables de pertenencia a una familia y a un pueblo como marco de seguridad, de elección y de promesa a la espera de un nuevo Moisés, del Mesías.

Todavía hoy las fiestas son la columna vertebral del pueblo, a través de las cuales es acompañado el aspirante a formar parte de él. Remiten a ciclos de la naturaleza. Como la historia cultural de todos los pueblos que basan sus modos de vida en el sol y la luna, Israel celebra el paso de invierno a la primavera (Pésaj), la llegada del otoño (Sucot), la renovación de todas las cosas (Yom Kipur), las cosechas (Shavuot), etc. Pero Israel va transformando poco a poco estos eventos de la naturaleza en acontecimientos históricos. Toda la memoria y cultura judía descansa en los hechos maravillosos de YHWH y en el más grande de todos: la entrega de la Ley a Moisés.

Y la fiesta cotidiana por excelencia, el sabbat, que rige la semana en la que el padre introduce a sus hijos en el descanso verdadero, que no es no hacer nada para estar frescos y seguir trabajando al día siguiente, sino el tiempo para dedicarlo a la oración, al reconocimiento de YHWH en agradecimiento a su obra creadora. Es el día de la alabanza, de la lectura divina, de la vida en comunión.

4.2. DECODIFICAR LA LEY: DIEZ PALABRAS DE VIDA

En el Sinaí, Moisés recibió el encargo de ser el primer maestro en Israel (Ex 24:3.12). De él reciben los levitas el encargo delegado de interpretarla y hacerla viva (Dt 17:10s, 33:10; 2 Cr 15:3). El marco concreto de esta enseñanza es, como decimos, las fiestas que se celebran en cada ocasión en la que se rememore un acontecimiento; por ejemplo, la renovación de la Alianza en Siquén (Dt 27:9s; Jos 24:1-24). Toda conmemoración adquiere nuevas versiones cada vez que deba releerse y explicarse porque la historia no para, no es estática, y cada circunstancia aporta un nuevo aprendizaje al pueblo o al profeta que sabe escuchar (Dt 31:9-13). Siempre que los levitas traducen a la historia el designio de Dios (Jos 24), con la exhortación se mezcla la parénesis para inculcar al pueblo que debe aprender a vivir en la fe y a poner en práctica la Ley (Dt 4-11). El Deuteronomio reconoce todo un vocabulario de acompañamiento a través de la Palabra de YHWH dirigida al pueblo que se convierte en verdadero modelo de relación educativa: «Escucha, Israel…» (Dt 4:1, 5:1), «Sabe que…» (4:39), «Pregunta…» (4:32), «Guárdate de olvidar…» (4:9, 8:11s). La palabra debe estar constantemente en la memoria (Dt 11:18-21).

Los rabinos piensan que la Palabra de Dios no tiene límite, que desborda cualquier interpretación por rebuscada que sea. Los rabinos buscan conexiones entre hechos, palabras, significados a veces intrincados. Según las reglas del derás, quieren encontrar, más allá de la lectura literal, las misteriosas resonancias de cada palabra que ha salido de la boca de Dios: «Misterios santos, puros y tremendos manan de cada versículo, de cada palabra, de cada letra, de cada punto, de cada acento, de cada nombre, de cada frase, de cada alusión. Como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender diligentemente al contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe» (Dei Verbum 12). Martín Buber dice que «el diálogo entablado entre el cielo y la tierra es la sustancia vital de la Biblia. El hombre que quiere recibirla de veras en su corazón debe reemplazar, con su propia boca, la palabra escrita, las letras impresas, por el vocablo hablado. No basta con leerla con los ojos, sin mover los labios… Debe ser murmurado noche y día»,24 porque hay que interiorizarla y personalizarla.

Los levitas solo traen al presente la tradición recibida a lo largo de los siglos de experiencias históricas asimiladas. Los profetas tienen otra misión diferente. En ellos, la Palabra de Dios que profieren no está calcada de la tradición, sino que procede de YHWH por vía directa y en su nombre: instruyen, amenazan, exhortan, prometen, consuelan… Se apoyan en una catequesis que suponen conocida (compárense, por ejemplo, Os 4:1s y el Decálogo), dando por sabidas claves referenciales que solo desglosan para enfatizar la novedad. Y también los llamados sabios o maestros (Ecl 12:9), que educan a sus discípulos como YHWH a Israel, o los padres a sus hijos (Eclo 30:3; Pr 3:21, 4:1-17.20, 5:12s). Estos maestros apoyan su acompañamiento a los discípulos en la experiencia de la historia adquirida con el paso de los años reinterpretando la Ley, una y otra vez, aplicada a cada caso nuevo, y acudiendo a la palabra recibida de parte de YHWH a través de los profetas. El maestro trata de pasar a la siguiente generación el tesoro recibido como si de una sabiduría ancestral e incontrovertible se tratara. Los puntos fuertes de esta enseñanza son el conocimiento y el temor de YHWH como vías para una vida lograda, una ruta del encuentro —el éxodo— de lo divino con lo humano (Job 33:33; Pr 2:5; Sal 34:12).

4.3. DECODIFICAR LA RUTA DEL ENCUENTRO DE DIOS CON EL HOMBRE

En la casa-escuela (Eclo 51:23) se aprecia el modelo precursor de lo que serán según los momentos de la historia las yeshivás y las sinagogas: los doctores imparten una sabiduría (Eclo 51:25s) que servirá para que todos se encuentren con Aquel que un día los sacara de Egipto, en definitiva el único Maestro (Sal 25:9, 94:10ss; Pr 8:1-11.32-36; Sab 7:11s; Sal 71:17, 25:4, 143:10, 119:7.12). Pero la enseñanza bíblica de YHWH va más allá del mero conocimiento de la ley o de la tradición; quiere ir hasta las entrañas de Israel, penetrar en el corazón, quiere convertir la relación con cada uno de los miembros de Israel en un verdadero acompañamiento. Por eso establece un diálogo en la historia que prevé la indocilidad del corazón humano, que no acaba nunca de doblegar su soberbia voluntad ante el designio de Dios. Permanentemente, Israel vuelve su corazón a los dioses paganos, imita los pasos de los cananeos y de los demás pueblos sospechando de la bondad de un Dios que no acude presto a las demandas caprichosas del pueblo elegido. Al tozudo pueblo de Israel le parece que el que no sabe escuchar es YHWH, pero porque sus peticiones son siempre idolátricas y YHWH no se deja someter a ese chantaje.

 

En eso va a consistir el acompañamiento por parte de YHWH: hacerle comprender a Israel qué es la idolatría, porque existe connivencia entre el ídolo y la mentira. La verdad es el amor y la verdad es el icono frente al ídolo.25 Solemos identificar la palabra ídolo con algo meramente religioso y perdemos la potencia semántica que se encuentra subyacente en la Escritura. La clave está en la búsqueda de la verdad. En toda la Biblia es el hilo conductor que hay detrás de la liberación de la idolatría del pueblo de Israel: la verdad es la antidolatría. Buscar la verdad es aprender a no apoyarse en nada intermedio, en ninguna superstición, en ninguna creencia, nada más que en la búsqueda sincera de la verdad. La busca de la verdad está en relación directa con el vínculo amoroso con Dios, en encontrarse cara a cara con Dios. Las naciones adoran a ídolos de paja que no salvan porque se consuelan con las mentiras, con las medias verdades. La esencia y la meta del acompañamiento es ayudar a no buscar otro apoyo que la verdad, que es Dios. Emet, en hebreo —palabra que traducimos como ‘verdad, verdadero’—, se refiere a aquello en lo que uno se puede apoyar y es por eso fiable: lo firme o sólido, la roca. Acompañar es ayudar a adquirir la sensatez del hombre que construye su casa sobre roca. Y la roca es Cristo (1 Cor 10:4). Ayudar al acompañado a no apoyar o fundamentar su vida en los ídolos, que son mentira, que son un apoyo inestable y engañoso. Sobre ellos, la vida se derrumba, porque todos resultan ser efímeros y fraudulentos. La alternativa a la idolatría es la fe, no las creencias.

La fe es aprender a apoyarse en la experiencia sólida. El rostro a rostro no deja lugar a la duda. La experiencia es irrebatible, y esta se adquiere en camino, siguiendo la ruta. La meta de esta ruta no es un punto final: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ver el rostro de Dios?» (Sal 42:2); «Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, esperando tus palabras» (Sal 119:147). La meta es que cada día alcemos la mirada al rostro de Dios y anhelemos ser amados, acompañados por su Palabra.

4.4. DECODIFICAR LA SANTIDAD

La Escritura tiene como objetivo la santidad del pueblo, que significa vivir separado para YHWH. Todo es santo. No hay una división entre lo sagrado o profano como en el mundo pagano. Todo es santo porque todo ha sido creado por amor de Dios al hombre. El problema es que el hombre selecciona lo que escucha y elige aquello que quiere oír, no lo que debe oír. No tiene el corazón puro, ni sus labios, ni su oído. El conflicto llega cuando el hombre se conforma con caminos intermedios, con atajos y alienaciones, porque vivir buscando la verdad es arriesgado. La santidad es entendida como aquello que Dios separa para sí, qué es el hombre, para que no se contamine con los ídolos. «1. Habló Yahveh a Moisés, diciendo: 2. Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19). YHWH trata de desarraigar a su pueblo de los ídolos, como hizo con Abraham. Si el hombre adora a los ídolos es porque así se hace un dios a su medida, que puede controlar: convierte la mentira en verdad. Pero la única posibilidad de ser libre es no adorar a los ídolos y la única verdad es, dice YHWH, yo soy. «14. Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: Yo soy, me ha enviado a vosotros”» (Ex 3).

Yo soy tiene diversas y discutidas traducciones, pero es claro que se trata de la promesa de que YHWH siempre va a estar ahí cuando Israel lo necesite, va a ser el que será cuando lo vean actuar en la historia. El ídolo siempre estará opuesto al icono. Mentira y verdad son irreconciliables. Pedir a YHWH que acompañe es renunciar a la mentira de las fascinaciones transitorias de los ídolos, a los espejismos del desierto.

Como decía Max Scheler, «el que no tiene un Dios tiene un ídolo». El ídolo consiste en tomar la parte por el todo, es aceptar un trozo de fragmento de la realidad por la realidad misma. El icono es el verdadero rostro de Dios, la verdad completa. Mientras Israel cree que la fortuna, el oro, la salud, el poder, la violencia —los ídolos de los pueblos que conoce— le dará la tierra que anhela en propiedad, solo obtendrá la promesa de un ídolo que le reclama la sangre para concederle el deseo. YHWH, el icono, no se deja chantajear, ni manipular, ni reducir a un objeto, idea o proyecto. Ser separado para Dios —que es lo que significa la santidad— es un arduo aprendizaje que requiere apartarse, despegarse de la idolatría… para hacerse uno con Dios. Este apegarse a YHWH es la llamada que Israel tiene: separarse de toda oferta de salvación que no sea hacer la voluntad del Dios, que lo llamó al desierto.