El cálculo de la vida

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Z serii: Prismas #12
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PARTE I

BIOLOGÍA

1.

TEÓRICOS DE LA BIOLOGÍA

Y TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN

En mi obra Evolución: puente entre las dos culturas (Moya, 2010) defiendo que la evolución biológica es un lugar natural para el encuentro entre las culturas científica y humanista y que su estudio multidisciplinar constituye una forma de superar el antagonismo entre ambas que ya denunciara Snow en su famoso libro (Snow, 1977). Allí critico la tesis de Brockman (1996) respecto a lo que se conoce como tercera cultura, o que el asalto científico a la filosofía natural tuviera solo referentes en autores anglosajones, como Dawkins, Gould, Penrose, Gell-Mann o Pinker, por citar algunos ejemplos de científicos bien conocidos. Manifestaba allí que existe una vía continental, europea, de síntesis entre esas dos tradiciones que probablemente debiera abordarse en profundidad y que no necesariamente coincide con la naturaleza de los intentos llevados a cabo por los autores mencionados. Es más, son anteriores a ellos. Porque, en efecto, no creo que la posición de autores continentales como científicos y filósofos alemanes (Rensch, 1971; Lorenz, 1972; von Bertalanffy, 1976) o franceses (Monod, 1972; Jacob, 1973) de la primera mitad del siglo XX sea la de un asalto científico a la cultura humanista, sino una filosofía natural integradora y sintética en toda regla. Dicho de otro modo: ¿en qué medida no son ellos mejores exponentes de la tercera cultura, e incluso adelantados históricos con respecto a esos otros que menciona Brockman? En mi obra de 2010 afirmo que la propuesta de los autores continentales es genuinamente integradora: la biología y la evolución biológica facilitan el encuentro entre las ciencias físicas, las ciencias de la vida, las ciencias sociales y las humanidades. En este ensayo voy a entrar con cierto detalle a relatar la relevancia de algunos de los autores mencionados, concretamente, de Monod, Jacob y von Bertalanffy. Pero también voy a romper una lanza en favor de un autor británico heterodoxo que, a mi juicio, ha sido determinante para la delimitación de lo que podría ser una biología teórica: Waddington.

Cuatro obras, aparecidas en español entre 1972 y 1976, considero fundamentales por lo que han supuesto de anticipatorias para el campo de la filosofía natural sobre lo vivo y la biología teórica. Se trata de El azar y la necesidad (1972), de Jacques Monod, La lógica de lo viviente (1973), de François Jacob, Teoría general de sistemas (1976), de Ludwig von Bertalanffy, y Hacia una biología teórica (1976), obra editada por Conrad Hal Waddington. Tales obras han tenido una especial relevancia para mi formación, tanto en lo personal como en lo intelectual. En lo personal porque alimentaron mis ansias por conocer otros mundos y otras formaciones. Y en lo intelectual porque despliegan la problemática de la complejidad de los entes vivos y exhiben una filosofía natural que, aunque comprometida con la ciencia, no deja de ser crítica con ciertas tendencias reduccionistas en sus dominios, tendencias que podrían ser dañinas para el propio desarrollo teórico de la comprensión de lo vivo. Merece la pena que reflexione sobre ellas porque, con el paso del tiempo, he acabado por darme cuenta de que mi propio pensamiento se ha desarrollado como una prolongación de aquellas lecturas, sobre las que he ido y venido regularmente. He podido comprobar, aunque no fuera particularmente consciente de ello, que, a la postre, han sido determinantes en buena medida sobre mi particular forma de concebir y abordar la investigación de lo vivo. Pero ninguna de ellas, curiosamente, tiene por objeto central de estudio el de la teoría de la evolución o la reflexión filosófica en torno a ella, aunque todas, lógicamente, la tengan presente o la mencionen de alguna forma. Deseo hacer mención explícita a esta circunstancia porque la teoría evolutiva ha sido el ámbito donde he desarrollado mi carrera profesional, y pudiera parecer contradictorio, en todo caso, el que haya dirigido mis pasos investigadores hacia el desarrollo de la teoría evolutiva y no a otros ámbitos de investigación que pudieran estar más próximos a las ideas evocadas por las obras en cuestión. Buena parte de toda la moderna biología es una reconfirmación del origen común de todos los seres vivos. Tal origen comporta, también, la confirmación de procesos y mecanismos comunes que subyacen al funcionamiento de todos los seres o, en todo caso, la capacidad por nuestra parte de poder determinar en qué momento de la historia evolutiva aparecieron. El presente ensayo es un intento por mostrar la resolución de esa contradicción. Sobre el trasfondo de la evolución biológica, este ensayo pretende ofrecer, y suscitar, la reflexión sobre la tremenda problemática que supone comprender y explicar la complejidad biológica en toda su dimensión.

Pero al igual que muestro una vía continental, con la excepción de Waddington, de filosofía natural y biología teórica de los seres vivos, creo oportuno hacer referencia a otros actores intelectuales de diferentes procedencias geográficas y campos de investigación que durante la segunda mitad del siglo pasado han sido importantes para el desarrollo del pensamiento teórico en biología. Se trata de Alan Turing y de Robert Rosen. Ambos tienen, a su vez, precedentes importantes, que habríamos de ubicar en la primera mitad del siglo pasado, particularmente Gödel. Este lógico matemático y Turing son relevantes por diferentes motivos. El primero porque sus teoremas han permeado las ciencias empíricas. En efecto, asumiendo con cierto riesgo que las leyes de la naturaleza son algorítmicas, se puede derivar que en ella pueden aparecer comportamientos impredecibles a partir del conjunto de axiomas que las caracterizan. A lo largo de este ensayo introduciré a Gödel en varios momentos. Turing es fundamental en la medida en que contribuye a la creación de las ciencias de la computación y a cómo estas se constituyen en un lenguaje muy apropiado para captar toda la complicación de la fenomenología biológica. Rosen, de los tres mencionados, probablemente sea el más interesado en comprender qué es la vida, pues ha tratado de orquestar toda una teorización sobre ella, particularmente sobre la célula, captando propiedades abstractas de esta (aislamiento del ambiente, metabolismo, automantenimiento) y formulando una biología basada en las propiedades relacionales de los entes biológicos francamente pionera.

Teoría de la evolucióny evolución composicional

¿Qué motivos me llevan a no considerar en detalle en este ensayo a los teóricos de la biología evolutiva? Fundamentalmente diría que las contribuciones al pensamiento teórico en biología de los padres teóricos de la biología evolutiva, a saber: Fisher, Haldane o Wright, están archinarradas y que, a partir de ellos, probablemente se ha desarrollado una cierta corriente de pensamiento teórico que, precisamente, ha dejado de lado las aportaciones de los otros autores que aquí voy a tratar con más énfasis. Pero no debe caber duda alguna de que esos autores siempre están presentes. Sus formulaciones son una especie de hipótesis nula sobre la que la propia teoría evolutiva ha ido creciendo.

De sobra es conocido el dictum de T. Dobzhansky, sucesor empírico de los tres anteriores, de que «nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución». Y, en efecto, difícilmente podemos pensar cómo están organizados y funcionan los seres vivos si no consideramos cómo han podido llegar a ser las organizaciones y las funciones. La evolución introduce un componente de tiempo y de historia que no se puede obviar. Pero otra cuestión es si la teoría explicativa de la aparición de las organizaciones y funciones biológicas que se deriva de los teóricos anteriormente mencionados es suficiente. Porque la expresión de Dobzhansky no dice que tengamos que recurrir a una teoría específica de la evolución, sino que la evolución es absolutamente irrenunciable. Y ello es debido a que necesitamos incorporar a cualquier teoría de la organización biológica la presencia de factores que contribuyen a lo largo del tiempo evolutivo a la creación de variación genética heredable. Esta variación no es, exclusivamente, la mutación puntual. Existen otras importantes fuentes de variación, y son estas mismas fuentes las que la moderna biología evolutiva está poniendo de manifiesto, complementado así la teoría gradual de la evolución. Aunque son múltiples los estudios teóricos y experimentales aparecidos en las últimas décadas en relación con la ampliación de la teoría gradual de la evolución, tenemos un ejemplo excelente de síntesis y conceptualización en Richard A. Watson (2006). Y me interesa traer aquí la obra de este autor porque buena parte de sus aportaciones a la teoría evolutiva no gradual son computacionales, circunstancia que me sirve como reafirmación del valor que esta ciencia, su lenguaje y sus métodos y conceptos, tiene para la consolidación de la biología teórica.

Watson define un tipo de evolución que no es compatible con la evolución gradual, a la que denomina evolución composicional. El autor trata con mucho cuidado esta cuestión de la no compatibilidad, que intenta anclar en una fenomenología biológica bien conocida, dándole sustento empírico, para luego formular conceptualizaciones y simulaciones que ponen de manifiesto que esos fenómenos, en efecto, tienen como consecuencia procesos no graduales. Bajo el epígrafe de composicionales, Watson agrupa los procesos evolutivos que implican la combinación de sistemas o subsistemas biológicos de material genético preadaptado. El concepto de preadaptado simplemente hay que considerarlo como que los sistemas o subsistemas en cuestión, antes de integrarse, ya están adaptados. Fenómenos como el sexo, la hibridación, la transferencia horizontal, la alopoliploidía, pero sobre todo fenómenos como la integración genética de simbiontes, o cualquier mecanismo que encapsule a un grupo de entidades sencillas en una más compleja, proporcionando un nuevo nivel de organización, son los típicos que se integrarían en su noción de evolución composicional. Como podrá apreciarse no se trata de la introducción de un concepto evolutivo sin anclaje empírico. La simbiosis, por ejemplo, es un campo de investigación que ha tomado una prestancia sin precedentes en la biología moderna y cada vez es más frecuente encontrarse con integraciones del tipo que Watson menciona (Moya y Peretó, 2011). Más aún, la evolución composicional podría ir más allá del establecimiento de sistemas simbióticos sencillos. Pensemos, por ejemplo, en la extraordinaria complejidad de las asociaciones que se establecen entre determinados organismos, normalmente eucariotas, y sus comunidades microbianas, normalmente bacterias, que son procariotas. A esas comunidades se las conoce como microbiota y, a poco que pensemos, comprenderemos que se pueden establecer múltiples interacciones, de todo tipo, entre todos los agentes implicados. Cómo hayan podido evolucionar en la escala filogenética tales asociaciones, y cómo y de qué naturaleza es la sucesión ecológica que se establece durante la ontogenia de los organismos hospedadores, constituye una investigación muy candente en la actualidad. Por otro lado, no se nos puede escapar tampoco que tal evolución, que podríamos denominar cooperativa, comporta o debe comportar ventajas para los agentes implicados en ella y, por lo tanto, que la citada evolución de los nuevos entes debe responder, a su vez, a la selección darwiniana.

 

Ya he hablado de Waddington, y volveré a hacerlo más adelante, como uno de los pioneros de la biología teórica. Fue él quien formuló la noción de paisaje epigenético para mostrar que el fenotipo de un organismo es el producto de complejas interacciones entre los genes y muchos otros factores presentes a lo largo del desarrollo, entre los que no hay que descartar los accidentes y la aleatoriedad. Combinaciones determinadas de esos factores van canalizadas y acaban en determinados fenotipos finales. Si tomamos este concepto de paisaje epigenético y le añadimos el componente microbiano como un factor más, podremos apreciar que el fenotipo final es la combinación de múltiples factores donde no solamente interviene el genotipo del hospedador, sino también el de los microorganismos que alberga. Ellos mismos estarán sometidos a restricciones y condiciones de contorno, en permanente interacción con el hospedador y el medio ambiente. Aquello que podamos manifestar sobre el genotipo hospedador podemos formularlo sobre la comunidad microbiana que alberga (por ejemplo, propiedades generales sobre generación de variación genética, diferentes niveles de regulación de la expresión génica, metabolismo, funcionalidad del sistema frente a perturbaciones), pero también tendremos que contemplar que son nuevas entidades genéticas que se incorporan al conjunto y que, por lo tanto, deben existir niveles superiores jerárquicos que garanticen, de alguna manera, el adecuado diálogo entre ellas.

Conviene remarcar, y así lo hace Watson, la diferencia existente entre evolución composicional y evolución saltacional porque podría darnos la impresión de que son similares, cuando en realidad no es así. Los supuestos cambios genéticos que acontecen en la evolución saltacional son producto de un incremento en la tasa de acumulación de pequeños cambios, que suele ser muy alta en pequeños intervalos de tiempo geológico. Por otro lado, podríamos pensar también en procesos mutacionales de gran magnitud, incluidos los efectos en los fenotipos correspondientes, pero tampoco sería evolución composicional porque tales cambios acontecen en la dotación genética de determinados organismos. Y lo mismo podría sostenerse de fenómenos como la duplicación de genes. No son procesos que incrementen de forma sustancial, o puedan hacerlo, la complejidad del organismo que los experimenta. Se trata de fenómenos que aparecen en los genomas de organismos adaptados y su suerte está dictada por la selección natural. Para Watson, la evolución gradual darwiniana incorpora tanto el gradualismo clásico como el saltacionismo porque ambas formas de evolución son lineales en esencia. Es decir, la acumulación de cambios genéticos aleatorios, del tamaño que sea, es lineal, aunque probablemente los cambios más efectivos sean los de pequeña magnitud, dado que sus efectos fenotípicos tienen que ser evaluados por la selección natural. La evolución composicional especula sobre el valor que pudiera tener para la evolución en general la combinación de módulos genéticos preadaptados y estudia en qué medida tal circunstancia estaría en la base de la generación de novedades evolutivas o de complejidad. La estrategia de su éxito radica en que los componentes genéticos que se fusionan ya están previamente adaptados y, sobre la base de que cada uno de ellos está implicado, probablemente, en funcionalidades distintas, bien pudieran dar lugar a una entidad nueva exitosa evolutivamente y respondiendo con efectividad a la selección natural. Si el modelo de evolución gradual funciona por aproximación lineal sucesiva a un punto óptimo, el modelo composicional practica una estrategia distinta: la del divide y vencerás. Los sistemas o módulos que se integran están funcionalmente preadaptados para funciones distintas; y si la integración se acopla adecuadamente, su eficacia puede ser mayor que la de los sistemas por separado.

Una observación final relevante. Fijémonos en cómo el concepto de evolución por selección natural está presente tanto en la evolución gradual como en la composicional. Cuando he hecho referencia a que la evolución gradual es una forma de evolución lineal, indicaba también que así lo era la evolución saltacional. Deberíamos preguntarnos si otra forma de evolución, la denominada evolución neutra, se puede considerar desde el mismo prisma que la evolución gradual, es decir, como evolución de carácter lineal. Personalmente no tengo tan clara como Watson esa adscripción. Es cierto que la evolución neutra no está controlada por la selección natural, puesto que esta no es capaz de discriminar entre variantes selectivamente similares, por lo que su evolución no depende tanto de la selección natural como del tamaño de la población, conocido como efecto de la deriva genética. Por lo tanto, la acumulación a lo largo del tiempo de muchos cambios genéticos neutros podría en un momento determinado, y bajo nuevas condiciones ambientales, permitir la emergencia de fenotipos radicalmente nuevos. Pero para Watson esto sería equivalente a un cambio genético mayor que probablemente vería frustrado su éxito evolutivo frente a la selección natural. Por lo tanto, la naturaleza de los cambios neutrales y el ritmo al que se producen seguirían siendo lineales.

2.

AZAR Y NECESIDAD

Cuando cayó en mis manos, leí con auténtica pasión El azar y la necesidad, de Jacques Monod. La cuarta edición, publicada por Seix Barral en marzo de 1972, es una pequeña joya que releo con cierta frecuencia, pero a pequeños sorbos, tratando de saborearla. La obra lleva por subtítulo Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna. ¿Cuántos científicos de mi generación y posteriores han sido influidos por su enorme alcance intelectual? En verdad no lo sé, aunque me temo que muchos menos de los necesarios. Monod era perfectamente consciente de que el libro que escribió en modo alguno respondía a un tratado sistemático de filosofía de la ciencia ni tampoco a una obra formal en torno a los experimentos cruciales que dieron lugar al nacimiento de la biología molecular. El afán de Monod, como el de muchos otros científicos continentales, está en trascender, en aportar reflexiones desde su propia investigación al pensamiento secular en torno a la vida. Monod afirma que «desde luego hay que evitar toda confusión entre las ideas sugeridas por la ciencia y la ciencia misma; pero hay que llevar hasta sus límites las conclusiones que la ciencia autoriza, a fin de revelar su plena significación».

Monod sostiene con claridad algo que no acaba de verse con tal precisión o delimitación en la obra de científicos posteriores que han escrito ensayos similares: la distinción entre lo que la ciencia es y lo que la ciencia evoca. Pero también es partidario de llevar la evocación de la ciencia hasta donde sea posible. No es un ejercicio intelectual vano. La ciencia tiene el mismo derecho que otras formas de pensamiento para interpretar las cosas del mundo hasta donde su propia racionalidad autorice. Ese ejercicio no es vano, sino que permite la libre competencia por la explicación coherente del mundo con otros sistemas de pensamiento, particularmente la filosofía, la religión o el arte. Pero no es un pensamiento hegemónico o hegemonizante porque viejos problemas pueden adquirir una nueva luz interpretativa tras un último hallazgo científico, por ingenuo o inocuo que este pudiera ser. Hay que estar ahí para poder trascender el hallazgo, ponerlo en el contexto de la cultura moderna. Ese era el deber que se impuso Monod, consciente de que podría ser tratado como ingenuo por los filósofos y con desconfianza por los científicos.

Para Monod el vitalismo no es una filosofía obsoleta, oscura, trasnochada, ajena a la explicación científica de la vida. Monod trata de entender el mensaje que subyace en la evolución creadora de Bergson, que califica de vitalismo metafísico. Pero reconoce que algo hay de intrigante en el impulso vital del filósofo francés, el motor de la evolución. El citado impulso es responsable de esa capacidad que tiene lo vivo de domesticar, de organizar lo inanimado. Podríamos pensar que una filosofía de tal tipo fuera finalista, con una suerte de determinación por causas finales y eficientes que llevaran a sostener una relación entre el creacionismo y el vitalismo metafísico. En absoluto. Cabe la posibilidad de interrogarnos retrospectivamente sobre la naturaleza del citado impuso vital y tratar de entender si a Bergson le hubiera satisfecho el conocimiento actual, teórico y empírico, de que disponemos sobre la célula y su funcionamiento para que, de esa forma, quedara perfectamente integrado en la ciencia. Me gusta imaginar que así sería, pues se trata de una tesis que va a favor de la conexión entre la racionalidad filosófica y la científica. Bergson no podía responder a tal pregunta científicamente o, mejor dicho, con las herramientas conceptuales y empíricas de su tiempo, insuficientes a la luz de lo que ahora sabemos. Pero era consciente de que en la vida debía existir algo fundamental que llevaba a desplegar estados o procesos singulares con respecto a otras cosas del mundo. En ausencia de tal explicación, el filósofo se acogió a un principio intangible. Como hipótesis de trabajo no estaba nada mal porque por encima de todo existía la necesidad de dar con una cierta explicación de su peculiaridad, particularmente la relacionada con la dominación y el control de lo inanimado. Cuántas veces hemos recurrido a la formulación de entes sin correlato físico inmediato o disponible y que han estado en la base de la explicación de los fenómenos del mundo: la fuerza, la inercia, el gen, la interacción entre componentes, por citar algunos.

En la evolución por el impulso vital, el hombre representa un estado supremo, reconoce Bergson, pero bajo una total indeterminación. Somos una maravillosa manifestación del impulso creador, pero del mismo modo que estamos aquí podríamos no estar. Al igual que ocurre con la discusión científica en torno al origen de la vida, cabe la posibilidad de preguntarse en torno al origen del impulso vital. Una vez que la vida aparece, el impulso también lo hace. De hecho, serían equivalentes. Responder con una teoría al origen de la vida es responder al origen del impulso. Pero esa teoría no estaba disponible en su época, y en la actualidad seguimos investigando sobre ella con más o menos ahínco. La evolución, de forma indeterminada, ha conducido al hombre, quien, a juicio de Bergson, constituye una entidad que pone de manifiesto la total libertad del impulso creador. Toda esta metafísica no es incompatible con la ciencia y la explicación del origen y la evolución de la vida.

El hombre es un ser más producto de la evolución, ciertamente. Para Bergson, no obstante, nuestra inteligencia racional es algo que nos ha permitido dominar la naturaleza. Pero tal cualidad no es la apropiada para captar aquello que la vida es. Según este filósofo, tal aprehensión se puede producir recurriendo a otra cualidad general que el impuso vital hace presente en todos y cada uno de los seres vivos: el instinto. Es el instinto el que puede promover en el hombre la intuición que necesitamos para captar la vida en toda su dimensión. No necesariamente es esta una tesis que se pueda compartir en función de la visión retrospectiva desde la ciencia actual. Porque la inteligencia humana tal y como hoy la conocemos es más que inteligencia adaptada para el dominio de las cosas o el control del mundo. La inteligencia es más que racionalidad. La intuición es una manifestación más, entre varias, de la inteligencia. Y, en todo caso, el hombre, con toda la singularidad que conlleva el despliegue de su inteligencia, es un ser que puede mirar retrospectivamente el camino que lo ha generado. Sabemos del árbol más o menos sinuoso en el que nos situamos y en qué momento apareció la rama que nos trajo al mundo. Nos acercamos con celeridad a disponer de una inteligibilidad de la vida. Bergson no creía que la racionalidad fuera suficiente para proporcionarla. Mi cuestión, de nuevo, es si mantendría tal afirmación de conocer los avances que se han producido durante el siglo XX en torno a la célula y la evolución de los organismos.

 

¿Y qué decir de la entelequia o fuerza vital de Hans A. E. Driesch? Para este científico, al que también se le ha calificado de vitalista, la célula no se capta en sus componentes. Cuando entramos en sus detalles somos capaces de advertir componentes o procesos que se asimilan perfectamente a fenómenos físicos y químicos. Pero tales componentes materiales de la célula no permiten entender lo que la célula es, o en todo caso describirla. Para Driesch debe existir algo en ella, una entidad que califica de no espacial, intensiva y cualitativa a la que necesita recurrir para poder afirmar que una célula, la unidad mínima de lo vivo, es algo distinto de un ente físico no vivo. Es cierto que la célula se compone de entes espaciales, extensos y cuantitativos, pero lo que la célula sea no se capta por la mera combinación de estos. Hay algo más, una propiedad que le da su ser, la de ser vivo. Driesch, como Bergson, estaba lejos de poder vislumbrar qué fuera tal entidad, que, por otra parte, gozaba de la enorme capacidad, singular en el mundo, de que los seres imbuidos con ella eran capaces de evolucionar y modificarse.

Ernst Mayr, en un ejercicio clarividente con el fin de justificar la problemática planteada por los autores vitalistas, afirma en el 2002, en la conferencia Walter Arndt sobre la autonomía de la biología, que:

Sería ahistórico ridiculizar a los vitalistas. Cuando uno lee los escritos de uno de los líderes del vitalismo, Driesch, acaba por estar de acuerdo con él en que muchos de los problemas básicos de la biología simplemente no pueden ser resueltos con una filosofía como la de Descartes, para el que un organismo es una máquina (...). La lógica de la crítica de los vitalistas fue impecable. Pero todos sus esfuerzos por encontrar una respuesta científica a los denominados fenómenos vitalistas fueron fallidos (...). El rechazo de la filosofía reduccionista no es un ataque al análisis. Los sistemas complejos no pueden ser entendidos sin un análisis minucioso. Pero las interacciones de los componentes deben ser consideradas tanto como las propiedades de los componentes aislados.

El crédito que Mayr da a los vitalistas no puede ser mayor. Por un lado, afirma que estos no estaban dispuestos a asumir que un ser vivo, una célula en su expresión más elemental, fuera una máquina. Desechan la concepción cartesiana de la equivalencia entre máquina y ser vivo. Esa equivalencia está en la base, según Mayr, de una filosofía reduccionista que vitalistas científicos como Driesch no estuvieron dispuestos a aceptar. Aunque sea de forma retrospectiva, hoy claramente podemos afirmar que un ser vivo, de ser como una máquina, es una muy especial. Tiene una particular capacidad de sortear los problemas y los defectos y seguir funcionando a pesar de ellos, siempre y cuando no sean muy destructivos. Pero, desgraciadamente, los vitalistas científicos tuvieron un problema monumental: no encontraron forma, con las herramientas conceptuales y técnicas de su tiempo, así como datos empíricos, de dar con una explicación científica de lo que pudiera ser un ente vivo. No negaban el valor que el estudio analítico de los seres vivos pudiera tener para poder comprender mejor la complejidad intrínseca que estaba asociada a ellos. De hecho, Mayr sopesa el valor del análisis en su justa medida pero, al igual que los vitalistas de otrora, quiere entender que la vida necesita ser estudiada al mismo tiempo con otras aproximaciones. Mayr reivindica a los vitalistas porque son antecesores de una tesis que le resulta preciosa: la de que la biología es una ciencia autónoma. Por otro lado, este científico trata de poner en contexto actual la citada autonomía. Y es entonces cuando introduce la noción, muy moderna, de la interacción entre los componentes. Para Mayr las interacciones son tan importantes como los componentes. Por lo tanto, cabe formularse la siguiente pregunta: ¿eran las interacciones de los componentes el elemento clave que añadir al conjunto para poder dar con una explicación cabal de esa entidad a la que llamamos vida? ¿Es la interacción, en sentido genérico y cualitativo, la ansiada fuerza vital de Bergson o la entelequia de Driesch? Muy probablemente. Esta obra es una excursión intelectual que toma la noción de interacción como algo muy propio de los fenómenos complejos presentes en la naturaleza, los asociados a la vida y, particularmente, a su unidad básica, la célula. De la interacción surgen las emergencias, y estas pueden constituir nuevos niveles de organización con su propia lógica y sus propias leyes. La vida es un fenómeno emergente y representa un nivel de organización que dispone de leyes propias para su propia comprensión con respecto a los elementos que la componen. Tanta ha sido la insistencia histórica de esta cuestión por parte de ciertos filósofos y biólogos holistas que casi podemos afirmar que ha sido una tradición secular que ha corrido paralela a otras de carácter más analítico, una tradición siempre presente, crítica, minoritaria, pero persistente. Una tradición que ha estado esperando la llegada de su momento de gloria. Son varios los factores que ha sido necesario que se materializasen para poder afirmar que el momento del holismo biológico ha llegado. La biología, o una cierta tradición de esta poco proclive al análisis, ha sido una ciencia abanderada del emergentismo y sostenedora de la tesis de que cada nivel de organización tiene sus propias leyes. La biología ha inculcado en otras ciencias, la física incluida, tal filosofía.

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