Cuando íbamos a ser libres

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LIBERTAD, PROPIEDAD, SEGURIDAD E IGUALDAD

Libertad, propiedad y seguridad constituían los tres manantiales de la felicidad de los Estados según Valentín de Foronda, el influyente escritor español de la segunda mitad del siglo xviii. Con posterioridad agregó un cuarto manantial, la igualdad. Enemigo del despotismo y promotor de los derechos ciudadanos, lector de Smith, Necker y Locke, Valentín de Foronda fue uno de los primeros representantes de la tradición liberal española. Sus ideas fueron referenciales en los debates políticos del continente americano. La alegoría de los manantiales —así mencionados o mutados ya en derechos— es citada simultáneamente en México, Colombia y Chile durante las primeras décadas del siglo xix, y debió suceder lo mismo en otras latitudes. Esta es la versión chilena del argumento, donde los manantiales se llaman derechos, y apareció en el periódico gubernamental que a la fecha editaban Antonio José de Irisarri e Ignacio Torres.


Política

Gazeta Ministerial de Chile, Santiago, 19 de junio de 1819, Núm. 97, pp. 1-3

Cuando la regencia política de Sud América ha hecho conocer a sus hijos que tenía derechos; cuando estos derechos no son otra cosa que la libertad, la propiedad, la seguridad y la igualdad; observamos con dolor que ellos regularmente se confunden por un espíritu de corrupción o de ignorancia. La libertad civil no es otra cosa que la facultad de usar como uno quiera de los bienes adquiridos, en no vulnerando las acciones de los demás hombres ni las leyes directivas de la sociedad. Sin embargo, equivocando este derecho con la libertad natural que íntimamente nos autoriza para hacer el bien o el mal, fácilmente degenera en licencia. ¿Qué? ¿Son tan pocos los bienes que están a nuestro alcance, que no podamos dentro de su esfera ser libres sin salir a buscar el vicio? En semejante sistema no existiría la libertad sino donde existiese la anarquía, pero siendo esta incompatible con la ley, era necesario que no hubiese institución alguna para que se diese lugar a la libertad; era necesario que no hubiese forma alguna de gobierno, y que reducidos todos a nuestras fuerzas naturales, derivásemos nuestra felicidad de nuestro poder personal. Entonces o todos debiéramos ser ángeles; o solo sería dichoso el que tuviese la robustez de Hércules, a costa del trabajo de oprimir a los demás. Esta es por otra vía la felicidad exclusiva de los déspotas. Bastante poderosos por la colección de muchas fuerzas para concentrar en sí mismos toda la bastante a tiranizar los pueblos; estos son los verdaderos esclavos de un opresor sin responsabilidad. ¿Y no es este el retrato de un monarca español respecto de la América? La descripción parece ajustada al original. Lo que sucede en la anarquía de hombre a hombre, sucede en el despotismo entre los vasallos y el tirano. Si aun hay quien así quiera ser libre, los puertos están abiertos, y puede elegir entre una isla de salvajes o la península española.

La propiedad es aquella prerrogativa concedida al hombre por el autor de la naturaleza de ser dueño de su persona, de su industria, de sus talentos y de los frutos que logra por su trabajo. Pero la misma naturaleza le impone ciertos deberes a que debe ceder el dominio exclusivo, o más bien hay casos en que se suspende ese dominio, porque un objeto de preferencia llama a sí cierta porción de las propiedades: Toda aquella que no es indispensablemente necesaria para la vida. Nacido el hombre para la sociedad, y constituido en ella, sería un criminal si viendo morir de hambre a otro de los asociados le dejase perecer: porque habiendo un derecho recíproco de auxiliarse los unos a los otros, la acción que yo tendría sobre ese indigente cuando reclamase su asistencia tiene él cuando implora la mía. ¿Y cuán fuerte no será esta acción si se exige por toda la sociedad? Egoístas miserables. ¿Cuál es vuestro plan cuando miráis a la patria en conflictos, cuando conocéis que ella puede ser conquistada por un tirano faltando los medios para resistirle? ¿Juzgáis que porque vosotros hayáis trazado buenas fianzas para sobrevivir a la opresión de los demás, quedáis desobligados a concurrir con vuestras propiedades a la urgencia de la patria? Si creéis que hay patria sin derechos; si creeis que ella no es más que un mapa flotante al arbitrio del agresor más afortunado; yo os absuelvo, entre tanto que me consuelan las exacciones que os arrancarían los nuevos tiranos, y que no os habrán sido indiferentes las que se os han quitado por vuestros antiguos amos para que un favorito rodase carros de acero. Así se respetaba la propiedad del americano por los reyes de España; y así es como los tacaños del día juzgan que haciendo del derecho de propiedad un tesoro escondido, pueden al cabo comprarse la servidumbre en que nacieron.

La seguridad es el derecho de no ser violentado, ni la víctima del capricho del que manda. Si no hubiese una ley superior a la voluntad del gobernante, nadie estaría seguro. El remordimiento es resorte muy débil para hacer respetar la virtud, y mantener al poder dentro de sus límites. Si ninguno se les han prescrito, ¿quién podrá argüirlo de que ha salido de su órbita? No tendrá contra sí, sino la voz impotente de la naturaleza. La ley es la única que puede comunicarle vigor y ponernos en seguridad; pero esta seguridad no ha de confundirse con aquella abstracción absoluta a que apelan los hombres indolentes para no pertenecer a partido alguno, juzgándose seguros en todos. La cuenta les sale errada, porque haciéndolos sospechosos la indolencia, son el objeto de la persecución en cualquier sistema de gobierno. ¡Digno estatuto el de Solón, que en las revoluciones prescribía declararse precisamente por uno de los partidos! El de la patria es el solo que puede consultar la seguridad en la lucha sangrienta de Sud América con sus obstinados opresores. ¡Qué más quisieran estos que vernos interpretar la seguridad como una salvaguardia contra el imperio de la ley! No, ella nos impone la necesidad de no faltar a su obediencia, si queremos gozar de su garantía, porque, como dice un político, no hay derechos sin obligaciones; y las obligaciones son la medida de los derechos. El que entienda por seguridad un escudo impenetrable a cuyo través puedan cometerse los crímenes impunemente; es necesario que haya robado el derecho de los demás hombres, o que se haya vestido de la púrpura de un rey de España que no teme un juzgador en la tierra. ¡Infeliz el pueblo que deriva su prosperidad de la sola virtud personal, pero contingente del que le rige! La seguridad de la ley es la del que gobierna, y la del que la obedece.

La igualdad es el derecho de invocar la ley en su favor lo mismo el rico que el pobre, el grande que el pequeño. No es esto decir que todos tengan unas mismas leyes. Son y deben ser diversas las que reglamenten al clérigo, al militar, al simple ciudadano, al pupilo, al mayor de edad, etc., etc. La igualdad está en la acción. Todos la tienen para llamar en su socorro la ley vigente en su clase, para que el vicio se castigue, y la virtud se premie. Las diversas jerarquías de la sociedad no se oponen a esta igualdad legal; lejos de eso, la conservan, porque no pudiendo haber orden sin ellas, ni pudiendo haber sociedad sin orden, es una consecuencia que aquellas precedan a la igualdad de la ley. Para que yo sea igualmente libre en todo mi cuerpo, ¿será preciso que la cabeza tenga el mismo ministerio que las manos? Yo pienso que aun ciertas desigualdades que en el fondo de la naturaleza son efectivamente una quimera, deben respetarse en lo político, si no se quiere que descorrido el velo se desaten las pasiones impulsadas por la ignorancia y falta de educación (vicios que siempre están en la pluralidad) y lo asolen todo en un momento de anarquía. Dejemos que exista esa desigualdad: pero que ella desaparezca, cuando la ley pronuncia contra el delincuente. Yo vi reír con un exceso de admiración a cierto ciudadano que casualmente leyó aquella ley de partida que condena a muerte al incendiario plebeyo, y a solo destierro al noble; como si hubiera alguna distinción en el crimen, o muy poca diferencia entre el ser y la nada. Tales eran las leyes españolas. ¡Qué lástima que todavía no entremos en el trabajo de reformarlas para que en el derecho privado no puedan alegarse las que contradicen a los fundamentales que hemos proclamado, libertad, propiedad, seguridad e igualdad!

MONTESQUIEU DICE

La multiplicación de dilemas es una imagen útil para comprender la dinámica del debate político que siguió a la Independencia. Esto no dice mucho de los contenidos, pero sí de la tónica que se fue imponiendo sobre un sistema forzado a hablar lenguajes y ensayar arquitecturas institucionales que —lo entendemos mejor ahora— recién despuntaban a nivel global. En ese contexto, los debates constitucionales fueron arenas donde se exploraron las más acuciantes preguntas, entre ellas los riesgos a que estaba expuesta una de las principales conquistas del proceso: la libertad. Ríos de tinta se dedicaron a establecer su significado, y también a reflexionar sobre cómo instituir un poder capaz de garantizarla sin el peligro de asfixia. Este texto publicado en la antesala de la promulgación de la Constitución de 1822, que tuvo corta vigencia, aborda la dimensión institucional de ese dilema, precisando cómo aclimatar el principio de la división e independencia de poderes.


La distribución de poderes en la Constitución

El Cosmopolita, Santiago, 28 de septiembre de 1822, Núm. 10, en Colección de antiguos periódicos chilenos, 1823-1824, Guillermo Feliú Cruz ed. (Santiago: Ediciones de la Biblioteca Nacional, 1965), pp. 49-51

 

No necesita examinar los poderes concedidos por esta Constitución, la política de su distribución debe ser evidente a todos. Los representantes del pueblo predominan: ellos exclusivamente proponen los auxilios para el sostén del gobierno; este es el instrumento poderoso por el cual vemos en la historia de la Constitución Británica una representación humilde del pueblo gradualmente aumentando, y finalmente predominando los otros ramos de este gobierno. Este poder sobre el tesoro puede considerarse como el más eficiente con que una Constitución puede armar los representantes inmediatos del pueblo para obtener una reforma de todos los abusos, y para efectuar todas las justas y sanas medidas.

La Convención concedió el Poder Ejecutivo a uno solo para que tenga la firmeza que necesita un gobierno enérgico y la responsabilidad que demandan los derechos del pueblo. Algunos creen que un gobierno enérgico es incompatible con el carácter de una república; pero los hombres esclarecidos que formaron la Constitución, supieron que un Ejecutivo enérgico era esencial para la protección de la patria contra los enemigos extranjeros, para la administración justa de las leyes, y para la seguridad de la libertad contra los atentados de la ambición, de la facción y de la anarquía. Su responsabilidad y dependencia sobre el pueblo por las elecciones frecuentes impedirá el abuso de este poder.

Los políticos que han sido más celebrados por la sanidad de sus principios, han declarado que el Poder Legislativo debe entrar entre muchos, como más propio para conciliar la confianza del pueblo, y para proteger sus privilegios, y que el Poder Ejecutivo debe estar en uno solo como más propio a la decisión, a la actividad, el secreto y la expedición precisa para la seguridad del Estado. La experiencia nos enseña que cuando dos hombres tienen una autoridad igual, hay siempre emulación personal, de donde resultan disensiones que pueden impedir y frustrar las medidas las más importantes en los apuros más críticos del Estado; y lo que es aún peor, pueden dividir la comunidad en dos facciones violentas e irreconciliables. La historia romana nos presenta muchos ejemplos del perjuicio que resulta a las repúblicas por las disensiones entre los cónsules; que estos sucesos no hubiesen sido más frecuentes, o más fatales, se originó de la política prudente motivada de las circunstancias del Estado y seguida de los cónsules que repartieron el gobierno entre sí, el uno quedando para gobernar la ciudad y vecindad, y el otro tomando el manejo de las provincias distantes.

En un consejo que tenga un influjo directo sobre el Ejecutivo, una cábala astuta puede perturbar y enervar todo el sistema del gobierno; pero la diversidad de miras y opiniones bastaría para caracterizarlo de un espíritu de debilidad y tardanza habitual. La objeción más importante contra la pluralidad del Ejecutivo es que sirve de ocultar los defectos, y de destruir la responsabilidad por la imposibilidad de distinguir entre las acusaciones recíprocas la persona sobre quien debe caer la censura, o la punición de una medida perniciosa.

Los magistrados ejecutivos están sujetos a las leyes por medio de la acusación por la Cámara de Diputados por crímenes contra la Constitución y los privilegios del pueblo; pero la seguridad más importante es su dependencia de la voluntad del pueblo; siendo el empleo electivo, los hombres se harán por su conducta más frecuente indignos de la confianza pública, que sujetos al castigo de la ley.

La duración en su empleo es tal que asegura la firmeza del magistrado sin peligrar la libertad del pueblo. El reducir de tiempo en tiempo el magistrado al nivel del pueblo, asegurará una administración virtuosa, a fin de que merezca la confianza y obtenga otra vez los sufragios de sus conciudadanos.

El poder de nombrar los jueces es investido en el Presidente con el aviso y consentimiento del Senado. El magistrado ejecutivo, en el cual queda la entera responsabilidad, se sentirá más obligado y más interesado por investigar con cuidado las calificaciones necesarias para los empleos, y a proponer con imparcialidad a los que tengan las mejores pretensiones, no tendrá tantas amistades personales para gratificar como un cuerpo numeroso, nada agita las pasiones del hombre tanto, como las consideraciones personales si tocan así mismo o a otros, y en todo ejercicio del poder de nombrar oficios por una asamblea de hombres, se debe esperar las parcialidades y antipatías, las amistades y odios de dos partidos, y la elección hecha bajo tales circunstancias, será el resultado de una victoria ganada por un partido sobre el otro sin ninguna consideración por el mérito, o las calificaciones de los candidatos; el adelantamiento del bien público es raramente el objeto principal de las victorias, o negociaciones de un partido.

La necesidad del consentimiento del Senado impedirá el nombramiento de hombres ineptos, no osará proponer para las situaciones lucrativas, y distinguidas, candidatos, que no tengan otro mérito que una alianza personal con él, o la flexibilidad precisa para ser los instrumentos obsequiosos de su voluntad.

Los jueces tienen los oficios durante su buena conducta; esto es una mejora moderna muy importante en la práctica del gobernar; en una monarquía es una barrera excelente al despotismo del príncipe, en una república a las usurpaciones y opresiones de los representantes, y en todo gobierno es el mejor expediente que se puede imaginar para asegurar una administración firme e imparcial de la justicia. Montesquieu dice “que no puede haber ninguna libertad donde el poder de juzgar no sea separado de los poderes legislativos y ejecutivos”, a fin de que no sea predominado e influido por ellos. Nada puede contribuir más que esta firmeza e independencia como la permanencia en el empleo; en una Constitución limitada puede ser considerado como la guardia de la libertad y de la seguridad pública. Por una Constitución limitada, quiero decir, donde hay algunas exenciones especificadas, como no hará ninguna Ley post facto, etc. Estas limitaciones no pueden conservarse en la política de otro modo que por las cortes de la justicia, cuya obligación debe ser el declarar de ningún efecto todo asunto contrario al tenor manifiesto de la Constitución; sin esto toda reserva de derechos o privilegios particulares será de ningún valor. Ninguna posición depende de principios más claros, que todo acto de una autoridad delegada contrario a la comisión bajo la cual sea ejercitada, es de ningún valor. El negar esto será afirmar que los representantes del pueblo son superiores al pueblo. Como ninguna Constitución establecida sobre los principios esclarecidos de la libertad, concedería el poder a sus representantes de subsistir su voluntad por la de sus constituyentes, el Poder Judicial debe ser un cuerpo intermedio entre el Legislativo y el pueblo, a fin de contener al primero dentro de los límites señalados a su autoridad, y considerar las intenciones del pueblo expresadas en la Constitución como la ley fundamental. Una provisión fija y permanente, es también necesaria para la independencia de los jueces, un dominio sobre la subsistencia de un hombre importa un dominio sobre su voluntad.

Pueden ser acusados por la Cámara de Diputados por mala conducta, y juzgados por el Senado, y siendo convencidos, son despedidos de su oficio, e inhabilitados de tener ninguno otro. Esta es la sola precaución conforme al carácter judicial.

Se puede solamente esperar la adherencia inflexible y uniforme en los derechos de la Constitución, y de los individuos de los jueces independientes del influjo de los poderes legislativos.

TODO EL TINO DEL COMERCIO

Durante mucho tiempo se afirmó que la Independencia trajo consigo el fin de las políticas económicas restrictivas del Imperio español. La declaración de “libertad de comercio” de 1811 tendía a ser interpretada en esa clave, funcionando como hito casi evidente para quienes veían en este proceso el despliegue de un guion coherente e indefectible hacia la libertad. Investigaciones recientes han permitido desmontar esa visión. Al globalizar el lente y ampliar la escala temporal, es posible advertir que existía “comercio libre” mucho antes de 1811; y que si algo trajo la Independencia fue la intensificación de los debates entre los promotores de la apertura comercial y las tendencias proteccionistas. Hoy también sabemos que la defensa de una u otra idea no siempre respondía a programas ideológicos, sino a criterios meramente pragmáticos. Este documento tiene el simple mérito de mostrar la manera en que un grupo de interés, comerciantes extranjeros, echa mano al tropo de la libertad para inclinar la balanza a su favor en un momento en que se discuten reformas a la política aduanera. Las tensiones entre un Estado que intenta aumentar su recaudación, productores locales que defienden sus industrias y comerciantes que buscan disminuir todo aquello que pueda ser una traba para la circulación, comienzan desde temprano a domesticar la utopía de la libertad comercial.


Libertad y código mercantil

Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile, Sesión de 8 de octubre de 1822, Convención Preparatoria y Corte de Representantes 1822-1823 (Santiago, Imprenta Cervantes, 1889), tomo vi, pp. 250-251

Excmo. Señor:

Los comerciantes extranjeros que suscribimos esta representación, tenemos el honor de ratificar en ella, la alta confianza que siempre nos han inspirado la beneficencia de V.E. y ese amor público que ha sabido concordar los intereses del país, que dignamente preside, con los del comercio que ha fijado en él sus relaciones. Nos amarga el golpe de una ruina del momento a otro, y que una vez recaída es irreparable. El día 5 del corriente se ha recitado en sala abierta el nuevo reglamento de imposiciones, que en todos sus artículos grava la importación de los efectos extranjeros. Las discusiones más se manifestaban por el fuerte empeño de dar ejecución al instante a esta terrible pauta, que por el de reflexionar su justicia para la deliberación; y recelamos, con fundamento, que la fuerza de la legislatura sea tan ejecutiva como su ardor en sancionar.

No es posible entrar en detalles que presenten a V.E. los inconvenientes ruinosos que trae consigo este proyecto. Ya suena la hora que va a destruirnos; y habríamos pasado el tiempo en meditaciones inútiles cuando le necesitamos para escapar del rayo que va a aniquilar nuestras fortunas y las del Estado. Se sabe el propósito de la Honorable Convención para sellar hoy mismo el reglamento. La sabiduría del gobierno está en precaver los males antes que sucedan. Después de padecidos, es más difícil el remedio; y la misma decadencia pública exige que un magistrado honrado no permita que se cierren los oídos al clamor de los que han de sufrir el gravamen. La verdad y la justicia no huyen de ser examinadas con una detención tan seria cuanto lo es un negocio de tanta trascendencia. Dos años hace que hemos remitido a nuestros corresponsales en Europa las relaciones del estado de esta plaza y de las garantías que merecemos a V.E., para que sobre ellas giren el cálculo de sus especulaciones. El reglamento no deja un punto dado: a su frente se estrella todo el tino del comercio. El artículo 16 del decreto supremo, inserto en la ministerial extraordinaria, número 10, ha dispuesto expresamente que no tendrá su efecto, reglamento, orden o decreto alguno que suba los derechos establecidos sobre el comercio activo y pasivo con el extranjero, hasta los seis meses de su publicación. En seguida ha dicho V.E. con dignidad: “Este es el idioma del liberalismo efectivo: así hablan los gobiernos cuyos principios y único resorte es la virtud. Chile abre el primero un entrepuerto libre al comercio del Pacífico; garantiza la indemnidad y hospitalidad del extranjero; respeta y asegura los cálculos comerciales, en fin, trabaja actualmente en el nuevo arreglo del Código Mercantil, bajo principios liberales para enmendar las leyes que lo contradigan”. Este es el lenguaje de la rectitud. Reclamamos la palabra suprema de V.E. y que el código que entonces estaba arreglándose no sea contradictorio a ese artículo 16, sobre que V.E. se explicó con una elocuencia tan consolante y fiadora de nuestra seguridad, de esta seguridad elevada a la consideración de las potencias de nuestro origen, a donde hoy llegaría con asombro la sorpresa de un quebranto inevitable y refractario de estos mismos principios. V.E., consiguiente a ellos, dígnese mandar un decreto a la Honorable Convención para que suspenda la sanción del reglamento, al menos por los seis meses que se nos ha dado de garantía, y prevenirla que, oyendo al comercio por medio de una comisión imparcial en que no se contemplen anticipaciones con el objeto de aprovechar de la ley misma que se sometió a su dictamen, pueda fundar el suyo con la solicitud propia de un cuerpo tan respetable y que mire por solo objeto el bien general, incompatible con la ruina de los que le están asociados. Así,

 

Suplicamos a V.E. se digne providenciarlo con la urgencia que demanda el peligro de la hora, lo que esperamos de la conocida justicia de V.E.—Montgomery Price y Ca.— Onofre Bunster.— Por Tayleur, Newton y Ca., Diego Vuik.— Joseph Andrecus.— R.L. Laws.— Santiago Ingrain.—Drewce Pes y Ca.— Miguel Reynolds.— Edwards y Stewart.— Francisco Burdon.— Por Winter B. Waddington, J.I. de Putron.

Santiago, octubre 8 de 1822.— Llévese prontamente a la Honorable Convención.— O’Higgins. Elizalde.