Cuando íbamos a ser libres

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EL EQUILIBRIO DE QUE NACE LA LIBERTAD

En medio de la crisis imperial y el establecimiento de las primeras instituciones autónomas en el país, la Aurora de Chile fue un espacio clave de reflexión e intervención política. En este artículo, mezcla de teoría y ejercicio comparativo, Camilo Henríquez señala que la libertad solo parece estar a resguardo allí donde se ha asentado el principio del gobierno mixto, aquel que combina las ventajas y contiene los vicios de los tres regímenes concebibles para su tiempo: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Esa mezcla, que debía ser aclimatada con paciencia en la observación de los factores locales, ofrecía mayores garantías para la felicidad pública que la adopción de cualquiera de las tres formas simples de gobierno. Esta intervención se publicó en un momento de álgidos debates en torno al principio de representación política (derivado de los abiertos conflictos provinciales entre Concepción y Santiago), estando todavía fresco el recuerdo de los golpes militares liderados por José Miguel Carrera, que interrumpieron el funcionamiento del Congreso Nacional a meses de su inauguración, y cuando se aproximaba el plazo establecido por ese mismo Congreso para la promulgación de una nueva constitución.


De las diversas formas de gobierno

Aurora de Chile, Santiago, 28 de mayo de 1812, Núm. 16

De los gobiernos simples y regulares

Las leyes constitutivas de los gobiernos dan a conocer su forma, mas debe advertirse que a veces los Estados se apartan en la administración actual del método que propiamente conviene a su constitución, sin hacer una variación esencial; así en las democracias suele el pueblo confiar a algunas personas el examen y decisión de algunos negocios públicos de suma importancia, y parece, entonces, que se rigiese el Estado por leyes aristocráticas; pero como estas personas encargadas de una parte de la administración, no gozan más que de una autoridad precaria, que deponen a voluntad del pueblo, el Estado no deja de ser democrático. Un Estado en que todos los ciudadanos son regidos por una sola voluntad, es decir, en que el poder supremo no está dividido, y se ejerce por una sola voluntad en todas las partes y negocios públicos, es el modelo de los gobiernos simples y regulares. Él es susceptible de tres formas.

Cuando la soberanía reside en la asamblea general de todos los ciudadanos, de modo que cada uno de ellos goza del derecho de sufragio, resulta el gobierno democrático.

Cuando el poder soberano está en las manos de una Cámara, o de un Consejo compuesto únicamente de algunos ciudadanos escogidos, resulta una aristocracia.

Si la soberanía reside plena, única, y exclusivamente sobre la cabeza de un solo hombre, resulta una monarquía.

El soberano recibe pues diferentes denominaciones, según la diferente forma de gobierno. En la democracia el soberano es el pueblo; en la aristocracia lo son los principales del Estado; en la monarquía lo es el monarca o rey.

Tratemos de cada una de estas formas

El gobierno democrático es el más antiguo de todos. Es verosímil en efecto que cuando en los primeros tiempos renunciaron los hombres al estado de libertad natural, se reuniesen con el fin de gobernar en común y dirigir juntos los negocios de la sociedad. Los padres de familia fatigados de las incomodidades de una vida como solitaria, en que solo podían contar con la defensa de sus domésticos, pero acostumbrados a dominar como soberanos en sus casas, y no conociendo algún superior sobre la tierra; es verosímil que no olvidasen tan pronto las dulzuras de la independencia, que consintiesen en sujetarse espontáneamente a la voluntad de uno solo. Sostener la opinión contraria es no conocer a los hombres. Así los primeros estados que se vieron en el mundo fueron sin duda populares. No podemos afirmar cuál gobierno siguió al popular, si el aristocrático o el monárquico. Sea lo que fuere, la historia nos representa a los estados pasando alternativamente de la democracia a la monarquía, de la monarquía a la democracia, y la aristocracia ocupando como el interregno de estas dos formas, y haciendo siempre un gran papel en las dos restantes. Parece que la falta de luces y de virtudes originó el trastorno de los gobiernos, y que las pasiones han sido la única causa de las revoluciones políticas. Es de creer que en el gobierno popular, disgustados los hombres del tumulto de las asambleas, del imperio de los entusiastas, y de los fanáticos sobre la ciega muchedumbre, de la influencia de la intriga en las deliberaciones públicas, amaron más sujetarse a la voluntad de uno solo. Es también de creer que algunos particulares con la esperanza de una brillante y pronta fortuna vendiesen los intereses del pueblo a algún extranjero, u otro que reuniese un gran poder y crédito a grandes pasiones. La historia además nos presenta la monarquía introduciéndose en muchas partes por la fuerza de las armas. Un capitán feliz en los combates recibió el cetro de la mano del ejército y de la victoria. Después, la falta de talentos y de virtudes precipitaba del trono a los monarcas; y el poder que caía de sus débiles manos pasaba a los principales o a todo el pueblo, de quien traía su origen. Igualmente es cierto que vastas colonias se erigieron en repúblicas, después de más o menos oscilaciones, y convulsiones.

El carácter distintivo de las democracias bien ordenadas, es el establecimiento de una magistratura, que expida en nombre del pueblo los negocios ordinarios, y que examine atentamente los más graves, a fin de que cuando ocurra alguno de gran consecuencia convoque e informe al pueblo, y expongan la resolución a su sufragio. El pueblo no puede por sí mismo expedir todos los negocios.

El carácter distintivo de la aristocracia es que la soberanía está confiada a un orden de ciudadanos exclusivamente, sea con respecto a su extracción, sea con respecto a su opulencia. Cuando el orden es muy extenso, se elige una magistratura encargada de los negocios ordinarios lo mismo que en los gobiernos populares, y todo el orden soberano decide exclusivamente en los asuntos de gran consecuencia.

Todas estas formas de gobierno están expuestas a gravísimos inconvenientes; todas están sujetas a grandes vicios, más o menos perniciosos; así como no hay individuo alguno que no esté expuesto a un gran número de incomodidades y molestias; de modo que un gobierno que por su forma y constitución tiene menos vicios, debe considerarse como el más perfecto, y los pueblos deben estar tranquilos y satisfechos con él. La perfección absoluta solo existe en los cielos.

Los defectos de los estados se dividen en defectos de las personas, y defectos de los gobiernos, esto es, o personales o propios del sistema. Los defectos personales en la monarquía son la falta de luces y virtudes en el rey: cuando no es el bien público el único blanco de sus operaciones, cuando entrega el pueblo a la ambición y avidez de sus ministros; cuando trata a los vasallos como esclavos; cuando los expone a guerras injustas; cuando disipa las rentas del Estado, etc.

La intriga, la corrupción, los caminos oblicuos para introducir en el Senado a hombres pérfidos, la preferencia concedida a la incapacidad sobre el mérito y el amor público, la desunión de los hombres principales, las facciones, la dilapidación del tesoro público; son los defectos personales que más se han notado en las aristocracias.

Cuando la ignorancia, la intriga audaz y la envidia dominan en las asambleas; cuando la inconstancia y el capricho hace y deshace leyes, eleva y abate a los ciudadanos, se dice que están corrompidas las democracias.

Los defectos de los gobiernos consisten en general en que la constitución no conviene al carácter y costumbres del pueblo, o a la situación del país; o bien, en que la misma constitución ocasiona conmociones intestinas o la guerra exterior. Es también vicioso un sistema cuando las leyes hacen tarda y difícil la expedición de los negocios públicos, o en fin, cuando encierran máximas y principios directamente contrarios a la buena e ilustrada política.

De lo expuesto se colige que la formación de una constitución es la obra maestra de los grandes genios; que exige una filosofía profunda, una consumada prudencia, y vastos conocimientos de la historia.

La triste experiencia de los defectos y males de los gobiernos simples indujeron a los hombres a imaginar aquellas formas de gobierno, que llamaron mixtas, en que se han adoptado las ventajas de las simples, poniendo un sumo estudio en evitar sus defectos; en que se han dividido los poderes y funciones de la soberanía; se han puesto trabas a la autoridad; y en fin, presentan reunida la imagen de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Los últimos siglos pueden gloriarse con dos grandes y magníficos inventos en política y legislación, el uno es de la Europa y el otro de la América; ambos establecen la libertad sobre las bases de un sistema acomodado a la situación geográfica, a las costumbres y carácter nacional. El uno es el de la Gran Bretaña, el otro el de los Estados Unidos. Estos dos grandes pueblos llegaron a su actual prosperidad después de dilatados infortunios, oscilaciones y combates. La tiranía condujo la libertad a la gran isla, que ha sabido reírse del furor de las olas del océano, y de la rabia impotente de sus opresores. Un estado colonial precedió a la soberanía, libertad y dicha de los Estados Unidos. El asilo de la libertad fue profanado por el despotismo; y una guerra de once años, coronada por la victoria, ilustrada por acciones magnánimas e inmortales, adquirió a aquellos patriotas la dignidad de hombres libres. En la América se vio por primera vez al hombre en el libre ejercicio de sus derechos, eligiendo la forma de gobierno bajo la cual quería vivir. La razón y la libertad concurrieron a formar aquella constitución admirable que hace honor a la filosofía, y de que daremos una breve idea.

 

Todos saben que los amigos de la libertad poblaron las colonias inglesas cuya confederación ha formado aquella república poderosa. Hombres escapados de la persecución e intolerancia prefirieron los peligros e incomodidades de los desiertos americanos a la esclavitud moral de la Europa. Sus hijos herederos de sus sentimientos, principios y carácter, cuando se hallaron en la precisión de separarse de la madre patria y crear estados independientes, delegaron la soberanía del pueblo a sus representantes bajo las restricciones especificadas en su código constitucional. No admitieron distinción de rango, ni privilegios exclusivos; y fijaron para siempre la libertad, seguridad y dignidad popular en su célebre declaración de derechos. El Congreso está revestido del poder de arreglar el comercio, declarar la guerra, hacer la paz, imponer contribuciones, etc. El Poder Legislativo reside en el Senado y Cámara de Diputados; el Poder Ejecutivo en el Presidente; el Judicial en las cortes o tribunales de justicia, independientes de los dos primeros. Los diputados se eligen por el pueblo cada dos años a razón de uno por cada treinta mil; los senadores se eligen por el Poder Legislativo de cada Estado a razón de dos por cada Estado; sus oficios duran seis años.

El Presidente y vicepresidente se eligen por electores nombrados por el pueblo para este caso especial; duran sus empleos cuatro años. Todos pueden ser reelectos. Los empleados civiles y militares son nombrados por el Presidente. Este magistrado representa a los Estados Unidos, y majestad del pueblo en todas sus relaciones con las potencias extranjeras. No goza de tratamiento especial, y él, lo mismo que todos los funcionarios públicos, pueden ser acusados, juzgados y sentenciados por traición, cohecho y otros altos crímenes.

La forma de gobierno de cada Estado es la misma que la del gobierno central: retiene todos los poderes de una soberanía independiente que no estén cedidos expresamente al gobierno central; pero este dirime las diferencias que pudiesen nacer en algún tiempo entre los estados. La forma de esta república federativa, compuesta, y al mismo tiempo una e indivisible, y que presenta un orden nuevo en las relaciones políticas de los estados, es digna de estudiarse en su misma constitución.

El gobierno británico es un medio entre la monarquía, que se encamina a la arbitrariedad, la democracia, que termina en la anarquía, y la aristocracia, que es el más inmoral de los gobiernos, y el más incompatible con la felicidad pública. Es pues un gobierno mixto en que estos tres sistemas se templan, se observan, se reprimen. Su acción y reacción establecen un equilibrio de que nace la libertad. El Poder Ejecutivo reside en el monarca; el Legislativo en la nación. Si la muchedumbre ejerciese por sí esta alta prerrogativa, tal vez se originaran convulsiones y medidas imprudentes; para evitarlo, el pueblo habla, reflexiona, discute, delibera por medio de sus representantes, elegidos por él mismo. Pudiera resultar una lucha continua entre el rey y el pueblo, nacida de la división de los poderes; para obviar este otro obstáculo, se ha sostenido un cuerpo intermediario, que debe temer la pérdida de su gloria y privilegios si el gobierno degenera en puramente monárquico o democrático; este cuerpo es la alta nobleza, que uniéndose a la parte más débil, conserva el equilibrio. La porción de la autoridad legislativa, que recobró el pueblo, le está asegurada por la facultad exclusiva de imponerse las contribuciones. El rey expone a la Cámara de los Comunes las necesidades extraordinarias del Estado; la Cámara ordena lo que juzga más conveniente al interés nacional, y después de reglar los impuestos, se hace dar cuenta de su inversión. En fin, el gran garante de la libertad británica es la indefinida libertad de la imprenta: ella es la que hace públicas todas las acciones de los depositarios de la autoridad. La opresión del hombre más oscuro se hace una causa común, y los ministros del rey son la víctima del resentimiento público. Por su medio se han rectificado las sentencias de los jueces. En Inglaterra se hacen al descubierto todas las operaciones del gobierno. Los negocios más importantes se tratan públicamente en el Senado de la nación, sin que esta conducta haya jamás perjudicado a sus intereses. Parece que no solo los ciudadanos, sino que todo el universo fuese admitido a las deliberaciones.

De este modo el pueblo toma un interés profundo en los asuntos del Estado; la guerra, la paz, las expediciones, los proyectos se hacen una causa pública. De este modo, la gran isla que ha sabido contrabalancear en medio del océano toda la fuerza y gravedad del continente, parece decir a sus gabinetes misteriosos: “yo no temo a toda la Europa”. De este modo el gobierno parece decir a todos los ciudadanos: juzgadnos, ved si somos fieles depositarios de vuestros intereses, de vuestra gloria y prosperidad.

¿QUÉ FUERA DE LAS COSAS HUMANAS SI DE CUANDO EN CUANDO NO SE CONMOVIESEN?

La crítica a los legados del colonialismo fue un recurso de enorme resonancia en la paleta temática del período independentista, sobre todo entre quienes pujaban por radicalizar el discurso en medio de un escenario todavía incierto. Citando a John Milton, figura referencial para el imaginario de las libertades civiles, Camilo Henríquez acude aquí a la imagen de la dominación colonial —y al de la independencia como superación de la infancia—, no tanto para aunar voluntades frente al enemigo externo, sino más bien para fustigar a quienes mostraban sospechas frente a la viabilidad de avanzar a formas más atrevidas de autonomismo. La libertad es presentada aquí como forma de reparación de un pasado ignominioso, y aparece también en su sentido más convencional, como lo opuesto a una esclavitud que no se podía seguir tolerando.


Sin título

Aurora de Chile, Santiago, 13 de agosto de 1812, Núm. 27

Cuando después de tantos años de dependencia colonial y nulidad política se deja ver la libertad sobre el horizonte americano, ¡qué diferentes sensaciones, qué diversos pensamientos se excitan en los hombres! Las almas abyectas condenadas a la servidumbre o por el vil interés, principio de todos los vicios degradantes, o por la ignorancia y la pusilanimidad, llaman pretendida libertad aquella a que aspiramos. ¡Qué! ¿no puede existir la verdadera libertad en este mundo? ¿No ha existido y aun existe en nuestro mismo continente? En el momento en que los pueblos declaran y sostienen su independencia, gozan de la libertad nacional, su libertad civil y política son obra de su constitución y de sus leyes. ¿Y quién puede negarnos la posibilidad de establecer nuestra libertad interior, o lo que es lo mismo, el buen orden y la justicia? Aun nos resentimos de los defectos del antiguo sistema; la ignorancia de tres siglos de barbarie está sobre nosotros; nos ha detenido la irresolución natural a un pueblo esclavo por tantos años, y que jamás tuvo la menor influencia en la legislación ni en los negocios públicos; han habido oscilaciones momentáneas, propias de la infancia de las naciones, pero en medio de estos instantes de crisis, en medio de nuestra inexperiencia, y oprimidos bajo el peso de nuestros heredados defectos, hemos respetado, y ha sido inviolable para nosotros la equidad y la humanidad.

Nuestros mismos enemigos deben haber admirado en medio de su ingratitud y obstinación la lenidad y la mansedumbre propias de los pechos americanos. Esta misericordia ha sido en verdad excesiva: ha entorpecido la marcha de nuestra revolución; pero a lo menos la sangre humana no ha deslustrado nuestra gloria, ni hemos dado al mundo el espectáculo escandaloso de un pueblo en anarquía. Muchas oscilaciones y vaivenes preceden al equilibrio de todos los cuerpos. ¿Qué fuera de las cosas humanas, decía Milton, si de cuando en cuando no se conmoviesen? Todo se encamina en el mundo a la corrupción y aun a la disolución; los cuerpos políticos no están exentos de esta ley de la naturaleza: el movimiento restablece el orden y conserva la vida de los seres. Las revoluciones son en el orden moral lo que son en el orden de la naturaleza los terremotos, las tempestades. Los meteoros son terribles, pero hasta ahora nos han sido saludables. La vida de la patria permanece, su salud es más robusta, y todo promete que saldrá de la infancia con felicidad. Su sistema se consolida, y ella se apresura a aparecer con dignidad y consideración en la jerarquía de las naciones. Entre tanto nuestra marcha vacilante en sus principios, pero ya majestuosa, es aplaudida por los hombres liberales, que nos observan. El nombre de libertad es tan dulce, dice un filósofo, que los que combaten por ella deben estar seguros de que interesan los votos secretos de todos. Su causa es la del género humano. Los pueblos se vengan de sus opresores exhalando su odio contra los opresores extranjeros. Al ruido de las cadenas que se despedazan, se cree que se aligeran las propias. Al saber que el universo cuenta algunos tiranos menos, parece que se respira un aire más puro. Así han pensado en todas las revoluciones de América cuantos hombres de luces, cuantos hombres de bien tuvo la Europa. Ellos admiraron nuestra larga paciencia, y en vista de los desórdenes, debilidad e ignorancia de la nación dominante, y de los progresos de la población y de las luces entre nosotros, predijeron la revolución de nuestros días. El sentimiento de la justicia, que se complace en compensar los infortunios pasados con prosperidades futuras, se prometía que esta parte del mundo subyugada con tantas atrocidades; despoblada, abismada en la ignorancia por una tiranía lenta; pobre y sin industria por la codicia de una corte corrompida, absurda, y que creía que se arruinaba si nosotros prosperábamos; por todo esto se prometía que había de venir tiempo en que esta parte del mundo floreciese. Pero lo que parece que no alcanzaron los sabios, lo que excede toda la fuerza del pensamiento y aun de la imaginación, es que haya en América almas tan serviles que se horrorizan al aspecto de la libertad que les ofrece la fortuna. Tantos pueblos prefirieron la libertad a todas las calamidades; pero estos hombres se exponen a todos los peligros por la infamia de ser esclavos. Las almas varoniles se envuelven en los horrores de la guerra por sacudir el yugo de los tiranos; estos llaman a los tiranos para que destierren de la patria las dulzuras de la paz.