Cuando íbamos a ser libres

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Sería inoficioso agotarnos con la descripción de los escenarios y coyunturas que se abordan en esta compilación. Esa función la cumplen las introducciones preparadas para cada uno de los más de 60 documentos aquí reunidos. Todas responden a estos simples propósitos: ofrecer claves de lectura para entender mejor el momento de cada intervención; dar referencias útiles sobre las autorías o sobre quienes sostenían los medios que reproducían los escritos; aproximar aquello a lo que se alude, pero que está en otra parte; dibujar filiaciones y sugerir parentescos donde el hermetismo lo impide, y también sospechar de lo que se dice. Dado el arco temporal y la variedad de temas que discuten estos textos, para la redacción de cada introducción descansamos en numerosas investigaciones de historiadoras e historiadores, y también de especialistas de otros campos que han estudiado cada momento y sus temas. El mismo papel cumplieron los trabajos referidos a otras latitudes o a la trayectoria transnacional del liberalismo. Si bien hay agradecimientos específicos en el párrafo que sigue, corresponde agradecer aquí los bien documentados aportes —producto de largas jornadas de pesquisas— de todas las investigadoras e investigadores mencionados en la bibliografía. En tiempos donde la mercantilización de la imaginación histórica parece haber naturalizado la apropiación impune del trabajo ajeno, conviene insistir en este básico gesto de reconocimiento. Ninguna de estas introducciones, cuyas limitaciones corren por nuestra cuenta, hubiese podido ser escrita sin los trabajos citados al final, que ofrecen además un buen marco de referencia para quienes deseen profundizar en problemas específicos. Los lectores notarán también que cada documento va antecedido de un título. Esos títulos no son de fantasía ni un artilugio editorial, sino que corresponden a frases o expresiones extraídas de los mismos documentos y que capturan el sentido de cada intervención. En eso hubo respeto irrestricto a la fuente.

Cuando íbamos a ser libres. Documentos sobre las libertades y el liberalismo en Chile (1811-1933) es resultado de un proyecto colectivo desarrollado en el Centro de Estudios de Historia Política de Universidad Adolfo Ibáñez. Al igual que la colección Historia política de Chile, 1810-2010 —publicada hace un par de años también por el Fondo de Cultura Económica—, esta compilación contó con el patrocinio de Juan Andrés Camus, Patricia Matte Larraín y Rafael Guilisasti Gana, a quienes agradecemos una vez más su indispensable apoyo.7 Van también nuestros agradecimientos a Leonidas Montes, Ignacio Briones y Soledad Arellano, quienes como sucesivos decanos y decana de la Escuela de Gobierno, nos brindaron el tiempo requerido —más del que les habíamos advertido— para preparar esta publicación. Lo mismo para Rafael López Giral, del Fondo de Cultura Económica en Chile, no solo por acoger esta propuesta en tiempos difíciles, sino también por sus recomendaciones de avezado editor, que sacudieron esta compilación de su desabrido tono inicial. En el proceso de recopilación de documentos, cuyo total superó con creces el número de piezas aquí publicadas, participamos los investigadores Susana Gazmuri, Juan Luis Ossa, Francisca Rengifo, Claudio Robles y Andrés Estefane. En la coordinación, que siempre hace todo posible, estuvieron Nicole Gardella y Carolina Apablaza. Aunque nuestras trayectorias vitales y laborales nos localizan hoy en instituciones distintas, esta publicación testimonia memorables jornadas de trabajo conjunto. A todas y todos, el debido reconocimiento.

Como es norma en el trabajo académico, este proyecto tampoco hubiese sido posible sin la ayuda de un verdadero ejército de jóvenes investigadores —que con el paso de los años se transformaron en colegas, sin dejar de ser jóvenes— cuya rigurosidad e intuición contribuyeron a enriquecer enormemente el repertorio documental que terminamos acumulando. Van nuestros agradecimientos a Fernando Candia, Sebastián Hernández, Diego Hurtado, Francisca Leiva, Gabriela Polanco, Macarena Ríos y Diego Romero. Diego Hurtado preparó además un sólido ensayo bibliográfico que sirvió de guía para conocer mejor el terreno que estábamos pisando. Hacia el final, Macarena Ríos asumió la tarea de revisar una versión preliminar de la compilación. Diego Romero y Violeta Pino transcribieron con celeridad documentos que reclamaron un lugar casi entrando a imprenta, permitiéndonos subsanar groseras omisiones. Agradecemos también a los académicos Joaquín Fernández Abara y Cristóbal García Huidobro, quienes compartieron con generosidad valiosos documentos de sus propias investigaciones durante la etapa de pesquisa. Felipe Pérez Solari nos dio un par de pistas jurídicas, sin saberlo. Marcelo Casals leyó una versión primera, infinitamente más tosca, de esta presentación, y desde ahí siempre estuvo alerta para recomendar textos referidos a este asunto. También agradecemos a Gabriel Cid, Vasco Castillo y Nicolás Lastra por facilitarnos varios documentos reunidos en el Archivo Digital de Historia de las Ideas Políticas que sostiene el Programa de Historia de las Ideas Políticas en Chile de la Universidad Diego Portales. Carla Ulloa Inostroza nos envió un artículo de su autoría difícil de localizar en medio de la pandemia, y también nos beneficiamos de la valiosa Antología crítica de mujeres en la prensa chilena del siglo xix que preparó junto a Verónica Ramírez y Manuel Romo, citada en la bibliografía.

Documentos

ACORDAOS QUE SOIS HOMBRES DE LA MISMA NATURALEZA QUE LOS CONDES, MARQUESES Y NOBLES

En el marco de los conflictos generados por la elección de representantes al primer Congreso Nacional, fray Antonio de Orihuela —cercano a los artesanos de Concepción— redactó en 1811 esta encendida proclama que perturbó a varios de sus contemporáneos. Si este texto es frecuentemente citado por la frontalidad con que describe el conflicto social en medio de los primeros intentos por asentar instituciones autónomas, debería ser también reconocido por la forma en que emplea principios liberales para explicar esa tensión. Libertad e igualdad parecen aquí indisociables y se las entiende en su sentido más radical. Es desde ahí, por ejemplo, que Orihuela esboza un riguroso criterio para defender la revocabilidad de la representación política. Esta lectura anti-aristocrática de los principios liberales es una buena entrada para aproximarse al rico y diverso pensamiento que se abre con la crisis del Imperio Español.


Proclama revolucionaria del padre franciscano fray Antonio Orihuela, 1811

Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile (Santiago: Imprenta Cervantes, 1887), tomo i, pp. 357-359

Pueblo de Chile: mucho tiempo hace que se abusa de nuestro nombre para fabricar vuestra desdicha. Vosotros inocentes cooperáis a los designios viles de los malvados, acostumbrados a sufrir el duro yugo que os puso el despotismo, para que agobiados con la fuerza y el poder, no pudieseis levantar los ojos y descubrir vuestros sagrados derechos. El infame instrumento de esta servidumbre que os ha oprimido largo tiempo, es el dilatado rango de nobles, empleados y títulos que sostienen el lujo con vuestro sudor i se alimentan de vuestra sangre. Aunque aquella agoniza, estos existen más robustos y firmes apoyados en vuestra vergonzosa indolencia y ridícula credulidad. Afectaron interesarse por vuestra felicidad en los principios, para que durmieseis descuidados a la sombra de sus lisonjeras promesas, y levantar luego sobre los escombros de vuestra ruina el trono que meditaban a su ambición.

No soy yo, infelices, el que os engaña. Abrid los ojos y cotejad las flores en que se ocultaban estos áspides en los papeles que circulaban el año pasado, con el veneno mortal que ahora derraman sobre vuestra libertad naciente, y no llegará tarde el desengaño. Leed, digo, los papeles con que os paladeaban entonces para haceros gustar después la amarga hiel que dista ya poco de vuestros labios, y palparéis su perfidia. Todas sus cláusulas no respiraban sino dulzura, humanidad y patriotismo: ¡qué compasión de los miserables hijos del país, que se hallaban sin giro alguno para subsistir, por la tiranía y despotismo del gobierno!, ¡qué lamentarse de los artesanos, reducidos a ganar escasamente el pan de cada día, después de inmensos sudores y fatigas; de los labradores que sinceramente trabajan en el cultivo de pocas simientes para sus amos y morir ellos de hambre, dejando infinitos campos vírgenes, porque les era prohibido sembrar tabaco, lino y otras especies, cuya cosecha hubiera pagado bien su trabajo; de los pobres mineros, sepultados en las entrañas de la tierra todo el año para alimentar la codicia de los europeos!, ¡qué lamentarse por la estrechez y ratería del comercio, decaído hasta lo sumo por el monopolio de la España! ¿Qué no se debía esperar de estas almas sensibles, que al parecer se olvidaban de sí mismas por llorar las miserias ajenas? Ellos estampaban que todo pedía pronto remedio, y que al pueblo solo competía aplicarlo, porque la suprema autoridad, decían, reside en él únicamente. El pueblo, en su opinión, debía destronar a los mandones, para dictar él leyes equitativas i justas, que asegurasen su propia felicidad. El pueblo, repetían, no conoce sus derechos, y estos son de muy vasta extensión. ¡Oh pueblos engañados! Vosotros creísteis a estas sirenas mentirosas que abusaban de vuestro nombre para descuidaros con la lisonja, y haceros víctima de su ambición, después instrumento de sus maquinaciones pérfidas. Miradlo patente desde el primer paso que se dio para vuestra imaginaria felicidad.

 

La nobleza de Santiago se arrogó así la autoridad que antes gritaba competir solo al pueblo (como si estuvieran excluidos de este cuerpo respetable los que constituyen la mayor y más preciosa parte de él), y creó una junta provisional que dirigiese las siguientes operaciones. Por fortuna, se equivocaron en la elección de uno de sus vocales, creyéndolo adicto a sus ideas (hablo del dignísimo patriota don Juan Rozas, único que podía conservar intactos los derechos inviolables del pueblo); pero era solo, y aunque se sostuvo al principio contra el torrente de la iniquidad a fuerza de sus extraordinarias luces, al fin ahogó sus populares sentimientos la multitud de espíritus quijotescos, poseídos del vil entusiasmo de la caballería. Fue consiguiente a este proceder la instrucción que circuló por los pueblos para arreglo de la elección, en que, dándoles voto, y voto a solo los nobles opresores (los más de ellos sarracenos), se priva de su derecho al pueblo oprimido, más interesado sin duda en el acierto de las personas que habían de representar sus poderes en el Congreso Nacional. Ved aquí en este solo pueblo de Concepción patentes ya las funestas consecuencias de la instrucción maldita en la elección del conde de la Marquina, del magistral Urrejola y del doctor Cerdan, sujeto a la verdad que... Pero antes de pasar adelante, analicemos sus cualidades y prendas personales, para que salgan a la luz del mundo en este hecho los errores a que está sujeta la elección de la nobleza, por la pasión infame de sostener a toda costa el oscuro esplendor que la distingue.

Ninguno más inepto para desempeñar cualquier encargo público que el conde de la Marquina. Lo primero por conde. En las actuales circunstancias, los títulos de Castilla que, por nuestra desgracia, abundan demasiado en nuestro reino, divisan ya en la mutación del gobierno el momento fatal en que el pueblo hostigado de su egoísmo e hinchazón, les raspe el oropel con que brillan a los ojos de los necios, y como ellos aman tanto esta hojarasca, que solo puede subsistir a la sombra de los tiranos, derramarán hasta la última gota de su sangre por sostenerlos. Su escaso mayorazgo, aun estando la España en pie, apenas le daba para mantenerse, y se veía precisado a recurrir a medios tan indecorosos como sacrílegos. Ahora, pues, que no existe aquel ¿qué había de hacer sino vender con infamia los sagrados derechos que le confió su pueblo, por la comandancia de infantería? Lo tercero, ignorante caprichoso, lleno de ambición, sarraceno.

El magistral Urrejola es un sujeto cuya sola figura es bastante para descubrir su carácter vano, arrogante y presumido, perjudicial al pueblo que representa, indecoroso al estado en que se halla e infiel a los deberes de su cargo. Todo el mundo sabe que sus miras no son otras que engañar con ridículas hipocresías a los incautos, para conseguir como el lobo de Cuenca, a quien afecta imitar, algún rebaño de tristes ovejas a las que devore su ambición. ¿Qué hará por vosotros, engañados concepcionistas, un egoísta tal sino entregaros víctimas de quien favorezca sus ideas? Su adhesión a los sarracenos es innegable. Ellos lo hicieron diputado pagando o afianzando las deudas que había contraído con la caja en el manejo infiel de la cruzada, o en no sé qué otros ramos, y lo imposibilitaban para el empleo. Pues a ellos y no a vosotros atenderá en el Congreso.

Cerdan, ni es menos ambicioso, ni menos presumido y egoísta que el anterior. Sus intereses particulares pesan más en la balanza viciada de su amor propio, que los de todo un pueblo entero, que abandonará ignominiosamente a los insultos del sarracenismo, al menor envite con que le brinden nuestros enemigos.

Tales son, indolentes concepcionistas, las personas que os representan. No los elegisteis vosotros, es verdad, pero sufristeis que os las eligiesen la intriga, el soborno i el interés particular de los nobles, de los rentados y de los sarracenos, para que, a vuestro nombre y al abrigo de vuestros derechos, asegurasen su distinción y autoridad sobre vosotros mismos, sostuviesen sus empleos y rentas, y favoreciesen el partido de la opresión injusta que principiáis a sacudir. ¿Y podréis negar estas verdades, aunque tristes? Ojalá no estuvieran tan patentes. Reconoced el semblante de los sarracenos, y encontraréis en la complacencia que se les revierte, una prueba nada equívoca de las ventajas que ya alcanzan por estos medios en el Congreso. Recorred las tropas patrióticas en que fundabais vuestras esperanzas, y veréis a su frente, con ceño amenazador, a los mismos que formaban el yugo de vuestra servidumbre, y aun a los cómplices del vil Figueroa que atentó contra nuestras vidas. ¿Queréis más? Oíd: No contentos los nobles intrigantes de Santiago con haber coartado la autoridad de los pueblos en la elección de diputados representantes, para que recayesen en los de su facción, cuando vieron que esta precaución, que había tomado su malicia, no era suficiente a entregar al partido de la iniquidad, porque algunos pueblos menos ciegos pusieron los ojos en personas fieles i escrupulosas en el desempeño de su obligación, echaron mano de otro arbitrio, tan legal e injurioso a la libertad e igualdad popular, como el primero. Este fue añadir seis diputados más de los estipulados por Santiago, para con este exceso sofocar el número de los virtuosos y fieles patriotas. Protestaron estos con energía contra un proceder tan injusto y malicioso, haciendo ver que sus representantes eran defraudadores de sus derechos, y no consentirían jamás subordinación a las resultas de una providencia tan ilegítima y violenta; y cuando debía esperarse que suscribiesen a una protesta tan justa todos los diputados de los pueblos agraviados, la mayor parte no atiende a otra cosa que a las ventajas que les resultan de acogerse a los alícuos [sic], para cooperar a su perdición, y a la de los inocentes que le confiasen sus poderes. Los de Concepción se cuentan los primeros en el número de estos traidores. ¿Y aun descansáis tranquilos en la necia confianza que os constituye víctimas de las maquinaciones de estos pérfidos?

Yo oigo ya vuestras tímidas voces y frías disculpas. Ya están electos, decís, ya están recibidos en el Congreso; ya les dimos nuestros poderes; nos engañaron abusando de nuestro sufrimiento; nos venden a sus intereses; pero ¿qué haremos?, ¿qué remedio? El remedio es violento pero necesario. Acordaos que sois hombres de la misma naturaleza que los condes, marqueses y nobles; que cada uno de vosotros es como cada uno de ellos, individuo de ese cuerpo grande y respetable que se llama Sociedad; que es necesario que conozcan y les hagáis conocer esta igualdad que ellos detestan como destructora de su quimérica nobleza, levantad el grito para que sepan que estáis vivos, y que tenéis un alma racional que os distingue de los brutos con quienes os igualan, y os hace semejantes a los que vanamente aspiran a la superioridad sobre sus hermanos. Juntaos en cabildo abierto, en que cada uno exponga libremente su parecer, y arrebatadles vuestros poderes a esos hombres venales, indignos de vuestras confianzas, y sustituidles unos verdaderos y fieles patriotas que aspiren a vuestra felicidad, y que no deseen otras ventajas ni conveniencia para sí que las que ellos mismos proporcionen a su pueblo. No os acobarde la arduidad de la empresa ni temáis a las bayonetas con que tal vez os amenacen. Aquella tiene mil ejemplares en la historia, y su feliz éxito en todos tiempos debe animaros a volver por vosotros mismos: y estas las manejan unos miserables que deben interesarse tanto como vosotros en el sistema que va a ser arruinado por los infames si no lo remediáis pronto.

Mirad:

Entre las instrucciones que deis a vuestros representantes, sea la primera que procuren destruir a esos colosos de soberbia, que como terribles escollos hacen ya casi naufragar la nave de nuestro actual gobierno. Ya veis que hablo de los títulos, veneras, cruces y demás distintivos con que se presentan a vuestra vista esos ídolos del despotismo, para captarse las adoraciones de los estúpidos. Esparta y Atenas, aquellas dos grandes repúblicas de la Grecia, émulas de su grandeza, terror de los persas y demás potencias del Asia, y los mejores modelos de los pueblos libres, no consentían otra distinción entre sus individuos que la que prestaban la virtud y el talento, y aun cuando estas brillaban tanto, que lastimaban algo la vista de la libertad, eran víctimas sus dueños, aunque inocentes, del celo popular. No os quiero tan bárbaros, pero aun os deseo más cautos.

No olvidéis jamás que la diferencia de rangos y clases fue inventada de los tiranos, para tener en los nobles otros tantos frenos con que sujetar en la esclavitud al bajo pueblo, siempre amigo de su libertad; y ya estamos en el caso en que ellos deben cumplir con esta ruin obligación. La antigua Roma echó los fundamentos de su grande imperio sobre la igualdad de sus ciudadanos, y no dio el último estallido hasta que la hizo reventar el exorbitante número de barones consulares, augures, senadores, caballeros, etc. En la América libre del norte no hay más distinción que las ciencias, artes, oficios y factorías a que se aplican sus individuos, ni tienen más dones que los de Dios y de la naturaleza, y así se contentan con el simple título de ciudadanos. Pero ¿para qué necesitamos de ejemplos? ¿No bastará la razón para alumbraros?

Con vosotros hablo, infelices, los que formáis el bajo pueblo. Atended:

Mientras vosotros sudáis en vuestros talleres; mientras gastáis vuestro sudor y fuerzas sobre el arado; mientras veláis con el fusil al hombro, al agua, al sol y a todas las inclemencias del tiempo, esos señores condes, marqueses y cruzados, duermen entre limpias sábanas y en mullidos colchones que les proporciona vuestro trabajo; se divierten en juegos y galanteos, prodigando el dinero que os chupan con diferentes arbitrios que no ignoráis; y no tienen otros cuidados que solicitar con el fruto de vuestros sudores, mayores empleos y rentas más pingües, que han de salir de vuestras miserables existencias, sin volveros siquiera el menor agradecimiento, antes sí desprecios, ultrajes, baldones y opresión. Despertad, pues, y reclamad vuestros derechos usurpados. Borrad, si es posible, del número de los vivientes a esos seres malvados que se oponen a vuestra dicha, y levantad sobre sus ruinas un monumento eterno a la igualdad.