Cuando íbamos a ser libres

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La Libertad Consiste En Hacer TODO LO QUE ES BUENO Y NADA DE LO QUE ES MALO

No es frecuente encontrar definiciones sustantivas de “libertad” en los periódicos de la primera mitad del siglo xix. Si bien todos la invocan para pronunciar elogios o defensas, su comprensión suele estar anclada a la coyuntura política, al ámbito de las prácticas, y se la representa con las luces y las sombras que impone la urgencia, la pasión o la ganancia. Rara vez se la aborda en un tono más complejo, en su relación con la voluntad, por ejemplo, o a propósito del problema de la percepción y el intelecto. Ese es el fondo de este raro artículo que fija postura entre las discusiones filosóficas de los siglos xvii y xviii. Pero destaca también por otro motivo: esa reflexión filosófica es antecedida por una representación alegórica, de inspiración neoclásica. Por un lado, la libertad es un bien feminizado y vulnerable que debe ser resguardado para garantizar su contemplación; por otro, es un problema de filosofía del que hablan los hombres, y cuyo análisis permite definir cuestiones determinantes para la vida social. Dos imágenes distintas, conectadas de forma subterránea gracias a una complicidad que no necesita ser pronunciada. Algo así parece ser la libertad en este período.


Donde mora la libertad allí es mi patria

El Cosmopolita, 1 de mayo de 1833, Núm. 2, pp. 1-2

Considerando que ciertas expresiones producen falsas impresiones muy contrarias al sentido que estas quieren llevar, hallamos por conveniente ilustrar la divisa de este diario: “Donde mora la libertad allí es mi patria.”

No existe palabra que haya causado tantos enormes horrores a la especie humana como la de la libertad, y lejos de ser una garantía de las personas y propiedades de los pueblos ha servido en muchos lugares para sus cadenas y destrucción.

Nosotros comparamos la libertad a una hermosa y linda virgen que merece la admiración y protección del mundo entero; ella no tiene lugar fijo en ningún país particular, pero existe en todos aquellos donde se cultivan las virtudes morales. Ella es un don gratuito del cielo y está encargada de la civilización, la industria y hasta la conciencia, desde un polo hasta el otro. En los países “donde ella mora” siempre se encuentra en el tribunal mano a mano con la justicia —y en foro y Senado acompañada de la sabiduría y la prudencia— igualmente en el comercio, el tránsito y las casas privadas. Ella es patrona tutelar de las imprentas y se digna establecer su oráculo en ellas. Lleva por vestido una túnica blanca, que muestra la sencillez y la pureza; en la mano derecha una lanza que significa la arma de sus devotos —sobre esta un gorro que denota el estado opuesto de los hombres libres al de los esclavos.

Tal es la libertad, y tal su delicadeza que en el lugar donde no existe el orden y la virtud no existe ella.

Hemos hecho estas reflexiones con el objeto de esclarecer nuestro mote —“Donde mora la libertad allí es mi patria”, el cual se reduce a este: La libertad consiste en hacer todo lo que es bueno y nada de lo que es malo.

No dejaremos la importante discusión de la libertad sin definir su origen y sus ventajas, según la opinión que nosotros hemos formado de ella.

La voluntad, las pasiones y los sentidos han nacido con el hombre y estos dones son los que determinan a obrar conforme a su naturaleza, y según esto tiene la libertad de ejecutar sus intenciones. Si así es, entonces la libertad es el agente libre de la voluntad, porque esta no ejecutará lo que la voluntad no tendría libertad.

Siendo la libertad un agente libre de la voluntad, entonces lo que ejecuta la primera depende enteramente de la naturaleza de la segunda, porque la voluntad y las pasiones pueden solamente percibir por medio de los sentidos unas ciertas necesidades, y entonces la libertad es la acción de obrar lo que estos perciben.

El hombre nace con estos poderes que son la voluntad, las pasiones y los sentidos, estos tienen la libertad por su agente, y esto es lo que se llama la libertad natural; y como estos poderes son del hombre, luego esta libertad es la libertad natural del hombre.

Es preciso saber que la voluntad puede tener buenas o malas inclinaciones y las variaciones de estas, enteramente dependen del poder que esta voluntad tiene sobre el entendimiento, que por según este poder obra su agente la libertad natural; pero el hombre viviendo por sí solo en un estado natural y lejos de las habitaciones de otros, su voluntad no puede tener poder alguno sobre el entendimiento, porque esto no existe en el estado natural del hombre no siendo nacido con él, y como este no es innato con el hombre, luego no puede percibir o distinguir las cosas que ignora. Esta parte de nuestra doctrina es apoyada por M. Locke. En la edic. 24 de su Entendimiento Humano Lib., Cap. 2 & 11, dice: “Aquellos que se tomen empeño de reflexionar con un poco de atención sobre las operaciones del entendimiento encontrarán que un pronto consentimiento de la mente hacia algunas verdades, no depende de una impresión (inserption) natural o del uso de la razón etc.”.

No siendo el entendimiento innato en el hombre, esto no es de negar que las facultades intelectuales no lo sean; pero estas colocadas en el vacío de la mente no pueden ejercer acción alguna sin tener la primera impresión de algún objeto por su guía, y esta se obtiene solamente por el ejemplo o por medio de la instrucción. De esto nacen las primeras ideas y producen el entendimiento de ellas, luego después llega la razón y esta ayuda al entendimiento a descubrir los principios de una falsa o verdadera proposición, dando poder al entendimiento para determinar sus máximas entonces la fábrica es completa.

Hemos hecho esta reflexión para convencer al hombre que el Ser Supremo le ha dado más facultades intelectuales sin límite alguno, y sin poner términos a la extensión de ellas, dejando libre para emplearlas en las virtudes, o en el abuso de los vicios, y según los méritos o deméritos son los premios y los castigos. De esto nace la convicción de la inmortalidad del alma, porque de otro modo serían iguales los malos con los buenos, y los remordimientos de la conciencia prueban la verdad de esta aserción.

Mas, estas grandes facultades intelectuales de que estamos poseídos prueban que el hombre es un ente sociable, y que estas facultades le han sido conferidas para emplearlas solamente en el bien de la sociedad de que es miembro, de modo que sus acciones sean dignas de aplauso por el benignísimo otorgador de ellas, pues siempre es libre para obrar según sus inclinaciones, y esto es lo que nosotros designamos la libertad de la mente.

Ya hemos dicho que el entendimiento (según nuestra convicción) no es innato en el hombre, y que en el estado natural no puede tener idea alguna de la cosa que ignora, por esto no advierte que existen en él grandes facultades intelectuales porque toda su obra se aproxima más hacia la sagacidad animal que hacia la razón humana. Luego un hombre en este estado no es responsable por los actos que proceden de su voluntad, pues claro está, que no ha contraído obligación alguna de observar ni forma, ni método, y no teniendo vecinos su libertad natural no puede ser obnoxiosa.

Ahora consideraremos si será posible que una sociedad pueda existir por algún espacio de tiempo, dejando a todos sus miembros en pleno poder de ejercer sus libertades naturales. Creemos que no puede existir ni por un momento.

También hemos dicho que la posesión de las facultades intelectuales es prueba de que el hombre es un ente social y que estas facultades han sido conferidas para el bien de los miembros de la sociedad, y como no es comparable con nuestra naturaleza que los hombres pueden existir en sociedad sin la estricta observancia de algún orden, entonces sería preciso para llenar este fin establecer leyes, reglamentos y ordenanzas. Pero, se dirá, todo esto son otros tantos infringimientos a la libertad. Nosotros decimos que no son, ni más ni menos, unas restricciones a la voluntad, tanto a la sociedad sin sacrificar una parte de su voluntad, sin embargo, de que entra voluntariamente en ella, la libertad natural cesa de ser agente libre de la voluntad, y es reconocida como agente de la sociedad con el título de Libertad civil.

Todavía es preciso notar que por el sacrificio que hacemos de la voluntad natural, aumenta la libertad civil, porque esta nos asegura el derecho que tenemos de elegir nuestros miembros a las dignidades de Ejecutivo e igualmente Legislativo; por consiguiente nosotros mismos decretamos las leyes que nos rigen por medio de nuestros representantes, entonces la libertad civil nos asegura todas estas ventajas, y aún más, nos da la facultad de acusar legalmente a cualquiera persona de la sociedad general que se atreva a infringir nuestros sagrados derechos.

Esta es nuestra definición de la libertad, la cual es bien atrevida, tanto que varias de sus hipótesis con sus consecuencias son contradictorias a las opiniones de unos celebres autores, como son: Liebnetz [sic], Collins, Mabranche [sic], Priesley [sic], Paley, etc. Nuestra doctrina es, que el hombre no puede hacer sacrificios de su libertad porque esta no es más que un agente; pero sí de su voluntad porque esta es un poder. Ni aún esto (hablando moralmente) es sacrificio, porque recibe mayores ventajas del hecho. Es en igual caso lo que acuerdan dos contratistas: uno da tanto metal y el otro en retorno tanto trigo. Estos convienen esperando ventajas recíprocas, luego no existe el sacrificio.

UN MANANTIAL DE MIL MALES

 

La libertad de imprenta, como se ha visto en otros documentos, fue uno de los temas donde se expresó con mayor nitidez la tensión insoluble entre liberalismo y poder. Así como no caben dudas de su reconocimiento como ideal irrenunciable, también son nítidos los esfuerzos por subordinarla de forma legítima a los principios del orden. Se dibuja así la escena del gran conflicto para los temas de la libertad en este período: fijar los límites de la acción del poder frente a derechos que por su novedad deben ser protegidos, pero también estimulados favoreciendo su pleno ejercicio. Este artículo en tres partes, publicado en El Araucano a mediados de la década de 1830, sintetiza la posición gubernamental sobre la materia, y en él se advierte la tensión ya descrita. De la contemplación elogiosa y su representación como instrumento de emancipación universal, el redactor transita a la ingrata tarea de advertir sus riesgos, especificando la forma en que el ejercicio irresponsable de esta libertad configura un tipo especial de delito que no se puede prevenir o reparar por el simple efecto de la ley. Se escucha aquí la voz de una autoridad que acude a esas formas superiores de convivencia que se deben invocar cuando se construye un nuevo orden sobre cenizas aún ardientes.


De la libertad de imprenta y de sus abusos

El Araucano, Santiago, 27 de noviembre y 11 y 18 de diciembre de 1835, Núms. 273, 275 y 276

Artículo 1°, 27 de noviembre de 1835

Fortuna muy grande y muy rara es

la de un pueblo que puede pensar lo que quiere,

y manifestar lo que piensa con toda libertad.

Tácito

La libertad de imprenta es la garantía más importante de los derechos políticos. Se pudiera muy bien llamar la garantía de las garantías. No es posible concebir libertad política, donde falta el derecho de publicar sus opiniones, para defenderla y sostenerla. La libertad es un sagrario, a cuyo rededor velan incesantemente todos los ciudadanos, para dar el grito de alarma al menor amago de peligro. La seguridad de una fortaleza, por grandes que sean sus medios de defensa, depende de las alertas de sus guardias avanzadas. Si no hay quién señale los pasos del enemigo, la sorpresa es inevitable.

El derecho de publicar sus pensamientos es inherente a todo hombre libre. Entre los antiguos, se ejercía en las plazas públicas por medio del lenguaje: en las sociedades modernas, los ciudadanos hacen uso de todos los recursos que suministra la imprenta, para manifestar al pueblo las ideas que creen útiles a su patria. Por este último medio, una nación entera puede recorrer en pocos días el discurso de un orador, que no sería fácil a un solo hombre recitar en muchos años a todos los individuos esparcidos por los varios puntos de un Estado.

Las ventajas de la imprenta libre son todas las que el hombre debe a la dádiva más preciosa del ingenio y del arte, a la invención más fecunda en todo género de bienes, a la imprenta misma, en una palabra, que parece haber sido tan esencial a la perfección del género humano. Cesando la libertad de expresar sus pensamientos, aquellas ventajas, cesan también, y se mudan en males e inconvenientes de la mayor gravedad. Los malvados abusan de todo. Los medios más eficaces de pública felicidad se vuelven en sus manos instrumentos de opresión y tiranía. Es preciso que los buenos puedan ejercer sus facultades con la mayor libertad, para poder entablar una lucha con los enemigos del bien público, que sea capaz de confundir sus planes, y estorbarles en sus empresas. El resultado de esta lucha ha sido siempre el triunfo de la verdad, y las mejoras de la sociedad.

Los tiranos de los siglos pasados, presintiendo las ventajas que debían emanar de la libertad de imprenta, le juraron siempre el odio más implacable, y la combatieron con todos los medios que tuvieron a su alcance.15 Por el lado opuesto, los filósofos y los verdaderos filántropos no cesaron nunca de favorecerla, y defenderla de los ataques que le han sido dirigidos por los enemigos de la libertad. Mas, en fin, el género humano ha caminado; y de un extremo del mundo al otro no se oye más que una voz: La libertad de imprenta es el mayor de los bienes políticos, y pertenece a todos los pueblos.

Es verdad que hay todavía regiones donde este bien no existe. Entre los pueblos que las habitan es un delito hablar de libertad de imprenta. Sin embargo, en estos mismos parajes tan desgraciados ella vive en el deseo de los infinitos liberales, que aguardan en el silencio una ocasión favorable para dar vida a la patria. No está lejos, no, el momento dichoso en que los habitantes de la España, del Austria, de la Italia y otras naciones de Europa todavía esclavas, recibirán de las manos de la libertad el derecho de pensar como hombres, y expresarse como ciudadanos.

La libertad de imprenta no solo consiste en la libre comunicación de los pensamientos entre los miembros de un cuerpo político por medio de obras impresas, sino que no puede en modo alguno concebirse completa sin la libre circulación de las producciones literarias y científicas entre los varios pueblos de la Tierra, que todos tienen el mismo derecho a gozar de los frutos de la general civilización del género humano, y están igualmente interesados en promover la libertad y los progresos sociales de cada uno.

Para probar la alta importancia que deben dar los pueblos a este derecho de libre y general comunicación de ideas, basta indicar los obstáculos que le han puesto siempre los gobiernos absolutos. En Austria no puede penetrar nada de lo que se imprime en los países extranjeros, sin atravesar una línea interminable de censores, que declaran contrabando todo lo que se halla escrito en un sentido algo liberal. En Prusia se teme más aquella libre circulación de ideas entre pueblo y pueblo, que la misma libertad de imprenta ejercitada en su interior; y los periódicos y las obras que son la expresión de la opinión pública de los demás pueblos, no tienen tampoco permiso de atravesar aquel reino. Lo mismo puede decirse de muchos estados de Italia, y particularmente del reino de Nápoles. Un elector de Hesse-Cassel, imaginó una comisión de censores, encargados de examinar las obras publicadas entre los pueblos más libres, para rechazar de las fronteras de sus estados todos los escritos, cuyos autores hubiesen tenido el atrevimiento de examinar los actos del gobierno. Napoleón, en fin, que ha sido el mayor de los hombres y de los déspotas al mismo tiempo, estableció una censura más rigurosa todavía para las obras extranjeras que para las que se publicaban en Francia; y fue inventor de un sistema de decepción periodística, adoptado en seguida, aunque con muy poco suceso, por los demás déspotas de Europa, que tuvo por objeto favorecer las miras de un gobierno arbitrario y ocultar a un pueblo oprimido todo lo que pensaban o producían los demás pueblos capaz de despertarlo. La tiranía de aquel genio extraordinario que llena él solo la mitad de su siglo, cayó con los odios y antipatías nacionales, las que procuró siempre alimentar y fomentar con perjuicio de todos los pueblos. A medida que los ingleses, los franceses, los alemanes, los italianos y demás habitantes de la Europa han ido conociendo siempre más, que uno solo es el interés político, uno solo el interés industrial de todos los pueblos de la Tierra, el estandarte de la libertad se ha desplegado en nuevos puntos de aquel dichoso continente, y ha extendido su benéfico influjo sobre nuevas regiones de las demás partes del mundo. Aquel inmenso e incalculable beneficio, que importará con el tiempo la perfección del género humano, se debe a la libre circulación de las ideas de los pueblos.

En las repúblicas constituidas bajo el sistema representativo, la libertad de imprenta es de una necesidad tan absoluta, que destruirla sería lo mismo que abolir aquel sistema. No habiendo libertad de imprenta, las asambleas legislativas no son más que consejos privados a los que la opinión pública no puede imprimir movimiento alguno; y no ejercen otro influjo que el que el Ministerio quiere darles. El solo temor de ver publicado un proyecto contrario al bien público; la certeza de que una opinión anti-liberal será el asunto de las críticas y de los ataques de los escritores liberales, es un freno que a veces basta solo para contener en sus avances contra la libertad a los más atrevidos oradores, y hacer abortar los planes más diestros e ingeniosos de los enemigos secretos de la prosperidad y del honor nacional. La libertad de imprenta en el cuerpo de los diputados de la nación es el dios tutelar de la patria, el terror de los malos, la seguridad y la garantía de los buenos, el alma de todos sus trabajos. Sin ella el país que en apariencia es el más libre y el que goza de la mejor constitución, no es más que el juguete de un congreso o la propiedad de un déspota. La nación que no puede asistir a las sesiones de sus representantes por medio de la libertad de imprenta, es una nación esclava.

Con relación a los gobiernos de los pueblos libres, la libertad de imprenta es su mejor garantía y su brújula más segura. Diremos más: sin ella, no pueden llenar el grande objeto, que les es confiado, de la ejecución de las leyes. ¿Qué confianza podrá merecer un gobierno donde no hay libertad de censurar sus actos? ¿Qué influjo podrá tener en la opinión pública, si no es permitido pedirle cuenta de su administración, y asistir al examen de esta cuenta? Solo la libertad de imprenta puede mantener viva la amistad necesaria entre el gobierno y la nación. Solo por ella el gobierno puede conocer las variaciones del espíritu público, las necesidades verdaderas del país y el modo de satisfacerlas. En fin los gobiernos descubren por ella las intenciones perversas de los enemigos del orden público y evitan a tiempo los escollos que se les presentan en una administración borrascosa. Un estado en que se goza de la libertad de imprenta puede compararse a un navío guiado por pilotos hábiles que no se dejan nunca sorprender por la tempestad. Si no hay libertad de imprenta, el naufragio es seguro.

Mas, ¿de qué no abusan los hombres? ¿Qué males no se han causado al género humano bajo el pretexto de la religión y de la libertad? Y sin embargo, ¿qué bienes más preciosos habíamos podido recibir de la Providencia? La libertad de imprenta ha sido también un manantial de mil males. Hasta el día de hoy los legisladores más sabios se han ocupado en preverlos y remediarlos. Después de haber aclarado su índole y las diferencias que presentan en los varios gobiernos, expondremos en otro artículo los recursos que ha creado la ley para aquel objeto, entre las naciones más antiguas en el goce de los derechos políticos: y nos proponemos demostrar que mucho menos tenemos que temer en Chile de los abusos de la libertad de imprenta, de lo que tienen fundamento para temerlos los reguladores de los destinos de los principales pueblos de Europa. Tendremos en el conocimiento de esta verdad una razón más para felicitarnos de nuestro estado.

Artículo 2°, 11 de diciembre de 1835

La ley asegura a cada ciudadano el goce del ejercicio de todas sus facultades físicas y morales. Para lograr este fin, era preciso prohibir que el interés o el capricho de uno estorbase el libre uso de las facultades de los otros. El de la libertad de imprenta no difiere en cosa alguna del de las demás libertades individuales o políticas de un solo miembro de la sociedad o del conjunto de todos. Muévase enhorabuena, hable, escriba, imprima quien quiera; pero que los movimientos, los discursos, los escritos, los impresos de un ciudadano no sean causa de que se altere la tranquilidad, o se disminuya el número de los bienes que hacen felices a otros ciudadanos como él, que tienen por esto mismo un derecho incontestable al libre uso de todos los medios de felicidad que están a sus alcances. He aquí toda la teoría de los delitos y de las penas. La libertad es incompatible con el delito. Cada delito es un golpe que se le dirige. Acabaría con ser la víctima de estos golpes, si el escudo de la ley no le sirviese de defensa.

Cada hombre en sociedad es responsable ante la ley de las resultas de sus acciones. El hombre que ataca la vida, la propiedad o la reputación de otro hombre, a más de perjudicar a un solo individuo, hiere a todo el cuerpo de ciudadanos, lo perjudica promoviendo el desorden, lo corrompe con el ejemplo del mal que es siempre contagioso, y es causa de infinitos daños, mientras en apariencia no ha sido autor más que de uno solo. Si al hecho contrario a la ley se añade evidentemente la intención de infringirla, el grado de la culpa será mayor, el delito es una declaración de guerra a todo el género humano, el delincuente debe ser considerado como un verdadero enemigo de la sociedad a que pertenece.

 

Hemos demostrado en el artículo anterior las ventajas y los bienes de cada clase que emanan de la libertad de imprenta. ¡Ojalá los daños que suelen producir sus abusos no fuesen a veces [ilegible] y tan sin remedio que no se tuviese razón suficiente para quejarse de la necesidad de admitirla!

La ley no puede conceder más que la libertad de hacer el bien. Cada uno puede publicar sus pensamientos por la prensa, sea porque son útiles a sí mismo sin dañar a los otros, sea porque son útiles a toda la sociedad. A más de esto, cada uno puede elevar su voz contra el enemigo declarado y activo de la religión, contra el que atente al orden político, contra el magistrado injusto, contra el calumniador y contra todo ciudadano perjudicial a la república. Mas el desaforado que se ha hecho reo de estos delitos abusando de la libertad de imprenta, y ha puesto a los buenos y hábiles escritores en la necesidad de hacer servir la misma libertad, sea para rechazar los ataques dirigidos al culto y al orden social, sea para reparar el menoscabo que ha padecido por ella la fortuna o el honor de los particulares, ¿será menos delincuente que el profano que osase quebrar a los ojos del público los vasos destinados al sacrificio de la hostia sagrada, o el demagogo que convocase al populacho para excitarlo a un motín, o el que incendiase el campo ajeno, o el que ofendiese de algún modo la persona de un hombre tranquilo e inocente? Los delitos no mudan de naturaleza por mudar de medios de ejecución. El arte de graduarlos y distinguirlos consiste solo en avaluar el daño causado por ellos y descubrir el grado de perversidad que les ha dado origen. La aplicación de las penas debidas a los delitos de este género debe seguir la misma escala que la de los demás delitos y de las demás penas que sirven para repararlos y castigarlos. Si fuese posible dar la muerte con un folleto como se da con una espada, hubiera un caso en que la pena capital no sería desproporcionado a un delito de imprenta.

Para proceder con orden en la clasificación de los abusos de la libertad de imprenta y en el examen de los medios de repararlos, seguiremos la enumeración que hace de ellos la ley. Las notas que según ella los hacen dignos de pena, son la blasfemia, la inmoralidad, la sedición y la injuria. Veamos, pues, cuál es el daño que puede resultar a la sociedad de cada uno de estos abusos, y cuáles son los medios más aparentes para repararlos.

Hubo un tiempo en que fueron grandes los temores que inspiraban los ataques a la religión. Mas la experiencia ha demostrado que aunque se haya visto por ellos alterarse en algo o destruirse la creencia de uno u otro ciudadano, las masas poco o nada se han resentido de su acción. A pesar de los esfuerzos de los Bayles, Espinosas, Mirabeaus, Dupuis y muchos otros, la religión, circuida y batida por tantos y tan valientes enemigos, ha quedado como un escollo en medio del océano, que la furia de las olas no ha podido dislocar. El tiempo que todo lo destruye, ¿destruirá también en el corazón del hombre la necesidad de los sentimientos y de las esperanzas, que debemos a la más pura y consoladora de todas las religiones? Nos parece que no; y así somos de parecer que los ataques a la religión deberían despreciarse del todo como incapaces de lograr el fin que se proponen con ellos hombres demasiado ilusos; tanto más, que el espíritu por decirlo así positivo e industrial que ocupa casi enteramente las sociedades modernas, hace mirar con una especie de indiferencia y de desprecio muy saludable, tratándose de combates de opinión, las querellas ociosas de los filósofos acerca de cosas que no están al alcance de nuestros sentidos. Sin embargo, el disgusto que provocan el desacato y la audacia de los que la ofenden en público, sin miramiento alguno al respeto que le prestan en compañía de los más de los hombres los mejores y los más prudentes de entre ellos, merece algún castigo.

Con relación a la inmoralidad, mucho es el daño que pueden causar a las costumbres los que intentan favorecerla por medio de impresos. En todos los países del mundo las leyes han tomado a este respecto medidas muy severas. Dígase por honor de la civilización actual, no hay especie de abusos de imprenta que tenga menos partidarios. El ateo, el demagogo más atrevido no deja de tener un interés en que no se corrompa el corazón de sus mujeres e hijas. El mismo libertino, si no ha perdido toda la sensibilidad, quisiera ser el solo de su género. Un clamor que no pueda ser ni más fuerte ni más general, condena y persigue los abusos de imprenta dirigidos a la corrupción de las costumbres. Por esto mismo no deben temerse mucho sus efectos. En cuanto a la aplicación de la pena que la ley les inflige, no presenta dificultad alguna, por ser evidente el grado de perversidad que los ha promovido, y no tener pretexto alguno de error o de opinión sobre que apoyarse.

No sucede lo mismo de los impresos que la ley caracteriza de sediciosos. Entre los abusos de la libertad de imprenta, este es el más peligroso, y por consiguiente el que debe ocupar más a los legisladores de las sociedades modernas, en las que el orden es la primera necesidad de los pueblos, y las revoluciones violentas y subversivas los males que más deben temer. La sed del poder timando por pretexto el más noble sentimiento, e invocando uno de los nombres más sagrados en el corazón del hombre intenta reproducir hoy a cada rato los estragos que en tiempo de ignorancia fueron la consecuencia horrorosa de una religión de humanidad y de paz. La ambición y la sedicia han manchado a nombre de la libertad con la sangre de millones de víctimas los altares del patriotismo. La libertad de imprenta ha sido uno de sus principales instrumentos.

Sin embargo, alguna vez estos excesos han podido en cierto modo ser justificados por la opinión que los ha provocado, y por el objeto que se ha tenido en mira. Las luces se han acumulado y las costumbres se han mudado entre algunos pueblos con una asombrosa rapidez, antes que el tiempo mudase gradualmente su sistema social. Este fue el caso de la Francia en fin de siglo pasado. Fue casi inevitable mudar repentinamente su constitución política por la fuerza irresistible de sus mismas luces y de sus mismas costumbres. A un ejemplo tan terrible no han faltado imitadores. ¡Cuán pocos han podido justificarse como la Francia!

Asentando que en el caso de que acabamos de hablar el uso de la imprenta para excitar al pueblo a subvertir de un modo violento el orden político ha podido en cierto modo ser justificado, no ha sido nuestra intención aprobarlo. ¿Quién quisiera haber contribuido a los efectos espantosos de la Revolución Francesa? Estamos ciertos que si los escritores que la provocaron hubiesen podido prever todas sus consecuencias, hubieran temblado a la sola idea de conseguirla. Mas la antorcha de una reciente y terrible experiencia no había aclarado todavía a los hombres de las modernas repúblicas. ¿Qué verdadero patriota, instruido después con los hechos, no ha preferido siempre la obra del tiempo de la reflexión y de la ley a los horrores inevitables de un ciego y ruinoso entusiasmo?

Pero en nuestros mismos tiempos tenemos el sentimiento de observar, aun en el seno de los pueblos que se hallan incontestablemente más adelantados en la carrera de la civilización y de la libertad, como la Francia, un impulso hacia las revoluciones al que no dejan de contribuir escritores de sumo mérito. Este hecho nos parece muy fácil de explicar. Los principios de la política de los pueblos no han sido todavía adoptados en Francia en toda su extensión. Su gobierno que encierra aun grandes concesiones al antiguo orden de cosas, y al influjo extranjero, se halla en oposición con los principios de la verdadera libertad. A más de esto parece que la particular civilización de la Francia le sirva de garantía contra las resultas funestas de las revoluciones. Su gobierno cumple sin duda un deber sagrado en alejarlas; mas los escritores y el pueblo que los aplaude y secunda, pueden tener una apariencia de razón.

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