Las batallas de Concón y Placilla

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Hacia fines de 1890, la instrucción y el entrenamiento que poseía el Ejército era mínimo e insuficiente, tanto en sus dimensiones teóricas como prácticas. La principal causa de tan desmedrada situación recaía, como ya se señaló, en la falta de preparación de los oficiales encargados de entregar a las tropas estos conocimientos, ya que, como se dijo, éstos mayoritariamente carecían de una verdadera formación militar, y solo una mínima parte provenía de la Escuela Militar o habían cursado en la Academia de Guerra.

Los esfuerzos modernizadores, iniciados por el presidente Santa María y continuados por su sucesor, el presidente Balmaceda, no alcanzarán a dejar sentir sus beneficios en el ejército antes de la revolución. El Presidente estaba convencido que fortalecer al ejército y a la marina era un deber insoslayable, más aun cuando Chile acababa de terminar una guerra externa y seguían vivos los peligros de nuevos enfrentamientos con los países vecinos.38 El ejército de 1891, con pequeños matices, se mantenía similar en su instrucción y entrenamiento al de 1879, triunfador de la Guerra del Pacífico, pero que a estas alturas acusaba 50 años, o más, de atraso con respecto a los ejércitos más adelantados de la época. La sorpresa la darán las fuerzas congresistas que, por la influencia de los oficiales chilenos que habían estudiado en Europa y la participación del oficial prusiano Emilio Körner, incorporarán procedimientos y técnicas de combate mucho más modernas. Como más adelante se verá, este factor, sumado a la fuerte convicción en la justicia de la causa que defendían, tendrán vital importancia en el desenlace de la guerra.

Ultimo curso de la Escuela Militar en 1890.


Cadetes (con un ayudante y un profesor) que el 5 de enero de 1891 fueron destinados a los cuerpos de ejército. De izquierda a derecha, sentados: don Pedro León Medina, profesor de historia; teniente ayudante don Francisco Bravo (balmacedista); ayudante mayor graduado don Ramón Aguirre (revolucionario); ayudante mayor graduado don Santiago Hinojosa (balmacedista); ayudante capitán Rojas Arancibia (revolucionario).- Fila del medio: cadetes: don Enrique Monreal, don Ricardo Vélez, don Pedro Pablo Dartnell (revolucionario), don Benjamín Bravo (revolucionario), don Miguel Moscoso (revolucionario), don Alfredo Valderrama, don Luperlino Rojas, don Benjamín Gutiérrez (revolucionario).- Fila de atrás, cadetes: don Jorge Larenas (revolucionario), don Carlos Hinojosa (revolucionario), don Carlos Briones (revolucionario), don Ambrosio Acosta y don Nicanor Peña. Fuente: Archivo Museo Histórico y Militar de Chile.

La Historia Militar de Chile, del Estado Mayor General del Ejército, en relación con esta materia señala que “…la infantería de línea no conocía el combate de tiradores, por lo menos en el sentido moderno, no se le daba importancia sino a los ejercicios de la táctica lineal y de columnas que preconizaba el reglamento en vigencia. Se practicaban manejos de fusil y descargas y se atribuía un gran valor al asalto en orden cerrado. No se reconocía una instrucción sistemática y práctica, ni del tiro al blanco ni del servicio de campaña”39.

En la misma dirección de lo señalado precedentemente se orienta el diagnóstico del teniente José S. Urzúa, oficial destinado en Arica en 1888, quien en un artículo publicado en la Revista Militar de Chile con el título “La instrucción militar de nuestros soldados”, afirmaba que “…es imprescindible poner atención en un proceso de enseñanza que le dé al soldado plenos conocimientos del arma que posee, que le designe el modo de hacer el mejor uso de ella y cómo sacar el mejor partido posible de sus condiciones balísticas. Sin esta instrucción, las armas de precisión serán imprecisas, y por ello, es que es necesario formar un ejército de buenos tiradores, ya que en la realidad nuestros soldados están en tal grado de atraso que la mayor parte de ellos no conocen ni el arma que poseen, mientras se ocupan de aprender lucidos manejos de armas, movimientos simultáneos y ejercicios armónicos que llenan de encanto a los espectadores, sin aportar elementos prácticos a su instrucción. Lo que nos conviene, es tener un ejército de buenos tiradores y no de soldados que se mueven automáticamente”40. Es éste el mismo desafío que hoy siguen teniendo quienes integran el Ejército: estructurar una fuerza que por sobre todo sepa combatir, sea eficiente en el uso de los recursos de que dispone y en definitiva, que en su entrenamiento privilegie el fondo por sobre la forma.

Los grados de efectividad que más tarde alcanzarán los soldados congresistas, al adoptar nuevas tácticas de combate y técnicas de uso de sus fusiles Mannlicher, marcarán la diferencia y hablarán por sí solos de la validez de esta afirmación.

Como se ve, los oficiales más adelantados y evolucionados tenían un duro diagnóstico respecto de la capacidad operativa y táctica del Ejército que pocos años antes había resultado vencedor en la Guerra del Pacífico. La técnica tironeaba a la táctica y generaba insatisfacción en quienes veían cómo su Ejército se había estancado y no progresaba. Aún más, por esos mismos días, a través de las mismas páginas de la Revista Militar de Chile, su redactor, el teniente coronel José de la Cruz Salvo Poblete, apuntaba sus críticas a la inexistencia de un Estado Mayor permanente, señalando que este “…no tiene por única misión auxiliar a los generales en el mando de las tropas en la guerra, sino que en tiempos de paz, debe prepararla y diseñarla en sus menores detalles”41. Como es posible observar, se comenzaba a vivir un período de autocrítica —tan necesaria para la evolución y mejoramiento de las organizaciones complejas—, de conciencia de las limitaciones propias y de una creciente demanda de progresos profesionales. Cosa siempre deseable y constructiva y verdadero caldo de cultivo para el proceso modernizador que se avecinaba.

En lo que a material de guerra se refiere, la infantería del Ejército estaba dotada principalmente con fusiles Gras, modelo 1874, de fabricación francesa y con fusiles Comblain, de fabricación franco–belga, ambos de calibre 11 mm. La gran novedad la habrían de constituir los fusiles Mannlicher. El Ejército chileno fue el primero de América en contar con este fusil, arma muy moderna para la época, cuyas cualidades más sobresalientes eran su gran precisión, su cadencia de tiro, la solidez de su mecanismo y su manejo sencillo. Sin embargo, por carecer de la munición correspondiente el ejército gobiernista no pudo utilizarlo durante la guerra civil, entregando la ventaja a los congresistas, quienes equiparon una de sus brigadas, la 2ª, con dicha arma. Tan insólita situación se explica ante el hecho que el día 8 de enero de 1891 el acorazado Blanco Encalada al servicio de los revolucionarios, se apoderó en Valparaíso de 4.500 fusiles Mannlicher, sin munición, que habían llegado de Austria para el gobierno de Chile42.

Por otra parte, la artillería de que disponía el Ejército en 1890 estaba principalmente constituida por material utilizado durante la Guerra del Pacífico y comprendía aproximadamente unos 80 cañones adquiridos casi en su totalidad en la fábrica Krupp. El armamento recién descrito se vio reforzado con sucesivas compras efectuadas entre los años 1889-189043.

En síntesis, respecto a la organización y equipamiento hacia fines de 1890, podemos señalar que el Ejército de Línea era una fuerza militar con años de atraso en relación con sus similares de Europa. Su organización, desde el punto de vista operativo, era deficiente, ya que adolecía de una estructura de mando que permitiera su preparación y empleo en forma oportuna; carecía de un mando centralizado y no estaba libre de interferencias políticas. Los oficiales y suboficiales que lo integraban no tenían —en su mayoría— una formación sistemática en la ciencia de la guerra, por lo que podemos decir que su gran potencial radicaba, muy principalmente, en las experiencias y glorias del pasado; las de la Guerra del Pacífico.

Los soldados, como ya se dijo, producto del sistema de reclutamiento vigente provenían de los grupos más débiles de la sociedad y, por lo mismo, su disciplina y entrenamiento era escaso. Su equipamiento era prácticamente el mismo de la Guerra del Pacífico y sus técnicas de combate no habían progresado sustancialmente; así lo reflejan las críticas, ya públicas, de los oficiales más evolucionados.

Con todo, pese a que finales de la década de 1880 se podían advertir incipientes aires reformadores en el Ejército, éstos solo alcanzarán mayor fuerza y profundidad con el triunfo de la causa congresista, ya que como sucede con todo proceso de transformación —especialmente éste, el del Ejército vencedor de la Guerra del Pacífico— había encontrado resistencias entre los oficiales, particularmente entre aquellos que habían sido formados en Francia, tales como los generales Luis Arteaga y José Francisco Gana, quienes fueran, director de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra el primero, e Inspector General de la Guardia Civil y más tarde Ministro de Guerra el segundo. Dados los cargos que ejercían, ambos eran reconocidos y no despreciables opositores al modelo de modernización prusiano.44

 

La campaña del norte

La revolución de 1891 constituyó un hito de especial trascendencia en la vida de nuestro país, a tal punto que hay concordancia en que puso término al siglo XIX histórico de Chile. Desde el punto de vista del Ejército, significó un violento enfrentamiento fratricida que, finalmente, dio paso al proceso de modernización y profesionalización más profundo que nunca antes había tenido.

Desde la perspectiva de las operaciones, la revolución destaca por la extensión de sus campañas —ocho meses—, por el número de fuerzas involucradas —más de treinta mil soldados— y por la ferocidad con que se combatió. Fue una verdadera campaña, a diferencia de las revoluciones de 1851 y 1859, que por lo breve, tuvieron características más bien de un estallido, de un incendio que fue apagado casi de inmediato y en las cuales la Armada no participó, a lo menos, activamente en las operaciones.

En 1891, tanto el Ejército como la Armada se dividieron. Los combates que durante la revolución se produjeron fueron tan cruentos, o más, que las más encarnizadas batallas de la Guerra del Pacífico. Es decir, ésta puede ser considerada en los hechos como la más profunda, radicalizada y violenta división que ha tenido nuestro país a lo largo de su historia. A lo menos si la observamos desde el punto de vista de las operaciones militares y de los muertos y heridos que de ellas se derivaron. No así de las divisiones que produjo en nuestra sociedad, ya que pese a la odiosidad y violencia con que se actuó, las pasiones a poco del término de la guerra, de una manera sorprendentemente rápida, fueron quedando atrás.

En la explicación de la génesis de la revolución de 1891 la historiografía se ha concentrado en torno a dos visiones principales. La tradicional —presente en el ministro Julio Bañados Espinosa—45 es aquella que en términos muy generales afirma que la guerra fue el resultado de una larga contienda entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, cuyo origen, según la Historia del Ejército de Chile, se remonta prácticamente a la promulgación de la Constitución de 1833. Diferencias en la interpretación de esta ley fundamental habrían producido una pugna entre Balmaceda —que pretendía mantener el presidencialismo— y el Congreso, que se esforzaba por obtener cada vez mayores atribuciones en desmedro del ejecutivo, lo que finalmente llevó a las partes a dirimir sus ideas en el campo de batalla46.

La otra visión —más propia de la historiografía marxista— es la sostenida por Hernán Ramírez Necochea47 quien, incorporando el factor económico, enfatiza en la influencia que en la política chilena y en el estallido de la revolución habrían tenido los grandes empresarios del salitre de origen inglés. Al respecto, Ramírez Necochea al referirse al verdadero carácter de la Guerra Civil señala “…Tal ha sido el criterio con que se ha realizado toda la investigación expuesta en este libro. Y como resultado de ella se puede afirmar categóricamente —porque hay pruebas suficientes para ello— que la guerra civil de 1891 no fue otra cosa que una violenta reacción a la política económica que el Presidente Balmaceda realizó con entusiasmo, tenacidad, clarividencia y sin claudicaciones. Quienes veían amenazados sus intereses económicos y sociales, quienes no deseaban las transformaciones que la sociedad chilena requería, alzaron su brazo armado contra un estadista que verdaderamente se adelantó a su época y para quien no había “más interés que por lo justo, ni más amor que por lo bueno, ni más pasión que por la patria”…” 48.

En los últimos años se ha sumado al debate el historiador y académico Alejandro San Francisco, aportando un tercer elemento de análisis: el del factor político–militar. De ahí el nombre del primer tomo de su tesis doctoral “La irrupción política de los militares en Chile”, en la que al respecto plantea que “…en el caso concreto de la guerra civil de 1891 es posible observar una abierta y decisiva participación de los miembros del Ejército durante 1890, a través de la ocupación de cargos y de la deliberación política, entre otras vías de politización castrense…El segundo aspecto es la militarización de la vida política ese mismo año, que llevó a los sectores del gobierno y la oposición a mirar hacia los cuarteles para resolver una pugna originalmente política, que a fines de 1890 y comienzos de 1891 ya se había transformado en un problema que sería resuelto por las armas”49.

Más allá de las diferentes interpretaciones ya descritas, se debe tener presente que en todos los grandes procesos históricos, como es el caso de la revolución de 1891, existe una multiplicidad de factores que podrían ayudar a dilucidar la problemática que condujo a ellos, de manera tal que ninguno de ellos es excluyente, y todos, son más bien complementarios. Así, en las causas de esta guerra encontraremos algo de todas las visiones.

No siendo la preocupación central de esta obra el abordar en profundidad las consideraciones y pormenores de los acontecimientos políticos, sociales y militares previos y generadores de la guerra civil, nos limitaremos a señalar, escuetamente, que faltando solo nueve meses para expirar su mandato, el presidente Balmaceda intenta, con un décimo tercer gabinete, poner fin a su gobierno luego de haber presentado al Congreso la Ley de Presupuesto para el año 1891, requisito fundamental para poder contar con los medios económicos necesarios para el funcionamiento del Estado. Al no lograr su aprobación, el 5 de enero de 1891, con la firma de todos sus ministros, el Presidente promulga el Decreto Nº 40 que extendía la vigencia de la ley de presupuesto del año anterior. En su parte medular el citado decreto señalaba que: “…Teniendo presente, que el Congreso no ha despachado oportunamente la Ley de Presupuestos para el presente año y que no es posible, mientras se promulga dicha Ley, suspender los servicios públicos sin comprometer el orden interno y la seguridad exterior de la República, mientras se dicta la Ley de Presupuestos para el presente año 1891, regirán los que fueron aprobados para el año 1890 por la Ley de 31 de diciembre de 1889”50. Este decreto —considerado inconstitucional por el Congreso— significó el quiebre definitivo entre estos dos poderes del Estado. El país se aproximaba peligrosamente al enfrentamiento, los sones de las pasiones estaban llamando a cerrar filas en ambos bandos. La Guerra Civil estaba ad portas.

El Congreso fue respaldado mayoritariamente por la Armada. El 7 de enero de 1891, la Escuadra, al mando del capitán de navío Jorge Montt Álvarez, llevando a bordo al presidente de la Cámara de Diputados, Ramón Barros Luco, al vicepresidente del Senado, Waldo Silva y a otros importantes miembros de la oposición, zarpó con rumbo al norte del país, después que el Congreso firmara un Decreto de destitución del Presidente. Era evidente que esto significaba una insubordinación al poder ejecutivo, justificado por sus cabecillas por la necesidad de defender la Constitución51.

Generalmente se tiende a señalar que la Armada se alineó con el Congreso y el Ejército con el presidente Balmaceda, lo que es solo parcialmente cierto, ya que ambas instituciones se dividieron. El solo hecho que fuera un capitán de navío quien asumió el mando de las fuerzas navales aliadas del Congreso es expresión de que hubo un quiebre institucional. ¿Qué fue lo que pasó con los almirantes?

En 1890, según el escalafón de la Armada, habían cinco contralmirantes, siendo el más antiguo Juan Williams Rebolledo, quien ejercía como Comandante General de la Marina, lo seguían los contralmirantes Galvarino Riveros Cárdenas, sin comisión por problemas de salud; Juan José Latorre Benavente, en comisión en Europa; Oscar Viel Toro, en comisión en Estados Unidos y Luis Uribe Orrego, miembro de la Junta de Asistencia. De todos ellos solo el contralmirante Uribe simpatizó con los congresistas y pese a no participar en la guerra, al término de ésta fue nombrado Director de la Escuela Naval.

Jorge Montt era la tercera antigüedad de los once capitanes de navío que integraban el escalafón y se desempeñaba como Gobernador Marítimo de Valparaíso52. A comienzos de 1891 estaba en condición de disponibilidad, es decir a un paso de ser pasado a retiro, ya que el Comandante General de la Marina —almirante Williams Rebolledo— por instrucciones del gobierno lo había sancionado por considerar que no había actuado con suficiente energía en la represión de una huelga de los lancheros y jornaleros de Valparaíso. Esto explicaría, en parte, el por qué los representantes del Congreso se acercaron a él para sumar a la Armada a su causa.

Del análisis del escalafón de oficiales de la marina de 1890 se puede deducir que de los once capitanes de navío, uno no participó en la guerra por problemas de salud, el capitán de navío Ramón Cabieses; cuatro apoyaron al Congreso: los capitanes de navío Jorge Montt, Luis Castillo G., Francisco Molina G. y Constantino Bannen P.; y cinco se mantuvieron leales al presidente Balmaceda: los capitanes de navío Juan E López L, Francisco Vidal G., Ramón Vidal G., Enrique Simpson B. y Francisco Sánchez A. Como se ve, la Marina no se sumó como un todo al Congreso y prácticamente la totalidad de los almirantes, con la sola excepción de Luis Uribe, se mantuvieron leales al poder ejecutivo.

Tampoco es totalmente verdadero que el Ejército de Línea cerrara monolíticamente filas junto al Presidente de la República. A Balmaceda se sumaron, fundamental y principalmente, los generales y oficiales superiores que desde algún tiempo o bien venían ocupando puestos políticos, o manifiestamente se habían declarado simpatizantes incondicionales del Presidente. Así, el general Velásquez había integrado durante 1890 dos gabinetes ministeriales y en 1891 había integrado el Congreso constituyente convocado por Balmaceda; el general Gana asumiría como ministro de Guerra; los generales Barbosa y Alzérreca se habían declarado públicamente simpatizantes y leales al Presidente y habían ocupado cargos de confianza política.

Refiriéndose a este tema Alejandro San Francisco señala “… que en realidad el ejército como un todo no siguió a Balmaceda en 1891, sino que lo acompañaron básicamente los generales, particularmente aquellos que habían sido partidarios de la administración en 1890, así como también los altos mandos castrenses, y una parte importante del resto de la institución. Pero una idea ampliamente difundida es que no quedaba clara la lealtad verdadera de las tropas balmacedistas”53. Esta idea, de diversidad de intereses entre los altos mandos y la tropa, es reafirmada en la carta que el entonces ministro de Relaciones Exteriores Ricardo Cruzat le enviara al presidente Balmaceda, en la que le señala que “…los jefes del Ejército declaran que las tropas no les inspiran la menor confianza, que ellos sabrán morir en el campo de batalla, pero que no le tienen fe a sus subordinados”54. La carta del ministro Cruzat efectivamente fue premonitoria, como más tarde lo demostrarán el heroico comportamiento en el campo de batalla de los generales Barbosa y Alzérreca y la deserción, antes y durante las batallas de Concón y Placilla, de numerosas unidades presidenciales al bando congresista.

La adhesión del generalato al Presidente no fue obstáculo para que importantes jefes castrenses, entre los que destacaron Estanislao del Canto, Adolfo Holley y Jorge Boonen, se sumaran al bando congresista. También lo hizo el profesor de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra, teniente coronel Emilio Körner Henze. Al respecto en sus “Memorias Militares”, el coronel Del Canto señala que “…después de la llegada de los señores Orrego y Körner continuó incorporándose en las filas constitucionales una multitud de jóvenes y caballeros, hasta completar el número de cuatrocientos ochenta y dos, desde el 20 de enero hasta el 16 de agosto de 1891…”55.

 

La guerra civil, como más adelante quedará en evidencia, fue un asunto de las elites política, económica y militar. El pueblo —que sería el que en definitiva sufriría las consecuencias con mayor dureza— no fue un actor relevante en el desenfreno de las pasiones. Los soldados eran necesarios para combatir, pero particularmente en el caso del ejército presidencial, casi ni sabían ni entendían por qué tenían que luchar. Acudirían al campo de batalla obligados y sin ideales por los cuales arriesgar sus vidas. Los que se unieron al ejército congresista sí actuarían más motivados por la causa. Como se verá, en definitiva, será esto lo que hará la diferencia.

TABLA Nº 4Oficiales destacados del Ejército que combatieron en la Guerra Civil de 1891 por el bando presidencialista.



Tabla de elaboración propia con datos obtenidos en: Archivo General del Ejército, Fondo Histórico. Ministerio de Guerra y Marina y Hojas de Servicio.

Durante 1890 la intranquilidad y crispación política se había generalizado en la sociedad chilena y, por supuesto, también había afectado al Ejército. Las inquietudes y diversidad de opiniones castrenses fueron progresivamente transitando hacia públicas demostraciones, como por ejemplo la acaecida el 26 de mayo de 1890, fecha en que se conmemoró el aniversario de la batalla de Tacna. Mientras en La Moneda el Presidente de la República homenajeaba en una cena a algunos jefes militares que habían participado en dicha batalla, los oficiales de la guarnición de Santiago se reunieron en una comida en el restaurante Melossi, de la Quinta Normal de Agricultura. El clima de amistad y camaradería que reinó en los festejos se vio alterado al dirigir la palabra a los asistentes el coronel Estanislao del Canto56, de gran fama por su brillante participación en la Guerra del Pacífico y quien —pese a haber participado en la batalla de Tacna como comandante del 2º de Línea, no había sido invitado a La Moneda— en parte de su alocución expresó “…sabéis señores... que si el honor del soldado está ceñido al puño de su espada, no dudeís señores que la lealtad del Ejército para con el Gobierno será inmutable; pero entended que es con el Gobierno que hemos aprendido a conocer desde la escuela y que, como todos sabéis, se compone de tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. La Constitución señores, no ha podido ponerse en el caso de un divorcio entre estos poderes. El Ejército aunque en una situación difícil, sabrá cumplir con los mandatos de la Constitución, porque es digno y ama a su patria”57. El mensaje al ejecutivo era fuerte y claro.

El discurso del coronel Del Canto, que reflejaba claramente cuál era su posición, era una evidente referencia a la situación política del momento y aunque el trató de explicar el incidente señalando que sus dichos habían sido distorsionados, al ser transmitidos a los que estaban en La Moneda en términos alarmantes, el hecho dio como resultado un sumario que terminó con Del Canto destinado como Ayudante de la Comandancia General de Armas en Tacna, donde en todo caso no estuvo mucho tiempo, ya que conocida la sublevación de la Escuadra, en enero del año siguiente, se sumó a las fuerzas congresistas en Iquique y después de participar activamente en las diferentes acciones de las operaciones en el norte del país, asumió la tarea de la organización del incipiente ejército congresista.

Como se señalara, el 7 de enero de 1891 la Escuadra había tomado rumbo a las provincias del norte con el objetivo de conquistar un territorio y conseguir los recursos necesarios —ya que ahí estaba la riqueza generada por el salitre— para iniciar las operaciones contra el gobierno. El 12 de enero arribó al puerto de Iquique, capital de la provincia de Tarapacá y centro de la riqueza salitrera. Inmediatamente se declaró su bloqueo y el de Pisagua, dando inicio de esta manera a una serie de acciones militares que en solo cuatro meses pondrían bajo el dominio congresista las provincias de Tacna, Tarapacá, Antofagasta y Atacama.

En el norte realmente no hubo operaciones, sino acciones menores de tropas de ambos bandos en actuaciones independientes y en lugares distantes. No hubo empleo masivo de fuerzas en forma planificada, pues las acciones se desarrollaron durante la etapa de movilización y reclutamiento de las fuerzas. Es por ello que solo se puede hablar de combates en Zapiga, Alto Hospicio, Pisagua, San Francisco, Huara y Pozo Almonte58. Así, luego de una serie de encuentros entre las fuerzas del coronel Del Canto y las del gobierno, el 7 de marzo de 1891, tuvo lugar el combate de Pozo Almonte, en el cual de los 1.300 hombres de las fuerzas balmacedistas, quedaron 400 tendidos en el campo de batalla. El coronel Eulogio Robles, su Comandante, fue uno de ellos. Esta última derrota gobiernista significó la pérdida total y definitiva de la provincia de Tarapacá para Balmaceda, a la vez que señaló su dominio por los congresistas con todos los recursos económicos con que contaba. A la larga, traería la merma del norte del país para el Gobierno por la imposibilidad de defenderlo.

Con el territorio de Tarapacá bajo su dominio, las fuerzas congresistas avanzaron sobre Antofagasta, donde no encontraron mayor resistencia ya que el coronel Hermógenes Camus, destacado en Calama al mando de una fuerza de poco más de 2.000 hombres, considerando que se encontraba absolutamente incomunicado con el centro de país, resolvió retirarse hacia Santiago sin presentar combate. La División Camus inició su viaje el 27 de marzo, marchó por territorio boliviano y argentino, para finalmente, luego de recorrer 1.300 kilómetros, arribar a Santiago el 17 de mayo de 1891.

El paso siguiente para los congresistas sería tomar posesión de Tacna, provincia defendida por una pequeña fuerza de 537 hombres, al mando del coronel Miguel Arrate Larraín, el que aislado, sin posibilidad de apoyo material ni refuerzos, el 7 de abril de 1891 se retiró con su unidad a la República del Perú; allí permanecieron hasta el término de la guerra civil. De esta forma Tacna y Arica pasaron a integrarse a los territorios bajo control de las fuerzas de la revolución.

Solo faltaba la provincia de Atacama y hacia ella dirigieron sus miradas los jefes congresistas. Con extensas riquezas de oro, plata y cobre, ésta provincia era una de las principales fuente de recursos para el país y, por ello, muy necesaria para los revolucionarios que deseaban aumentar, disciplinar y proveer de alimentos a su Ejército59.

En el intertanto, y junto con emprender la expedición sobre dichos territorios, ocurrirán algunos importantes acontecimientos dignos de ser mencionados. El primero, la organización en Iquique de una Junta de Gobierno, el 12 de abril de 1891, compuesta de tres miembros, siendo su Presidente el Comandante en Jefe de la Escuadra, capitán de navío don Jorge Montt Álvarez, secundado por los vocales señores Waldo Silva y Ramón Barros Luco, Vicepresidente del Senado y Presidente de la Cámara de Diputados, respectivamente. Secretario General fue nombrado don Enrique Valdés Vergara. El segundo acontecimiento de relevancia fue el hundimiento del acorazado Blanco Encalada, el 23 de abril de 1891, en circunstancias que éste se encontraba en la bahía de Caldera, donde fue atacado por las torpederas del gobierno Lynch y Condell, las que lo hundieron en pocos minutos. La pérdida del histórico acorazado produjo un fuerte efecto moral en el bando congresista60.

El 24 de abril de 1891 el batallón congresista Esmeralda ocupaba la ciudad de Copiapó, último baluarte gobiernista en esas lejanas tierras nortinas. De esta manera las provincias de Tacna, Tarapacá, Antofagasta y Atacama quedaron bajo el dominio de la Junta de Gobierno de Iquique. Una clara interpretación de las circunstancias que condujeron a esta situación es la que nos entrega el general Humberto Julio, quien en su trabajo “La Guerra Civil de 1891 y su conducción Política y Estratégica” señala que: “… el rápido y sorprendente triunfo de los revolucionarios frente a tropas de un ejército profesional, solo puede explicarse por una suma de factores, todos desfavorables a la causa presidencialista: la lejanía y aislamiento del teatro de operaciones; las simpatías que presentaba la causa del congreso; el empeñarse en una batalla decisiva sin lograr reunir los diferentes núcleos (Pozo Almonte); la imposibilidad física de las guarniciones de prestarse apoyo que permitió a los congresistas batirlas en detalle”61.

Junta revolucionaria de Iquique.


De pie, coronel Estanislao Del Canto, comandante en jefe del Ejército congresista; Joaquín Walker M, ministro de Relaciones Exteriores; Manuel José Irarrázabal, ministro del Interior;Isidoro Errázuriz, ministro de Justicia e Instrucción Pública; coronel Gregorio Urrutia, intendente de Iquique y coronel Adolfo Holley, ministro de Guerra. Sentados la Junta de Gobierno, de izquierda adercha: Waldo Silva, vicepresidente del Senado; capitán de navío Jorge Montt, presidente de la Junta de Gobierno y Ramón Barros L, presidente de la Cámara de Diputados. Fuente: Archivo Museo Histórico y Militar de Chile.