Las batallas de Concón y Placilla

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Oficiales del Regimiento Esmeralda Nº 7, del Ejército congresista.


Fuente: Museo Histórico y Militar de Chile.

INTRODUCCIÓN

“La Guerra Civil de 1891 sorprendió al país dividido en numerosas manifestaciones que en el pasado habían constituido espacios de encuentro social: se produjo una escisión profunda entre los poderes públicos, el Presidente de la República contra el Congreso; la prensa derivó en grados crecientes de odio político y descalificaciones de los adversarios; finalmente, las Fuerzas Armadas también sufrieron importantes grados de descomposición y división interna. Consecuencia natural de este último aspecto fue que se formaron, en 1891, dos bandos irreconciliables, dos Ejércitos que lucharían hasta la muerte entre sí, en la más sangrienta de las guerras civiles que ha tenido lugar en la historia de Chile”1.

Han sido numerosos los investigadores que han descrito y explicado las causas que llevaron a la más profunda herida de la sociedad chilena en nuestra historia republicana: la Guerra Civil de 1891. La mayor parte de ellos se han aproximado al tema desde una perspectiva política, reflexionando en torno a la dinámica que condujo a que fuera ésta guerra la que habría de marcar el término del siglo XIX histórico de nuestro país, coincidiendo en afirmar que sus causas son de gran complejidad y producto de una multiplicidad de conflictos, tales como los político institucionales, los económicos —derivados de las diversas visiones respecto a la política del salitre—, y los sociales.

Con todo, pareciera ser que la Guerra Civil fue el resultado de un largo proceso que se inició con la promulgación de la Constitución de 1833 ya que, en definitiva, la diferente interpretación de la señalada Carta Fundamental —el presidencialismo del ejecutivo, versus el parlamentarismo de la oposición— sería la que desataría la pugna entre el Congreso y el presidente Balmaceda.

Esta obra no pretende adentrarse en las consideraciones políticas, económicas, sociales o militares que causaron o se derivaron de esta crisis. Lo que se pretende es efectuar una revisión de la influencia que habrían tenido los diferentes factores vinculados a los elementos de la conducción estratégica en el desenlace de las dos “batallas decisivas” que se produjeron durante la Revolución: la de Concón y la de Placilla, acaecidas el 21 y 28 de agosto de 1891, respectivamente.

Desde el punto de vista de la estrategia militar clásica, una de las formas de lograr la decisión en la guerra —muy infrecuentemente en la guerra moderna— es, entre otras formas menos costosas, por intermedio de una “Batalla Decisiva”2. Así como la batalla de Waterloo llevó a la caída de Napoleón, a la disolución del Imperio y a la instauración de un nuevo orden en Europa, el desenlace de las batallas de Concón y Placilla llevó a la derrota del ejército presidencialista —más por el quebrantamiento de su voluntad de lucha, que por la destrucción absoluta de sus fuerzas—, a la caída del gobierno, al suicidio del presidente Balmaceda y al término, transitorio, del sistema de gobierno presidencialista en Chile. En fin, como se ve, es evidente que Concón y Placilla fueron realmente “batallas decisivas”, en las que por lo demás, murieron tantos o más soldados que en los más crudos combates de la Guerra del Pacífico.

En las batallas en comento parecen haber existido ciertas circunstancias que las hacen especialmente particulares. Es por ello que las interrogantes apuntarán en dos direcciones opuestas. Por una parte, a precisar qué fue lo que influyó para que perdieran las batallas las fuerzas que por magnitud, equipamiento, historia y tradición se suponían debían ganarlas; y por otra parte, qué fue lo que contribuyó a que triunfaran las fuerzas que se suponían debían perderlas. Así, esta tarea adquiere una doble dimensión. En la primera de ellas se buscará identificar las razones de la impensada derrota presidencialista, mientras que la segunda se orientará a establecer cuáles habrían sido las causas de la sorpresiva victoria congresista.

De esta manera, al analizar las batallas desde la perspectiva de las fuerzas enfrentadas, surgen dudas respecto a qué fue lo que llevó a que las fuerzas presidencialistas, significativamente superiores y que mantenían el control de la mayor parte de la red ferroviaria, fueran incapaces de concentrar sus medios en el lugar y momento de la decisión. Por qué, a partir del desembarco congresista en Quintero, nunca las fuerzas presidencialistas pudieron asumir la iniciativa. Y es más, qué explica que las fuerzas que tenían todo para escoger el terreno donde se buscaría la decisión y que por lo mismo tuvieron la ventaja de poder seleccionar dónde se defenderían, fuesen derrotadas por el atacante, el que, evidentemente, se encontraba en desventaja, ya que además de otras consideraciones, había iniciado su acción ofensiva con una proporción equivalente de fuerzas —en circunstancias que la teoría táctica militar señala que para atacar se debe ser superior en una proporción de tres es a uno, como mínimo—.

Es evidente que los aspectos cualitativos de la fuerza tuvieron una real gravitación en el desenlace de las batallas. Es por ello que más allá de consideraciones cuantitativas, en busca de las respuestas a las preguntas planteadas, recurriremos al análisis comparativo de factores tales como la organización de las fuerzas enfrentadas, la instrucción, el entrenamiento y las cualidades físicas y morales del personal, la capacidad y preparación de los comandantes, la doctrina militar, el apoyo logístico y las cualidades técnicas del material.

En busca de las respuestas deseadas, inicialmente, en el capítulo I, “El Ejército y la Revolución”, nos introduciremos en el tema efectuando una descripción del estado de situación del Ejército chileno hacia fines de 1890, lo que será fundamental para comprender las características, fortalezas y debilidades de las fuerzas que se enfrentarán a partir de enero de 1891.

Para una mejor comprensión de las batallas nos ha parecido necesario, en el capítulo II, “Para entender las Batallas”, hacer referencia y definir los alcances de los conceptos y variables que la teoría estratégica terrestre denomina “Elementos de la conducción estratégica”, ya que será a través de su análisis que nos acercaremos a las respuestas deseadas.

La campaña en el norte del país y el posterior desembarco en Quintero, serán abordados en forma muy general, ya que solo indirectamente contribuyen al objeto de este trabajo que, como dijimos, se centra en las dos grandes batallas: Concón y Placilla.

El desarrollo de estas batallas y los movimientos y acciones que las fuerzas realizaron entre el 20 y el 28 de agosto de 1891, constituyen el capítulo III “Los días decisivos”. Su descripción es indispensable para comprender cómo se produjo el enfrentamiento entre las fuerzas contendientes, por lo que en este capítulo se buscará precisar con la mayor fidelidad posible las acciones realizadas, las decisiones adoptadas por los comandantes y los efectos acumulativos que de estas se fueron derivando. Como veremos, en la guerra nada es aislado.

En el capítulo IV, “Las causas de la victoria; las razones de la derrota”, se reflexiona y concluye respecto a cuáles habrían sido las causas del triunfo de las fuerzas congresistas y cuáles las razones de la derrota gobiernista. Ello, inicialmente, desde una perspectiva más bien táctica, centrada en el desarrollo mismo de las batallas y, posteriormente, desde una dimensión más estratégica, abordando consideraciones y factores más globales y estructurales y, por lo mismo, de validez más general y de mayor trascendencia temporal.

Finalmente, en el capítulo V, “Más allá de las Batallas”, se abordan aspectos tales como la influencia que en el desarrollo y desenlace de las batallas tuvieron factores tales como el grado de instrucción y el armamento empleado, la moral y el estado sicológico de las tropas, y muy particularmente los liderazgos de los comandantes; para, finalmente, presentar algunas reflexiones generales respecto a las consecuencias que el desenlace de estas batallas tendría en el devenir del Ejército de Chile, ya que para algunos, a partir de ahí es que se abren las compuertas que permitirían la profundización del que sería el proceso de modernización y profesionalización institucional más relevante del Ejército durante el siglo XX, y para o otros, se sientan las bases de un nuevo Ejército, distinto del anterior, que asentado en sus mismas bases surge como una nueva realidad, distinta y diferente.

En lo que se refiere a la metodología empleada, es necesario señalar que se ha procurado ser lo más imparcial posible; situación no fácil de lograr, dado que la mayor parte de los testimonios de quienes fueron testigos directos de los sucesos de la revolución no están exentos de pasión partidista. En la búsqueda de la verdad y en la reconstrucción de las acciones militares, se han consultado el máximo de fuentes posibles, tanto de carácter primario como secundario. Es así, como se ha recurrido a la prensa de la época y a otra documentación coetánea, particularmente al Archivo General del Ejército, documentos y colecciones del Museo Histórico y Militar de Chile y, en forma muy especial, a los escritos de aquellos que nos han precedido en la investigación del tema. El recorrido de los escenarios geográficos en los cuales ocurrieron los acontecimientos no ha quedado tampoco fuera de lugar y, muy por el contrarío, recorrerlos fue fuente de mayor inspiración, exactitud y precisión en el análisis del desarrollo de ambas batallas.

 

Nos ha parecido conveniente, en una dimensión formal pero que tiene mucho contenido, el precisar al lector que al hacer mención a las fuerzas enfrentadas durante la guerra civil se ha optado por identificar a una como: “ejército gobiernista o presidencialista” y a la otra, como “ejército congresista o revolucionario”. Ambos ejércitos, de diferente forma y manera —pero no por ello con menos propiedad y legitimidad— eran parte del Ejército de Chile, por lo que no nos ha parecido justo ni correcto identificar a una de las partes como tal. Ninguno de los dos ejércitos renunció a las denominaciones histórico-tradicionales de las unidades más simbólicas y heroicas del Ejército chileno y las hicieron suyas. En las filas de ambas fuerzas lucharon ex combatientes y héroes de la Guerra del Pacífico, y los dos ejércitos (a lo menos sus mandos) se percibían a sí mismos como legítimos custodios y defensores del interés nacional.

En definitiva, con este trabajo esperamos efectuar una contribución que otorgue, desde un ángulo diferente, nuevas luces respecto a dos de las batallas más sangrientas de nuestra historia militar, que desde el punto de vista del país marcaron el término de un sistema de gobierno para dar paso a otro, y que desde la perspectiva del ejército, pusieron término a un modelo de ejército —que habiendo sido exitoso, evidentemente estaba agotado— dando paso a otro, que con ciertos ajustes, en su esencia, perdura hasta nuestros días.

CAPÍTULO I

El Ejército y la revolución

CAPÍTULO I

El Ejército y la revolución

“La Pacificación de la Araucanía y las victorias obtenidas por Chile en las guerras contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y Guerra del Pacífico (1879-1884), no solo incrementaron el territorio nacional sino que a la vez aportaron nuevas riquezas al país. Paralelamente a ello, esos triunfos fortalecieron el prestigio de las instituciones armadas al hacer ver a Chile no solo como un país guerrero, sino que también, como una nación triunfante y orgullosa”3.

La situación del Ejército

La gran valoración que la opinión pública —hacia 1891— tenía del ejército vencedor de la Guerra del Pacífico era una clara expresión de la satisfacción y orgullo que la sociedad chilena tenía por esta institución. A esta visión, en una actitud autocomplaciente, adhería la mayor parte de la oficialidad, perdiendo de vista y desechando la oportunidad de evaluar en forma más crítica los procedimientos de combate del pasado y que aún estaban vigentes. Desaprovechando así la ocasión para analizar con mayor interés los métodos de combate que nueve años antes en Europa, habían sido sometidos a prueba en la Guerra Franco-Prusiana, en la que ambos contendores habían empleado un armamento similar al usado en la Guerra del Pacífico4.

El diagnóstico exitista que dominaba los análisis era un factor determinante para que la participación del Ejército en la Guerra del Pacífico fuese evaluada con suma benevolencia; para el general Francisco Javier Díaz Valderrama esos brillantes éxitos obtenidos con relativa facilidad habían cegado a la mayoría de los oficiales, dejándolos con la profunda convicción que los procedimientos tácticos y estratégicos, así como la organización militar adoptados en la guerra, habían sido los más perfectos que fuera posible imaginar5. Como se ve, es más fácil tomar conciencia de los errores cuando se fracasa o se es derrotado, ya que es en esas circunstancias cuándo uno se ve obligado a revisar en qué se falló. Cuando se ha tenido éxito, se tiende a ser autocomplaciente y por lo mismo, a evitar la autocrítica y a mantener el orden existente.

Pese a ello, hubo quienes captaron que en la guerra recién acabada —independiente de la gloria alcanzada en los campos de batalla— se habían cometido errores que era necesario enmendar. En efecto, ya en 1882 el general Emilio Sotomayor Baeza, habiéndose hecho cargo nuevamente de la dirección de la Escuela Militar, estimó conveniente interesar al gobierno en la contratación de oficiales extranjeros para que se desempeñaran como profesores en ese instituto6. Para él estaba claro que la valentía, el coraje y la voluntad vencedora del soldado chileno ya no bastaban para decidir el resultado de una conflagración.

De igual forma, al finalizar la Guerra del Pacífico, el almirante Patricio Lynch7 había representado al presidente Domingo Santa María y a su ministro José Manuel Balmaceda (a la sazón, de Relaciones Exteriores), los errores evidenciados durante la guerra por el arma de Artillería y el Estado Mayor, además de la inmadurez mostrada por la oficialidad8.

Es así, como el gobierno del presidente Domingo Santa María instruyó al ministro de Chile en Alemania, don Guillermo Matta, para que buscara instructores en Europa que trajesen a nuestro país los aires renovadores de los ejércitos más avanzados de la época. Dichas gestiones culminaron con la contratación del capitán Emilio Körner9 para desempeñarse como profesor de ramos militares en la Escuela Militar de Chile.


Capitán Emilio Körner Henze. Fuente: Museo Histórico y Militar de Chile.

La llegada de Körner al país, a fines de 1885, sería determinante en todas las reformas que a partir de su arribo se iniciarían en el Ejército. De inmediato se incorporó a las actividades de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra, establecimiento que se fundó poco después de su llegada. Era sin lugar a dudas la respuesta esperada frente a lo que, en opinión de Enrique Brahm, era el “…estado de abandono en que se encontraba la formación de la oficialidad, compartido por las más diversas instancias involucradas en el tema”10.

Ha llegado el momento, señalaba en diciembre de 1885 la Revista Militar de Chile de “…reformar absurdas y viejas prácticas, de sustituirlas con otras más en armonía con el espíritu moderno, de devolver a España sus hoy vetustas leyes y reemplazarlas con otras de más adelantado criterio”11.

La Academia de Guerra fue fundada por decreto supremo del 9 de septiembre de 1886 y los primeros cursos, que duraban tres años, se iniciaron el 15 de junio de 188712. A fines de 1890, los diecisiete oficiales que habían integrado el primer curso terminaban sus estudios, mientras otro grupo de solo quince se iniciaba en su primer año13. Debido a los acontecimientos de la revolución, el 9 de enero de 1891, la Academia fue clausurada, poniéndose término abruptamente a los estudios de este segundo curso, por lo que en las operaciones de la guerra civil sólo alcanzarán a participar como oficiales de estado mayor los integrantes de esa primera promoción.

El envío de numerosos oficiales chilenos a Europa había permitido conocer los adelantos de los principales ejércitos de ese continente, lo que evidenció nuestro atraso en los conocimientos militares e impulsó las reformas necesarias que tuvieron amplia acogida en el gobierno de Domingo Santa María. El contacto con el mundo militar europeo entusiasmó a los oficiales chilenos a extremo tal, que el coronel Diego Dublé Almeyda, comisionado en Alemania, escribía en agosto de 1890: “…lo que verdaderamente me causa envidia es el admirable ejército alemán ¡Qué ejercicios, qué cosas tan útiles ponen en práctica. ¡Qué disciplina!”14.

Desde un comienzo Körner tuvo la suerte de contar en su tarea modernizadora con la colaboración del sargento mayor Jorge Boonen Rivera15. Para ambos oficiales uno de los principales problemas del Ejército de Chile —su talón de Aquiles— se encontraba en los procedimientos de reclutamiento que permitían el ingreso a las filas de elementos desplazados de las actividades agrícolas e industriales16 y que, por lo mismo, carecían de una instrucción suficiente que les permitiera desempeñarse en buena forma en sus funciones. El gran anhelo era la instauración de un sistema de conscripción que obligase a todos los ciudadanos a servir en el ejército, siguiendo el modelo vigente en Prusia, lo que solo se lograría años más tarde17. El servicio militar obligatorio, fundado en el concepto de “nación en armas”, sería instaurado en 1900 y perduraría en su esencia por ciento diez años. Recién en 2010, producto de la evolución tecnológica de los sistemas de armas, de la consecuente tecnificación de la milicia, así como de diferentes demandas sociales, entre otros factores, el modelo de reclutamiento vendría nuevamente a ser cambiado al transitar a un modelo mixto, que combina voluntariedad y la incorporación a las fuerzas de soldados profesionales, con lo que la conscripción ordinaria dejaría de tener la trascendencia y gravitación que por más de cien años había tenido, al iniciar el ejército su camino hacia una profesionalización más plena.18

Habiendo el capitán Körner conocido los planes de estudios de la Escuela Militar, llegó a la drástica conclusión que para formar adecuadamente a los futuros oficiales era necesario reformular sus programas y planes de estudio, ya que según su parecer, la Escuela se asemejaba más a un politécnico con disciplina militar que a un instituto formador de oficiales de ejército19. Respecto a los reglamentos, señalaba que ellos eran anticuados y con numerosos vacíos y deficiencias.

Las críticas de Körner y Boonen Rivera tuvieron una amplia acogida por parte del presidente José Manuel Balmaceda —quien había asumido el gobierno en septiembre de 1886—, por lo que siete meses más tarde, el 12 de abril de 1887, decretaba la reforma a los planes de estudios de la Escuela Militar.

Estos planes databan de 1883 y tendían a una enseñanza enciclopédica de los alumnos en desmedro de los ramos militares y científicos que precisaban los futuros oficiales. La educación humanista recibida por los alumnos era equivalente a la contenida en los programas de los colegios de nivel superior del país, pero debido a ello absorbían demasiadas horas en los ramos generales en menoscabo de las materias militares. Así lo reconoció el decreto reformador al señalar en su punto 1 “…El plan de estudios de 1883 presenta diversos inconvenientes, entre los cuales se encuentra el excesivo desarrollo dado a los ramos que no son de aplicación de la milicia”. El nuevo Plan de Estudios dio especial énfasis a la enseñanza de las matemáticas, puesto que, según lo señala su punto 4 “…considerando el estado actual de la ciencia militar, es indispensable que el estudio de las matemáticas sea la base de los que se dedican a la carrera de las armas”20.

Ese mismo año 1887, el 31 de mayo, se fundaba en Santiago la Escuela de Clases. En el respectivo decreto se señalaba que ella tenía como finalidad dar una mayor instrucción a los clases, ya que según lo establecía la legislación correspondiente “…la táctica moderna asigna a los cabos y sargentos una parte importante en el servicio de campaña y durante el combate”21.

 

De esta forma se empezaba a producir —desde las “almas mater” de oficiales y suboficiales— un cambio trascendental en el Ejército, cuyos integrantes hasta esos entonces soldados románticos, comenzarían con el paso de los años, a transformarse en profesionales de la guerra. La guerra, empezaba a ser vista ya no como un oficio o solamente como un arte, sino como una ciencia exacta, como una profesión. En opinión del profesor Brahm “…para el militar chileno que se mueve en torno al cambio de siglo, (del XIX al XX), no cabe ninguna duda que la guerra había pasado a ser una ciencia y además exacta y que sus cultores debían tener el más alto grado de formación científica”22.

Este proceso de cambios y de reflexión profesional quedó en evidencia con la creciente edición de un conjunto de revistas militares23, que se convertirían en un adecuado instrumento para la divulgación y debate de temas profesionales, contribuyendo a que los oficiales dispusieran de un espacio para el análisis y discusión. A través de sus propios órganos de difusión académica, el Ejército —probablemente sin tener plena conciencia— lenta y progresivamente, comenzaba a estimular una profunda evolución científico militar, reaccionando contra los antiguos dogmas24.

Sin embargo estos vientos renovadores no alcanzarán a modificar sustantivamente al Ejército al momento de la revolución, ya que fue a inicios de esta etapa de renovación cuando se desencadena la Guerra Civil de 1891 —la que se convirtió en un paréntesis breve de este proceso—, la que a su término, con la victoria de las fuerzas congresistas, adquirirá nuevos impulsos.

Según lo establece la Memoria de Guerra de 189025, la dotación autorizada de los cuerpos del Ejército de Línea26 ascendía a 5.885 hombres. A su vez, éste ejército estaba constituido por quince cuerpos de tropa: ocho batallones de infantería, tres regimientos de caballería, dos regimientos de artillería de campaña, un batallón de artillería de costa y un batallón de zapadores. Para estas unidades, así como para todos los demás servicios del Ejército, existía al 31 de mayo de 1890, una dotación de 945 oficiales.

TABLA Nº 1Fuerza del Ejército de Línea (1886 – 1890).


Fuente: Memoria de Guerra (1886 – 1890). Archivo General del Ejército. Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Disposiciones de carácter general del Ministerio de Guerra (Roberto Montt y Horacio Fabres).

En 1890, además del Ejército de Línea, existía una fuerza militar integrada por voluntarios llamada Guardia Nacional, la que creada por Diego Portales en los albores de la República, sirvió efectivamente en las guerras de 1836 a 1839 y de 1879 a 188427.

Finalizada la Guerra del Pacífico, había cesado en sus funciones el cargo de General en Jefe del Ejército de Operaciones y se había disuelto el Estado Mayor General, conservándose solamente éstos en el Ejército del Sur28, y conforme a lo previsto por la Ordenanza General de 1839, la estructura del mando se retrotrajo a la modalidad existente antes del conflicto, volviendo a ser el Ministerio de Guerra el organismo director del Ejército, según lo había dejado claramente establecido, en mayo de 1890, el Reglamento Orgánico del Ministerio de Guerra.

TABLA Nº 2Efectivos del Ejército y de la Guardia Nacional.


Fuente: Alejandro San Francisco. The Civil War of 1891 in Chile. The Political Role of the Military, Tesis Doctoral, University of Oxford, 2005, p. 91.

Bajo la autoridad del Ministro se encontraban el Inspector General del Ejército y el de la Guardia Nacional, los que en su verdadero sentido no eran autoridades de mando, porque el Ministerio se entendía directamente con las unidades de tropa cada vez que lo estimaba conveniente, de tal forma que las funciones del Inspector General se limitaban a revistar las diferentes unidades y a tramitar la correspondencia entre estas y el gobierno, y sobre todo a vigilar que se cumpliera a cabalidad lo establecido en la Ordenanza General del Ejército de 1839, aún vigente en 1890, que en su título XLIX, artículo 1º señalaba que el Inspector General del Ejército tendría entre sus funciones la de “... vigilar que los cuerpos de que se compone el Ejército sigan sin variación alguna todo lo previsto en la Ordenanza, para su instrucción, disciplina, servicio, revistas, manejo de caudales y su interior gobierno; que la subordinación se observe con vigor y que desde el cabo al coronel inclusive, cada uno ejerza y lleve las funciones de su empleo; que la tropa reciba puntualmente su vestuario y demás auxilios... y que la uniformidad de los cuerpos sea tan exacta en todo asunto, que en cosa alguna se diferencie un cuerpo de otro”29.

Para acentuar aún más en esta falta de mando del Inspector General, en las provincias y departamentos del país, las fuerzas debían subordinarse a los respectivos comandantes de armas —intendentes y gobernadores— quienes eran los representantes directos del Presidente de la República, a los cuales incluso debían solicitar su autorización para realizar actos que eran absolutamente castrenses. Se presentaba de esta forma una dualidad de mando, que indudablemente incorporaba visiones político-administrativas a las decisiones militares. De lo anterior, se deduce que aun cuando era el Ministerio de Guerra el que tenía el mando del ejército, había una fuerte injerencia del Ministerio del

Interior y de sus subalternos en sus funciones30. Con continuos roces entre las autoridades mencionadas, esta disposición, aunque modificada, estaría en vigencia hasta 193131. En síntesis, el verdadero comandante en jefe de ambas instituciones —Ejército y Guardia Nacional— era el Ministro de Guerra. (Ver Organigramas N°1, 2, 332 y 4)

ORGANIGRAMA N° 1Organización del Ministerio de Guerra y Marina hacia 1890.


ORGANIGRAMA N°2Organización del Mando del Ministerio de Guerra y Marina durante periodos de paz.


ORGANIGRAMA N°3Organización del Mando del Ministerio de Guerra y Marina durante periodos de guerra.


ORGANIGRAMA N°4Estructura del Ejército entre 1831 y 1891 según la Ordenanza General del Ejército.


Fuente: Ejército de Chile “Al servicio de Chile.Comandantes en Jefe del Ejército. 1813-2002”, anexo 2.

Para atender las necesidades del servicio, al 31 de mayo de 1890 existía, como ya se indicó, una dotación total de 945 oficiales que, distribuidos según las siguientes categorías, presentaban una proporción —o una desproporción— de un oficial por cada 5,22 soldados:

TABLA Nº 3Oficiales del Ejército en 1890.


Fuente: Memoria de Guerra de 1890 – Ministerio de Guerra y Marina. Archivo General del Ejército.

Este cuerpo de oficiales se componía de elementos muy heterogéneos y aunque se podría tender a pensar que la mayoría de ellos provenían de la Escuela Militar, la real situación distaba mucho de eso. A partir del decreto de 23 de febrero de 1889, el instituto formador de los oficiales contaba con 100 cadetes, egresando ese año solo nueve subtenientes, como lo señalara su Director, el general Luis Arteaga, en su memoria anual.33 Por lo mismo, para reemplazar las bajas ocurridas o cubrir los cargos disponibles no había más recurso que aceptar otros mecanismos de ingreso, de tal forma que, en definitiva, la oficialidad se reclutaba de tres maneras diferentes: por cadetes egresados de la Escuela Militar, los menos; por sargentos primeros ascendidos en los cuerpos de tropas; y por civiles con cierta instrucción general. En la Ley de Ascensos Nº 3.993 del 24 de septiembre de 1890, Art. 3º Nº 2, se señala que podían ser nombrados subtenientes los paisanos mayores de dieciocho años que hubiesen rendido los exámenes para obtener el título de Bachiller en Humanidades34. No se debe ser muy perspicaz para intuir que esta norma tendía a beneficiar a jóvenes que adecuadamente relacionados, más allá del interés profesional por la milicia, se sentían interesados por acceder a una fuente laboral.

Como podemos apreciar, los problemas del Ejército eran de diversa índole. Por una parte, la organización del mando de la institución no era la más adecuada, y por otra, era dudosa la calidad profesional de los recursos humanos destinados a conformar los mandos en los diferentes niveles. Ello requería de cambios trascendentes. “La organización del Ejército está en tabla”, afirmaba el teniente coronel José de la Cruz Salvo a través de las páginas de la Revista Militar de Chile, de julio de 1888, “…porque si entre lo vetusto, descompaginado e incoherente de nuestras instituciones militares hay algo que sobresalga por falta de lógica y de plan, es la organización de nuestro Ejército, la que no obedece a ningún principio”35.

Para este oficial y para muchos otros, conocedores de las tendencias europeas, la base, la piedra angular del edificio militar, radicaba en el proceso de reclutamiento del Ejército, el que necesaria y urgentemente debía ser reemplazado por un sistema obligatorio. Situación que solo llegaría a ser realidad algunos años más tarde, con la dictación de la Ley de Reclutas y Reemplazos (5 de septiembre de 1900), que estableció el servicio militar obligatorio, fijándolo en un año, con lo que en forma indirecta, pero estrictamente vinculada, terminaría la vida activa de la Guardia Nacional que, hasta esa fecha, era la instancia a través de la cual se formaban las reservas del Ejército36. Al respecto, el libro “El Ejército de los Chilenos 1520-1920”, el más reciente trabajo publicado en nuestro país en relación a la historia del Ejército, al referirse al estado del mismo al término de la Guerra del Pacífico señala: “…pero ahora, en tiempo de paz, el grueso de la fuerza estaba constituida, una vez más, por individuos provenientes del último escalón de la sociedad, semidestruidos por una serie de vicios, que llegaban a servir en las filas del Ejército por carecer de otra alternativa y que vivían en un ambiente sórdido y bajo condiciones morales reprobables” 37.