La performatividad de las imágenes

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Repensar la crítica

Preguntarnos qué puede decir la crítica en la actualidad, y valorar sus propias condiciones de posibilidad, es un cuestionamiento que no se reduce al análisis de la transformación de un concepto, sino de las transformaciones en nuestras relaciones: cómo nos construimos, cómo se desarrolla el trabajo del pensamiento y cómo este es puesto en práctica.

Si el trabajo de la crítica no se constriñe a la denuncia o a señalar las contradicciones que se habitan para levantar una suerte de imperativo moral que no deja de afirmar nuestras impotencias, ¿cómo pensar una crítica que pueda crear escenas en las cuales los procesos de transformación no estén sometidos a un contenido específico? La emancipación, pero más ampliamente los procesos de transformación, suelen ser comprendidos como una salida de un estado de ignorancia hacia uno de consciencia de la propia situación. Como si conocer una situación fuera condición necesaria y suficiente para su modificación. Como ya argumentaba Walter Benjamin, y más recientemente Jacques Rancière, el horizonte problemático de los procesos de transformación social no tiene que ver con el problema de una conciencia empírica, sino con una trama mucho más compleja en donde se articulan las condiciones materiales para su subversión. Ya lo decía Gilles Deleuze citando a F. Nietzsche, nos hallamos en una fase en que lo consciente se hace modesto.

Por lo tanto, necesitamos ahondar en una comprensión y en una práctica de la crítica que se distancie de aquella que la entiende como una actividad que juzga ideas, prácticas artísticas o movimientos sociales, para acercarnos a una crítica que perfile el mundo de esas ideas materiales. Michel Foucault sostenía que el trabajo de la crítica no consistía en determinar lo que se tiene que hacer, sino ser una práctica de resistencia:

La crítica no tiene que ser la premisa de un razonamiento que terminaría diciendo: esto es lo que tienen que hacer. Debe ser un instrumento para los que luchan, resisten y ya no soportan por más tiempo lo existente. Debe ser utilizada en procesos de conflicto, de enfrentamiento, de tentativas de rechazo. No tiene que dictar la ley a la ley. No es una etapa en una programación. Es un desafío a lo existente10.

Sin pretender realizar una revisión de la extensa teoría crítica de la Escuela de Frankfurt o de los enfoques que habría articulado la sociología crítica de los años setenta –como el de Pierre Bourdieu en Francia, o la sociología pragmática de la crítica, desarrollada en las décadas de 1980 y 1990, de la que hay abundante literatura–, considero importante seguir las líneas de ciertos hilos que persisten con su fuerza en las configuraciones de cómo ejercemos la crítica, si lo que queremos es activar sus desvíos y pensar cuáles podrían ser sus sentidos actuales como potencia de creación y como fuerza de intervención11.

Pensar los términos de esta potencia no tendría que ver con la potencia declinada en términos capitalistas. Para la potencia productiva, poder o no poder está determinado por el esfuerzo que invirtamos en ello. Pero, en este caso, no se trata de ubicarla en una falta de voluntad que habría que potenciar para llevarla a cabo. No se trata de una potencia transparente, tampoco de una que viene de una conciencia específica, sino de una potencia porosa, arraigada en una experiencia herida. Hay un espacio entre esos dos modos de la potencia que, por ejemplo, Diego Sztulwark está pensando cuando dice:

¿Cuál es la imagen de potencia que podemos oponer a la imagen de potencia que el neoliberalismo moviliza, que es una imagen contundente, productivista? Es la idea de podemos más, podemos todo. Tenemos que estar todo el tiempo presentándonos como sujetos productivos, plenos, creativos, valorizantes. La potencia es todo lo que podemos y podemos siempre y podemos más. Esto niega que la potencia real de la existencia, la capacidad de hacer y pensar de la que habla Spinoza, es siempre una potencia que está atravesada por lo frágil, atravesada por la angustia, por patologías, por no saber. Es una potencia sin imagen previa. No es el «sí podemos», es el «qué difícil que es todo». Ese punto de la potencia creo que es un punto fundamental para restituir. Porque si no el tipo de potencia que está emergiendo es una potencia de compra de mercancía, que simplemente lo que va a hacer es liquidar todo el capital que tenemos para recuperar12.

¿Cómo activar la potencia de la crítica creativa en una época que no deja de anunciar su fin? Si la hegemonía del pensamiento ya no tiene la palabra o solamente lo discursivo, sino que el pensamiento se ha transformado hasta tal punto que ya no puede ser considerado sin las imágenes, ¿cómo sería una crítica que no se entienda solo en clave de denuncia o visibilización de un determinado orden de cosas, sino una crítica que mueva un régimen de visibilidad? ¿Cómo abordar este desafío de constitución de otros cuerpos colectivos en donde el saber y el no saber se encuentren concernidos?

Este no es un asunto periférico sino estructural, por lo que se hace necesario desfigurar, desincorporar ciertas imágenes de la crítica que no nos permiten atender a cómo se articula nuestro presente, del mismo modo que hay imágenes del movimiento que nos impiden movernos.

El concepto de crítica tiene una extensa y estratificada historia. Aparece por primera vez en Platón en tanto arte de la distinción. Como desarrolla Alain Badiou leyendo a Platón, desde sus inicios la crítica está vinculada a la palabra krinein, esto es, a la capacidad para «ordenar o separar algo que es bueno de algo que es malo»13, lo que marcará una orientación muy específica en donde la crítica y el juicio irán siempre en estrecho vínculo con la realización de un discernimiento entre lo verdadero o lo falso, lo bueno o lo malo, lo bello o lo feo. Por lo tanto, con el establecimiento de una oposición.

Con Immanuel Kant la noción de crítica adopta un nuevo alcance en la tradición del pensamiento occidental, ampliando su sentido y situando la crítica en relación al conocimiento, es decir, la crítica no solo tiene la función del reconocimiento de unas características determinadas que nos permitirían juzgar si un objeto se adecúa o no a unos términos específicos, sino que la crítica es fundamentalmente la capacidad de suspender un juicio para poder aproximarse a aquello que busca comprender, «el método crítico suspende el juicio con la esperanza de alcanzarlo»14.

El desplazamiento que introduce Kant a partir de su obra La crítica de la razón pura consiste en señalar que la crítica no es precisamente la separación pura entre lo que es verdadero y lo que es falso, sino que ante todo marca la idea de un límite. La crítica, para Kant, establecía su límite por vía negativa, esto es, daba cuenta de lo que era posible para el conocimiento o lo que era posible conocer haciendo evidente lo que era imposible para el conocimiento humano, aquello que no puede ser realmente conocido. Esta transformación es muy importante porque, como acertadamente sostiene Badiou, si la crítica en un sentido primitivo es el ejercicio de la separación teórica y práctica entre lo verdadero y lo falso, entre las opiniones y la verdad, eso significa que hay una época histórica en que no hay pensamiento sin la práctica constante de la separación. Pero si la crítica toma el significado moderno que le otorga Kant, aceptar el límite de su propia actividad, entonces la separación, tal y como había sido comprendida, se complejiza. Se abre entonces un nuevo sentido para la crítica: el conocimiento. Pero no solo se abre un nuevo sentido para la crítica, sino que se abre una época histórica en donde el pensamiento no puede ser comprendido sin esa tensión que habita entre su posibilidad y su límite.

La herencia de este pensamiento es amplia. En el siglo XX, en un contexto de múltiples sospechas con las jerarquías del saber, vuelve el debate por el problema de la crítica. En este sentido, sin lugar a dudas es Walter Benjamin quien, a través de sus diversas investigaciones, dio un giro decisivo hacia una nueva significación del concepto de crítica15, que fue desarrollando y madurando a lo largo de toda su obra para delinearla como una práctica de interrupción, de fragmentación, de agrietamiento. La crítica como una praxis de diversas operaciones que permitan abrir el presente e interrumpirlo, del mismo modo que la traducción interrumpe la lengua propia.

Se profundiza así en la diferenciación entre la crítica del juicio y de la evaluación, pero también de sustraerla del lugar de denuncia o acusación. De hecho, en relación a la práctica artística, para Benjamin no hay ninguna escala de valores, ningún criterio a priori con el cual diferenciar grados de valor entre obras de arte auténticas. El único criterio es la capacidad reflexiva que estas puedan o no abrir. La distinción entre lo que es arte y lo que no lo es se da a través del criterio de la posibilidad crítica, las posibilidades que una obra nos da para pensar críticamente una situación:

Las relaciones sociales están condicionadas por las relaciones de la producción. Y cuando la crítica materialista se ha acercado a una obra, ha acostumbrado a preguntarse qué pasa con dicha obra respecto de las relaciones de productividad de la época [...]. Por tanto, antes de preguntar: ¿en qué condiciones está una obra literaria para con las condiciones de producción de una época?, preguntaría: ¿cómo es en ellas?16

Entre las diversas aproximaciones a la noción de crítica en Benjamin destacan principalmente tres ejes desde los que articula su reflexión: el arte, la traducción y sus análisis sobre la infancia17. Tres experiencias que se inscriben en el marco de la propia premisa benjaminiana del inacabamiento del pasado, un tiempo arqueológico, de coexistencias. El pasado tiene una energía disponible que por medio de la crítica podemos actualizar para levantar otras memorias y desde ese tejido configurar otro presente. La crítica tiene la potencia de encontrar la actualidad de un material, una historia, una relación, una obra, para seguir diciendo cosas fuera de su tiempo. Para trazar otros futuros posibles.

 

Así, la crítica no consiste en una impugnación ni en un juicio a partir de normas externas que ignoran la singularidad de las obras o de las situaciones, sino de una crítica inmanente, es decir, una crítica que parta de la obra y de las singularidades contextuales, estableciendo sus propios parámetros. Esta fractura que introduce Benjamin en la comprensión de la crítica es como una especie de mordedura de la que no se podrá sanar y que hará imposible no poder dejar de preguntarse en cada época por las herramientas que tenemos para abrir el porvenir.

El problema es que después del fracaso del proyecto soviético, las descripciones dominantes del tiempo presente han puesto en obra una perspectiva bastante frustrante. Bajo diversas dramaturgias, como el fin de la utopía, el fin del arte, el fin de la historia, el fin de los grandes relatos, no deja de afirmarse la imposibilidad de construir un horizonte común. Lo que habría desaparecido con el colapso de la Unión Soviética no sería solamente un sistema económico y de Estado, sino también el modelo de temporalidad que marcaba un desarrollo, un camino hacia una verdad y una promesa de justicia. Lo que quedaría sería la única realidad de un tiempo despojado incapaz de proyectarse más allá de sí mismo.

Cuando el tiempo se ha desquiciado y se ha salido de sus goznes, la única realidad que se anuncia es la de un tiempo post­histórico marcado por el reino del solo presente. El presente es lo único que importa, el así llamado «presentismo». En ese escenario, aunque se sostiene lo contrario, vemos que el lugar al que se ha remitido la crítica ha sido a un repliegue de utopías o criterios anteriores. Cuando no tenemos utopías disponibles y vemos que las categorías críticas se hacen insuficientes, en vez de profundizar en las paradojas que exige el presente y alimentar una práctica de la crítica como la que propondría Benjamin, hay un repliegue, un refugio que se modula en nostalgias de un pasado supuestamente mejor que vuelve sobre la necesidad de afirmar los términos dicotómicos en donde queden claramente separadas las verdades de las apariencias, lo real de lo imaginario.

En mayo de 1978, Michel Foucault da una conferencia en la Sociedad Francesa de Filosofía titulada ¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung), y en su breve autobiografía intelectual, que escribió en 1984 con el seudónimo de Maurice Florence, inscribe su labor en una historia crítica del pensamiento18. Por tanto, bien podríamos decir que su trabajo está atravesado por pensar las condiciones de la crítica de su tiempo. Las reflexiones que realiza Foucault sobre la crítica son, como decía antes, una elaboración conceptual que se aleja de una teoría normativa. En este sentido, comparte con Jean-François Lyotard la interrogación por la validez de unas reglas específicas, previamente determinadas y universales que establezcan unas normas para valorar las situaciones. El trabajo de Foucault se centra en una profundización del funcionamiento de las disciplinas y las normas que estas han creado y sobre cómo estas normas aspiran a crear un círculo entre obediencia y utilidad del cuerpo, que ha diagramado un trabajo sobre nuestros movimientos y gestos, configurando cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles.

De modo que la cuestión de la crítica en Foucault estará siempre vinculada con la problemática de cómo no ser gobernados. Por ello, para él, el sentido de la crítica está en estrecha relación con un compromiso por explorar estrategias que desanuden el conjunto de relaciones entre el poder, la verdad y el sujeto; Benavente lo expresa del siguiente modo:

Si la gubernamentalización alude a un movimiento que intenta sujetar a los individuos a mecanismos de poder que apelan a un discurso verdadero, la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar la verdad por sus efectos de poder y al poder por sus discursos de verdad; pues bien, la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva. La crítica tendría esencialmente por función la desujeción en el juego de lo que se podría denominar, en una palabra, la política de la verdad19.

La función de la crítica no sería la de visibilizar una determinada situación de opresión, sino la de una desujeción que rearticule las relaciones de poder. Una crítica comprometida con imaginar otro presente y con su capacidad de transformarlo. Esto implica un cuestionamiento permanente de nuestro ser histórico, cuestionamiento que es siempre a la vez un ejercicio de reinvención. La crítica, entonces, excede la suspensión del juicio que propondría Kant, precisamente porque desde la propuesta foucaultiana en esa suspensión del juicio la crítica no retorna al juicio, sino que inaugura una nueva práctica, abre una nueva posibilidad de sentido y otra experiencia. Por tanto, la crítica implica una recomposición, una creación.

Foucault no solo desplaza la crítica de su inscripción como juicio, separación o conocimiento, dándole un nuevo sentido, el de transformación; sino que va más allá y se pregunta en qué medida la crítica, para emanciparse de su rol de juicio, requiere una transformación estructural que es condición de posibilidad para que tal cosa ocurra, es decir, romper con una determinada lógica del saber que es la lógica de la explicación.

En el marco de la episteme clásica, en la medida en que el discurso proveía de elementos de representación que eran considerados como transparentes y en donde se estimaba que el plano lingüístico se correspondía con las cosas del mundo, la representación funcionaba como reguladora del saber. En este sentido, por largo tiempo el trabajo de la crítica no se reducía a juzgar, sino a explicar las obras de arte, los hechos sociales u otros. Sin embargo, con lo que Foucault denomina la crisis de la representación, esta se tornó opaca o como mínimo mostró sus límites como manera de organizar el saber. Por ello, como más tarde recupera acertadamente Judith Butler, un tránsito de la crítica como juicio a la crítica como práctica20 exige una revisión de los modos mismos en que se ha articulado la razón moderna, una práctica que cuestione la legitimidad de quién valida estos discursos.

Por eso, en términos de J.F. Lyotard, es necesario adoptar un enfoque regional y no universal, para abordar las cuestiones de historia, política, lenguaje, arte y sociedad. Lyotard también rechaza un rol legislativo para la crítica. A lo largo de todo su pensamiento vuelve sobre el problema de cómo resistir a los órdenes dominantes, tanto el discursivo como el económico. Desde sus primeros escritos políticos sobre Argelia hasta sus últimas obras sobre arte, tiempo y lenguaje, permanece filosóficamente comprometido con el desafío que implica el capitalismo de la última parte del siglo XX. Lyotard introduce un campo de tensión. En El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia21, pone en cuestión el sentido de lo crítico kantiano proponiendo una agonística de reglas heterogéneas, un campo de batalla. Para él, la crítica es un modo de diferir, de abrirse a los acontecimientos. «La capacidad de juzgar es interpretada desde el concepto de imaginación, una imaginación que es constituyente. No es solo una capacidad de juzgar, es una fuerza para inventar criterios»22.

En Gilles Deleuze también vemos este esfuerzo por pensar en qué consiste el trabajo de la crítica23, intensificando la línea de sus contemporáneos, afirmando que se trata de una labor que que abre acontecimientos, traza líneas de fuga y fuerza. No ya de un sujeto que juzga, sino de la creación en la inmanencia. Desde luego ninguno de estos pensadores propone una definición cerrada de la noción de crítica, ni mucho menos el establecimiento de un sistema, como podemos identificar en Kant. Como mucho, intentan delinear características estructurales y desde ciertas derivas van agrietando los paradigmas de comprensión que se han transformado en estructuras poderosas que nos impiden abrir el campo de los posibles.

Por eso, cuando en nombre del espíritu crítico se nos insta con insistencia a separar lo verdadero de lo falso, lo real de lo aparente, la vida de las imágenes, o a conocer la verdad que esconden, no puedo dejar de preguntarme en qué sentidos es crítica esa interpelación. Es cierto que durante mucho tiempo la crítica ha sido entendida como una toma de distancia que permitía una mirada externa de los acontecimientos y también como el límite que nos podría acercar al conocimiento. Sin embargo, lo que hoy nos interesa, o al menos a mí me parece pertinente, es valorar la crítica como fuerza material de creación: su capacidad para generar excesos, cuerpos desorganizados que sobrepasen los límites establecidos y redibujen su configuración. La crítica no en tanto pensamiento abstracto sino como pensamiento que se hace lugar, que forja formas de vida distintas. Así, la cuestión no es tanto preguntarse cuál es el tipo de crítica que debemos hacer, sino sobre todo reflexionar acerca de los modos que tenemos de interrogar nuestro presente o –como decía Foucault– preguntarnos por los modos de cómo no ser gobernados.

No somos una especie de maquinarias pasivas –ni las máquinas mismas lo son– a las que les son indiferentes los datos, como si solo realizáramos procedimientos. Es en nuestra capacidad de singularización en donde se juegan todas las individuaciones de cómo se significa nuestro mundo. Por ello, el presente exige trazar complicidades, habitar lugares contradictorios, proponer estorbos, generar tropiezos e interferir aquellas zonas que se presentan como infranqueables. Perforar el muro sólido de la creencia que se ha sedimentado en aquello que tan bien describe Fredric Jameson: «nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo»24. Errancias, encuentros entre elementos que nunca habrían tenido ocasión de tocarse.

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