Envejecer en el siglo XXI

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Así mismo, tal como se anotó al inicio, confundir los signos del envejecimiento con enfermedades o, en el peor de los escenarios, asistir impasiblemente a la evolución de una enfermedad argumentando que sus síntomas corresponden a la vejez, pone de manifiesto impericia, imprudencia y negligencia, con repercusiones éticas y legales.

A propósito de encasillamientos, el término tercera edad, ampliamente difundido en Francia durante la década de los setenta del siglo pasado, expresaba en sus inicios una ética activista de la jubilación puesta en práctica varios años antes en los países del norte de Europa; una nueva palabra en oposición a la vejez, con aspiraciones grupales de convertirse en una nueva juventud. Pronto se evidenció que el término excluía a los más viejos de la población y se hizo necesario acuñar la expresión cuarta edad, que agrupaba a las “personas mayores dependientes”, tributarias de diversos objetivos de la política social.

Según el sociólogo francés Vincent Caradec (2008, p. 127), el éxito de los conceptos tercera y cuarta edades correspondió a su borrosidad y su ambigüedad, una prueba más de la labilidad de las representaciones sociales de la vejez y del envejecimiento. No obstante, los términos no han sido aceptados en el lenguaje técnico de gerontólogos y geriatras y sus voces son acalladas frecuentemente ante el lenguaje coloquial de los “expertos” y de los mismos viejos. Adicionalmente, la opinión del filósofo y sociólogo francés Edgar Morin es mucho más elocuente, en el artículo “Teoría y teorías del envejecimiento”, producto de la entrevista con Nicole Benoíte-Lapierre: “Nos encontramos en una fase de relegación dulce; la categoría denominada tercera edad encubre un aislamiento de los viejos, endulzado con algunos engaños y con la seguridad de no morir de hambre” (1983, pp. 203-211).

En 1991, el médico canadiense Jacques Laforest publicó Introducción a la gerontología: el arte de envejecer, un texto en el que exaltaba el proceso del envejecimiento y le reconocía a la vejez, entre otras cualidades, la plenitud de la vida, la culminación de los nuevos acontecimientos en la identidad personal, la autonomía y la independencia individual para apropiarse del control de su propia vida y la pertenencia, sin arrinconarse, a las comunidades sociales. Como aspecto central de sus enseñanzas destacaba las tres características principales de la gerontología, así:

1. Es una reflexión existencial, pertenece a lo humano en cuanto tal. 2. Es, asimismo, una reflexión colectiva, debido a los fenómenos demográficos de los dos últimos siglos, ya no sólo el individuo es el que envejece sino también, la sociedad y, 3. Su esencia es, característicamente, multidisciplina. (Boucher, 1993, pp. 102 y 103)

Esta última característica, constituida por diversos saberes que orientan todos sus objetivos a la investigación sobre las diversas problemáticas relacionadas con la vejez, como el diseño y aplicación de acciones en pro del bienestar del anciano en el contexto social, o a reforzar en los aspectos económicos, de protección social, vivienda, salud, educación y también en la interacción anciano-familia-comunidad e institucionalización, constituye la piedra angular del abordaje integral a las problemáticas de los ancianos. En resumen, ¡propender hacia una sociedad capacitada para envejecer exitosamente! Empeñada, además, en garantizar la reinserción del anciano en su ámbito natural mediante la promoción en salud, la prevención de enfermedades y la utilización de servicios interdisciplinarios que aumenten la eficiencia y la productividad. Desde sus ópticas, la gerontología psicológica, la social, la laboral, la educativa, la biológica, la clínica y la social proponen mecanismos que consoliden una atención eficaz a los viejos como entes biopsicosociales y, mucho más aún, trascendentes.

De la medicina de la vejez al contexto de fragilidad

Puntualmente, en el panorama médico han surgido hasta hoy al menos 30 síndromes geriátricos diferentes que contemplan problemáticas sociales, mentales y físicas que solo pueden ser bien satisfechos a cabalidad por proveedores de atención especialmente capacitados. Esto incluye a las enfermeras, médicos, psicólogos, trabajadores sociales, cuidadores y responsables políticos que actúan en todos los niveles, desde la atención primaria en salud hasta la unidad especializada en un hospital, centros de rehabilitación y atención a largo plazo, así como en los ámbitos sanitarios nacionales y regionales.

Justo antes de finalizar el siglo xx, una gran proporción de las publicaciones especializadas en aspectos del envejecimiento consideró oportuno conferir a las personas de edad muy avanzada un perfil sindromático, reconocido con anterioridad en pediatría, y denominado falla para prosperar, traducido del inglés faillure to thrive, concebido como un síndrome para reconocer los riesgos de muerte de los ancianos afectados por un deterioro progresivo de las funciones físicas, el cual incluía pérdida de peso y deterioro de la habilidad para realizar las actividades instrumentales de la vida diaria de causas sistémicas, funcionales o mentales (Robertson y Montagnini, 2004).

Los inconvenientes para definirlo como una entidad clínica aislada se reconocieron casi desde su proclamación, por un lado, por lo heterogéneo del grupo afectado y por su relación con los conceptos de fragilidad y riesgo de muerte; por otro, la cuestión sobre la reversibilidad del síndrome, ya que en muchos de los casos precedía, invariablemente, al deceso. Pronto, las publicaciones acerca del cuadro clínico se desvanecieron hasta el punto de no reconocerse hoy en día por la comunidad científica como una patología auténtica.

Al despuntar el siglo xxi, en la búsqueda de herramientas objetivas para detectar el riesgo de sufrir complicaciones de consecuencias fatales en los ancianos, fue propuesto el síndrome de fragilidad, definido por la pérdida progresiva de reservas fisiológicas, cuyas características lo sitúan como una entidad sobrepuesta a las condiciones de discapacidad y de comorbilidad presentes, aproximadamente, en la cuarta parte de la población mayor de 85 años. Esta disminución ocurre en múltiples sistemas del cuerpo, incluyendo el musculoesquelético, el cardiorrespiratorio, el inmune y el endocrino. Empero, otros dominios no físicos contribuyen al desarrollo de fragilidad, por ejemplo, el deterioro cognitivo menor, la fragilidad social referida a la soledad y a la falta de redes sociales sólidas y la fragilidad psicológica asociada con un evento estresante, como un duelo reciente o episodios depresivos (Woolford et al., 2020, p. 1629).

Su impacto se refleja en el aumento de los requerimientos de atención médica con tendencia a la institucionalización, propensión a sufrir caídas con fracturas óseas y, por supuesto, a morir por la progresión de estos estados. Así fue como en 2001 Fried et al. establecieron un perfil clínico cuyos componentes determinan un pronóstico de supervivencia que depende más del estado basal de salud, que de la enfermedad que afecta agudamente a los ancianos, tal como se evidencia en los cuadros percibidos como banales que requieren hospitalización y que después de varios días presentan un déficit funcional significativo o fallecen, indefectiblemente, por la convergencia de los múltiples eventos que los complican.

En su publicación original, la investigadora propuso cinco criterios del fenotipo que desde entonces se distingue con su nombre: disminución de la velocidad de la marcha, pobre actividad física, queja de cansancio físico, pérdida de peso no intencional y debilidad muscular. Al mismo tiempo, estableció que la presencia de tres o más de estos criterios identifica a una persona como frágil (Fried et al., 2001, pp. 46-56). Precisamente, su objetividad radica en lo medible y replicable de los parámetros incluidos: fuerza de prensión obtenida con un dinamómetro hidráulico menor de 15 kg/f, que demuestra una pobre fuerza de agarre; pérdida de más de 5 kg de peso en los 3 meses previos a la consulta o el índice de masa corporal menor de 21 kg/m2; el autorreporte de cansancio físico o agotamiento, medido por una escala de 1 a 3, y la velocidad de la marcha inferior a 0,8 m/s (Ramírez et al., 2017, p. 1).

El papel de la fragilidad, como fuerte predictor de morbimortalidad, ha sido aprobado por la mayoría de las especialidades médicas en la determinación del pronóstico vital de los pacientes a su cargo, tal como se evidencia en el aumento 2 a 3 veces del riesgo de sufrir enfermedad cardiovascular, empeorada por la condición de diabetes mellitus tipo 2, diagnósticos que, a la vez, empeoran la condición del individuo frágil (Rodríguez-Quaraltó et al., 2020, p. 1). Además, el dolor crónico se constituye en el principal desencadenante de la fragilidad en una cascada de eventos que se inicia con la inactividad, lo que puede llevar a atrofia muscular y a disminución de la funcionalidad.

En términos prácticos, la fragilidad corresponde a un proceso dinámico, caracterizado por transiciones frecuentes entre los estados de salud del individuo en un plazo determinado, que lo predispone a desenlaces negativos ante patologías inflamatorias relacionadas con la edad, así como las enfermedades crónicas, sus reagudizaciones y los procedimientos quirúrgicos. En ese mismo contexto, y pese a la evidencia anotada acerca de la fragilidad perioperatoria que aumenta el riesgo de mortalidad y rangos variables de dependencia funcional en el posquirúrgico, aún no se ha extendido plenamente el empleo de las escalas de fragilidad clínica en las evaluaciones preanestésicas que permitirían determinar el grado de afectación de los dominios del síndrome (Darval et al., 2020, p. 1).

Adicionalmente, es bien conocido que la inactividad física puede conducir a una miríada de problemas crónicos de salud, incluidas enfermedades cardiovasculares, cerebrovasculares, diabetes tipo 2, depresión y demencia, para citar las más comunes. El efecto nocivo de estas condiciones sobre la reserva fisiológica puede, a su vez, desarrollar o hacer progresar el síndrome de fragilidad. A guisa de ejemplo, una caída y sus consecuencias, como una fractura ósea o un ingreso hospitalario, a menudo, desencadenan una descompensación aguda en un individuo frágil y, consecuentemente, una mayor pérdida de la reserva fisiológica y una progresión de la vulnerabilidad.

 

Por lo expuesto, la totalidad de publicaciones científicas abogan para que los ancianos, en particular los de alto riesgo de caídas, realicen ejercicios físicos multicomponentes que incluyan actividades basadas tanto en la resistencia como en las actividades basadas en el equilibrio (Woolford et al., 2020, p. 1631). Una parte de las estrategias orientadas a la reversión de la fragilidad, sumada a las intervenciones nutricionales y psicosociales, ha llevado a los investigadores a proponer “un enfoque más holístico para mitigar la causa, o combinación de causas que desencadenan un estado de fragilidad o un ingreso hospitalario” (p. 1629).

En la comprensión del beneficio de la actividad física en la velocidad de la marcha, se sabe que el componente rítmico, como caminar o bailar, es de importancia capital en este dominio. Además del entrenamiento de la marcha y equilibrio, cada vez se cuenta con más evidencia de que la práctica del taichi reduce el riesgo de caídas en los ancianos; sus características como la atención plena y la relajación activa, sumado a los movimientos lentos y rítmicos, mejoran la capacidad de control del equilibrio, al mantener el centro de gravedad en posiciones en constante cambio, así como al fortalecer las extremidades inferiores y el aumento de la flexibilidad general.

A su vez, el ejercicio aeróbico mejora la función cognitiva en la vejez a través del aumento del flujo sanguíneo cerebral con repercusión positiva en la oxigenación y en el aporte de energía para la actividad neurogénica y metabólica. Adicionalmente, se dispone de avances significativos sobre los cambios que produce este tipo de ejercicio en la estructura y el volumen del hipocampo, lo que resulta en la integración de nuevos recuerdos, así como una mejor orientación espacial. Además, se ha probado que la intensidad del ejercicio aeróbico y la complejidad de las tareas de entrenamiento motor se asocian con la neuroplasticidad global, con notorias mejorías en la función cognitiva general. Los beneficios adicionales que los ejercicios rítmicos y la práctica del taichi parecen generar, aparte de otros ejercicios basados en el equilibrio, pueden explicarse en la mejoría de la función cognitiva, a diferencia de las prácticas de fortaleza osteomuscular (Woolford et al., 2020, p. 1632).

Aparte de los beneficios físicos, el ejercicio regular es coadyuvante en la terapia de la depresión en ancianos; durante su ejecución se liberan neuropéptidos opioides endógenos que bloquean los neurotransmisores implicados en la transmisión del dolor con efectos eufóricos adicionales. El ejercicio aumenta la autoestima y refuerza los comportamientos positivos acorde con los cambios físicos obtenidos. Por otro lado, las sesiones grupales han demostrado que el ejercicio regular aumenta los sentimientos de conexión social dentro de una comunidad y ese apoyo mutuo contribuye a sostener la actividad física a largo plazo. Todo lo anterior, sin ambages, demuestra que las intervenciones basadas en el ejercicio son beneficiosas para reducir los dominios físicos, sociales y psicológicos de la fragilidad (Woolford et al., 2020, p. 1632).

En conclusión, el ejercicio físico regular promueve un envejecimiento saludable y mitiga las secuelas de la enfermedad a largo plazo, al reducir su impacto en los sistemas sanitarios. La reducción del riesgo de caídas y la mejora del equilibrio, la movilidad y la fuerza muscular constituyen, sin duda, un marcador de superación de la fragilidad (Woolford et al., 2020, p. 1632). En suma, la importancia de detectar el fenotipo de fragilidad radica en la mejor comprensión del proceso de envejecimiento normal, en la detección temprana de situaciones adversas y en hacer consciente la heterogeneidad de los ancianos. También, en identificar una subpoblación de individuos vulnerables con alto riesgo de sufrir complicaciones graves y estados avanzados de dependencia y, complementariamente, predecir los resultados y complicaciones de la atención en salud.

De la enseñanza del envejecimiento y la vejez

Entre 2002 y 2007, se realizó una encuesta en centros universitarios de 36 países, denominada Teaching Geriatrics in Medical Education I (TeGeME I Study), coordinada por la Federación Internacional de Estudiantes de Medicina y auspiciada por la Organización Mundial de la Salud. Su principal objetivo fue el de obtener información sobre si las cuestiones relacionadas con el envejecimiento se incorporaban al plan de estudios médicos en las universidades participantes. Su interés se centraba, fundamentalmente, en propender a que todos los futuros médicos estén bien capacitados en aspectos relacionados con el envejecimiento y en la atención de las personas mayores, ya que la mayoría de ellos prestarán atención a un número creciente de ancianos en la práctica diaria. A partir de los datos obtenidos, se concluyó que la mayoría de los sistemas de atención de la salud no estaban preparados para responder a esa demanda proyectada para las próximas décadas.

A partir de 2008, el Programa de Medicina de la Universidad del Rosario de Bogotá introdujo en el currículo de pregrado de las Actividades Integradoras del Aprendizaje, el curso Envejecimiento y Vejez, una respuesta desde la academia a los retos impuestos por el aumento del grupo de personas mayores, con sus requerimientos y expectativas. Su enfoque ha abarcado no solo el ámbito de la biología y la medicina, sino también la antropología, la sociología y todas las ciencias que hacen posible el abordaje de la problemática de esa población, en particular.

En ese mismo contexto, en 2012, inició sus actividades el Instituto Rosarista para el Estudio del Envejecimiento y la Longevidad, un escenario de trabajo colaborativo e interdisciplinario, orientado a la generación y a la apropiación social del conocimiento, que apoya el desarrollo de propuestas con impacto sobre políticas públicas que propendan hacia el mejoramiento de la calidad de vida de los ancianos de Colombia, en un entorno global y desde una perspectiva ecológica del envejecimiento. Se constituye en una voz y en interlocutor para la comunidad académica, la sociedad y las personas mayores. Se fundamenta en principios de interdisciplinariedad, derechos humanos, deliberación, participación, diversidad, pluralidad y diálogo intergeneracional.

Así mismo, como integrante de la Corporación Hospitalaria Juan Ciudad (Méderi), la Universidad del Rosario ha participado activamente en las prácticas formativas del servicio de geriatría de sus dos hospitales durante los doce años de vida institucional de los estudiantes de posgrado de diferentes universidades nacionales e internacionales de reconocida trayectoria académica, que avalan la calidad y rigor científico de los programas de atención a los ancianos, tanto en el ámbito ambulatorio como en el hospitalario. Una tarea enmarcada en la política corporativa de humanización de Méderi, centrada en los pacientes, sobre todo en el grupo de adultos mayores y sus familias, “potenciando la convivencia con gestos y actitudes de solidaridad, justicia y ética”.

La universidad y red hospitalaria, tras un proyecto común de vastos alcances, cambian favorablemente la percepción de la vejez y el envejecimiento de los profesionales de la salud que, de paso, aprenden también a envejecer dentro de un entorno exitoso.

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Nota

1* Médico especialista en Medicina Interna, Geriatría y en Docencia Universitaria.