Jerónima

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Quedo como tonta, mirando al vacío.

–Tú –digo, mirando a la Gumercinda, apretándome contra ella–. Tú, tú eres la que se ha hecho responsable de mí. Tú, Gumer...

Tengo ganas de vomitar. La guata me sube y me baja. El corazón me late a diez mil latidos por minuto. Me mareo. Me siento en la cama sobre la ropa.

La Gumercinda me estrecha entre sus brazos. Me pongo a llorar con sollozos. Tengo un miedo intenso. Como si me estuvieran empujando al vacío desde un globo aerostático.

–¿Por cuánto tiempo? –le pregunto.

La Gumercinda me mira.

–No sé nada yo... Pero parece que es para harto...

No se atreve a decir la palabra “siempre”.

Ella se sienta en la banqueta tapizada, en desolación.

–Juanito Pino la va a ir a dejar en el coche grande, el de don Pedro.

Y entonces, la Gumercinda se pone a llorar con unas lágrimas gruesas, que le corren por su cara de cuero, que parece un papel café.

Me abrazo a ella, pero se me deshace. Todo se me deshace.

30

Parto. Gonzalo llega por detrás y me abraza. Sigue muy pálido. Su piel está helada, translúcida. Lo abrazo muy fuerte.

–Adiós, ratoncita –me dice–. En un día o dos estoy allá. Allá hablaremos.

–Odio esto –le susurro al oído–. Odio esta manera de hacer las cosas.

–Yo también –me contesta, en voz baja.

Bajo, vestida de viaje. El traje no es mío, por supuesto. Es uno viejo de Consuelo. La Gumer me lo ha arreglado. Odio heredar trajes. Me aprieta de todos los lados. Odio los vestidos.

Juan Pino carga mi baúl y lo pone atrás en el coche.

La Ita se acerca, con las tías. Me mira de arriba abajo. Me abrocha el botón del cuello.

–Me aprieta –digo.

–No importa –dice–. Ahora tienes que aguantar las cosas de la vida. Ya no podrás hacer lo que quieras. Comienzas una nueva vida. A ver si ahora empiezas a comportarte normalmente, para variar –agrega.

Era infaltable. No podía faltar ese agregado, pienso.

El Tata se acerca y me abraza, cariñoso.

–Llego en unos días más, después de organizar los turnos para el túnel. Ahí veremos varias cosas. Habrá que comprarte ropa y otras cosas. Te recibirá la Juana Rosa en Santiago –dice en voz alta, después–. Cuando no estoy, ella queda a cargo de la casa.

La Ita se acerca. Me pone cerca su cara tirante para que la bese. No lo hago.

–Adiós, Ita –digo, mirándola fijo.

–No mires de esa manera –dice nerviosa–, como si quisieras pegarle a la gente. Y, por lo que más quieras, trata de peinarte bien todos los días, por Dios –dice–. Que no parezcas una leona escapada del circo. Por supuesto, dejas esos pantalones viejos aquí, ¿no? Servirán para trapear el suelo. Allá deberás ponerte vestido, como la gente. Y no andar contestando insolencias. Adiós.

Se da media vuelta y entra a la bodega, con las llaves que le tintinean en la cintura. Se pone a sacar lentejas y a pesar azúcar.

Eso es todo, pienso. Se me ponen los ojos brillantes de lágrimas y me da rabia. No lloraré, por la mierda, pienso.

La Ita es de fierro enlozado, pienso.

La Pita y la Consuelo vienen a despedirse. Las dos han llorado. Se les nota. Tienen los párpados rojos, hinchados. Es la primera vez que me dan un poco de pena. Lo único que quieren ellas en este mundo es irse a vivir a Santiago. Y resulta que yo, la que no quiere irse, se va castigada a la capital.

Las dos se acercan.

–Adiós, Jerónima. –Y luego, me susurran, al oído–: Muérete, imbécil, en Santiago.

Pero lo dicen en voz tan baja que solo yo las oigo.

Subo al coche. El traje cruje. Los asientos como de un hule negro resbalosos, heladísimos, crujen también.

La Gumercinda me mira. Me abrazo a ella, llorando con hipo, sintiendo que la vida se me va lejos, que toda mi infancia ha sido cortada de cuajo. De un hachazo.

Vuelvo a subir al coche. Juan Pino huasquea a los caballos. La Gumer sigue al coche un rato, medio corriendo, teniéndome de la mano por la ventanilla, hasta que los caballos alcanzan velocidad y tiene que soltarme. Saco la cabeza por la ventana y me quedo mirándola, yéndose hacia atrás, hacia el pasado, viendo cómo se va volviendo más y más pequeña, mucho más de lo que es.

Y entonces, siento fuerte que yo ya no soy yo.

31

Es horrible. Voy sola, dentro de un coche cerrado como cárcel, helado, resbaloso, que salta como los mil demonios, irreconocible, vestida con un vestido horrible heredado, con un cuello inmenso, blanco. Parezco una huérfana y eso soy. Llevo un abrigo de viaje con capucha de piel, que tampoco es mío. Tengo el pelo desenredado hasta las lágrimas por la Gumercinda, y apretado con una cinta oscura de raso azul que me tira tanto que no puedo cerrar los ojos. Apenas pasamos la primera curva de la cuesta, me lo suelto y tiro la cinta azul por la ventanilla. Cae arriba de un cactus candelabro.

Esto es más grande que yo, pienso. No puedo. No podré irme sola a...

Entonces, los veo.

Los campesinos.

Ahí están, sentados en una de las laderas del cerro, junto a tarros humeantes, teteras rotas. Tienen mantas en la tierra. Han hecho un fuego. Veo a perros escuálidos, niños inflados, con la cara en punta. Se ven como distraídos, absortos, mirando fijamente a la lejanía. No hablan. No se mueven. Como si estuvieran paralizados.

Golpeo las paredes del coche.

–Juan Pino, para –digo–. Quiero despedirme de ellos.

–No puede bajar, niña, órdenes de don Pedro –vocea desde afuera, él–. Debemos llegar con algo de luz a Santiago.

Y le pega un huascazo a los caballos. Justo en el hocico, donde les duele.

–¡No los huasquees! –grito. Pero el viento apaga mi voz. Silba furibundo, lleno de rabia creciente y ráfagas heladas.

Vuelvo a ver a otro grupo de campesinos sentados. Esperan. Esperan algo. Pero nada llega. El silencio y el viento compiten en la cumbre.

Entonces, lo veo a él.

Es Carabantes. Más allá, veo a la comitiva. Se les ha adelantado. Acerca su caballo al coche. Me ve por la ventanilla. Mira mi cara manchada por las lágrimas. No quiero que me vea llorar. Vuelvo la cabeza. Se queda quieto, mientras el coche pasa, a toda velocidad, a su lado. Levanta levemente su mano grande al pasar. Ha visto mis lágrimas. Me mira fijo con esos ojos que parecen entender todo.

Me mira con esa especie de luz oscura que le hacen esas ojeras algo violeta que tiene alrededor de los ojos.

El coche se aleja.

En ese momento, me acuerdo.

–¡La Amapola! –grito–. ¡No me despedí de ella!

Me pongo de pie dentro del coche.

No me despedí de ella.

No puede haber nada peor, pienso. Nada de lo que venga puede importarme ya.

Y entonces me pongo a llorar sin consuelo.

TERCERA PARTE

1857

1

Llegamos. Es la última hora de la tarde. El coche se detiene ante un gran portón cerrado.

Es la casa del Tata. Ocupa toda la manzana. Calle de los Huérfanos con calle de los Baratillos Viejos. Parece una fortaleza de una cuadra por lado. Ventanas embarrotadas a la calle, por todo el muro. Junto al portón de entrada hay un alero con el espacio para el escudo de armas de los Larraín. Está vacío. Junto al portón de entrada hay otra puerta, más estrecha. Me asomo y es una tienda de velas de cera, cordobanes, lazos, riendas para caballos. Gonzalo me ha contado que ahí vive el maestro Larra, hijo natural de algún Larraín anterior, que lo han protegido permitiéndole vivir ahí como zapatero a cambio de achicar su apellido, convirtiéndolo en Larra, tan solo. Quién acepta algo así, pienso. También sé que le llevan almuerzo desde la cocina. O sea, las sobras. Yo no habría aceptado eso, ni muerta.

Entramos a un amplio patio de adoquines. En ese momento, alguien se adelanta chancleteando y abre la puerta de entrada a la casa.

–A la horita que me viene llegando, Pino –rezonga con voz ronca.

Es una vieja que tiene los ojos muy abiertos con la extrema tirantez del moño. Es muy baja, más que la Gumercinda, incluso, y tiene cara de acidez. No me mira de lo encorvada que anda. Se adelanta y abre las dos hojas de la puerta de la casa.

–Pase, no más, señorita Larraín –dice, con una voz como si viniera desde adentro de un tarro–. Soy Juana Rosa Arriagada, para servirla. Estoy a cargo de esta casa en ausencia de la señora.

Y se inclina un poco delante de mí. Me da vergüenza. Para servirme en qué, pienso. Estoy nerviosa. Me mira fijo, como una araña que tejiera su tela.

–¿Tiene agua? –dice Juan Pino, resoplando–. El coche llegó muy embarrado.

–Cómo no lo ibas a embarrar tú, si tienes la manía de no pasar por los puentes y cruzar los ríos por abajo –dice ella, rezongando. Cuando habla, la nariz se le va para los suelos.

Es horrible, pienso.

Pero es verdad lo que dice. Conoce a Juan Pino.

Miro hacia arriba. Aunque es de solo dos pisos, la casa es muy alta. Veo la triple altura que sube hasta una claraboya. Hay una baranda aérea en lo alto, formando un corredor.

–¿Cuándo llega el Tata? –digo.

–Usted querrá decir el senador don Pedro Larraín Gandarillas –recita la Juana Rosa, digna, con una voz que es como piedras precipitándose cuesta abajo.

Me echo para atrás el pelo. Me lo he soltado en el camino y me molesta con el vestido. Se me enreda en los botones de adelante. Estoy rabiosa y cansada. No he comido nada desde hace siglos. No sé qué hago aquí, en realidad.

No me gusta la Juana Rosa.

Entonces me vuelvo altanera, como la Ita. La miro desde la cabeza hasta los zapatos.

 

–Yo le digo Tata y así le diré siempre –declaro–. Lo que le estoy preguntando es cuándo llegará. Llévame a mi pieza –digo después, sin mirarla.

–Sí, señorita Jerónima –dice ella, mostrando de inmediato una docilidad ratonil sorprendente–. Tengo que ir a la cocina a buscar la llave. El senador me ha encargado que las piezas que no se usan permanezcan cerradas. Le abriré de inmediato la suya. Se la barrí bien ayer y...

–Voy contigo –digo.

–Pero...

–Apúrate –repito, en voz más alta–. Quiero conocer la casa. –La Juana Rosa no dice nada.

Comenzamos a cruzar los patios. Y me sorprendo.

Por supuesto, la casa no es pequeña, sino gigantesca. Hay kilómetros de pasillos, corredores eternos, pisos de tablas lustrosas, anchas. Me podría perder en ellos. Los patios se abren de pronto, sorpresivos, adoquinados. Cuento cinco. En los primeros, hay pilas de agua en el centro, con un limonero a cada lado, que botan hojas en el círculo de agua sobre la piedra. Luego la galería, sostenida por pilares delgados, empotrados en piedras de moler y cubierta de baldosas. Las piezas rodean cada patio. Altas. Todo es alto. La luz llega indirecta, ensombrecida por la galería. Hace frío, aunque es verano.

Hacia el fondo, los patios van haciéndose más desordenados, se ven tarros vacíos, jaulas rotas, sin pájaro alguno, tablas, banquetas cojas. Parece que todo lo que hubiera sobrado de la Creación se hubiera amontonado aquí, más las cosas traídas de Europa por generaciones de Larraínes y Gandarillas.

La Juana Rosa camina adelante. Sus ojitos de guarén movedizos van palpando el aire desde la penumbra.

–La Gumercinda te manda saludos –miento de pronto, sin saber por qué.

La Juana Rosa me mira.

–Psh, qué me va a mandar saludos esa –dice, hablando desde un solo diente–. Su pieza, señorita Jerónima –y abre una puerta.

Quedo con la boca abierta. Es una pieza gigantesca. Se puede caminar por ella durante minutos. Hace un frío horrible adentro. Y huele a humedad. Algunos cuadros de santos en las paredes encaladas. El cielo, altísimo, lleno de molduras barrocas. Al centro más molduras y una gran lámpara. Al centro, hay una cama de bronce, alta, alta. La colcha es azul, tejida a mano. Las ventanas muestran el ancho de los muros, con asientos, para mirar.

La Juana Rosa abre las cortinas color rojo oscuro. Más ventanas con reja que dan al otro lado, al de la calle... No, no sé cuál calle es.

–Una doncella personal se encargará de usted, señorita –dice la Juana Rosa–. Se llama Aurelia Vivar. Se la presentaré en un momento más. Estará para cuidar de su ropa, aseo, y cualquier cosa que usted necesite. Le traerá el desayuno en las mañanas, se encargará de vestirla y acompañarla en cualquier salida que haga, ¿me entiende? En Santiago, las señoritas de familia no salen solas –agrega, con los labios tan delgados que me convenzo de que solo tiene un tajo en vez de boca.

En ese momento oigo voces fuertes dentro de una de las piezas contiguas. Se interrumpen unos a otros. No puedo creerlo. Son ellos.

–Todavía podemos recuperarnos esta noche –oigo hablar lento, a Estéfanos–. Todo es cuestión de seguir jugando. Tenemos que volver hoy.

–¿Quién firmó los documentos anoche? Lo que es yo, no; no me acuerdo –se oye a uno.

–Me, neither –ríe otro.

Risas desvaídas. Voces blandas, lacias.

–¿Los Gatos Plomos duermen en este patio? –digo, mirando a la Juana Rosa.

Ella levanta su cabeza horrorizada con el sobrenombre. Estira su cogote lo que más puede.

–Usted se referirá a don Estéfanos, a don Constantino y a don Estanislao Larraín Alcalde, ¿no es cierto, señorita Jerónima?

–Me refiero a los Gatos Plomos –digo.

No sé por qué, la Juana Rosa me da tanta rabia.

Entonces, los veo salir. Vienen de una sala que está entre los dos patios.

Tienen cara de sueño y caminan envueltos en grandes batas de raso. Tienen la piel pálida como una hallulla cruda. Creo que Tefo se pinta los ojos con khol.

Sin embargo, se parecen al Tata en algo indefinible. Tal vez en el mentón, levemente salido.

Los Gatos Plomos me miran de hito en hito. No pueden creer que yo haya aparecido en sus territorios.

–Voici la petite fille préférée de notre père. Comment allez vous? –dicen.

Odio cuando hablan francés. Tiran saliva en cada palabra y no se les entiende lo que dicen.

No les contesto. Los miro sin parpadear hasta que dan vuelta la cabeza.

Entran a otra pieza, que está al frente del patio, abriendo la puerta con la llave. La Juana Rosa se precipita hacia ellos.

–¡No, esa pieza, no, jóvenes! Pero por Dios santo, ¿por qué tienen la llave? Es la pieza de don Pedro...

–Ay, mujer –dice Constantino, haciéndola a un lado y abriendo–. No molestes, ¿quieres?

–Pero es que don Pedro tiene estrictamente prohib...

–Ya, ya –dice Constantino bostezando–. Es que me corté un dedo y necesito algo para ponerme encima.

Abren los armarios y la cómoda. Es una habitación gigantesca la del Tata. Dos camas de caoba oscura navegan en la oscuridad, como barcos. Una es la de la Ita, que no vendrá jamás. Abren un armario y de un cajón caen varios pares de guantes.

–¡Estos son! ¡Los de cabritilla francesa! –dice Constantino.

Toma una tijera del velador, acerca el guante, le corta limpiamente un dedo y se lo pone en su dedo herido. La Juana Rosa se persigna.

–Hizo tira el guante, don Constantinito –dice, demudada–. Qué voy a hacer ahora cuando me pregunte su papá.

–Inventas, pues, Juanita Rosa –le dice Estéfanos.

–¿Supieron lo que me dijo hoy Fuenzalida en el bar? –dice Talo–. Que el papá va a comprar un palco permanente en el Municipal para cuando el teatro se inaugure en septiembre. Y afírmense: será palco completo.

Luego me vuelven la espalda. Ya han olvidado el tema. Pelean por quién va a ocupar primero el baño en la tarde cuando comiencen a arreglarse para salir de noche. Cierran la puerta de su pieza y ya no los oigo más. Quedo sola.

2

Me siento al borde de la pila y los sollozos me mueven de arriba abajo, como una corriente subterránea. Lloro desbordándome. Me han dejado sola en esta casa espantosa, con esta vieja horrible y esas caricaturas vivientes. Todo lo que vale la pena se ha muerto o ha desaparecido.

De pronto, siento una suave presión en el hombro. Levanto la cabeza y veo una mano grande, morena, que me tiende una naranja Thompson inmensa, recién sacada del árbol.

–¿Quieres? Son muy buenas –oigo.

Es una mujer joven. Algo maciza. De hombros anchos, vagamente militares. Firme, atlética, un poco más alta que el común de las mujeres. Y serena. Nunca había visto un óvalo de la cara más suave que el que tiene ella. Está vestida de un modo extraño. Como elegante, pero con género pobre. Falda larga de bayeta y chaquetilla corta, entallada. Su cara tiene algo que tranquiliza, que pone las cosas al derecho.

–No llores –dice, acariciándome el pelo–. No será tan terrible.

No sé cómo sabe que lloro por eso. Precisamente por estar ahí, sola, sentada en la pileta, sola en el mundo. O rodeada de gente horrible.

Vuelvo a llorar. Nadie me ha acariciado el pelo nunca. Solo lo he leído en novelas.

–Ya, ya, mi niña –dice ella, haciéndome cariño en la cara, en el cuello. Tiene la mano seca, cálida, grande, de buen olor.

–Quién eres –pregunto.

–Me llamo Aurelia Vivar –dice ella–. ¿Y tú?

Entonces aparece la Juana Rosa desde detrás de un pilar, como un guarén, acechando. Camina a pasos cortos, rápidos. Como los guarenes. Sostiene una bandeja con una taza humeando.

–Me la tratas de usted a la señorita Jerónima –dice, furibunda–. Cómo se te ocurre tutearla. No eres negra, ¿no? Porque los negros tutean a todo el mundo. Yo no los aguanto. Y cuántas veces te he dicho que te pongas el delantal –dice–. Los dos que te pasé. Primero el azul marino, ese es el base. Luego la pechera blanca, almidonada. En esta casa las cosas no andan al lote, ¿oíste?

En medio de su barbilla se balancea un inmenso lunar oscuro.

–Y no llegues diciendo tu nombre completo. Eres Aurelia y punto –dice–. Eres la doncella de la señorita Jerónima Larraín, nieta del senador Larraín, para que sepas. Estás para lo que se le ofrezca, ¿entendido? Para todo lo que necesite, aunque no te lo diga. Le cuidas, le lavas y le planchas su ropa blanca y la de color, mantienes su pieza impecable y la acompañas a todas partes, ¿me entiendes? A todas –agrega, dándose media vuelta y yéndose hacia la cocina con la bandeja, que aún humea.

Aurelia Vivar no dice nada. Se queda mirándola, balanceando un poco la cabeza. Sonríe.

–¿Vamos? –dice, mirándome.

La sigo. No sé por qué, pero me da confianza. Caminamos por los anchos pastelones color piedra. Pasamos varios patios. En mi mano, la inmensa naranja pelada comienza a entibiarse. No tengo hambre. Mi llanto se ha calmado.

3

Aurelia Vivar se pone un delantal azul marino que saca de un armario.

–Lo primero es lo primero –sonríe, abotonándoselo.

–Si no quieres, no te lo pongas –digo–. Esa vieja a mí me carga.

–Dejemos los enfrentamientos y las peleas para cosas más importantes –sonríe Aurelia, metiendo los grandes botones café en los ojales. Su cara se ilumina y veo sus dientes parejos y blancos.

–De dónde vienes –digo.

–De Ovalle –dice ella–. Pero hace tiempo que vivo en Santiago. En realidad, nunca he sido doncella –sonríe–. Pero no tenía trabajo y había que ponerle el hombro. Trabajaba en otra cosa antes de venir acá.

Me gusta Aurelia Vivar. Siento como si la conociera desde hace mucho.

–En qué –le pregunto.

–Era cobradora de carro –dice ella.

–¿Eras qué?

–Cobradora de carro. De los carros a tracción de sangre. ¿Nunca has andado en carro?

–No. ¿Dónde está la sangre?

Aurelia ríe.

–Sí, el nombre es horrible –dice–. La sangre es porque son tirados por seres vivos. ¿Te imaginas? Pesados carros de metal de más de una tonelada de peso, arrastrados por caballos.

–Pobres animales –digo.

–Sí –concuerda ella–. Yo también pensaba lo mismo. Aunque son percherones fuertes, robustos. Había algunos conductores que eran muy crueles. Pero, de todas maneras, es entretenido andar en ellos. Algún día iremos.

–¿Y por qué te saliste de ahí?

Aurelia se encoge de hombros y mueve la mano delante de sus ojos, como apartando algo.

–Cosas –dice–. Un hombre me perseguía. Me molestaba. Hasta que me aburrí.

La miro con admiración. Parece no tenerle miedo a nada. Y a tomar todo como viene. Sin aspavientos.

Aurelia comienza a ordenar la pieza. Saca sábanas del armario y hace la cama muy rápido, estirándolas con una sola mano. No sé cómo lo hace. Parece que no diera ninguna importancia a todo eso. Luego saca toda mi ropa del baúl y la mete en el armario, colgada y planchada.

–No tienes mucha ropa que digamos –dice–. Esos pantalones no te los puedes poner acá.

–Sí sé –digo–. Pero igual los traje, por si acaso. Y porque la Ita, mi abuela, no quería que yo los trajera. Para llevarle la contra.

Sonríe y me chasconea con su mano grande.

–Toda mi ropa es horrible y además, no es mía –digo–. Son vestidos de tías, transformados.

–Mmm, es cierto –dice, levantando los vestidos y mirándolos. Los sacude con su mano grande.

–En el campo yo andaba siempre con pantalones –digo–. Gonzalo me los prestaba. Son los mejores para andar a caballo.

–¿Gonzalo?

–Mi primo hermano. Es decir, no. Es mi tío, pero yo le digo primo hermano. Porque es casi mi hermano. Es el único que no... Es muy complicado de explicar –digo.

–Trata –sonríe ella. Y se sienta en la cama.

Y no sé por qué, comienzo a hablar.

–Es que soy huérfana. Mi mamá murió cuando nací. Mi papá no quiso verme. Ahora él también está muerto. La Ita no me quiere. Me mandó para acá... con el Tata, que es mi abuelo. No sé... me parece que sobro en todas partes –estallo en sollozos.

–Es muy, muy difícil. Pero es –oigo a Aurelia–. Te mandarán a hacer ropa nueva –dice–. Para tu estreno en sociedad.

–¿Mi qué?

–Tu estreno en sociedad. Vas a cumplir quince años, eres mujer y de familia conocida. Te estrenarás.

–¿Me... qué?

 

–¿Dónde vivías que no sabes nada de eso? ¿En una isla desierta? –sonríe Aurelia.

Siento que las lágrimas vienen de nuevo y las trago, desesperadamente.

Recuerdo a la Isabel Mairena. La veo a horcajadas sobre la acequia abortando a su último hijo, y a los grupos de campesinos sin trabajo, vagando por los campos, con la piel color de ostra y comiéndose el pasto. No hay caso. Me he puesto a llorar de nuevo.

–Llore, mi niña, llore –oigo a Aurelia–. Hay que llorar cuando hay que llorar.

Sale y vuelve al poco rato con una bandeja.

–Tómese esta leche caliente con vainilla y métase en la cama. Las sábanas están muy heladas –dice.

Luego me abraza y me da un beso en la frente.

Dios mío, eso no lo ha hecho nadie nunca. Un beso en la frente.

–Mañana todo será mejor –dice.

La contraluz de las velas hace temblar las cosas y sus sombras en la pieza.

La leche va cerrándome los ojos. Mi pelo enredado, suelto, se desparrama sobre la almohada, apaciguado. Es una cama muy grande, en realidad. La mano cálida de Aurelia me acaricia el dorso de mi mano. Es una sensación tan rica... tan tibia...

Con los ojos entrecerrados, oigo un grito lejanísimo en la calle.

–... vemariapurísima ... oncehandadoysere ...

–Es el sereno. Da la hora –sonríe Aurelia.

Como si a alguien le importara la hora a las once de la noche.

Entonces me duermo como una tabla.

4

Al día siguiente me despierto con las carreras y las voces.

Veo a los Gatos Plomos corriendo para todos lados. Tienen la cara más revenida que nunca y van desgreñados, a medio vestir. No sabía que eran tan horribles. Van abrochándose precipitadamente las camisas de anoche, con la chorrera blanca llena de manchas de vino. Corren por los pasillos y los patios, seguidos de cerca por una especie de enano. El mismo que aparece a veces en Santa Clarisa. Va corriendo rapidísimo por los corredores y vociferando:

–¡Dense por notificados, señores Larraín! ¡Las deudas de juego son deudas de honor, no lo olviden!

–¡Cállese, hombre, por amor de Dios, no meta ruido! –le susurran, ellos desesperados.

–¡Si no me cubren estos pagarés, ahí sí que oirán ruido! –ruge el hombrecito, desapareciendo por el portón y tirando los papeles al patio.

Estos quedan ahí, mojándose con las gotas de la pileta que salpica hacia afuera. Los Gatos Plomos los miran, paralizados, como si fueran explosivos.

–Ahora sí que la cagamos –dice Constantino.

Quedan en suspenso un momento, mirándose. Luego gritan:

–¡Pino! ¡Prepara el coche! ¡Nos vamos a Santa Clarisa!

Me acuerdo de la Ita entrando en la casa de Forster y diciéndole:

–No se moleste en desmalezar el potrero del bajo. Ya no es nuestro.

Y se va. A veces, ella misma vende los pedazos de tierra para que nadie se entere.

Y Forster queda helado con el tenedor en el aire.

El Tata no se entera de estas mermas. Se cree dueño de todo el valle, aún. Es cierto que todavía queda mucha tierra y que las mermas no se notan. Pero nadie se atreve a decírselo. A veces siento que toda mi familia vive sobre un lento volcán que prepara su cráter para una explosión gigantesca. Los Gatos Plomos parten esa tarde, en el coche, para el fundo y vuelven al día siguiente, eufóricos. Traen el papel del vale vista con la firma de su madre. En el almuerzo, descorchan una botella de champaña. Cantan el brindis de La traviata, los tres juntos, pésimo.

–Esta será nuestra noche –dice Constantino.

–Tino, dame champaña, por favor –digo.

Los tres me miran como si hubieran visto un insecto en la sopa.

–Los niños no hablan cuando no se les pregunta y no toman licor –dice Estéfanos.

Tomo la botella de champaña y lleno mi copa hasta un tercio. Me la tomo de un sorbo y vuelvo a dejar la copa en la mesa, con fuerza.

–Si ustedes pueden jugarse las tierras del Tata al póker, yo puedo tomar champaña –digo–. No todos somos idiotas, aquí, ¿sabían?

Me miran estupefactos.

–Vaya con la yegua baya que saltó la valla –dice Estanislao.

–Elle n´est pas exactement un ange de Dieu –dice Constantino.

–No seré ángel, pero tengo ojos y orejas –digo.

Al anochecer, salen perfumados, en medio de una nube de polvo de arroz, caminando como caballos de carrera: pisando primero con las puntas de los pies. Llevan trajes de colores inauditos: levita celeste, jacinto. Parecen tres inmensos floripondios tardíos.

5

Quedo sola. Camino atravesando patios, galerías, más patios, corredores. Paso junto a ventanas enrejadas, puertas anchas, estrechas. Los patios del fondo son tristes. Crecen naranjos raquíticos, un limonero pálido, pálido, luna opaca. Esa soledad ancha como un potrero sin sembrar.

Abro una puerta y me encuentro con Aurelia. Está de pie, ante un mesón oscuro frente a una pieza de género blanco, áspero.

–Tus enaguas –dice ella–. Hay que hacer hartas y quise empezar luego. Podrías ayudarme con los dobladillos –agrega, mirándome.

–¿Enaguas? –digo.

–Sí. Ensanchan las caderas y estrechan la cintura.

–No quiero ensancharme nada –digo.

–Guarda los “no quiero” para batallas más grandes –dice Aurelia.

De pronto, me decido.

–Aurelia –digo, acercándome a ella y hablando en voz baja–, ayúdame a salir de aquí. Esta casa es horrible. Santiago es horrible. No puedo más. Necesito volver al campo. Necesito...

En ese momento se abre violentamente la puerta y la Juana Rosa aparece en el umbral.

–¿Qué significa esto? –dice.

Mira el alto de enaguas cortadas, sin coser y a mí con la batista en las manos.

–¿Estás loca, infeliz? –prorrumpe, mirando a Aurelia con sus ojos de piedra–. ¿Qué tienes en la cabeza? Sácale ese género de las manos a la señorita Jerónima. ¿Cómo se te pudo ocurrir?

–Juana Rosa, vine sola –digo.

La Juana Rosa ni siquiera me mira.

–¿Te quedó claro? –dice, mirando fijo a Aurelia.

–Me quedó perfectamente claro, señora –dice Aurelia, serena. Se diría que está a punto de echarse a reír.

–Y no te vengas a hacer la graciosa conmigo, ¿oíste?

–Oí, señora Juana.

–Mi nombre es señora Juana Rosa.

–Señora Juana Rosa –pronuncia calmadamente Aurelia, mirando el despliegue de la pieza de batista sobre la mesa, como una explosión secreta, íntima.

6

En ese momento, el sonido de una voz clara entra al patio al galope.

–¡Dónde está mi Juana Rosa! –oigo.

Es Gonzalo. Lo reconozco en seguida. El corazón me brinca. Lo opresivo desaparece. La casa parece casi alegre. Al sonido de la voz, la cara de la Juana Rosa se transforma tan rápido que me da la sensación de que se pone una máscara. Una sonrisa amplia aparece en su cara achuñuscada.

Gonzalo viene entrando. Toma a la Juana Rosa y la abraza, levantándola en vilo.

–Cómo estás, mi viejita horrible, horrible –dice cariñoso.

Gonzalo es el único que puede decir la verdad sin provocar una catástrofe en esta familia, pienso.

–Bájeme, niño –ordena la Juana Rosa, feliz–. ¿Volvió a clases ya?

–No vuelvo a la universidad. Ya lo aprendí todo –dice Gonzalo, festivo.

Me precipito sobre él.

–¡Gonzalo, Gonzalo, Gonzalo! –solo sé decir, con los ojos cerrados, apretada contra él–. Por qué te demoraste tanto en venir.

Él me mira y me aparta un poco.

–Ey, estás como si hubieras crecido tres años en estos días –dice–. Los vestidos te quedan muy bien, ¿sabías? Estás muy buenamoza, Jerónima.

–Me importa un huevo. Quiero irme de aquí, Gonzalo, haz algo, por favor –digo en voz baja, abrazada a él.

–Fue idea del papá el traerte a Santiago –dice él–. Además, falta poco para que cumplas quince años. ¿Sabías que mandó llamar a la tía Elisa Correa, que está en París?

–¿La tía Elisa Correa?

–La hermana de tu mamá. No la conoces. Te vio en la cuna, recién nacida. Te acompañará en tu presentación en sociedad.

–No quiero presentarme en ninguna sociedad –digo.

Gonzalo ríe.

–Lo siento –dice–. No está en tu mano decidir eso. Es un hecho de la causa.

–¿De qué causa?

–Eres joven, bonita, Larraín, te falta poco para cumplir quince años. Todos los individuos con esas características deben presentarse en sociedad, es la ley número cincuenta y siete –dice él, riendo.

–Cómo es la tía Elisa Correa. Si es como las tías de Santa Clarisa, entonces, no quiero que venga.

Gonzalo ríe fuerte.

–Creo que no hay nadie menos parecido a las tías Larraín que la Elisa Correa –dice–. Para empezar, es la mujer más elegante de Santiago. Y creo que en París también. Te conoció la noche en que naciste, cuando...

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