Jerónima

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Cuando bajo, los de la comitiva del cerro van entrando a la casa por el portón. Con Gonzalo a la cabeza. Saludan a la Ita, al Tata. Piden perdón por sus ropas. Agradecen la hospitalidad. Saludan a las tías. La Cleme se pone roja, los mira sin mirarlos, de reojo. La Pita, en cambio, los contempla descaradamente, disecándolos con su mirada de ojo fijo.

Benjamín Vicuña Mackenna toma a Gonzalo por los hombros.

–Qué gusto volver a verte –dice.

Hablan del viaje. Han galopado por el desierto durante cuatro días.

Gonzalo presenta a todo el mundo. Las tías achican los ojos para ubicarlos. Buscan desesperadamente en su bolsa de apellidos conocidos.

–¿Este niño no es el hijo de la Carmen Mackenna? –dicen, cuando ven a Benjamín. Él sonríe.

–Soy el hijo, todavía, sí, gracias –dice.

–Ah, qué bien, salúdame a la Carmen cuando la veas –dice la tía Rosario, que no tiene sentido alguno del humor.

Los viajeros suben a arreglarse y, un rato después, bajan, en tropel. Ahora se les ven las caras. Parecen menos amenazadores de lo que se veían en el cerro.

El alto se detiene ante mí.

–Irreconocible –dice sonriendo y mirándome.

Me toma la mano y se inclina, sonriendo solo con los ojos. No sé cómo lo hace.

–Yo soy el afuerino de mierda que viene a cargo de todos estos otros afuerinos de mierda –murmura despacio para que solo yo le oiga–. Alvar Carabantes, a sus órdenes, Jerónima –dice después.

Se acuerda de mi nombre, pienso. Y me pongo roja como ciruela. Lo que me faltaba.

–Como está usted –digo.

Los otros también me saludan con inclinaciones de cabeza. Uno de ellos se acerca a mí. Tiene una cara abierta, simpática.

–Benjamín Vicuña Mackenna –dice, mirándome–. Agradecidísimo –dice y mira a todos–. Esta joven es una amazona increíble –agrega, sin soltarme la mano.

Se hace un silencio helado. La Ita tose.

–Sí –dice–. Es lo que Jerónima mejor hace. Arrancarse a caballo.

–Es yegua –digo, mirando el suelo.

La Ita me lanza una mirada de piedras y fuego.

Pienso que ya lo paso mal, así es que qué diferencia hay.

La Gumercinda llega con las niñas de mano detrás, en procesión, trayendo las fuentes. Comienzan a servir. Por la izquierda, las cejas de la Ita llamean en advertencia.

Benjamín habla todo el tiempo. Cuenta la vida en Copiapó, en las minas, la pobreza, el abandono en que los tiene Santiago. Habla de la Hacienda Chamonate, de los Gallo. Habla de Candelaria Goyenechea. De los mineros, de las vetas, de los pirquineros, de los que han tenido suerte y de los que no.

Alvar Carabantes habla también, pero no mucho. Se ve distinto con la ropa escobillada. Es alto. Y sus ojos. Los inquietantes ojos oscuros, estirados en la cara. Parecen dos cuchillos que te dividen, lentamente, cuando te miran.

Habla del desierto.

–El desierto es el laberinto más complicado del mundo –dice–. No cuesta nada perderse. Si uno se pierde allí, no vuelve. Mi padre se fue un día a buscar una veta. Y no volvió más.

Se hace un silencio sobrecogedor. Una tía, nerviosa, le ofrece pan.

Luego Benjamín habla de la pobreza del norte, del abandono de Montt.

El Tata se aclara la garganta e interviene.

–Montt tiene grandes problemas aquí –dice–. Tan grandes que no le ha quedado espacio para atender a las provincias. Supongo que ustedes habrán calibrado la intensidad de la sequía de la zona central durante su viaje.

–Sí, don Pedro, por supuesto –responde Benjamín–. El problema es la distancia. Estamos demasiado lejos. Y los mineros saben que lo dieron todo por Montt. Y ahora se sienten traicionados. Santiago sigue siendo el centro. Nada se puede hacer si no viene el permiso de la capital. Y Copiapó, todos sabemos, es una región que tiene perfecta capacidad de gobernarse por sí misma y de autoabastecerse.

–Chañarcillo es el banco de Chile –dice Benjamín.

–Eso es cierto –conviene el Tata–. Cobre, plata, salitre, sí. Chile es minero en el norte. Algún día –agrega, soñador– será un huerto paradisíaco en el centro. Algún día.

–Brindo por eso, senador Larraín –dice Benjamín.

Todos brindan, levantando sus copas. Levanto la mía. Alvar Carabantes me mira. A través del cristal le veo los ojos enormes.

Sí, pienso. Tiene ojos especiales.

Sigue la conversación. Las tías preguntan cómo es encontrar una mina de plata. Benjamín explica todos los sudores de los mineros, de los pirquineros, las infinitas veces en que se halla una veta que no sirve para nada. Y la emoción cuando se halla una verdadera. Habla de los cientos de hombres que sueñan con encontrar una. Y luego vuelve a salir la cuestión del abandono de Copiapó por la zona central.

–Lo que es mi amigo Pedro León Gallo, él ya se cansó de esperar más –dice Benjamín.

Se hace un silencio.

El Tata pregunta si Gallo es el hijo de Candelaria Goyenechea.

–Sí, don Pedro –toma la palabra Carabantes–. El tercero de los hijos. El preferido de la tía Candelaria Goyenechea. Después de la muerte del tío Miguel, él quedó a cargo de Chañarcillo. La tía Candelaria ayuda a mucha gente allá. Dice que el tío Miguel Gallo hubiera sido igual de pobre si no hubiera hallado Chañarcillo. La tía Candelaria ha hecho incontables gastos por la zona norte. Hasta ha mandado a hacer de su propio bolsillo un ferrocarril que vaya de Caldera a Copiapó para el embarque del mineral. Ella misma llamó a Wheelwright y se lo encargó. Ahora las exportaciones son mucho más expeditas.

–Pero supongo y espero que ese niño, Pedro León, no estará pensando en hacer alguna tontería contra el poder establecido –se oye la voz de bajo profundo del Tata–. Las cosas se arreglan con el tiempo. Ustedes, los jóvenes, son demasiado impacientes. No saben esperar como es debido.

Una mirada de Gonzalo. Carabantes la pesca desde el otro lado de la mesa. Toca en el codo a Benjamín. Este capta.

–...Tiene usted toda la razón, senador, se lo aseguro: Pedro León Gallo no está pensando en hacer ninguna tontería –dice Benjamín. Y se concentra en su plato.

Ha captado a tiempo. El comedor del Tata no es terreno propicio para ideas liberales.

El Tata parte su pollo con ferocidad.

En ese momento, me comienza a caer bien Carabantes. Y no sé por qué, me da rabia conmigo misma.

Los miro. Han atravesado todo el desierto, reventando los caballos. Han venido a buscar apoyo económico a Santiago. Y creen. Creen intensamente en lo que van a hacer, en la ola que van a armar en el mar. Se me encoge el corazón. No veo de dónde van a sacar el apoyo, y menos, el dinero. Gonzalo dice que los santiaguinos son una sociedad terrible.

–Lo que pasa es que muchas cosas del norte no llegan a saberse en Santiago –dice otro de los jóvenes–. Chile es demasiado largo. Y digámoslo de frente. A Santiago no le importa el norte. Ni el sur. No le importa nada que no sea Santiago.

–¿Cómo se llama usted, joven, que habla tan bien? –dice la Ita, de pronto, sacando la voz.

–Manuel Antonio Matta.

–¿Matta? ¿Su papá es...?

–Un señor de apellido Matta –ríe Manuel Antonio.

Largo la carcajada y todos me miran. Me pongo roja de nuevo.

–Era una mala broma, perdón, tía Sara –dice Manuel Antonio–. Mi papá es Eugenio Matta. Casado con una Goyenechea. Soy primo de Pedro León.

–Ah –dicen las tías, como si se tranquilizaran.

En ese momento, Gonzalo levanta su copa.

–Salud. Por tenerlos aquí –dice.

–Salud –corean todos levantando su copa.

El Tata bebe en silencio.

Apenas comido el postre, saluda a los jóvenes y se retira a su escritorio.

El grupo de los liberales se queda hasta muy avanzada la noche en el salón. Las tías les hacen infinitas preguntas. No sé cómo resisten esta lata después del viaje gigantesco que han hecho. Cuentan que vienen a un fundo cerca de aquí, la Hacienda del Monte, de propiedad de don Diego Barros Arana. Allí se establecerán como cuartel general para estar cerca de Santiago. Todas las tías dicen a coro:

–Ah, El Monte. Buen clima El Monte.

Muero de sueño.

Trato de levantarme de a poco e irme sin que me vean. Cuando voy saliendo, disimulada, oigo la voz de Carabantes, que dice, con voz fuerte y clara:

–Y quiero agradecer, por último, a Jerónima, por habernos dejado el paso libre en esa quebrada hace un rato. Nos salvó la vida. Estábamos aterrados y a punto de caernos. De hecho, casi nos caímos. Nunca habíamos pasado por un paso tan angosto. Pero ella es una amazona consumada y se dio el lujo de dar la vuelta en redondo con su caballo en el aire. ¿Dónde aprendió a montar así a caballo? –dice.

Todos me miran como con lupa, con los ojos saliéndoseles.

Mi abuela aprieta más todavía su boca. Ya no se le ven labios.

–No fue para tanto –digo, encogiéndome de hombros–. Es porque iba en la Amapola. En otro caballo no hubiera podido hacerlo. Es una yegua excelen...

–Jerónima, sube a tu pieza ahora –dice mi abuela, mirándose las uñas–. Es demasiado tarde ya.

Saludo a todos y me encamino hacia la puerta del salón. Al salir veo que la Pita se baja el escote y se levanta el pelo. Mira a Matta con los ojos entornados.

–Y recuerda que estás castigada por haberte arrancado a caballo al cerro –agrega la Ita, en voz alta–. No podrás salir a caballo durante cuatro semanas. ¿Oíste?

–Sí, Ita –digo.

Maravilloso. Ella elige este momento para castigarme delante de todos. Salgo lenta, con movimientos calculadamente indiferentes, moviendo el pelo de lado a lado. Odio a la Ita por siempre jamás.

 

No me importa, no me importa, no me importa, voy repitiendo mentalmente, caminando por la alfombra del corredor, camino a mi pieza.

Pero me importa. Me importa ferozmente. Veo los ojos de Carabantes sobre mi cara. Estoy rabiosa.

–Señora Sara –lo oigo decir entonces–. Le ruego que esta vez haga una excepción. Si no fuera por Jerónima, nos habríamos caído barranco abajo. Ella nos ha salvado la vida, literalmente. Nos enseñó cómo atravesar la saliente y nos guió por ella. Se lo ruego encarecidamente: suspenda el castigo esta vez.

El silencio se sienta en todos los sillones del salón al mismo tiempo. Se oyen las respiraciones y las miradas. Finalmente, oigo, lejana, como dentro de una caja, la voz de la Ita, tensa, saliendo por entre sus labios comprimidos:

–Muy bien. Lo suspendo esta vez. Y conste que lo hago solo por usted y sus amigos y amigos de Gonzalo –dice.

Veo a Carabantes inclinándose y besándole la mano pequeña y arrugada. La Ita frunce más aún la boca, sin sonreír.

Gonzalo atraviesa el salón y se sienta en la banqueta del piano. Sus dedos corren súbitos sobre las teclas. Suena un vals.

Los jóvenes se miran unos a otros. Y como si se hubieran dado una señal secreta, se dirigen hacia donde las tías y las sacan a bailar. Benjamín baila con la tía Adela. Manuel Antonio Matta, con la Pita. A la Cleme la saca Miguel Amunátegui. Con el rabillo del ojo veo que Carabantes se dirige a mí. No. No. Por favor, no, Dios. Si la Ita me ve, me encerrará, lo sé.

–No sé bailar –le espeto cuando lo veo cerca.

–No pensaba en sacarla –me dice, con los ojos llenos de risa–. Soy un desastre. Recién Vicuña me está enseñando a bailar vals. Además, ya fue bastante con haber logrado que le suspendieran el castigo. Creo que no hay que tirar más la cuerda por hoy. ¿No cree?

–No creo en nada –digo. Pero sonrío. Me cae bien Carabantes. Me cae demasiado bien. Es como si hubiera estado con él toda la vida. Me siento a mis anchas con él. Despide un aire acogedor, como nunca he visto en nadie.

Cuando estoy sola, en mi pieza, abro la ventana y huelo la noche. Oigo pasar, eléctricos, los zumbidos de los últimos murciélagos rezagados hacia su refugio en los aleros. Y me llega intenso a las narices el olor a quemado de los potreros en roza.

Quiero irme, pienso. Pero no sé adónde.

27

Cuando despierto, corro hacia la ventana. Un loco apuro gozoso se agita dentro de mí, como un animal recién nacido.

Los cerros derraman sus primeras sombras azules sobre el valle. Desde mi pieza se ve una gran parte de la casa. Parece una gran magnolia ajada, algo pútrida, llena de ruidos, olores, susurros, secretos.

Veo a Carabantes. Es muy alto, en realidad. Delgado, pero fuerte. Tiene manos grandes, qué bien. Camina por el parque mirando los árboles. Se inclina a recoger pequeñas cosas, que no alcanzo a ver: piedritas, semillas de eucalipto. La brisa oscura y fría de la mañana le toca la cara.

En ese momento aparece Gonzalo. Hablan en voz alta. Carabantes está impresionado. Le cuenta que cuando venía por el cerro, presenció la escena de la Isabel Mairena y las demás embarazadas abortando sobre la acequia.

–Fue en el mismo momento en que nosotros veníamos bajando –dice–. Las divisé en una de las vueltas del cerro. Estaban como locas. Con la mirada perdida. Yo me había adelantado al grupo, para avisarles por si encontrábamos algún atajo para pasar. Nos había dado bastante miedo atravesar por el sendero de la saliente. Y en una de las vueltas, me encontré con ella, frente a frente. Estábamos muy cerca. Aullaban roncas, silenciándose el dolor. Ella, la que dices que se llama Isabel Mairena, estaba a horcajadas sobre la acequia. Detrás de ella había otras mujeres más allá. Se habían metido una vara de coligüe entre las piernas y bombeaban para adentro. Ni un grito. Lanzaban gruñidos ahogados. Puro dolor. Las varas salieron ensangrentadas. Y poco después, comenzaron a caer coágulos en la corriente. Hasta que cayó el feto entero. Entonces, grité. Ella alzó la cabeza y me vio mirándola. Me acerqué. Ella, rápida, tomó la escopeta que tenía junto a ella. Me ahuyentó con gruñidos, como los de un animal. Me fui. Di un rodeo y desvié al grupo. Dejamos de seguir el agua y nos internamos en el cerro, entre los cactus y los espinos. No puedo sacarme de la cabeza a esa mujer con la vara sangrienta –termina Carabantes, con voz ahogada.

Quedan en silencio un rato.

–Es la desesperación –dice Gonzalo, luchando con las lágrimas–. No tienen qué comer. Nada que darles a los hijos. Menos van a tener para las guaguas. Yo tengo la culpa –agrega–. Debería haber conseguido que mi padre hiciera algo con esta situación. Que les diera algún trabajo, aunque fuera absurdo. Los conozco desde chico, Carabantes. Ellos me vieron crecer, me enseñaron a pescar en el río, me hicieron sandalias, me enseñaron a andar a caballo, a tirar con honda. Hablé con mi padre acerca de darles un poco de tierra y me echó a gritos destemplados. Pero igual, yo...

–Tú no tienes la culpa –dice Carabantes, tomándolo por los hombros y remeciéndolo.

–Al revés –dice Gonzalo sonriendo triste–. Todos tenemos la culpa. Los dueños de fundos, las familias. Todos los que comemos cuatro comidas diarias. Toda la clase terrateniente de este país.

Carabantes se pasa la mano por el pelo.

–Las cosas de esta envergadura son siempre inexplicables –dice–. Realmente, no puedes intervenir en algunas cosas. En verdad, uno puede intervenir muy poco en la marcha del mundo. Solo hay que vivirlo. Y duele. Todo debería ser distinto. Pero es como es.

Gonzalo mira a Carabantes.

–Gracias –dice–. Es bueno saber que uno no está tan solo. Volvamos –agrega–. Deben estar esperándonos para almorzar.

En ese momento el sol sale por detrás del palomar del último piso e inunda violentamente el frente de la casa.

La Gumercinda llama con el gong. El almuerzo está servido. Las provisiones se acaban. Los garbanzos están recocidos, los tomates, verdes. Las tías se miran unas a otras. Se nota que el Tata no está. Cuando él sale, la Ita manda a hacer todas las comidas que a él le cargan.

Después de almuerzo, las tías se miran unas a otras. Cuchichean interminablemente. No pueden olvidar lo de ayer con la Isabel Mairena. Hablan de que alguien debería llevar este asunto a la justicia. Pero nadie lo hará, por supuesto.

–Yo no sé por qué esa gente hace esas cosas atroces –dice una de las cuñadas, sonándose.

–Tal vez porque les pasan cosas atroces, tía –dice Gonzalo.

–Es que este asunto es espantoso –dice la tía Pelagia–. Me tiene sumamente...

Y guarda silencio.

–Sumamente qué –dice la Pita, mirándola con sus grandes ojos fijos, sin pestañas.

La tía Pelagia abre los ojos grandes y después los entorna. Es miope.

–Sumamente, linda. Solo eso, sumamente –dice.

–No. Está mal. Hay que decir qué. Tan sumamente qué –dice Pita–. Hay que terminar las frases cuando uno habla. ¿O no?

–Ay, linda, por el amor de Dios, no te pongas agresiva ahora conmigo, en este minuto, que no lo puedo soportar –dice la tía Pelagia. Y se pone a llorar de inmediato, como si abriera una llave.

La Ita mira a su hija y la manda a su pieza, castigada.

La Pita mira hacia el cielo como pidiendo ayuda y sale del comedor.

–Qué lata esta familia –susurra cuando pasa a mi lado–. Muero del bostezo.

Pasan todos al living. Las visitas se sientan y se consultan con los ojos. Deben partir en un rato más.

La tía Mercedes abre la tapa del piano.

–Tóquenos algo, Gonzalito –dice–. Algo alegre. Para consolarnos de esto tan horrible que ha pasado allá afuera con esa gente.

Esa gente. Allá afuera. Dios, pienso. No entenderán nunca nada.

La Ita levanta las cejas.

–Jerónima, anda a ordenar tu pieza –dice–. He entrado recién y está el cochambre. No es posible que dejes todo tirado como un nido de pájaros.

Inicio la marcha hacia la puerta. Entonces, Gonzalo cierra la tapa del piano. Todos reclaman.

–O toco con Jerónima dándome vuelta las páginas o nada –dice, firme.

Las tías le hablan todas al mismo tiempo a la Ita.

–Ya, ya, ya, que se quede por hoy –dice la Ita, finalmente–. Pero deberá hacerlo después. –Y me mira con los ojos fulminadores bajo sus cejas oscuras, típicas de los Alcalde.

–Esta niñita es increíble. Ni siquiera ha tenido la regla y se las arregla para que siempre se esté hablando de ella –dice una tía cuando me adelanto hacia el piano.

Pongo la partitura en el atril y me paro junto a Gonzalo.

La regla. La Rosario Mairena, una de las hijas de la Isabel, me dijo que las mujeres sangraban cuando se daban un beso con un hombre. Es bien asqueroso. A mí no me va a pasar. No pienso besarme con nadie, nunca. No quiero la regla. Tienes que estar sentada, como empollando, durante días. No puedes galopar ni bañarte en el tranque. Horrible. Ojalá no me venga nunca, pienso.

Los Gatos Plomos conversan como descosidos con los amigos de Gonzalo. Los tapan a preguntas sobre el norte. Han oído que allá se juega fuerte. ¿Dónde? ¿Cuánto es la postura máxima?

Los liberales hablan del juego, dan detalles de las apuestas en las peleas de gallos. Y de las partidas interminables de póker, en casas particulares, en las que se juegan minas enteras en una sola noche. Hasta se cuenta la historia de un minero que desesperado por no tener ya más dinero, apostó a su mujer y la perdió. Las tías elevan los brazos al cielo.

–No puede ser, eso es pecado –exclaman.

–Será pecado, pero sucede –dice Benjamín–. La belleza de la historia comienza después. Cuando la noticia llega a oídos de la esposa, ella se pone de pie, hace su maleta y llega esa misma noche a la casa del ganador, un rico minero de la zona. Este, perturbado, le dice que deja nula la apuesta y le pide disculpas. La mujer del perdedor insiste: usted me ha ganado, usted debe tenerme. Resultado: el minero, un caballero, le asigna un ala completa de su suntuosa vivienda y ahí ella vivirá hasta su muerte, sin que el ganador haya insinuado jamás un solo acercamiento.

Las tías suspiran extasiadas.

–¡Ese es un verdadero caballero! –dicen.

Las tías van al bargueño y sacan botellas y copas de coñac grandes, redondas. Los hombres las sostienen entre los dos dedos de una mano, acunándolas en la palma, mientras el licor se entibia.

Gonzalo pone sus manos sobre el piano y comienza a tocar. Tiene unas manos grandes, sorpresivas para él, mucho más fuertes que su cuerpo, llenas de venas. Las notas de un estudio de Chopin llenan el salón. Es una polonesa. No sé cuál. Gonzalo la toca maravillosamente y sus manos galopan, una manada fina sobre el teclado. Lo miro. Tiene los ojos ausentes. Está a mil kilómetros de aquí.

Después de la pieza, todos aplauden, las tías entusiasmadas comienzan a pedirle canciones. Gonzalo toca, distraído, sin partitura alguna, dejándose resbalar por las notas.

Me acerco a Carabantes.

–Siento lo del cerro –le digo–. No quería ser antipática, pero me puse nerviosa al verlos. Pensé que eran de aquí y que conocían la regla del paso por las salientes de la quebrada. Después me di cuenta de que eran nuevos. Y después me dio un poco de rabia que alguien me gritara que me devolviera.

Carabantes me mira sonriendo. Mueve la cabeza asintiendo.

–¿Siempre es así, usted?

–¿Cómo así?

–Así. Decidida. Con la mente clara. Y rabiosa.

–No soy rabiosa –digo, picándome.

Él me mira y se ríe. Tiene una risa contagiosa. Termino riéndome yo también.

–Bueno, sí, parece –digo–. Soy decidida, con la mente clara... rabiosa.

–No es mala combinación –dice él.

28

Después de esa noche, quedo como suspendida en el aire. El tiempo pasa denso, como una inyección de aceite. Los minutos se quedan pegados a las paredes, como caracoles de invierno, estáticos. Nada se mueve, excepto yo, que no puedo más de inquietud. Salgo al alba. Galopo locamente hasta la saliente de la quebrada y avanzo hasta la quebrada donde me encontré con ellos. Estoy ahí mucho rato. Luego vuelvo, también al galope. Camino rápido, ando atarantada, hago miles de cosas, me muevo para todas partes, ando corriendo por los pasillos. No sé qué me pasa. No logro dormir por las noches. Salgo a escondidas al bosque en la noche y me paseo por la oscuridad entre los árboles. Siento el vacío. El vacío de algo. De alguien.

 

El Tata está de regreso. Llega serio, reconcentrado. Días difíciles en el Congreso. Hay muchas críticas contra Montt y su indiferencia hacia la cuestión social. Con la sequía, la cuestión social está que arde aquí en el campo. Odio que le digan “la cuestión social”. Los campesinos tienen nombre, tienen estómago, tienen hambre, tienen alma, tienen rabia, pienso. Gonzalo me dice que me calle estas opiniones, por lo menos que no las diga en el comedor.

El Tata habla del nombramiento de Courcelle-Seneuil como el nuevo profesor de Economía Política y Asesor del Ministerio de Hacienda. Encuentra que Courcelle-Seneuil es un imbécil.

–Lo único que le importa es que vengan capitales extranjeros y vamos endeudándonos. Le importa un huevo la pobreza, la sequía, y le llena de pájaros y de sueños de empréstitos de dólares la cabeza a Montt –dice.

Hoy, después de almuerzo, el Tata ha mirado a Gonzalo con cara de piedra.

–Gonzalo, tenemos que hablar –dice–. Venga a mi escritorio, por favor.

Veo, con el rabillo del ojo, cómo Gonzalo palidece. Se endereza y camina detrás del Tata. Se ve muy pequeño al lado de él. Como un niño. Un niño asustado. Me hace una mueca al pasar junto a mí.

Esto se ve serio, pienso. Le aprieto la mano al pasar.

29

Después de mucho rato, la puerta del escritorio se abre y sale Gonzalo. Su palidez extrema me asusta. Le endurece la cara y lo hace mayor. Tiene los labios, sin color alguno, secos como la piel de una fruta dejada al olvido. Se acerca sonámbulo al piano. Levanta la tapa y comienza a tocar sin mirar las teclas.

La música invade el salón. Gonzalo toca. Es un mundo entrando dentro de otro. Los sonidos del piano martillean clavos invisibles que van entrando en él mismo y luego rebotan y salen afuera, convertidos en acordes, arpegios, que dilatan los oídos y estallan dentro de ellos, como floraciones súbitas, como sones de una batalla con un héroe que ha perdido. Es una polonesa de Chopin, creo. Tocada al extremo, dolorosamente. El viento se detiene. Solo queda la música vibrante, un caballo magnífico, parado en dos patas, galopando fuera de su piel.

Las tías, las cuñadas, las parientes suspiran desmayadamente, tiradas en los sillones.

–Es sublime como toca –dicen.

Otras se hunden en sus bolsos, buscando algo que no se sabe qué es.

Todos tienen tanto tiempo, pienso, mirándolos. ¿Por qué Gonzalo y yo parecemos ser los únicos a quienes el tiempo muerde los talones?

Vicuña Mackenna entra entonces al salón y se dirige a la Ita.

–Muchas gracias, tía, ya nos vamos –susurra, besándole la mano, sonriéndole–. Nos salvó de morir de hambre –dice–. Se lo contaré a mi mamá para que le agradezca personalmente.

La Ita saca una sonrisa no se sabe de dónde. Benjamín es el primero que logra sacarle una en años.

–Mándale saludos a la Carmencita –dice.

–Por supuesto –dice Benjamín.

No sé por qué ese sabe el idioma de las tías.

Más tarde, bajo corriendo a las caballerizas.

Llego justo cuando Gonzalo está terminando de revisar los caballos de la comitiva y de ajustar las cinchas.

–Váyanse por la parte más ancha –les está diciendo–. No busquen los atajos. Son muy difíciles. Este cerro es difícil. Muy alto. Adiós –dice. Tiene la voz quebrada.

–Gracias, amigo –dice Benjamín–. Le haremos caso.

Carabantes se acerca. Le pone la mano en el hombro. Lo mira de cerca.

–Qué te dijo tu padre, Gonzalo –dice.

Gonzalo permanece en silencio un instante.

–Sí, Gonzalo. Qué te dijo tu padre –dice Benjamín.

–Me inscribió en la Universidad de Harvard –responde Gonzalo, casi inaudible–. Ya es un hecho. Me sacó pasajes para Estados Unidos. Estudiaré en la Facultad de Ingeniería. Deberé convertirme en un ingeniero civil industrial y especializarme en hidráulica. Obras de riego y construcción de túneles. Son siete años de estudio. Parto en dos o tres meses más.

Sonríe dolorosamente. Le cuesta respirar. Nunca lo he visto así. Quedo en suspenso. Su piel tiene un color cristalino medio sonámbulo y parece próxima a estallar en el aire, como un vidrio en fundición.

–Lo más gracioso es que yo mismo le iba a pedir que me permitiera salirme de Derecho –dice después–. Mi sueño era estudiar piano en el Conservatorio de París. En el Conservatorio de Música y Danza. Por supuesto, se negó. Para él, todos los que estudian arte son maricones. Pero ahora... ahora ya es definitivo –dice–. Ahora ya estoy inscrito en una carrera que no quiero, en un país al que no quiero ir y tengo pasaje para un barco al que no quiero subir.

Se hace un silencio. Los de la comitiva no dicen una sola palabra.

–Adiós, amigos –dice Gonzalo–. Tal vez nos veamos antes de que parta. En Santiago. Considérenme como uno de los del grupo de liberales.

El grupo desmonta y lo van abrazando, uno por uno. El último es Carabantes.

–Es una promesa –le dice–. Nos veremos en Santiago. Ahí pensaremos qué hacer y le daremos vueltas a esto.

–No hay muchas vueltas que darle a algo que ya ha decidido mi padre –dice Gonzalo–. Pero sí. Nos vemos en Santiago. La revolución tiene que triunfar.

Carabantes sube a su caballo y me ve. Me acerco. Se ve gigante. Me gusta su capa. Le miro la bota.

–Se puso al revés el estribo –le digo–. Saque su pie.

Me obedece. Le arreglo el estribo. Luego, rodeo el caballo y lo hago con el otro.

–Ahora sí –digo.

Benjamín lo mira.

–Carabantes, hazle caso –dice–. Ella sabe más que nadie de monturas. Tienes suerte. Te podrías haber desnucado en el galope. Si es que tuvieras nuca, por supuesto –ríe.

Carabantes está muy confuso. Mira al suelo. Parece un niño.

–Gracias, Jerónima –dice, en voz baja–. Y adiós.

Eso último lo dice tragándose la palabra hacia adentro, guardándola dentro de él. Nunca he oído algo que me conmueva más.

Me gusta que diga mi nombre. Suena bien en su boca.

–Adiós –le digo.

Comienzan a marchar al trote y luego, cuando van llegando al portón, ya van galopando. Tienen justo el tiempo para pasar el cerro con la luz de la tarde.

Siento una mezcla extraña de tristeza y felicidad.

En ese momento, siento la mano de hierro de la Gumercinda.

–Venga, niña –dice–. En esta casa todo lo quieren urgente, no hay tranquilidad ninguna –rezonga.

–¡Pero, Gumer! –digo–. Me estaba despidiendo...

–¡Qué despedida ni nada! Tiene que ser hoy y ahora. Son órdenes de misiá Sarita, ¿oyó?

–¡Orden de qué, Gumercinda, por favor! –Trato de soltarme, pero ella me pesca con su mano de hierro.

Me lleva casi arrastrando.

–Vamos –dice–. Es importante, niña.

–Ya, Gumer, suéltame –digo–. Me gustaría acompañarlos al cerro. No van a saber cuál es el sendero correcto.

–Ni lo piense –ordena ella–. A su pieza, ahora ya.

–¿Qué te pasa, Gumer, linda, mi sol? –me acerco a ella e intento darle un beso. Ella me quita la cara.

Ahora qué, pienso. Siempre en esta casa está pasando algo trágico.

Entramos a mi pieza. La Gumercinda cierra la puerta, abre los cajones y los tira todos sobre mi cama. Luego abre el armario y hace lo mismo.

–Usted no se me mueve de aquí hasta que armemos su baúl –dice–. Quiero que se pruebe toda la ropa. Lo que no le quede bien se queda aquí.

–Gumer, ¿qué pasa, por favor?

La Gumercinda parece encorvarse todavía más.

–Se me va a Santiago usted, mi niña, hoy mismo –dice. Pero su voz sale como desde debajo de la tierra. Se mira la pechera del delantal–. Son órdenes de misiá Sara. Debo hacerle su equipaje completo. Usted no vuelve.

Me detengo. Abro la boca y no me sale ningún sonido. La cierro y la vuelvo a abrir.

–¿Qué? –digo, después de un rato. La voz me sale ronca.

–Lo que oye, niña. Se me va a Santiago. Misiá Sarita dio orden de empacarle toda la ropa decente que tuviera. Los pantalones de don Gonzalito, no –me advierte.

No puedo dejar de mirarla. Estoy ahí, parada, como una tonta, en el centro de mi pieza.

–¿Qué? –vuelvo a decir.

La Gumercinda se sorbe las narices, como un grifo.

–¿No le dije, mi niña? –dice–. ¿No le dije yo que usted estaba estirando mucho el hilo con misiá Sarita? Bueno, ahora se rompió –afirma–. Dice que ella ya no se puede seguir haciendo responsable de usted. Que deberá irse a Santiago con su abuelo. Que allá otros se ocupen de que crezca y se eduque como corresponde.