Jerónima

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Se hace un silencio espacial. Se siente el ruido de los planetas al girar.

–¿Qué es comodato precario? –suena la voz de la Pita.

El Tata aprieta un pedazo de pan con la mano izquierda y lo deshace.

–Gonzalo, abandone el comedor –dice–. Y espéreme en el escritorio. Quiero hablar con usted.

La Ita se abrocha los dos botones de más arriba del chaleco.

Decido que yo tengo que oír esa conversación. Me levanto a la disimulada, me deslizo en el sillón del salón que queda junto al vidrio del escritorio y me hundo en el cojín hasta casi desaparecer.

19

–Comodato precario. Cómo has podido hacerme esto –dice el Tata, lentamente, mirando a Gonzalo, en medio del silencio aterrador del escritorio.

Hasta los ruidos del campo se han silenciado.

–Ofrecerles la tierra –continúa hablando el Tata–. Mi tierra –dice, con las manos empuñadas, casi blancas de ira.

–Papá, yo no les he ofrecido nada –dice Gonzalo–. Solo me doy cuenta de lo que necesitan desesperadamente, nada más. No tienen qué comer. Si ellos tuvieran siquiera un metro de...

El Tata lo mira. Su mirada es un muro.

–Te has metido en lo que no debías –dice–. Y eso, en estos tiempos, es muy peligroso. Hoy mismo termina tu intervención en este asunto.

–Mi intervención en esto comenzó cuando nací –dice Gonzalo. Me doy cuenta de que le tiembla la voz–. Y va a terminar cuando yo me muera.

El Tata se pone de pie. Está muy pálido.

–Te prohíbo meterte en esto, Gonzalo –dice–. No seguirás estudiando Derecho –agrega–. Prepárate para un cambio total en tu vida. He tomado decisiones de peso con respecto a ti.

–¿Qué decisiones, papá? –Gonzalo está pálido. Su voz vuelve a ser la de un niño.

–Las sabrás cuando te las diga –replica el Tata.

Su voz queda vibrando mucho rato, como un alambre tirante que alguien hubiera pulsado con la uña.

20

A veces llega de Santiago un hombrecito minúsculo, de pésimo aliento, vestido con una levita brillosa. Se baja del coche y suspira, limpiándose la cara con un pañuelo concho de vino, casi más grande que él mismo. No camina: corre como una barata y siempre viene con un maletín lleno de papeles. Grita que tiene que hablar con el senador Larraín.

La Gumercinda entra al living donde está la Ita.

–Llegó ese hombre de nuevo, señora Sara –dice.

La Ita se pone pálida cuando se entera de que ha llegado. Manda que lo hagan callar, que le den un vaso de jugo de huesillos.

–Llévenlo a la sala de billar –dice–. Yo hablaré con él –agrega–. No molesten a Pedro por esto. Ah, y llamen a Forster urgente. Tiene que estar en la entrevista.

Un rato después, ella aparece en la sala de billar, vestida con sus mejores galas, arreglada como si fuera a una fiesta. Se ve imponente, a pesar de que es muy pequeña. Las manos le tiemblan. Entra, seguida de Forster y cierra la puerta con llave.

Lo que se habla en esas reuniones no se sabrá nunca. Las puertas son de roble macizo y no se oye nada. A veces, lejanos, se oyen golpes en la mesa de billar.

Luego se abre la puerta y sale el hombrecito del Tribunal, que se va, rapidísimo, acezando, con su maletín atestado de papeles, caminando sin parar, hasta llegar al coche. Se sube de un salto y desaparece en medio de una nube de polvo.

En la sala de billar quedan la Ita y Forster.

–Venda –dice la Ita–. Y hágalo mañana, sin falta, Forster, ¿entiende? Y sea discreto. ¿Oyó?

–Misiá Sarita, permítame hacerle notar que... –Forster se enjuga la frente con la manga.

La Ita lo mira con los ojos fulminantes.

–Ya lo noté, Forster. Venda.

–Pero misiá Sa...

–Forster, entienda. –El zapato pequeño de la Ita golpea el suelo–. Venda de una vez y déjese de peros. Esos potreros están hace años sin cultivar, son tierras baldías, y ahora, sin lluvia, peor. Sáqueles este precio. –Y le pasa un papelito con una cantidad anotada–. Y, sobre todo, ni una palabra a Pedro. Esto es fuerza mayor. ¿Oyó?

–Pero misiá Sara, estamos en fuerza mayor desde hace más de tres años –se oye la voz desesperada de Forster–. Si don Pedro llega a saber que...

La Ita se endereza tanto, que casi parece alta.

–No tiene por qué saber nada. Venda y cállese, ¿quiere? Necesito la plata depositada en el Chile pasado mañana. Cuando le digo que es fuerza mayor, es fuerza mayor y punto final.

En mi familia siempre hay alguien que está diciendo “punto final” por algo.

Forster sale secándose el sudor de la frente y diciendo que iremos directo a la ruina con este sistema. Después de cada visita del hombrecito del Tribunal, aparecen uno o dos potreros con otros dueños, que reparan los cercos de alambres de púas y pintan las estacas de los cierros de otro color.

Cuando el hombrecito se va, la Ita queda en silencio profundo, hundida en sus pensamientos. Luego se para y llama a los Gatos Plomos a su habitación. Se oyen exclamaciones, gritos, voces de la Ita en llanto, todo ensordecido detrás de la puerta. El viento furibundo se cuela por las ventanas. Luego silencio.

En eso, mi familia es experta. Todo se mete debajo y se queda ahí hasta que se olvida.

Luego, un día cualquiera, vuelven a Santiago. Lope Ávila carga el coche con sus gigantescas maletas. Los Gatos Plomos tienen más ropa que las tías. Además, echa cajones y cajones de frutas, verduras, queso, leche y huevos de campo.

–Dios, qué vergüenza –dicen los Gatos Plomos–. Nos confundirán con campesinos.

–No hay la menor posibilidad de que pase eso –ríe Gonzalo–. Los fundos serían un desastre con campesinos como ustedes.

Ellos no contestan. Detestan a Gonzalo. Parten dejando una estela de olor a Lantier, el perfume comprado en París.

–Pero estos niños se echan litros de este perfume –protesta el Tata–. Vamos a estar meses oliendo esto.

Así es siempre.

Me gusta cuando los veo desaparecer detrás de la curva del camino de tierra. Es como si contaminaran el aire, o algo así.

21

Los Mairena son el dolor de cabeza de Forster y me caen bien por eso.

Me gusta la Isabel Mairena. Ha tenido diecisiete hijos y ningún marido. Cada uno de sus hijos tiene un padre distinto. Ha estado embarazada durante casi todo el tiempo que la conozco y es la más buenamoza de las campesinas. Tiene un pelo negro iluminado, y en sus ojos brilla una especie de fogata. No se queda callada delante de nadie.

Nadie sabe qué edad puede tener. Se ve siempre como de treinta años. Los hombres se inquietan cuando están delante de ella. Mira directo a los ojos. Vive sola en su casa del pie del cerro y no tiene miedo a nada. –Ni a los vivos ni a los muertos –dice, riendo.

En el comedor, cuando se la nombra, las tías tosen y dicen “sin comentario”.

A la Isabel Mairena no le gustan las Misiones ni los padres capuchinos que vienen en las Misiones. Ni lo que predican los padres capuchinos que vienen en las Misiones. Ni menos los matrimonios obligatorios que se hacen en las Misiones. Todos los años, la Ita, acompañada de la Consuelo y de la Pita, suben trabajosamente el cerro, hasta la punta, donde la Isabel Mairena tiene su choza. Todos los años la Ita va a lo mismo: a tratar de que ese año ella acepte casarse por la Iglesia con su pareja de turno.

–Tienes que santificar tu unión, Isabel –dice la Ita–. Si no lo haces, vivirás en pecado siempre y si, Dios no lo quiera, mueres, vas al infierno de inmediato.

La Isabel Mairena la mira, impertérrita, rodeada de sus cuarenta perros y niños piluchos.

–Te traigo este colchón nuevo –dice la Ita–. No es moral ni higiénico compartir cama con alguien con quien no estás casada.

La Isabel Mairena no dice nada. La mira, le da las gracias por el colchón, lo pesca y se lo lleva a la pieza del fondo, que cierra con llave. Luego vuelve y le dice que no se casará por la Iglesia.

–¿Matrimoniarme para tener una boca más en mi casa y que más encima se crea con derecho a mandarme? Tonta medio día no más –dice.

En el comedor de la cocina hablan de la Isabel Mairena. Algunas campesinas dicen que cada Mairena es de distinto migajón, y se ríen. –Así da gusto –comentan. Se dan codazos. La Gumercinda, entonces, se molesta y las manda callarse.

–No se habla de estas cosas donde se come –dice.

Forster le tiene miedo a la Isabel Mairena. No se atreve a ir a su casa y decirle que ya no le llegarán la harina ni la grasa mensuales y que todos los sueldos han bajado a la mitad. Por miedo, él se los sigue dando.

Pero igual, las noticias corren como conejos en el campo. Cuando la Isabel Mairena sabe lo de la bajada de sueldo y que dos de sus hijos no quedaron en los turnos del túnel, se lava el pelo, se hace un moño y va a la casa del Tata.

Está parada frente a la escalera de la entrada, con su vestido de salida y su gran cartera negra. Con el pelo mojado, los ojos se le ven muy grandes.

Pide hablar con el senador.

–Don Pedro está durmiendo –dice la Gumercinda, cautelosa.

La Isabel Mairena se sienta tranquilamente en los escalones de la entrada.

–Espero, entonces –dice–. No tengo apuro.

El Tata se asoma por la ventana de su escritorio y le hace señas a la Gumercinda para que la deje pasar.

La Isabel Mairena pasa directo al escritorio. Camina derecha, con una majestad que le cae desde los hombros. Saluda con una leve inclinación de cabeza al Tata. No sonríe y lo mira fijo.

–Forster dejó afuera de los turnos del túnel a dos de mis hijos. Recontrátelos, por favor –dice.

–¿Es que no te das cuenta del momento que vivimos? –dice el Tata.

 

–¿Qué cree usted? –dice la Isabel Mairena, mirándolo fijo–. Por supuesto que nos damos cuenta. Todos se dan cuenta. Mis tripas y las de mis hijos y mis nietos se dan cuenta.

La Isabel Mairena habla lento y modula perfectamente. Tiene un tono casi tan autoritario como el del Tata.

Siempre ha sido así: sorpresiva, nunca se sabe con qué va a salir.

–Sí. Pero si no llueve, Isabel, el campo se va al carajo –dice el Tata, mirando por la ventana–. Llevará años en ponerlo de pie de nuevo. Yo lo voy a hacer, pero tienes que tener paciencia.

–¿Y por mientras? –dice la Isabel Mairena. Y se mira su guata, con el embarazo número quizás cuánto.

–Voy a tratar de que Forster contrate a tus cabros aunque sea de medio tiempo –dice el Tata–. Es lo único que te puedo ofrecer por ahora.

–¿Va a tratar? ¿O va a hacerlo de una vez, como usted hace las cosas? –dice la Isabel Mairena, mirándolo sin pestañear.

Nadie le habla así al Tata, en todo el valle. Nadie.

–Voy a hacerlo, Isabel, no me jorobes más –dice el Tata–. Y que tus hijos dejen de ser insolentes, ¿estamos? Casi todos tus críos nacieron con la pluma parada. Me pregunto de dónde les vendrá –sonríe, irónico, mirándola.

Entonces, la Isabel Mairena se acerca mucho a la cara del Tata, y mirándolo fijo, le susurra, a quemarropa:

–Yo también me lo pregunto, senador, ¿no se acuerda?...

El Tata se pone muy nervioso y comienza a ordenar y a mover papeles de las carpetas del escritorio, desordenándolas todas.

Luego ella, escueta, poniéndose de pie, acercándose a él, tomándole la mano y encerrándola entre las suyas, muy calientes, le dice:

–Gracias, don Pedro.

Ahí me doy cuenta de que es muy alta. Casi de la altura del Tata.

–De nada –dice él.

Y se aparta, nervioso.

Ella parte, caminando lenta, majestuosa. Me acerco en mi yegua.

–Isabel, sube. Te llevo al anca hasta tu casa, de un galope –le digo.

Me mira. Casi sonríe. Se mira su guata.

–Mala cosa para mí, galopar ahora, Jerónima –dice–. Pero gracias, niña, de todos modos. Eres... –se queda mirándome y ladea la cabeza–. Eres... distinta a todos estos de aquí. Me gustas –dice.

Y se aleja, caminando, balanceándose como un barco, llena de dignidad y desolación.

22

Han encontrado muertos a unos campesinos en el cerro. Entre ellos, una mujer. Ha venido el juez y un médico a levantar el acta y a extender el certificado de defunción para el Registro Parroquial. Ha dicho que han muerto de hambre y de frío. Forster no ha parpadeado cuando escucha la noticia.

–Unos se la pueden; otros no –dice, por todo comentario–. Lo detesto.

Hemos ido con Gonzalo al funeral que les han hecho en la parroquia. El Tata también ha asistido. Es el primer funeral de campo en que no he visto llorar a nadie. Las caras están vacías, como dibujos silenciosos. Todas las bocas selladas, tensas. La vibración de la violencia se siente en el aire, como un pájaro a mil revoluciones. Nadie dice nada.

Por orden del Tata, los han enterrado en el cementerio de la familia Larraín, atrás de la gruta.

–Un homenaje tardío, demasiado tardío –murmura Gonzalo, con los ojos llenos de lágrimas–. Un gesto que no sirve para nada.

Al día siguiente salgo muy temprano, casi a oscuras. Voy en puntillas hasta las caballerizas, saco a la Amapola, le pongo la montura y las cinchas.

El sol ya se está terminando de ocultar cuando llego, de vuelta. Día perfecto, pienso. Me bajo de un salto, entro a la casa. Me castigarán. Que lo hagan, pienso. Todo tiene un costo y lo pago.

Qué raro. En la casa no hay nadie. Tampoco están los hombres, que han pasado el día en otros fundos. Ni siquiera está el Tata. Qué raro.

Camino hacia las cocinas. Entro. Hay una taza llena de azúcar blanca, rota, tirada en el suelo. Algo ha pasado. Esto es distinto a una jornada normal de dulce de membrillo.

La mesa, desarmada. Varios caballetes están sueltos, tirados en el patio de adoquines. Los cuchillos, tirados en el suelo. Las cáscaras, desparramadas por todas partes. Una frazada tirada en el suelo. Al fondo, corre el canal, lleno de agua, tumultuosa, oscura.

Las banquetas, dadas vuelta. El patio, en un desorden total.

Entro a la cocina principal, oscura, sin ventanas. Los muros grises con el humo de la gigantesca cocina a leña que hay en el centro, prendida permanentemente.

Adentro encuentro el griterío. La Ita, todas las tías, cuñadas, primas, empleadas, la Gumercinda, todas de pie, hablando al mismo tiempo. Algunas respiran ahogadamente. Se llevan a la nariz un pañuelo con colonia. No se entiende lo que gritan. Hay un grupo atendiendo a la hermana del Tata, la tía Rosario, desmayada. Canastos llenos de membrillos desparramados por todo el patio. Al centro, la acequia atraviesa todo el espacio. Después, el grupo se traslada y se va a mirar la acequia. Se inclinan a mirar el agua. Las tías se tapan la cara con las manos. Algunas hacen gestos de vomitar.

Me acerco a la Gumercinda, que también mira la acequia.

–Niña, váyase de aquí –dice–. Menos mal que se le ocurrió desobedecer a su abuela y escaparse. Este ha sido un día terrible.

–Pero qué pasó, Gumercinda, por Dios, dime –me cuelgo de su brazo.

Señala la acequia con su dedo de cuero. La voz le tiembla. Nunca he oído temblar la voz de la Gumercinda.

–Un feto –dice–. Llegó flotando en la corriente. Después llegaron otros más. Ha sido la bestia de la Isabel Mairena, que convenció a las otras tontas embarazadas; ella no más fue la de la idea. Jamás lo confesará, ni aunque la corten en tiras. Váyase para arriba, niña.

La Gumercinda se pasa la mano por la cara y veo que la mano le tirita.

–Cómo pudo. Para más remate, todas las señoras estaban aquí pelando fruta. Váyase para su pieza, mi niña –repite–. Aquí todos están medio locos. La señora Rosario está desmayada.

Me acerco al agua. Viene densa, oscura. No distingo nada. Obvio que deben haber sacado todo ya.

Salgo de la cocina, lenta. Gonzalo viene entrando. Por su cara sé que sabe lo que pasó.

–Por Dios santo, la Isabel –dice.

Lo miro.

–Gonzalo, Forster no ha movido un dedo. La Isabel Mairena se desesperó –digo.

–No, Jerónima –dice, serio mirándome. Me pone las manos en los hombros–. Nadie se puede desesperar así. Nadie tiene derecho a esto. Voy a hablar con mi padre. Esto tiene que cambiar de una vez y para siempre. Deséame suerte –agrega, tocándome la nariz al pasar.

Pero lo sigo.

23

El Tata está reunido en el escritorio a puertas cerradas con Gonzalo. Oigo voces airadas. De pronto, un golpe en la madera de caoba. Es el puño del Tata. A Gonzalo no se le oye. Después de horas, la entrevista termina. Gonzalo sale pálido, transido. Sale a caminar, por el camino que lleva al tranque. Lo sigo corriendo junto a él.

–Qué te dijo.

Gonzalo se demora mucho rato en hablar. Luego me mira, triste.

–Cuando empecé a decirle que los campesinos habían muerto de hambre y que todos éramos responsables, pegó un puñetazo en la mesa. Y me dijo que él estaba haciendo todo lo posible y que no era un dios. Que me prohibía meterme y hablar con ellos. Luego salió el tema de mi futuro. Cuando le dije que quería ir a estudiar música al Conservatorio de París, otro puñetazo en la mesa. Me dijo que eso lo haría cuando pudiera malgastar mi propio dinero en tonterías de afeminados. Y luego me dijo que tenía otros planes para mí. Que había estado estudiando las universidades del mundo y que la mejor era Harvard –dice.

Gonzalo se detiene. El cielo parece desplomarse sobre él. Nunca lo he visto tan frágil, tan dolorosamente pequeño e inerme. Sobre él parece precipitarse una lluvia oscurecida desde un cielo enemigo.

24

Poco después, veo al Tata, que sube precipitadamente en el coche cerrado, el que tiene los mejores caballos. Juan Pino, el cochero del Tata, está vestido para ir a Santiago. Es muy divertido verlo. Tiene una chaqueta especial, producto de la creatividad de la tía Cleme, que tiene la extraña idea de que todos los sirvientes deben vestirse como personajes de opereta. Juan Pino, gordo genético, metido a presión en esa chaqueta verde, ajustadísima, llena de botones dorados, con esa gorra de chofer, parece a punto de sufrir una apoplejía. Pero sé que él está sufriendo, uno, por lo apretado de la chaqueta y dos, por el trayecto que deberá hacer. Tendrá que cruzar por el puente de Pelvín.

Más bien, no pasará por el puente de Pelvín. Juan Pino le tiene terror a los puentes, desde el episodio de la extremaunción. Llegará al puente y vadeará el río, metiéndose en el agua con caballos y coche. El Tata, desde adentro, le gritará, lo amenazará, le dará una pataleta. Probablemente lo golpee. Pero Juan Pino no cruzará por el puente. Pasará por debajo. Lo hace desde que tuvo que pasar hace unos años ese mismo puente bajo una lluvia torrencial, con el Tata, y un cura que iba a darle la extremaunción a un pariente. Juan Pino le dijo al Tata que no se podía pasar, que el puente estaba cediendo. El Tata saltó al pescante, le arrebató la huasca de las manos y se largó a pasar el puente. Este se quebró cuando iban llegando a la orilla y los tres se precipitaron a las aguas, bajo una lluvia torrencial. Los Santos Óleos se fueron nadando por el agua, el coche se destrozó, murió el caballo, murió el cura y el Tata llegó a la orilla sosteniendo a Juan Pino, medio ahogado.

Desde esa vez, Juan Pino se ha hecho a sí mismo una promesa de vida: él no cruzará un puente nunca más en su vida. Y así lo ha hecho hasta ahora.

–Estás despedido –le dirá el Tata cuando lleguen al otro lado.

Pero no lo despide nunca. Porque Juan Pino es el mejor cochero que el Tata haya tenido nunca. Mantiene a los caballos brillantes, alimentados, dóciles. Les habla al oído y los animales le obedecen hipnotizados por su voz brusca y chirriante.

Cuando van partiendo, Gonzalo se acerca, galopando en su caballo.

–Papá.

–Es urgente, papá. Me ha llegado la noticia de que el presidente Montt ha dado la orden de que repartamos pan a la gente...

–¡Sí, lo sé! ¡Por eso estoy yendo a Santiago! –grita el Tata, indignado–. ¡Para qué más! Era lo que nos faltaba. Darles pan y manteca diaria gratis. ¡Como si nadáramos en la abundancia!

–Papá, pero yo puedo encargarme de...

–¡Tú no te encargas de nada! –truena el Tata, sacando la cabeza por el coche–. No harás nada, ¿entiendes? ¡Nada! ¡El fundo sigue como está y sigue siendo mi tierra!

Gonzalo corre junto al coche. –Papá, no quiero estudiar en Harvard. No quiero ser ingenie...

–Nadie te está pidiendo tu opinión –dispara el Tata–. Te he dejado que vayas por tus caminos y has elegido las peores opciones. Y ahora, me sublevas a los campesinos con lo del comodato precario. Nadie me viene a mí con comodatos precarios, ni con repartición de tierras, ni con decretos sacados por debajo de la pierna.

¿Entiendes? Nadie.

–Papá, es que...

–¡Mi respuesta es no! –grita el Tata.

Y se pierde en medio de una nube de polvo y gritos de Juan Pino, que va apurando los caballos para llegar al puente con luz de día.

Me siento triste. Tanto que podría llorar. Monto mi yegua. La Amapola corre como el viento hacia el cerro.

25

El camino pasa enloquecido por mis ojos. El corazón me salta en el pecho y siento también el de mi yegua latiendo a mil.

El camino se hace empinadísimo. Comienzan las piedras desnudas a aparecer. Es el cerro en su parte más dura. Hay una saliente y el camino es muy estrecho. Apenas cabe un caballo. Abajo está la parte más profunda de la quebrada. El fondo, de un verde inquietante.

De pronto, desde la curva cercana, enfrente de mí, se siente un ruido de piedras cayendo a la quebrada con estrépito. Un grupo de jinetes desconocidos aparece bruscamente detrás de la curva.

–Mierda –dice uno de ellos–. Que nadie se mueva.

Me quedo mirándolos.

Son muchos. Una comitiva. Se ven cansadísimos. Nunca he visto hombres más polvorientos. Casi no se les distinguen las caras. Y tienen los caballos a punto de cortarse, resoplando, mojados enteros por el sudor. Se ve como si vinieran desde muy lejos. Sus ropas son distintas. Traen pantalones anchos, enrollados a la cintura. Las caras, envueltas en pañuelos.

Nunca los he visto. Obvio, no son de aquí. Se ve que no conocen el camino. Se han metido, todos en fila, por la saliente equivocada del cerro, por el lado del regreso. Les hago señas de que se devuelvan. No se mueven.

 

Los miro. Tienen miedo de caer. En realidad, la caída es vertical. Por lo menos seiscientos metros. La senda ahí es demasiado angosta.

Miro los caballos. También ellos tienen miedo. Mueven sus patas en el aire, sin querer avanzar.

Algunos están a punto de desplomarse. Llevan unas especies de ropas de viaje. Extrañas. No son como las vestimentas de acá. Todos están tostados por el sol.

Freno bruscamente frente a la nariz del caballo del que va delante.

Él no retrocede. Avanzo un poco más, impaciente.

Tiene que devolverse. Cómo no se da cuenta. Viene por el lado equivocado. Son las reglas del cerro.

Lo miro. Es alto. Muy delgado. Debajo del polvo veo su cara delgada, de nariz grande. Y los ojos. Se le ven desde debajo del sombrero. Brillan. Ojos delgados, extendidos, intensos, oscuros, como cuchillos envainados.

Me mira como si mirara un animal salvaje.

Tienen algo esos ojos. Como si supieran las cosas desde antes, no sé. Siento algo raro cuando lo veo.

No me importa, pienso. Tengo la preferencia. Voy subiendo.

Pero ellos no se mueven.

–Hola –digo–. Voy subiendo yo.

Me miran. No dicen nada.

El hombre alto me mira y tampoco dice nada.

¿Qué está esperando? ¿Que yo retroceda? Ni en sueños. Yo comencé a pasar primero, pienso. Llevo más de la mitad del camino recorrido.

Adelanto mi yegua. La cabeza de la Amapola toca la de su caballo. Los animales se remueven, inquietos.

Veo que eso le da miedo a él. Qué raro. Y a los demás también. Además, me miran como si nunca hubieran visto un ser humano por estos lados. Me están dando rabia, pienso. ¿Qué esperan para dar media vuelta? Parecen petrificados.

Entonces, el alto levanta la mano y le hace señas a los de atrás.

–Quietos –dice, volviendo la cabeza–. No hagan ningún movimiento. Sujeten los caballos.

Yo avanzo más con mi yegua. Me acerco a él. Siento el ruido del viento silbando con rabia. Los árboles verde oscuro del fondo se mueven inquietos.

–Tienen que devolverse ustedes –digo, echándome el pelo para atrás–. No se puede bajar por esta pendiente. Solo subir.

No sé por qué estoy nerviosa.

Él me mira.

–Buenas tardes –dice.

–Hola –digo–. Quién eres.

–Me llamo Alvar Carabantes –dice. Muestra con la mano hacia atrás–. Estos son mis compañeros. Venimos desde Copiapó.

Desde Copiapó.

Ah, pienso, por eso. No conocen estos cerros.

–Yo soy Jerónima –digo–. Jerónima Larraín. Mi abuelo es... –muestro con la mano el valle. De pronto me da mucha vergüenza decir que el Tata es el dueño de todo esto.

–Mucho gusto –dice él. Sonríe con los ojos.

Entonces, se saca el sombrero y el pañuelo del cuello y se lo pasa por la cara, sacándose un poco el polvo.

No es lo que yo llamaría un buenmozo, pero tiene algo. En las manos, en los hombros, en la manera como aprieta la mandíbula. La voz es ronca, un tono más bajo que la de los hombres de acá.

Su boca es lo más suave del rostro. Algo gruesa, extendida. No mucho.

–Jerónima, necesitamos pasar –dice.

–Pero...

–Sé que nos hemos metido por el camino equivocado –me interrumpe él. Tiene una voz que domina sobre los otros ruidos del paisaje–. Pero no nos atrevemos ni a retroceder ni a dar vuelta. Nos caeríamos. Nuestros caballos están rendidos. Y no están acostumbrados. ¿Puedes ser tú la que se vuelva, por esta vez? –agrega–. Así nosotros podremos avanzar sin caernos.

Quedo en silencio. No sé qué decir. Miro hacia la caída vertical.

Lo que me faltaba, pienso.

–Por favor –vuelve a decir él–. No conocemos estos cerros y son muy altos.

Uno de sus caballos comienza a asustarse y a retroceder espantado con el viento que silba entre las rocas.

El jinete pierde los estribos y empuja a los otros caballos, que se acercan a mi yegua. Están muy nerviosos.

–¡Apúrese! ¡Dé la vuelta de una vez, niña! –grita alguien desde la comitiva.

–Torpes –digo fuerte.

Tiro fuertemente las riendas a la Amapola y doy, muy brusca, la vuelta, empujándola, fuerte, contra el cerro. Es la única manera. Rápido y de una vez. Las ancas de mi yegua chocan fuertemente contra la pared de roca y ella queda un segundo con las patas en el aire. Le doy el último giro, fuerte. La Amapola da la vuelta en redondo y logra aferrarse con media pezuña a la orilla de la saliente. Dos o tres peñascos caen. El grupo me mira, horrorizado.

Qué se creen estos idiotas. Me lanzo a galope de vuelta por la saliente. Mi yegua es la única que puede galopar por aquí. Sus herraduras finas sacan chispas contras las piedras del borde.

–¡Afuerinos de mierda! –les grito, haciendo bocina con las manos.

Y me lanzo en galope furioso hacia la casa. Es tardísimo. Voy a galope tendido por el atajo del cerro. Tengo que llegar luego.

En ese momento, casi choco con Gonzalo, que viene subiendo.

–Dónde estabas –dice–. Te andan buscando todos. Mi mamá está furiosa. Te ha buscado toda la mañana para que fueras a pelar membrillos. Dice que va a tomar medidas definitivas contigo...

–Sí sé –le digo–. Me encontré con unos imbéciles en la quebrada, en la saliente. Me hicieron dar la vuelta. Parece que venían de lejos. No se atrevían a devolverse ellos y no me quisieron dejar pasar. Tuve que devolverme por donde había venido. Les grité no sé qué.

Gonzalo me detiene el caballo.

–Para, para, para. Qué imbéciles. Qué quebrada. No entiendo.

–No sé. Dijeron que venían desde Copiapó. El que viene al mando se llama Alvar Ca...

–¡Carabantes! –exclama Gonzalo. Me mira alborozado. Luego me mira, risueño–. ¿Les dijiste imbéciles? –dice–. ¡Es lo mejor que he oído! ¡Tienes la lengua de pólvora, Jerónima! ¡Son todo lo contrario a unos imbéciles! ¡Son los hombres de Pedro León Gallo, unos héroes en el norte! Es el grupo de mi amigo Benjamín Vicuña Mackenna, los liberales del norte. Han llegado, por fin –dice, después–. Benjamín es mi amigo. A Carabantes lo conocí en el norte. Es un gran tipo, el mejor amigo de Gallo. Les ofrecí la casa para que descansaran antes de que llegaran a Santiago. Vienen a buscar apoyo y dinero para su revolución. Corre, adelántate –dice–. Avísale a la mamá... no, dile a la Gumercinda, mejor, que aumente la comida. Los llevo a la casa. Son mis invitados. Voy a salir a encontrarlos –dice.

Y sale galopando hacia el cerro.

26

Mierda. Tres veces mierda. No puedo creerlo.

Llego a la casa. La Ita está parada en la escalera de la entrada. Acompañada de todas mis tías, cuñadas, primas, de toda la parentela de la creación. Por qué serán tantos los Larraín, pienso. La Ita echa chispas por los ojos.

–Me cansé de tus rebeldías e insolencias –dice la Ita–. Esta es mi casa y aquí se hace lo que yo digo. Te arrancas de madrugada, te mandas cambiar sin decirle nada a nadie y llegas a esta hora. Yo llego hasta aquí. No me haré más cargo tuyo –dice–. Pedro verá qué hace contigo. Y esto va en serio.

La miro. Pienso que jamás se ha hecho cargo de mí. Sus palabras me resbalan.

–Ita, Gonzalo dice...

–No me hables más, Jerónima –replica ella.

Me da vuelta la espalda y entra en la casa, seguida de todos.

Corro a las cocinas. Le aviso a la Gumercinda.

–Ay, este Gonzalito, tan atarantado para sus cosas –dice ella. Pero echa un kilo de arroz a la olla y comienza a revolverlo con el aceite.

Subo a mi pieza. Estoy muy nerviosa. Me miro el pelo. Qué horror. No puedo estar más chascona. Parezco un animal salvaje, en verdad. Me lo escobillo y me hago una trenza atrás. Me queda chueca. La deshago. Trato de desenredarme, sin resultado. Mi pelo es demasiado crespo. Finalmente me lo tomo con un lazo grueso. Ahí se aplaca un poco. Busco frenética entre mis cajones. No tengo nada, nada decente que ponerme.

Por primera vez en mi vida siento que no puedo bajar a comer vestida con los pantalones de montar viejos de Gonzalo. Abro mi armario. Me meto como puedo en el vestido gris, lleno de botones. Odio heredar ropa. Este traje es de la Consuelo. Me miro al espejo. No está tan horrible. Por lo menos, el lazo de terciopelo azul le viene.