Jerónima

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Gonzalo me encanta. Tiene ojos tristes, pero me hace reír todo el tiempo. Es inteligente y se le ocurren cosas geniales. Pero es un artista. Y eso, en esta familia, es algo así como una maldición. O una enfermedad. Sueña con que el Tata lo mande a estudiar música al Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París. Pero, por supuesto, ni siquiera se atreve a decírselo. Por eso estudia Leyes. Y no es que no le interese la gente. Al revés. Le interesa demasiado. Es al único que los campesinos quieren. Lo invitan a sus casas y él come sandía con harina tostada en sus comedores con hule. Y además, les da gratis consejos legales acerca de la relación laboral con el Tata, más bien con el perro de Forster, su administrador, que es un hombre cruel. En Santiago, Gonzalo se junta en secreto con sus amigos liberales. Hablan de la igualdad de las personas y de que los campesinos son iguales a ti y a mí, y tienen los mismos derechos. El Tata lo mataría si supiera que Gonzalo es liberal.

El Tata se derrite en secreto por Gonzalo, o sea, de la manera como se puede derretir un senador insigne: no diciéndole que lo quiere y tratándolo con más severidad que a los otros. No le ha preguntado nunca a Gonzalo qué piensa.

Ahora el Tata está preocupado por la falta de lluvia. Todos los agricultores de la zona lo están. Hay sequía. Es la más grande desde hace no sé cuánto tiempo. Y en este valle, todo depende de la lluvia. No hay río. La tierra se agrieta. Los animales andan con sed y la gente también. Somos los únicos que tenemos pozo. Y de verdad, hay poca agua. A veces, vienen a pedirnos desde las casas.

Pienso que Gonzalo debería hablar con el Tata y decirle de una vez que quiere ir al Conservatorio de París. En una de esas, a lo mejor cambian las cosas. Aunque aquí, en esta familia, es difícil que cambie nada alguna vez. Le he rogado como treinta veces que nos escapemos juntos, metidos en un barco, a Europa, en la bodega de carga. Gonzalo se ríe, me mira y me chasconea el pelo. Pero no me dice que no.

–¿Qué harías en París? –dice.

–Dulce de membrillo –digo.

Y nos tiramos al suelo, riéndonos, haciéndonos cosquillas.

Cuando sé que va a venir, corro por el atajo del cerro hasta encontrarlo, en plena cumbre. Tenemos una tradición, él y yo. Siempre corremos la misma carrera cerro abajo cuando él llega. A veces gano yo, otras, él. Creo que no conoceré nunca a nadie que me guste tanto como él. Gonzalo es perfecto, pienso.

5

En ese momento, siento el olor a quemado. Me paro de golpe. La nariz se me abre violentamente al contacto ácido del humo. Levanto la cabeza y mi yegua hace lo mismo. Luego oigo el ruido sordo y mantenido del chisporroteo del fuego, fuerte, un quejido extenso.

Mierda, la roza, pienso.

Miro hacia el potrero del bajo. Es un plantío de fuego. Hacen roza, quemando el plantío anterior para preparar la tierra y plantar papas después. Esas ocupan poca agua.

Un humo acre y pardo oscurece el sol de la tarde. Es costumbre gritar a los cuatro vientos antes de comenzar a encender los pastos, en cualquier potrero. Pero yo he estado pajareando. No he oído las voces. En el potrero, las lenguas de fuego corren como liebres enloquecidas, encarnizadas en su propia rapidez. Las espigas van desapareciendo bajo el rojo y negro de las llamas.

Palmeo el cuello de mi yegua.

–Bonita, tendrás que correr como chancho –le digo al oído.

Y le clavo los talones. Ella da un salto, cruza el cauce seco de un canal que rodea el cerro y se lanza a través de las llamas galopando como el viento. Me he puesto un pañuelo en la cara. Grito, azuzándola. En un momento me rodea el calor. Es horrible. Tal vez calculé mal, pienso. Mi yegua corre, corre en diagonal, como el viento, levantando mucho sus patas. Vamos llegando a la puerta. Siento mis pantorrillas hirviendo. Me imagino cómo deben estar las patas de la Amapola, pobre preciosa, la abrazo, tendida sobre ella, corre, corre, abro el alambre del portón y saltamos fuera, ella y yo. Por fin.

6

Atravieso ese cerro y corto por el sendero del cerro de la cuesta. Es el atajo que toma Gonzalo. Debe estar cerca. Siempre sé cuándo va a venir, aunque nunca avisa. Llega galopando por los senderos secretos del cerro, esos que conocemos solo él y yo.

Oigo voces. Y a lo lejos, lo veo. Ah, pienso, esta vez no habrá carrera. Está sentado con unos campesinos en el saliente de una quebrada profunda. Desatan unos alambres de una trampa para conejos. Ya casi no quedan liebres en los cerros. Con el hambre, los campesinos cazan cualquier cosa que se mueva y se la comen. Excepto arañas.

–La sequía está tremenda, don Gonzalito –dicen–. Ya ni conejos nos quedan para comer. El Forster no quiere sembrar y nos bajó los sueldos. Dice que el senador le ha dado órdenes de restringir los gastos en semilla. También le dijo a su papá que ya no nos dé el quintal de harina y el kilo de manteca mensuales.

En la casona de Santa Clarisa nadie parece darse cuenta de eso. Y si se dieran cuenta, tampoco se inquietarían. Lo importante es armar paseos al tranque, o hablar de la última temporada que pasaron en Cannes.

Hay hambre. Me lo han dicho las niñas de la cocina. La Gumercinda aparece y las hace callar. Pero después, a escondidas, la veo llevar ollas que sobraron del almuerzo a algunas casas, envueltas en trapos. También la he visto cocinarles fondos con arroz graneado a los campesinos. O con porotos. Yo cosecho a la mala duraznos y uvas del huerto, y se los paso a las mujeres de las casas de más cerca. A veces, les paso paltas. Gonzalo haría lo mismo. Estoy segura. Me quedan mirando, agarran la fruta y salen corriendo.

Sé que Gonzalo se ha enterado y viene a tratar de hacer algo con esta situación. Él tiene una idea loca, que es del grupo de liberales al que pertenece: darle a cada campesino un poco de tierra para que se las arregle cada uno ahí, en su pedazo, plantando lo que puedan, cosechándolo y comiéndoselo. Estoy segura de que resultaría. Le he rogado que no le diga esto al Tata. Creo que le dará un ataque si lo oye. Le he dicho que se consiga primero lo del Conservatorio. Pero Gonzalo es porfiado.

7

Finalmente, se termina la reunión y veo desde lejos el caballo negro de Gonzalo subiendo por entre las piedras del atajo. Ahah. O sea, habrá carrera. Qué bien. Te ganaré esta vez, Gonzalillo, santiaguino pinganilla, pienso, sonriendo. Taloneo a la Amapola y comienzo a subir muy ligero por entre los espinos, del lado más duro. He encontrado recién un atajo nuevo y estoy segura de que él no lo ha pillado todavía.

–¡Te costará caro haberte ido a Santiago, afuerino de porquería, te ganaré! –grito riendo, haciendo bocina con las manos por entre los riscos.

Desde lejos, lo veo. Se ve muy pequeño, como un muñequito de torta de novia. El camino es tan empinado que impide ver el paisaje hacia abajo.

Al final, piso la tierra plana de la cumbre y me largo cerro abajo en loca carrera.

8

Ahora estamos todos en la casa y la inmensa mesa del comedor se hace chica. Todos hablan al mismo tiempo y no se entiende nada. En mi familia, todos tienen siempre que opinar acerca de todo. En la mitad del griterío, miro a Gonzalo y él me hace una seña.

Están todos locos, modula, sin hablar. Sí. Efectivamente. Los Larraín son bastante locos, en general. Y en particular, peor. El Tata mira a sus hijos y se pone serio. Sé que está pensando en ellos. Los Gatos Plomos sonríen a su madre y bajan los ojos ante su padre.

Típico que vienen con “eso”, otra vez.

“Eso” son las deudas de juego. Los Gatos Plomos son jugadores compulsivos. Pierden cantidades grandes de dinero. Entonces, se acuerdan de la Ita y aparecen en Santa Clarisa.

Ahí, la Ita les pasa plata, a escondidas.

–Esto no tiene para qué saberlo Pedro –dice dándoles un cheque, escrito con su bella letra picuda de las Monjas Inglesas–. Cámbienlo. Pero si en la ventanilla les dicen que no, entonces, no insistan y vuelvan a verme –les advierte.

La Pita es otro de los problemas del Tata. Me acuerdo cuando pasó lo del baile. Un día, ella amaneció con la idea fija.

–Haré un gran baile –dijo.

La noticia de lo del baile de la Pita en Santa Clarisa llegó hasta Santiago. Invitó a una cantidad de gente increíble. Simplemente casi no cabían en la casa, que es inmensa. No sé de dónde sacó tantos invitados. Vinieron de todos los fundos vecinos. Este baile sería único en la zona, había dicho la Pita, porque habría orquesta. Había hablado hasta por los codos de eso. Cuando el Tata dijo que él no pagaría ninguna orquesta porque ya era bastante con lo que se había gastado en comida en ese último tiempo, la Pita le dijo a la Ita que no se preocupara porque era una orquesta gratuita. La Ita tranquilizó al Tata y el baile se hizo. Los invitados fueron llegando y casi no cabían en la casa. Todos querían bailar y esperaban ansiosamente a la orquesta. Finalmente, cuando todos los asistentes atestaban el salón y se habían comido todo lo existente y posible de ingerir, la Pita apareció con la orquesta prometida: un grupo de ciegos con guitarras y acordeón, que se habían emborrachado como esponjas tomándose previamente el coñac francés del Tata en el repostero. Los ciegos entraron riendo a gritos, empujándose, dándose de topetazos y se subieron a tocar arriba de la gran mesa de comedor, mientras el clan de tíos-tías, primos-primas, cuñados-cuñadas y los invitados contemplaban horrorizados el panorama mientras oían las letras de las tonadas más obscenas que podían escucharse a lo largo y ancho del territorio nacional. Muchas niñas salieron del baile, esa noche, sacadas violentamente por sus madres, que les tapaban los oídos con chales. Los jóvenes “de apellidos inubicables” estaban encantados, y se subieron a cantar con los músicos borrachos, botellas en mano. Dos tías se desmayaron. El caos fue total. Los ciegos fueron finalmente expulsados por Lope Ávila y dos campesinos más, a los que hubo que pedir ayuda para despejar el salón. Los sacaron a duras penas, mientras ellos aullaban que había que pagarles, que lo de la gratuidad había sido un malentendido y que eran artistas itinerantes. Cuando los músicos se fueron, el Tata se dio cuenta de que, a falta de dinero, Pita les había dado en pago sus propios ternos finísimos con los que iba al Congreso.

 

Durante varios días hubo que limpiar los restos de comida de las alfombras, enjuagar los vómitos, airear el salón y sacar las manchas de licor de encima del piano. La mesa de comedor quedó coja para siempre. Después de eso, se prohibieron para siempre los bailes de la Pita.

En la noche, el Tata y la Ita conversan de sus hijos.

–Las niñitas deberían ir a Santiago –dice él–. Están demasiado encerradas aquí en el campo.

–No voy a ir a Santiago, Pedro; tengo demasiado que hacer aquí, ya lo sabes –se oye finalmente la voz de la Ita.

–Eso no es verdad –dice el Tata–. Sabes que la Gumercinda se encarga de todo perfectamente.

Un silencio gigante pasa como un velero, sin ruido.

–Yo no iré a Santiago y tú sabes muy bien por qué –oigo, llena de cuchillos, la voz de la Ita–. Esto es culpa tuya.

El Tata no contesta. Ya no se oye más nada. Oigo el soplido de la Ita al apagar las velas y todo se duerme en la casa.

Excepto yo, que, como los ratones, quedo preguntándome por qué la Ita ha dicho eso. Y por qué el Tata no ha respondido nada.

9

Cuando era chica, la Gumercinda me contaba que el Tata se subía a la cumbre de la cuesta y desde ahí miraba el valle igual que Dios. Yo estaba segura de que mandaba más que Dios. Creo que hasta hoy lo pienso.

–No diga herejías, niña –dice la Gumercinda, pelando papas. Pero lo miro, galopando en su inmenso caballo, el Cuero de Ante, y todavía, en alguna parte de mí, lo veo como un dios.

Todos sus planes son gigantescos. –Utópicos –dice una tía que estudió filosofía griega–. Ahora se ha propuesto traer el agua del río Maipo a este valle, seco como una hoja seca.

–Vamos a robarle un poco de agua al Maipo y traerla para que riegue todo esto –dice, entusiasmado, abarcando el paisaje con su brazo extendido. Por supuesto, todo parece una locura de las mayores. Robarle el agua a un río. Pero nadie se atreve a decirle nada. Impone en todos un respeto reverencial. Los campesinos no se atreven a hablarle.

El Tata no parece de esta tierra, con su altura doble y sus ardientes ojos azules, afiebrándose bajo sus cejas inmensas, canosas.

–La traeremos por dentro del cerro –dice.

Sube todos los días a caballo y rodea el cerro por sus cuatro costados, observándolo. Lo ha recorrido durante días enteros, midiéndolo paso a paso, subiendo hasta las cumbres de la roca desnuda y bajando hasta las quebradas más hondas. Anda lleno de papeles y lapiceras y reglas de cálculo. Camina hablando solo. No permitirá que un cerro enmarañado de arrayanes y litres, inmóvil como un mulo tozudo, venga a detenerle la entrada del agua que sueña para el valle.

–Si el cerro está entre el agua y yo, tendré que meterme con el cerro –declara.

El Tata siempre declara en vez de decir. Me cuenta que piensa hacer un túnel que le sacará agua al Maipo, el río que pasa por el otro lado del valle. Así regará todas las tierras que vienen después del cerro. En el valle. El plan es simple, pero gigantesco. Esas cosas, pienso, solo se le ocurren a un dios. Va a cambiar la geografía y ni siquiera se arruga.

–Esas son las cosas que valen la pena –dice, mientras sus ojos azules, muy hundidos, brillan allá en el fondo, bajo sus cejas.

Desde Hamburgo ha fletado un barco completo, lleno de herramientas de excavación. Cuerdas, picos, palas, carretillas para las piedras. Todo alemán, de buena marca.

–Los alemanes son los únicos que hacen bien las cosas –dice.

La idea se le ocurre en el viaje que hizo el año pasado. Cuando llega, cuenta que en el barco se encontró con un escritor italiano que se llama Edmundo D´Amicis, que estaba en el puente, mareado como pollo, vomitando por la baranda. El Tata, que no se ha mareado jamás, comienza a contarle su proyecto de desviar el cauce del río Maipo para convertir un desierto en un oasis. El italiano quedó fascinado con ese hombre que se atrevería a meterle mano a la tierra de esa manera y cambiar la geografía de su país. Se tomaron una foto con el fotógrafo del barco. En ella aparecen los dos hablando en el puente, evidentemente casi recién después de que el italiano ha vomitado: se nota su cara verde, descompuesta.

–Larraín se ha vuelto loco –dicen los amigos del Tata–. Hacer un túnel a pala. Una locura.

Pero no existen cosas irrealizables para el Tata.

–¿Cómo lo hará para traer agua, don Pedro? –le preguntan los campesinos, en voz muy baja, con el sombrero en la mano, mirándolo contra el sol. La idea se le ha metido entre las cejas como una carga de dinamita en una roca. Ellos se dan cuenta de que no parará hasta que lo consiga.

–Muy fácil. Haremos un túnel por dentro del cerro –les responde el Tata, de lo más tranquilo.

–Y cómo –susurran ellos, abriendo la boca.

–A pico, pala, tiempo y ñeque –dice el Tata.

Habla sobre el túnel con los campesinos como si ya lo estuviera haciendo. O como si ya lo hubiera hecho. Me encanta esa manera que tiene de treparse por el tiempo hacia el futuro, dejando atrás el presente. Ya está calculando en serio cuántos naranjos, cuántos limones plantará, cuántos potreros serán para frutillares, cuántos huertos de duraznos japoneses y damascos imperiales cabrán en cada metro cuadrado. Cuántas cajas de fruta podrá exportar en un año. Fruta de árboles que todavía no existen, por supuesto.

Yo lo acompaño todos los días en sus incursiones al cerro. Los caballos jadean mientras suben por la pendiente desnuda, sin huella aún.

–¿Por dónde va a hacer el túnel, Tata? –pregunto–. No da lo mismo por cualquier parte. Este cerro es muy disparejo. Es temperamental. No es lo mismo desde dónde uno parta cavando.

El Tata vuelve la cabeza y me mira con atención, como si observara detenidamente a un insecto extraño.

Después mueve la cabeza.

–Tienes razón –dice, dándome un golpecito en la espalda, con su mano–. No da lo mismo. Piensas las cosas, Jerónima, me gusta mucho eso –dice.

Me siento como si me hubieran nombrado caballero de la orden del rey. Enderezo mis hombros. Seguimos cabalgando en silencio, caracoleando por la pendiente elevadísima.

–No se meta por ahí –digo, de pronto–. Por ahí se llega al mismo lugar de donde partimos. Es una huella falsa.

No me dice nada y frunce las cejas, pero en el fondo le gusta que yo conozca de arriba abajo todas las quebradas y las alturas, y que sepa dónde están todos los atajos mejor que un campesino.

–De dónde te vendrá esa seguridad decidida y esa porfía que tienes para las cosas –dice, mirándome y sonriendo.

Pasan los días y comienza una marcha lenta hacia el cerro. Son los campesinos echados de otros fundos y algunos pocos de Santa Clarisa, que quieren probar suerte en otra parte. Van lentos, silenciosos, como apiñados por familias, caminando todos juntos, niños a poto pelado, perros escuálidos, hombres silenciosos, de mirada de carbón, mujeres llevando atados de trapos. Parecen personas hechas de viento, sin nada adentro.

10

A la hora de almuerzo, los campesinos miran nuestros platos por el vidrio. Se pasan la lengua por los labios. Se quedan hasta que el Tata toma la campanilla de la mesa, de bronce, con la efigie de Dick Turpin, el bandido inglés, y la agita violentamente. Aparece la Gumercinda, con su vestido negro abotonado hasta las orejas, arrastrando los pies. Mira de frente al Tata, sin pestañear.

–Siguen viniendo, señor –dice–. Cada vez hay más.

Entonces la Ita dice echando hacia atrás la cabeza.

–Que se les dé algo en las cocinas.

–Que se les dé algo –murmura la Gumercinda, mirándose los zapatos.

–¿Qué está rezongando ahí, mujer? –dice la Ita.

–Nada, señora –murmura la Gumercinda–. Es que se me está acabando el algo.

Los campesinos la siguen a las cocinas. Allí, la Gumercinda hace aparecer ollas de carbonada o de legumbres. Los campesinos, sentados en la cocina, comen, sin hablar, metiendo casi la cara en el plato.

–Un día de estos nos vamos a quedar sin nada –profetiza, furiosa.

11

Forster se siente una especie de arcángel o algo así. El Tata le ha encargado armar los equipos del túnel. Le brillan los ojos plomos. De pie, con un cuaderno, parado en la rotonda de la entrada de la casa. Alrededor de él hay una muchedumbre de campesinos rogándole, por favor, que los meta en los equipos. En cualquiera. Como sea.

–Se acabó. O me forman una fila ordenada, o no contrato a ninguno –dice.

Le obedecen inmediatamente.

Gonzalo dice que hemos vuelto a la esclavitud romana. El Tata le ordena que se calle. Luego se va a hablar con el encargado de la bodega. Hace que les dé un saco de harina a cada familia. Y un puñado de grasa empella. Los campesinos se acercan al Tata y le besan la mano. Miran con ojos que parecen cuevas. Ofrecen trabajo por comida. Limpiar las acequias. Podar los árboles. Los rosales. La Ita manda darles también un plato de comida.

–Pero señora –dice la Gumercinda–. Seguirán llegando más si les damos de comer.

La Ita la mira imperturbable desde su minúscula estatura.

–Se les dará comida igual –replica–. No quiero tener una revolución aquí, en el parque. Me romperían todas las matas de rosas finas.

12

Por esos días, algunos comienzan su éxodo hacia el norte, igual que en la Biblia. Familias enteras arrastrando los pies y los niños. Bultos desordenados, frazadas saliéndose por entre los cordeles, ollas colgando, golpeándose unas con otras. Es el sonido de la tierra muerta.

Otros se han quedado y merodean.

Otros se largan a los montes, a rastrojear lo que puedan. Y a cazar ratones.

13

Todos los días hay un grupo de campesinos en el frontis de la casa, esperando para hablar con el Tata. Le piden trabajo, cualquier cosa. Todos quieren estar en los turnos de los equipos del túnel. Hay tantos que ese día el Tata tiene una idea: comenzará el túnel desde los dos extremos del cerro. Le han llegado más herramientas de Alemania.

–Haremos dos equipos paralelos –dice.

–¿Y si no se encuentran nunca? –digo–. Una vez leí en un cuento en que...

El Tata me mira.

–Esto no es un cuento. ¿Para qué crees que soy ingeniero y tengo esto sobre los hombros? –me mira, tomándose la cabeza con las manos.

–El túnel se hará en un tiempo récord –dice.

Nunca lo he visto con tanta energía. Está animadísimo. Va a todos lados con su maletín lleno de planos y cálculos. Entra a la casa caminando como un ciclón.

Una mañana me despierta muy temprano.

–Vamos –me dice–. Vístete inmediatamente. Hoy comienza el túnel.

Soy la única de la casa que va con él. Todos los demás duermen cuando salimos. El Tata lleva una maleta en la montura. Voy feliz. Galopamos duro, hasta llegar al cerro, a las siete de la mañana. El aire está frío y seco. Nos siguen campesinos con las carretas de herramientas.

Más allá está Forster, frente a ellos, ordenados por equipos, como un pequeño ejército. Todos miran ansiosos.

–Muy bien –dice el Tata, mirándolos a todos–. Este será un momento histórico. –Se adelanta hacia la marca blanca–. ¿Están listos los equipos de gente? –pregunta a Forster.

–Sí, don Pedro –dice Forster–. Los del lado poniente son esos. Los del oriente, aquellos.

–Bien.

El Tata aparta unos arbustos y aparece la marca blanca en la roca del cerro.

–Por este punto exacto iniciaremos las obras oriente –dice–. Luego iremos con ustedes –mira a los del lado poniente– y comenzaremos lo mismo al otro lado de este cerro. Cuando yo dispare mi escopeta, los dos equipos comenzarán a cavar exactamente al mismo tiempo. Ahora –agrega– vamos a brindar todos. Estamos cambiando la geografía de esta zona –dice, solemne–. Y pronto cambiarán la flora y la fauna. Cuando llegue el agua, este valle será un paraíso.

Abre la maleta. Adentro hay copas y botellas de coñac francés.

 

Forster, escandalizado, mira las botellas.

–Qué desperdicio –murmura–. Pero ante la mirada del Tata, sirve el licor en las copas y lo va repartiendo entre los campesinos.

El Tata, solemne, levanta su copa.

–¡Por el agua para el valle! –dice, con su voz recia.

–¡Por el agua para el valle! –responden los hombres.

Todos beben de un trago sus copas. Luego el Tata rompe la suya contra las piedras.

–¡Todos! –grita.

Oigo el ruido del cristal, haciéndose añicos contra las rocas del cerro. Es un sonido que queda anclado en mi cabeza hasta mucho tiempo después.

–Forster –dice el Tata–. Explíqueles.

Forster escupe en el suelo, se aclara la garganta.

–Trabajaremos día y noche. De lunes a domingo. Serán ocho equipos con ocho turnos por cada lado –dice–. Cuatro de día, dos para la noche. Seis personas por equipo. Empezarán a cavar desde las ocho de la mañana, por los dos extremos del cerro. Las herramientas se guardarán después del último turno del día y de la noche en la caseta. Yo tendré la llave de la caseta. Son herramientas importadas, muy caras. Cada uno es responsable de la suya. Si la quiebran o la pierden, la pagan.

Nadie dice nada. Los campesinos miran el plano y ven los dos tubos dibujados. Con miles de cotas, puestas por la pluma fina del Tata.

–Nos encontraremos en medio de este cerro –dice y muestra la inmensa mole– más o menos en veinte meses más. Y entonces, accionaremos las bombas a la orilla del Maipo, impulsaremos un ramal de sus aguas por este túnel y el agua llegará. Debe quedar perfectamente terminado y cementado. No puede haber desprendimientos de ningún tipo porque este túnel no puede obstruirse nunca.

Oigo el silencio que cae sobre el grupo de campesinos.

Media hora después, el Tata toma su escopeta.

Tres disparos al aire.

Y clava él mismo su azadón en la roca.

–¡Comiencen! –exclama.

Oigo entonces los golpes secos de los azadones atacando la roca. Y, muy lejano, oigo el sonido del río. Y luego, casi imperceptibles, los golpes secos de los picos y azadones de los del otro lado.

A este lado, las herramientas suenan y brillan al sol.

En ese momento, siento el tiempo de la historia entrárseme en la piel. Estoy frente a un hombre que se siente capaz de cambiar la tierra en que vive.

Está de pie, mirando el cerro. Erguido y derecho, como un cerro él mismo.

14

En este año de 1857 todo es extraño. A ambos lados del camino los campos parecen bolsas de aire, vacías, inertes, colgadas de la extensión de la tierra. No se cultiva nada. Los terrones, separados como bocas abiertas. Los potreros color café, todo seco, cubierto con alambre de púas.

En las noches, bajan del cerro zorros y gatos salvajes, a robar las gallinas esqueléticas que quedan. Una noche bajó uno. Mató cuarenta gallinas y dos cabras. Se las comió ahí mismo y quedó el reguero de sangre y plumas. Dicen que fue un puma.

–Qué puma ni qué perro muerto –le dice Forster al Tata–. Ellos mismos fueron.

Los campesinos no dicen nada, pero lo miran con ojos metálicos, como el filo de un cuchillo. Creo que matarían a Forster, si pudieran.

Ya no se ve humo en las chimeneas de algunas casas. En las ventanas se secan las plantas en los maceteros.

15

Por el cerro, en cambio, pasa mucha gente. Pasan los campesinos despedidos de los otros fundos. Los ojos de los niños parecen cavernas y su piel es color almeja.

Gonzalo le dice al Tata que los contrate, en turnos más cortos.

–Aunque les pagues menos, papá –dice–. Pero es para que no se sientan marginados. No pueden partir sin nada. No tienen nada.

–Gonzalo, no se meta en esto, por favor –dice el Tata, elevando la voz–. No se han escatimado esfuerzos para ampliar los turnos todo lo que se ha podido. Cuando usted va de ida, niño, yo vengo de vuelta –declara.

Gonzalo se queda en silencio. Sabe que discutir con su padre es palabra perdida. Cuando se le mete una idea en la cabeza a un Larraín, es como si se metiera en una roca.

–Trataré de convencerlos de que se queden en el cerro, por lo menos. Que esperen un poco más. A ver si pasa algo –dice.

Los veo, todos a la deriva, zigzagueando, sin saber qué hacer, como flores de cardo. Van llenos de bolsas vacías, nadie sabe para qué. No tienen nada, absolutamente nada que perder.

16

Los Larraín se reúnen en el gran salón al caer la tarde, mientras el sol furiosamente naranja se va escondiendo. Algunos campesinos recortan el pasto de la entrada con tijeras, inclinados en dos.

Adentro toman té, de modo interminable, con tostadas y sucesivas tazas hasta que los labios les quedan brillosos de mantequilla. Hablan de viajes a Europa en trasatlánticos italianos, de óperas, de cuál será el próximo matrimonio que se armará en Santiago, de qué gente conocida ha llegado, de quién es hijo de quién, de quién se ha enfermado o muerto. Hablan de dinero y de bancos suizos. Luego arman la mesa de bridge con un chal encima y alguien se pone a barajar las cartas sin cesar.

Jugarán toda la tarde. Los hombres lanzarán miradas asesinas a las mujeres que se distraen. Las mujeres no les harán caso y hablarán largamente, flotando sobre las frases, sin terminarlas. Algunos tíos, exasperados, se pararán y se acercarán a la ventana del salón. Desde allí mirarán a los campesinos desocupados, que tienen los ojos como cuevas negras llenándoles la cara.

El Tata se encierra en su escritorio con altos de cuentas. Hará cálculos y escribirá en pequeños papelitos. Afuera se oirá el sordo gruñido de la tierra abandonada, expuesta al viento como un gigantesco animal insepulto y seco.

Son los años del cese de la fiebre del oro en California. Estados Unidos suspende bruscamente todos sus pedidos de trigo. Son los años en que muchos agricultores chilenos se arruinan. Son los años en que Chile está a punto de un colapso después de haber conocido años de abundancia. Ni siquiera toda la plata y el cobre del norte bastan para mantener nivelado a este país ridículamente largo y adorable, dice alguien que está de visita a la hora del té. Qué manía la de tomar té en esta casa. Y Chile no es adorable, pienso. Es más bien dramático. Largamente trágico y desprovisto de casi todo en la escena mundial.

17

Los días siguen pasando. En los otros fundos, las listas de despido de los campesinos se hacen más y más extensas. Manuel Montt, el presidente, manda llamar a su economista experto, Courcelle-Seneuil, y enfrenta la crisis como lo haría un catalán, acaballado, acometiendo con todo el tren delantero. El gobierno ha comenzado a dar préstamos a agricultores particulares, con las platas que le ha prestado Inglaterra. Presta a un interés bajísimo, nueve por ciento anual, y dicen que pronto bajará al siete.

–Pero será como echar agua al océano –dice uno de los senadores, amigos del Tata–. Todo sigue como antes y no llueve.

El Tata se sulfura cuando le hablan de Montt. –Más porfiado que un burro –dice–. No hay caso con él –afirma.

Eso me da mucha risa. El Tata es mucho más porfiado. Podría mirarse al espejo cuando dice eso, pienso.

18

El único de la familia con el que los campesinos hablan es con Gonzalo. Él sube al cerro, se sienta con ellos en el pasto, hablan. Les lleva el pan de galleta, el que les daban antes al mediodía. Ahora la Gumercinda lo hace a escondidas y se lo pasa a Gonzalo.

Las tías mueven la cabeza y dicen que Gonzalo es un inconsciente ante el peligro.

–Lo pueden matar cualquier día para robarle cualquier cosa. Cómo se le ocurre a ese niño irse a meter con esa gente.

De pronto, oigo la voz de Gonzalo.

–Papá, si no va a plantar nada, ¿por qué no les cede a los campesinos la tierra por un tiempo, en comodato precario? Los campesinos aman la tierra. Sacarían semillas de debajo de las piedras si saben que la cosecha irá entera para ellos. Y harían todo el trabajo. Y el fundo no parecería país en guerra como parece.